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Córreme que te alcanzo
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Libro electrónico369 páginas5 horas

Córreme que te alcanzo

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Información de este libro electrónico

Si alguna vez te sentiste solo y el alma te volvió al cuerpo al escuchar la voz amada, si lloraste ríos por una decepción o por un sueño truncado. Si pensaste que era el final y luego descubriste que solo estabas comenzando y al mirarte a un espejo decidiste aceptarte, este libro es para vos; el que ríe, llora, lucha, ama, se arriesga y se siente frustrado, pero aún así busca alcanzar su sueño. Porque al igual que vos, la vida de Elizabeth Verammi comenzó plagada de incertidumbre, pero ella se propuso buscar un destino en el que fuera feliz y lograra romper con el círculo del abandono. Nunca se dio por vencida, porque tuvo la ayuda de ángeles sin nombre y almas bondadosas. Ella, al igual que vos, estaba decidida a ser quien debía ser, aunque tuviera que rediseñar los designios divinos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 sept 2020
ISBN9789878705729
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    Córreme que te alcanzo - Marina Elizabeth Volpi

    Japonés

    Agradecimientos

    Agradezco a mi familia y a mis amistades más cercanas por el apoyo en la escritura de este libro y el amor que me demostraron siempre. A mis hijos Carolina, Mario, Darío, Francisco, y Sofía; a mi amado esposo Claudio; a mi Mamita Dina; a mis hermanas de la vida: Analía, Claudia, Natalia y Maricruz; a mis amigas: Sil, Melina y Eve; a mi coequiper Yolanda. A mis pequeñas Lupita y Lola. Y por supuesto agradezco a mis colaboradoras: Camila Vázquez, quien realizó los dibujos del libro y a Susana Heiland por las correcciones y sus palabras de aliento.

    Prólogo

    La certeza de que la vida es fugaz, transforma y atraviesa a cada ser humano. Hay quien vive como si no hubiera un mañana, mientras que otros transitan su existencia, construyendo un mejor futuro.

    Este libro lo escribí, consciente de que la adversidad es el común denominador en la vida y la única manera de poder avanzar o progresar es proponiéndose metas y sueños. No existe la espera azarosa o la suerte fortuita. Para vivir una vida digna hay que esforzarse, comprendiendo que nada es imposible, que las personas resilientes no son las que más sufren, son las que logran revertir situaciones y renacer de las cenizas para brillar y demostrar su talento. Esta historia está basada en la vida de Elizabeth Verammi, quien nos relata mediante anécdotas, una vida dura, plagada de sinsabores y repleta de pequeños triunfos. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

    Espero que disfruten leer este libro. Bienvenidos

    MARINA E. VOLPI

    Génesis

    La entrega

    Clara gemía mordiéndose los labios para no hacer ruido, porque sabía que en cualquier momento el pequeño haría su entrada al mundo. Un nacimiento trae luz, este en particular, solo apagaría su vida y ella lo sabía con certeza, pero aún así quería verlo. Los ruidos de pasos sobre las baldosas desparejas se hicieron cada vez más cercanos y el sonido de la puerta de hierro fue estrepitoso.

    —¿Qué te pasa? ¿Por qué te quejás tanto? —preguntó el hombre. Clara seguía gimoteando.

    —¡No doy más! El individuo dio un par de indicaciones a una enfermera que vino oportunamente y la colocó en una posición horizontal, con las piernas a los costados preparándola para el parto; sólo tardó tres pujos lograr sacar a la niña que habitaba su cuerpo. Desde el mismo momento en el que ella nació, Clara sabía que tenía su destino sellado; pidió desesperada que la dejaran ver a su bebé y cuando la enfermera la inclinó para que la viese, ella sintió que era perfecta; tenía la tez blanca, un pelito rojizo y enormes ojos verdes. Un suspiro callado salió de su garganta mientras la veía alejarse con su bebita. Intentó forcejear, pero estaba tan débil... una aguja penetró su brazo, haciendo que su cuerpo quedara inerte. Quiso moverse sin éxito y cuando fijó la vista para ver qué pasaba, las penumbras cayeron sobre ella.

    La señora de los caramelos

    —¿Hoy tenés turno?...

    Gladys tardó en contestar, porque si se quedaba un día más en el trabajo luego de la hora de salida, en su casa debía dar miles de explicaciones por su tardanza. Madre de tres niños y esposa de un hombre que, a pesar de ser abnegado, era bastante codependiente, Gladys a veces sentía que el único refugio lejos de su rutinaria y aburrida vida era su trabajo. Amaba profundamente a su familia, pero trabajar era, sin duda, su relax.

    Había llegado a Casa Cuna luego de recibirse de enfermera pediátrica, allá por el año 66 y tenía muy en claro que su mayor deseo era poder ayudar a esas pequeñas vidas, que no tenían más defensa que los que cuidaban de ellas. Cada historia detrás de un niño la hacía llorar. Todos los días pasaba por el quiosco camino al trabajo y traía una bolsita de caramelos. Los pequeños la esperaban contentos. Ella estaba asignada al dormitorio de los niños de dos a tres años, un lugar de alto tránsito porque en esta instancia, a partir de los 3 años, se iban a otro internado o regresaban con su familia biológica o adoptiva. Ella tenía muy en claro que encariñarse no era posible y, así y todo, no pudo evitar tomarle afecto a una niña de rulitos que siempre corría a sus brazos buscando cariño. Nadie sabía muy bien adónde iría ella luego de los tres años. Su expediente solamente tenía dos hojas y una de ellas era un informe general, lo cual era extraño porque cada niño tenía una carpeta de vida en la que constaba cada tratamiento médico, cada traslado y cada intervención del juzgado. Pero ella nada… sólo dos papeles que Gladys había leído con atención en donde había una partida de nacimiento borroneada y una revisación pediátrica. Así que, sin dudarlo, pensó que podía llegar a ser su hija. Aparte, ella tenía dos varones y la llegada de Eli traería alegría a su hogar.

    Con todo esto en la mente, Gladys pidió una reunión con Martín, su superior, y le comunicó que deseaba adoptar a Elizabeth. Él la observó de arriba abajo y dio una respuesta rápida y cortante:

    —Ella no.

    —¿Por qué? —insistió Gladys.

    —Tiene familia, solo que necesito arreglar algunos papeles para que la retiren —dijo Martín muy serio... Gladys no entendía el porqué, se sentía frustrada porque le había costado tanto convencer a Tulio, su esposo, para llegar a tremenda decisión, que le molestaba que su propuesta no fuera tomada en serio. Nada pudo hacer, la pequeña se quedó allí, recibiendo sus caramelos todos los días a las dos de la tarde, hasta que una camioneta la pasó a buscar un día después de cumplir sus tres años. Gladys la vio subir agarrada de su mantita y sintió cómo su corazón se trozaba en mil pedazos. Nunca más supo de ella…

    Rosa entre los cardos

    Mi nombre es Elizabeth Verammi, mis primeros recuerdos se remontan a un pasillo largo, frío, a una casa con un parque enorme y a mí parada en él con un vestido amarillo. Aunque confieso que todo es bastante borroso, lo que sí recuerdo claramente es que a los cuatro años aprendí a leer, porque mi querida tía Raquel me enseñó y desde mi visión ella era, sin duda, la mujer más dulce que yo conocí. Sus hijas eran muy diferentes entre sí; mi prima Leti parecía una dama antigua y delicada, en cambio, mi prima Aby era valiente, risueña y amable. Yo prácticamente pasaba las horas en la casa de ellos. Mi tía era amable hasta que se acordaba de la gente que me criaba. Siempre decía que yo era hermosa, que parecía una rosa entre cardos, supongo que no tenía mucha simpatía por su cuñado y la mujer. Yo sabía (o intuía) que no éramos familia, aunque llevase su apellido, lo cual explicaba el cálido cariño de mi tía, cada vez que me veía venir.

    En esa época la idea principal en mi cabeza de niña de 4 años era huir del monstruo (así le decía en secreto). El monstruo se llamaba Fabián Verammi, pero se había ganado el apodo cariñoso a fuerza de los puñetazos que se estrellaban en cada parte de mi cuerpo. Obvio que los derechos de los niños hoy son más valorados, pero en los 70 no se hablaban esas cosas, se sufrían. Quien siempre me protegía de los golpes del monstruo era su hermano Tomás, mi adorado tío, quien era todo lo contrario a mi padrastro.

    Fabián, o Tocho para los amigos (que eran bastante pocos en verdad), estaba casado con una mujer flaca llamada Marta, con cara de resignada, a quien, a fuerza de insistencia, comencé a llamar mamá. Marta era la típica mujer que podría haber sido todo en la vida y sin embargo vio cómo cada uno de sus sueños quedaban truncados, no por falta de afán o flojera, simplemente porque las decisiones que tomó tal vez no fueron las más acertadas.

    Marta sin rumbo

    Nada la haría cambiar de opinión y ella lo sabía; huir para Marta parecía ser la única salida que tenía a mano. Ella era la mayor de seis hermanos (sí, leíste bien, 6), y toda la vida había estado cuidando y sacando adelante a todos, por lo que con sus juveniles 17 años se sentía muy, muy vieja y cansada, pero eso no importaba, lo que sí era importante era que ella sabía que terminaría igual que su mamá; destrozada y sin sueños, como muerta en vida. Su pueblo le había quedado chico, era hora de irse; pero ¿hacia dónde? Esa era la pregunta que diariamente su mente le hacía. El trabajo de la fábrica de frutas le dio la posibilidad de guardar una platita para poder comprar el pasaje que, por supuesto, sería solo de ida.

    El destino elegido fue La Plata, porque el sueño de Marta era poder ser doctora, aunque tenía más que claro que una carrera así era casi imposible para su situación económica, pero si lo que tenía que hacer era dejar de comer o de dormir para trabajar los siguientes años y pagar la carrera, eso haría. Nada ni nadie se interpondría en su camino. Así de decidida armó la escueta valija y cerró la puerta de su humilde hogar tras ella para siempre. Atrás quedaban las largas siestas, las risas de los hermanitos más chicos, las peleas feroces de su madre y su padre, la pobreza que nunca se terminaba, sin importar lo mucho que se luchara.

    Caminó rápido hacia la terminal de ómnibus y luego de acomodar su flaco cuerpo en el asiento 16 individual, cerca del baño, miró hacia afuera para poder grabar una última imagen mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Cuando llegó temprano a La Plata, la ciudad le pareció enorme, ¡¡¡qué cantidad de calles cruzadas, por Dios!!! Le habían pasado el dato de una pensión bastante económica, donde si todo salía bien se quedaría hasta conseguir un trabajo y poder alquilar algo mejor. En la pensión la recibió Daniel, un tipo con cara de pocos amigos:

    —¿Qué necesita, señorita?

    —Vengo por la habitación con media pensión —respondió rápidamente Marta.

    —Okey, sígame por acá —le dijo Daniel con pocas ganas, pensando que se veía pobre, con poca plata y que tenía que cobrarle por adelantado, no fuera a ser cosa de que luego se pusiera áspero para sacarle un peso.

    Apenas la dejó sola en la habitación, Marta empezó a acomodar sus pocas cosas y mirando alrededor se dio cuenta de que estaba sola y esa sensación la abrumó. Toda la vida había estado rodeada de personas para comer o dormir (tenían solo una habitación para los siete hermanos) y en ese instante se sintió libre, aunque no sabía muy bien qué hacer con su libertad aún. Una vez que acomodó todo, se sentó a ver qué plata tenía para sobrevivir el primer tiempo y con grata alegría vio que le quedaba como para un mes pagando el alquiler de la pensión y todo, eso si comía una vez al día, porque si se extralimitaba apenas tenía para dos semanas. No iba a ser nada fácil, pensó con un poco de angustia.

    Los siguientes días la encontraron corriendo para anotarse en la universidad y tratando de conseguir un trabajo. El trabajo llegó, pero la paga era la mitad de lo que imaginaba, así que con mucho dolor prefirió seguir la carrera de enfermería que le llevaba menos tiempo y costaba también menos plata. Poco a poco las cosas se comenzaron a acomodar y a mitad de año ya se sentía totalmente instalada en la ciudad. Pero como la vida siempre que puede te enrosca, su desgracia sería enamorarse de un hombre bueno, dulce y trabajador. ¿Por qué una desgracia? Porque ella se enamoró perdidamente y haciéndole caso omiso a su intuición primera, se fue a vivir con su amado a la casa que había sido de la madre de él, (ya fallecida), pero lo más irónico era que Marta no sabía que en un futuro, ese hombre tendría la mala suerte de perder su empleo por un infarto, se convertiría en un borracho empedernido y que de ahí en más todo sería barranca abajo. Sus sueños se harían trizas y los hijos llegarían uno a uno, para aislarla cada vez más del mundo. Abrazada al pecho de su amado Fabián, ella ignoraba que en solo 8 años se convertiría en todo lo que odiaba y de lo que huía, pero por amor hacemos cosas estúpidas y Marta Trejoli no era la excepción.

    Amada Lulú

    Cuando un niño te dice seriamente que quiere una mascota, dale una, porque si no, terminará volcando su ansia de amor por los animales en lo que sea que se le presente con al menos cuatro patas. Yo no era diferente, así que cuando la señora Marta me dijo que NO podría tener nunca un perrito, un gatito o lo que sea, pensé que ese era mi cruel destino, ¡hasta que llegó Lulú! Descubrir su cuerpito rosita entre mis revistas hechas trizas y amarla solo me llevó un segundo, juré defenderla y cuidarla para siempre. El único detalle era que Lulú era una rata blanca y como toda rata era esquiva y le encantaba hurgar en la basura, pero fuera de esos detalles, éramos uña y carne.

    Hacía más de un año que vivía con esta nueva familia y obvio que me sentía sola, así que la compañía de Lulú fue vital para mí. Corría con ella por toda la casa, dormía con ella enroscada en mi cuello y como se imaginarán la mitad de mi comida iba a parar a su panza. Creció tanto que asustaba, pero a mí me parecía la más bella rata del mundo. Una tarde estaba tratando de dormir la maldita siesta obli¬gada, cuando noté que se movía nerviosa, como furiosa, y sabía que, si la señora que me tenía viviendo en su casa la descubría, me la quitaría, así que traté de contenerla y abrazarla, pero ella me miró con los ojos vidriosos y para mi enorme sorpresa ¡me mordió! y luego se escapó rápidamente por un agujero que estaba a ras de la pared. Traté de convencerme que ella volvería y me dormí. Cuando me desperté, un dolor profundo me recorría el brazo y me acordé de la mordida, así que salí por el pasillo a buscar a Marta y me encontré con Fabián que me miró mal (como siempre) y me dijo:

    —¿Qué te pasa, nena? —Lo último que vi, fue su enorme cuerpo venir hacia mí antes de sentir la caída oscura.

    Cuando abrí los ojos, me encontré en el hospital. Estaba acostada en una camilla y el doctor me miraba curioso:

    —Hola, soy Matías, ¿me podés contar qué pasó? —Apenas le dije que una ratita blanca me mordió, él salió corriendo y al rato una enfermera bastante brusca, me puso una inyección que me dolió profundamente.

    Cuando llegué a casa la busqué sin cesar y con una voz muy maligna Fabián, el monstruo, me dijo que la había matado y enterrado. Mi desesperación fue terrible, busqué una cuchara o una palita para poder sacar de la tierra a mi amada Lulú y luego de cerca de veinte agujeros, hallé su cabeza. Abrazada a ella hice alrededor de treinta pozos más, hasta que encontré su cuerpo y luego la enterré enterita. Esa noche recibí una paliza bastante brava, pero valió la pena, mi amada ratita dormía en paz.

    Manos de fuego

    Iba cantando una hermosa canción, la mañana era fresca y el camino hacia la panadería se me hizo cortito. Pasé por las rejas altas y como siempre tiré dos piedras hacia adentro. Cuando entré a la panadería había una señora de esas que tienen mucha plata y mucho tiempo, así que se llevó media panadería, por lo que me empecé a aburrir. Sé que solo tenía 5 años y que para la mayoría de la gente esa edad no es la adecuada para hacer los mandados, pero yo me la pasaba la mitad de mi día en la calle, así que era casi una rutina hacer las compras. Cuando me llegó el turno el panadero me miró fijo y me preguntó:

    —¿Qué querés, Eli? Yo, muy respetuosa, le contesté que medio kilo de pan y si tenía unas facturas viejas para regalarme, por favor. El panadero me sonrió de costado y me alcanzó una bolsa con facturas sabe Dios de qué día, pero que a mí y seguro a las termitas de mis hermanastros nos iban a encantar. En la otra mano me dio unos cuatro pancitos largos. Cuando salí de la panadería me pareció que la mañana estaba más linda y el aire más fresco, así que emprendí el camino a casa, pero, para llegar más rápido, doblé la cuadra para cortar camino por el baldío.

    Esa mañana una cuadrilla de personal eléctrico estaba haciendo reparaciones en los cables de alta tensión y uno de esos cables se había desplomado al suelo luego de que se fueran. Al llegar a la esquina vi el cable caído, pero en mi imaginación se trasformó en una liana y yo inmediatamente ¡en Tarzán! Tomé carrera, con una mano me colgúe y con la otra sostuve mi bolsita de facturas y pan (la comida no se deja sola nunca). La sensación de ardor y quemazón fue inmediata, mi cuerpo temblaba y solté la bolsa del pan para tratar de sacarme la mano que se me quemaba y para mi sorpresa me quedé pegada con ambas manos. Mis gritos de ayuda atrajeron a muchas personas que miraban atónitas la escena.

    Para Sebastián, un herrero que vivía a mitad de cuadra, solo mirar no era una opción, así que buscó una madera o algo para poder salvarme y cuando se dio cuenta de que no tenía nada a mano y la gente gritaba, pero no hacía nada tampoco, la desesperación lo llevó a pegar el manotazo hacia mi cuello. Apenas me tocó, el escalofrío y la sensación del chispazo doloroso se le hicieron tan latentes que se desmayó. Yo sentí el golpe en mi nuca y salí disparada hacia el medio de la calle. Cuando miré hacia un costado, el señor que me sacó del cable estaba caído cerca de una zanja, de su ropa salía humo y su cara estaba como azulada. Aunque me dio impresión, inmediatamente me acordé del pan y las facturas y me apresuré a juntar todo sacándoles la tierra como pude, no vaya a ser que me ganara otra paliza. Cuando todo estuvo en la bolsita, eché a correr lo más rápido que me permitió el mareo.

    ¡Corré, no mires hacia atrás!

    Quedé asustada por un buen rato. Mis manos estaban quemadas y tardaron en curar. Pero era demasiado inquieta y estar sin hacer nada me aburría muchísimo, por lo que caminar o correr eran mis actividades favoritas, aunque si de entretenerme se trataba había varias cosas que podía hacer y una de ellas era tirarle al pasar dos o tres piedras a un perro, que siempre me asustaba con sus ladridos. Las rejas altas y la seguridad del cerrojo me hacían invencible a la hora de castigar su lomo. Seguramente pensarás qué me había hecho el pobre animal y te respondería que nada, pero era divertido, cuando uno es chico, no mide las consecuencias de sus acciones y sin saberlo me estaba metiendo en otro problema.

    Un día como cualquier otro, como a las dos de la tarde, yo había logrado escapar de la siesta y estaba buscando algo para hacer… ¡y me acordé del perro!

    Corrí unas cuadras y cuando me detuve fue para buscar dos o tres piedras bien contundentes para sacudírselas; la diversión consistía en hacerlo enojar y luego marcharme muerta de risa, pero ese día el destino me tenía preparada una enorme sorpresa.

    Llegué a la reja y empecé a silbar; cuando vi aparecer el perro comencé a gritar para que se acercara. Él era un cachorro de dóberman, una raza que suele ser dulce y pacífica, hasta que invadís su territorio y se transforman en el demonio de Tasmania. Los gritos llamaron la atención de Teo (ese era su nombre) y cuando lo vi asomarse, me ensañé. El primer impacto lo hizo retroceder y cuando levanté la mano para arrojar la siguiente piedra noté con espanto que…¡¡¡la reja estaba abierta!!! Traté de llegar a cerrarla antes de que el perro se dé cuenta, pero era tarde, medio cuerpo de Teo estaba en dirección a la calle y eso ponía al alcance de su ira a esa mocosa que lo maltrataba; o sea, yo. A mí me tomó una fracción de segundo girar en U y largarme a correr, pero yo daba cuatro pasos y Teo me seguía con apenas una zancada. Corrimos como media cuadra hasta que sentí que se colgaba de mi espalda y el dolor se hizo lacerante. Cuando giré la vista, vi a Teo agarrado de mi cola y su boca llena de sangre, lo que me hizo frenar y caer. Los vecinos salieron a ver qué pasaba y, cuando vieron semejante escenario, querían linchar al perro. Su dueño gritaba que la culpa la tenía la borrega y yo solo quería levantarme, pero no podía porque el perro (que se había vengado finalmente), me había arrancado medio traste y me estaba desangrando. Está de más decir que nunca más volví a tirarle nada a un animal. ¿Qué fue de Teo? Ni idea, no volví a pasar por esa casa...

    Rasguña las piedras

    Mi prima Aby era sin duda una piba noble, buena y bastante rebelde a sus 14 años. Estábamos en 1979 y la fiebre hippie se hacía sentir. Aby era mi heroína, quería seguirla y ser como ella cuando fuera grande. Lo que ella más amaba era tocar la guitarra a toda hora. Las tardes se pasaban lentas al son de los acordes del Oso y de Era en abril, pero la canción que me impactaba era Rasguña las piedras, cuando ella la interpretaba, su voz se volvía llanto y flotaba por la habitación. El consuelo de mi corta existencia en esa familia era su música. Esas sesiones de canto improvisado marcaron nuestra amistad a fuego y, aunque la vida nos llevaría por distintos caminos en el futuro, siempre tendríamos el rasgar de su guitarra como refugio.

    Cuando las melodías cesaban, la realidad se hacía sentir. Yo seguía recibiendo golpes del monstruo, quien a decir verdad si no tomaba vino era bueno, pero apenas tenía más de cuatro vasos encima, se volvía una fiera y nada podía frenar su violencia una vez desatada. Preguntarse por qué Marta permitía que esto pasara o por qué todos los cachetazos volaban en mi dirección, era bastante llamativo, pero yo ya no tenía ganas de seguir averiguando el motivo. Debía huir de esa casa, así que luego de varias noches de dormir en cuanta calle o plaza pudiera y de pasar de comisaría en comisaría, entendí que nada podía hacer; siempre me llevaban al hogar de esa gente y los gritos y los golpes venían en forma coordinada y rutinaria. Hasta que en uno de mis largos paseos conocí a una familia divina de apellido Nebile. Ellos me encontraron durmiendo tirada en su garaje como si fuera un perrito, y en lugar de llamar a la policia, me dieron comida, llamaron a mis tutores y les solicitaron adoptarme, pero la negativa fue tan estrepitosa que tuvieron que ceder y dejarme ir.

    Los Nebile denunciaron los maltratos y por fin una jueza me escuchó y me retiró de ese hogar, aunque el alivio fue momentáneo, porque lo que yo no sabía era que iba a tener que dormir con los ojos abiertos de allí en más y sentiría que salí de la sartén, para tirarme al fuego.

    Santa Juliana

    Me llevaron a un colegio llamado Santa Juliana. Cuando abrieron el portón, pude ver un enorme jardín junto a una hermosa casona. La directora me miró con curiosidad, y apenas me bajé del auto, me indicó que debía vestirme adecuadamente para pasar al comedor. De todo lo que ella me dijo, lo único que yo escuché fue la palabra cena, por lo que mi expectativa era mayúscula hasta que entré al comedor y sentí todas las miradas sobre mí. Desde todos lados se escuchaba; es la nueva, es la nueva.

    La famosa comida era bastante escuálida, pero a mí ese pedacito de carne y el arroz medio pasado me supieron a gloria, porque en la casa en donde había estado, nunca sabía qué comería o si acaso comería.

    Mas tarde, traté de acercarme a las chicas que me parecieron más amistosas, pero aun así me sentía rara, muy rara. En el fondo creo que sentía la pérdida de mi libertad, porque estaba acostumbrada a manejarme sola y cuando escuché el grito de la celadora diciendo se apagan las luces, supe que todo había cambiado.

    Lucila Casitemiro

    La primera semana intenté desesperadamente hacer amigas y la verdad estaba difícil, se hacían rogar demasiado las pulguientas a las que trataba de acercarme. Nos mandaban en camioneta a la escuela y allí lo pasaba bien con mis compañeras, pero apenas tocaba el timbre las veía alejarse por la ventana del vehículo de Acción Social. Igual la vida era bastante tranquila, la comida era pasable y la cama que me tocó era mullidita. Lo único que me inquietaba bastante, era que había escuchado que a las nuevas, les daban una paliza de bienvenida y estaba tratando de evitar ese amargo momento a toda costa, así que me quedaba lo más cerca que podía de las señoras que nos cuidaban y comencé a hacer correr el rumor de que sabía karate. Obvio que a los seis años nadie sabe karate o por lo menos no para defenderse de todas las que querían golpearme, pero eso infundió cierto temor y me salvé bastante tiempo.

    La que encabezaba la idea de explicarme cómo eran las cosas en ese lugar era una niña llamada Lucila. Ella venía del norte y era alta, morena y con cara de desconfiada. Sus ojitos chinitos habían visto demasiado, y aunque se moría por un abrazo y un te quiero como todas las que estábamos allí, se hacía la fuerte.

    Con sus planes en marcha, me engañaron para llevarme al patio cubierto diciéndome que íbamos a jugar y a compartir una especie de merienda, por lo que hacia allí fui toda contenta. Apenas crucé el patio cubierto, la puerta gigante se cerró y frente a mí había un grupito de niñas con cara de te vamos a matar. Al frente de todas estaba Lucila, quien se acercó y se presentó:

    —Soy Lucila Casimiro. —Y yo, que siempre me metía en líos por mi bocota, le respondí:

    —Casitemiro dirás, ja, ja, ja. —Obvio que se lo decía porque no me parecía linda y así ella lo tomó, por lo que el primer golpe no tardó en llegar. Antes de doblarme en dos escuché que otra decía:

    —¡Sabe karate! —Y yo, que no sabía ni matar una mosca, intenté tirar algunas patadas a lo loco. Pero enseguida me di cuenta de que la estrategia solo las enojaba más, así que pasé a la fase dos e hice el muertito que siempre resulta eficaz. Al ver que no me movía Lucila se sobresaltó y les gritó que solo tenían que asustarme, no matarme. Las chicas salieron corriendo y ella me levantó la cabeza, diciéndome con mucha dulzura:

    —Disculpame, ya se fueron, si no te pegaba yo, te pegaba otra, así que ahora ya estás a salvo. —Nos limpiamos la ropa y un poco de sangre que me salía del labio y a partir de ese momento fuimos las mejores amigas.

    Pelazo

    Todas miraban a Inés con amor, casi con devoción. Yo tenía solo siete años, pero estaba convencida de que mi primer enamoramiento estaba encarnado en su figura. Ella tenía un rostro ovalado

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