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Una Parte de Mí: Una parte de mí, #1
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Una Parte de Mí: Una parte de mí, #1
Libro electrónico518 páginas6 horas

Una Parte de Mí: Una parte de mí, #1

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UNA PARTE DE MÍ

LIBRO 1

 

SINOPSIS

 

Una historia trágica, romántica y apasionante.

Una Parte de Mí, sumerge a los lectores en la vida de Mía, una joven resiliente cuyo mundo cambia tras un devastador accidente. La pérdida de su madre y una parte de su pierna la llevan a vivir con una prótesis, desafiando su visión de sí misma. Tres años después, Mía es una joven segura y llena de vitalidad, pero nunca ha experimentado el amor. Todo se transforma cuando Joaquín entra en su vida, un joven torturado por la culpa tras la muerte de su mejor amigo. A pesar de la atracción instantánea entre ellos, las dudas y los desafíos surgen debido a la discapacidad de Mía. A medida que su relación se desarrolla, ambos se enfrentan a sus propios demonios internos, explorando la aceptación, el perdón, la pasión y el poder curativo del amor.

¿Serán capaces Mía y Joaquín de superar los límites por los prejuicios, la discriminación y sus propias dudas? ¿Esta historia culminará en un final feliz o alguien acabará con el corazón roto?

 

AUTORA: NAYLA R. NOCHES

Todos derechos reservados: Nayla Sofía Redondo Noches

2023

Direct Publishihg.

Iª edición.

Noviembre 2023

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 nov 2023
ISBN9798223421627
Una Parte de Mí: Una parte de mí, #1
Autor

Nayla R. Noches

Nayla Redondo Noches es una colombiana nacida en 1988, amante de los libros y las novelas románticas y fantasía, se aventuró a escribir su primer proyecto con la ilusión de cumplir un sueño y una locura al mismo tiempo. Autopublicó su primero libro en el año 2023 y espera que sus historias hagan reír, llorar, sufrir, amar y experimentar todas las emociones que una persona puede llegar a sentir.

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    Vista previa del libro

    Una Parte de Mí - Nayla R. Noches

    Aclaración para el libro Una Parte de Mí:

    ––––––––

    Quiero tomar un momento para hacer una aclaración importante sobre esta obra. Una Parte de Mí es una historia de ficción creada por mi imaginación como autora. Los personajes, eventos y la narrativa son el producto de mi inspiración literaria. En esta novela, he abordado temas delicados, incluida la condición de discapacidad y personas amputadas, con todo el respeto, amor y consideración que merecen. Mi intención al explorar estos temas, no es más que ofrecer una perspectiva genuina sobre la superación, el amor y la aceptación en medio de la adversidad.

    Este libro tiene contenido para adultos, como sexo explícito, lenguaje mal sonante y violencia. Dicho contenido es mínimo; sin embargo, está presente. Por ende no se recomienda para personas menores de edad.

    Espero que la historia de Mía y Joaquín toque los corazones de los lectores de una manera positiva, promoviendo la comprensión y la empatía hacia aquellos que enfrentan desafíos similares en la vida real.

    Gracias por embarcarte en esta emocionante travesía conmigo y por ser parte de esta historia.

    ––––––––

    Con cariño,

    Nayla R. Noches

    PLAYLIST

    ––––––––

    Me vale. Maná

    Lamento bolivariano. Enanitos verdes

    Amores lejanos. Enanitos verdes

    Mariposa traicionera. Maná

    Bendita tu luz. Maná

    No ha parado de llover. Maná

    El amor es así. Jorge Celedón

    Eterna soledad. Enanitos verdes

    Mi primer día sin ti. Enanitos verdes

    Vivir sin aire. Maná

    Te mando flores. Fonseca.

    Propuesta indecente. Romeo Santos.

    Igual que ayer. Enanitos verdes

    I lived. One Republic.

    Mi novia querida. Iván Villazón.

    Enlace:

    Abril y escuchar

    El mundo está lleno de imposibilidades cumplidas.

    ––––––––

    Nayla R. Noches

    PRÓLOGO

    ––––––––

    26 de junio de 2019

    ––––––––

    —¡Mía! —gritó mi madre desde el primer piso de nuestra casa.

    —¡Voy! —dije, aunque apenas logré articular las palabras.

    Era como un zombi recién levantada. Una sonrisa se dibujó en mis labios ante mis pensamientos.

    —¡Son las cuatro de la tarde, por el amor de Dios! ¿Hasta qué hora piensas dormir, niña?

    —¡Levantada! —repliqué, arropándome de pies a cabeza bajo las sábanas.

    Alguien tocó la puerta de mi cuarto. Era mi papá, con una expresión de poema en su rostro y una ceja levantada al verme aún acostada.

    —Tienes cuarenta minutos para alistarte. Vamos a llegar tarde al cumpleaños de tu abuela. Levántate ahora mismo —me ordenó con suavidad y calma, como siempre lo hacía.

    —Cuarenta minutos exactos.

    Me apresuré en la ducha, sequé mi melena rubia y me enfundé en el vestido amarillo que mi mamá me hizo comprar hace una semana. Era bonito, pero no era mi estilo. Me lo puse solo para complacerla y evitar una pelea innecesaria.

    —Justo cuarenta minutos —le dije a mi papá, poniendo los ojos en blanco. Mamá rezongó, como de costumbre, pero no dijo nada.

    —De todas formas, ya vamos tarde; y con el tráfico de esta ciudad, llegaremos de noche —comentó papá, ajustando el cuello de su camisa, sin corbata.

    Tenía que admitirlo, a sus cuarenta y tres años, se veía muy atractivo.

    —¡Te ves hermosa con ese vestido! Te dije que te quedaría fenomenal —dijo mamá con una sonrisa complacida mientras nos dirigimos al auto.

    —Gracias. Tú también luces muy elegante con ese vestido.

    No lo dije solo por cumplir, realmente se veía hermosa con el vestido negro que llevaba puesto. A pesar de sus cuarenta años, parecía tener treinta.

    —Demasiado sexy para mi gusto.

    Papá solo buscaba sacarle una sonrisa y de paso su mal genio.

    —¡Pero si estoy completamente tapada! ¡No muestro nada!

    Ellos no saben que los escucho algunas noches, porque son más ruidosos de lo que creen, mientras tienen relaciones en su habitación.

    —¡Por fin llegamos! ¡Padre nuestro, que estás en los cielos, casi amanecemos en ese tráfico infernal! —lloriqueo.

    —Si te hubieras levantado antes de tu pequeña siesta de tres horas, habríamos llegado a tiempo —replicó mamá.

    —Sí, como sea —murmuré.

    —¡Te escuché!

    —¡Abuela! —grité, ignorando a mamá, y me lancé sobre ella, abrazándola por el cuello y casi nos caímos al suelo.

    —Hija, ten cuidado, que tu abuela ya no es una jovencita; podría lastimarse y romperse un hueso. —advirtió mi madre con una sonrisa burlona. Sabía que a mi abuela no le gustaba que le recordaran su edad.

    —Ema, no empecemos.

    —Solo era una broma, no te lo tomes tan en serio. Ven y dale un beso a tu hija, que te ama con todo su corazón.

    Le entregué el regalo que compramos para ella hace una semana. Mi abuela lo abrió de inmediato, a sabiendas de que mi padre siempre la sorprendía con alguna joya.

    —Gracias, yerno. A todos ustedes por venir y acompañarme.

    —Es hora de celebrar. No todos los días se cumplen sesenta años —dije.

    —¡Dios mío! Eres igual que tu madre. —Mi abuela puso los ojos en blanco.

    —Y yo soy igual que tú —replicó mamá sonriendo.

    La medianoche llegó y nos despedimos. Dejamos a la abuela con su novio, Ernesto, y nos dirigimos a casa para descansar.

    Era viernes y al día siguiente planeábamos una parrillada junto a la piscina.

    Mi vida era perfecta.

    Llevábamos cuarenta minutos en el camino. Las calles estaban desiertas, pero mi padre no se saltaba ni un semáforo en rojo. Mi madre dormía en el asiento delantero y yo me mantenía despierta, para hacerle compañía a papá charlando y evitar que se sintiera conduciendo solo.

    —La próxima semana son las finales del campeonato de atletismo. ¿Cómo te sientes para competir? —preguntó emocionado.

    Él sabía que era buena y que ganaría varias medallas en los juegos.

    —Estoy preparada, he entrenado duro.

    —No me preocupo en absoluto, hija. Solo te pregunto para tener algo de que hablar —sonríe mientras extiende el brazo para darme un beso en la cabeza.

    De repente, un fuerte estruendo sacudió mis oídos como si una bomba hubiera explotado, aún estaba consciente, y vi cómo el auto daba vueltas en la calle. También sentí cómo mis huesos se rompían uno por uno.

    El dolor era insoportable. El auto finalmente se detuvo, volcado y alcancé a ver a mi padre inconsciente en su asiento con la cabeza ensangrentada. Luego, miré a mi madre; estaba en la misma condición. Todo se volvió oscuro y mis ojos empezaron a cerrarse. Sabía que mis padres estaban muertos y que yo pronto los seguiría.

    1

    «Tu actitud puede ser la diferencia entre la vida y la muerte.»

    ––––––––

    MÍA

    ––––––––

    Suena el despertador con Me vale de Maná, a las seis de la mañana, como todos los días. Ajusto la prótesis a mi rodilla y me levanto de la cama. Soy afortunada de contar con los medios económicos para tener una de última tecnología; facilita mucho mi vida. Volví a nacer el día que me la dieron. La vida es un milagro. Esta prótesis significaba todo para mí. Un nuevo comienzo, una vida renovada, un renacimiento.

    Soy afortunada. Algunos dirán: «¿Afortunada? ¡Si eres la chica con la peor suerte del mundo!» Pero ¡caray, estoy viva! Mi vida es un milagro. La mayoría de las personas amputadas deben conformarse con una prótesis de pésima calidad que apenas se ajusta a sus necesidades reales y para colmo de males, tienen otros problemas como infecciones, daños a nivel muscular y óseo.

    Sí, perdí parte de mi pierna derecha durante el accidente; hace tres años, y eso no fue lo peor de todo, daría mi otra pierna porque mi madre estuviera viva. Hoy se cumplen tres años de su muerte, es un día que nunca quisiera rememorar.

    Aunque eso es imposible, lo recuerdo cada vez que veo mi pierna.

    Damos todo por hecho, como si la vida fuera algo menos que apreciada e invaluable. Olvidamos que podemos perderla de un instante a otro.

    Nuestra «vida perfecta» se desmoronó en un segundo cuando un conductor borracho se pasó el semáforo en rojo y embistió en la puerta donde mi mamá se encontraba. El doctor dice que murió de forma instantánea. De cierto modo nos da un poco de consuelo saber que ella no sufrió. Solo es un alivio momentáneo para amortiguar el dolor.

    Miro mi reflejo hasta la cintura en el espejo del baño y veo una joven normal, bonita, saludable, completa, alegre, con toda una vida por delante, con sueños y metas. Es imposible no imaginar cómo sería todo si esa noche hubiéramos regresado a casa, sanos y salvos.

    Sacudo esos pensamientos negativos de mi mente, me dirijo al armario y saco la ropa que me pondré para ir a visitar al cementerio a mamá. Lo hacemos temprano porque ella era madrugadora y siempre tratamos de honrar su memoria, o por lo menos eso dice mi papá. Antes de ingresar en el baño, mi padre toca la puerta de mi cuarto. Le digo que puede pasar.

    —Veo que ya estás despierta —dice con una cara de tristeza que me parte el corazón.

    —En cuarenta minutos estaré lista. —Él me sonríe y sale del cuarto.

    Me quito la prótesis y entro en la ducha adaptada con una silla en la que puedo sentarme y bañarme más cómoda y sin riesgo de caerme. Una vez termino de cambiarme, vuelvo a mirarme en el espejo de cuerpo completo que tengo en mi cuarto: llevo un vaquero negro ajustado, una blusa de seda blanca y el cabello recogido en una cola de caballo. Formal y casual al mismo tiempo. Muy diferente a como me visto siempre. Salgo de la habitación y me encuentro con papá en la sala

    —Te ves hermosa, cielo. Me gusta cuando te vistes más normal.

    —No te hagas ilusiones; apenas regresemos, me cambiaré de ropa. Parezco la abuela vestida así. —Sonrío al imaginarme lo que diría si estuviera acá.

    —¡Te escuché, jovencita! —Sale de la cocina como por arte de magia.

    —¡Joder, me asustaste! —exclamo con cara de espanto, llevándome la mano al pecho.

    —¡Esa boca, por el amor de Dios!

    Ella tiene peor vocabulario que yo, por más que invoque a todos los santos.

    —Por cierto, te ves muy bien con esa ropa, a diferencia de los trapos viejos y rotos con los que te vistes a diario.

    Ella está vestida casi igual a mí, con un jean negro y una blusa blanca. Después de la muerte de mamá, no ha querido quitarse el luto. Yo le digo que se lo lleva por dentro, pero ella es chapada a la antigua en algunas cosas y me responde que es su forma de recordar el dolor que le causa la muerte de su única hija.

    —Somos casi gemelas. Solo te falta la prótesis —le digo divertida.

    En el cementerio, llevamos girasoles, las flores favoritas de mamá, a su tumba. Nos sentamos en el suelo y compartimos un desayuno especial. Puede parecer extraño, pero es nuestra tradición. No derramamos lágrimas ni pronunciamos frases tristes convencionales, simplemente nos hacemos compañía los cuatro, porque sabemos que el espíritu de mamá nos acompaña.

    La primera vez que hicimos esto, no quería. Me negaba a sentarme sobre la tumba, a hablar como si nada hubiera pasado. Le dije a papá: «¿Para qué hacemos esto? Ella está muerta». Su respuesta fue: «Las personas nunca mueren mientras vivan en nuestros corazones». Lloré hasta que me dolió el pecho y la garganta. Fue el día que acepté que mamá siempre estaría viva en mi memoria y en mi corazón.

    —¿Qué tal van los preparativos de tu ingreso a la universidad? —pregunta mi abuela con interés.

    Es algo que he ido posponiendo para cuando me sintiera lista. Ese día llegó.

    Antes del accidente, soñaba con ser diseñadora de modas. Todavía me gusta, pero ahora quiero ser médico ortopedista, ser un verdadero apoyo para las personas que, al igual que yo, han perdido una parte de ellos.

    He tenido suerte: mi padre, la abuela, mis amigos y los médicos han hecho de este proceso un camino más fácil de transitar. El apoyo incondicional ha sido clave. Jamás lo habría logrado sin ellos. Las cicatrices del cuerpo son fáciles de sanar. Lo difícil son las heridas del alma.

    —Tengo todo bajo control con la universidad —respondo sin más.

    —Ya. ¿Solo eso me vas a responder?

    —No me acoses. Todo está bien, en serio. Estoy matriculada, tengo los libros, las agendas y todo lo necesario. Sé exactamente los pasos que tengo que dar desde la entrada hasta los salones de clase; los practiqué con papá la semana pasada. Todo estará bien.

    —Eso era lo que debías contestar a la primera —objeta mi papá—. No esperes que tu abuela no se ponga intensa, sabes que no descansa hasta tener todos los detalles.

    —¿Con qué ropa irás a la universidad? —pregunta ella con una cara de ya saber la respuesta.

    —Con la mía, ¿con qué más?

    Papá niega con la cabeza y suspira. Río llevándome un pedazo de cruasán a la boca.

    —No vas a ir a la universidad en shorts y blusas cortas, Mía, ¡por la santa virgen! Hoy mismo nos vamos de compras. Puedes tener ropa de tu estilo hippie lo que sea, pero decente. Un poco más casual, digna del lugar. Que no se te olvide que es una universidad de gran prestigio.

    —Está bien, vamos de compras. Pero que te quede claro, compraré lo que yo quiera.

    —Perfecto. Además, mira, la universidad es un excelente lugar para encontrar novio —dice ella.

    Papá se atraganta con el café.

    —¡Abu! ¡Ya vas con lo mismo! Me niego a hablar del tema. —Pongo los ojos en blanco mientras le doy unas palmaditas en la espalda a papá, que sigue tosiendo.

    Ella se ríe por lo bajo.

    —Estoy de acuerdo —dice él.

    La idea de un novio nunca ha sido tema de su agrado. No quiere que ningún patán rompa el corazón de su hija. Palabras textuales de él.

    —Además, creo que Mía ya tiene un prospecto de novio, aunque lo niegue.

    Sé por dónde va la cosa...

    —Te he dicho muchas veces que Andrés es mi mejor amigo, no mi novio.

    No miento. Conocí a Andrés en el grupo de apoyo. Es cinco años mayor que yo, aunque aparenta más debido a su estatura y su cuerpo musculoso y casi todo tatuado. Es muy intimidante. Pero es solo una fachada. Es la persona más dulce que conozco y el mejor amigo que podría tener.

    Perdió la pierna izquierda mientras escalaba la montaña del Chimborazo en Ecuador. Quedó atrapado en una roca; hubo que amputar su pierna para poder sacarlo. Fue horrible. Aunque eso no le ha impedido seguir practicando deportes extremos; de hecho, en estos momentos se encuentra en unos de sus viajes largos. Faltan dos semanas para que regrese. Lo extraño mucho. Lo conocí en el momento más duro de mi recuperación. Los dos nos salvamos del abismo, de ese lugar oscuro del que es casi imposible salir.

    Me duele recordar cómo entré en el baño del centro de apoyo y evité que se tomara un frasco entero de medicamentos. Su prometida acababa de dejarlo por otro a pocos días de la boda. «Quiero morirme», me dijo llorando cuando arrebaté el frasco de sus manos. Me impactó porque, a pesar de lo mucho que sufría, nunca se me había pasado por la cabeza quitarme la vida. Mi padre interrumpió mis recuerdos, fingiendo poco interés:

    —Solo digo. Parece que le gustas, o por lo menos eso he notado.

    —Estás equivocado. Andrés me quiere como a una hermana y yo siento lo mismo por él.

    —En la universidad vas a tener muchas oportunidades de conocer a chicos guapos e interesantes y saldrás a una que otra cita.

    —Suegra, no creo que Mía esté lista para las citas y los chicos.

    ¡Si él supiera! Miro de reojo a mi abuela para que se quede con la boca cerrada.

    —Si no es ahora, ¿cuándo? Se perderá su juventud en grupos de apoyo y visitas entre la fundación y la psicóloga. Sus únicos amigos no pueden ser un casi novio imaginario, su padre y su abuela, por muy linda que sea yo.

    —¡Abuela! —Reímos.

    Hace unos meses, empecé a salir en citas a ciegas, orquestadas por mi abuela, por supuesto. Según ella, hay que besar muchos sapos antes de encontrar al príncipe y cuantos más sapos bese, más cerca voy a estar. ¿Qué tal, la muy sinvergüenza? Han sido cuatro o cinco citas, todas fallidas. Por muy bonita que sea, ningún hombre joven quiere encartarse con una mujer discapacitada. Sí, suena horrible, pero es la verdad. Algunos tienen la decencia de decirme que están en otras relaciones o darme una excusa aceptable de por qué no pueden seguir viéndome. Otro me ofreció su amistad. ¡Dios!

    Le pedí a la abuela que no insistiera más con el tema y aceptó solo porque en unos meses estaría en la universidad y según ella, ahí sí encontraré más temprano que tarde un novio que valga la pena. Básicamente, nunca he tenido novio. Patético. Pero no ha sido porque no quisiera. Antes del accidente, mis padres me lo prohibieron. Según ellos, el noviazgo es a partir de los dieciocho años. ¡Joder! Ahora soy una mujer adulta virgen, y eso no es lo peor: Ese estatus no lo voy a perder en los próximos cincuenta años, como van las cosas.

    No estoy acomplejada y necesitada de un hombre ni nada de eso, no tengo afanes de meterme con cualquiera. Lo que me entristece son las razones. Es obvio que, si tuviera mis dos piernas enteras, ya habría tenido por lo menos tres novios, con sexo incluido.

    ¿Qué les diré a los prospectos de novio? «Hola, soy Mía. Tengo veinte años. Soy bonita, inteligente, divertida, con buen sentido del humor, independiente, sincera. Y ah, se me olvidaba; tengo una pierna amputada». Fin de la conversación. Salgo de mi universo cuando la abuela se pone de pie para irnos. Terminamos el desayuno y nos despedimos de papá, que siempre se queda solo unos minutos más con mamá. Nunca le pregunto qué hace o qué dice, es algo muy personal.

    ♥♥♥

    ––––––––

    —Estoy emocionada, Mía. Hace mucho que no pasamos tiempo de calidad juntas —me dice la abuela.

    Esta salida improvisada es justo lo que necesito para despejar la mente y no recordar el día del accidente y el hecho de que mamá está muerta. Antes del accidente, estos planes eran más frecuentes. Las tres pasábamos horas en algún centro comercial. No siempre comprábamos, pero sí nos divertíamos viendo ropa y compartiendo el tiempo juntas.

    Siento pena por mi abuela, soy lo único cercano que tiene. No tuvo más hijos. Y aunque su personalidad extrovertida y alegre siempre la ha caracterizado, no es la misma desde que murió mamá. Todos cambiamos.

    Mientras esperamos sentadas nuestras hamburguesas, dos chicos ingresan en el restaurante y se sientan en la mesa del frente. Mi abuela, como no se pierde una, se percata de que uno de ellos se me queda mirando fijamente, el de camisa roja.

    Es guapísimo. Yo también lo observo, con discreción. Es alto, de cuerpo delgado, muy bien definido, de piel blanca, cabello negro abundante, cejas tupidas, ojos claros, buen perfil y labios rosados y carnosos. Además, usa barba. Me encantan los hombres con barbita, como a Shakira.

    Él se da cuenta de que lo detallo, no tan discretamente, y me lanza una sonrisa torcida, como diciéndome: «Sí, estoy bueno, lo sé». Mi abuela carraspea y me da un codazo.

    —¿Qué? —le pregunto con retintín.

    —Está bueno, ¿verdad? —Está claro que no es una pregunta, es una afirmación muy acertada

    —¿Quién? —Finjo que no sé de quién habla. Mi abuela pone los ojos en blanco.

    —No te hagas la boba, no le quitas los ojos de encima. Ni él a ti. Deberíamos acercarnos y decirle que podemos compartir mesa.

    —¡Estás loca! ¿Cómo se te ocurre? Por favor, no me avergüences.

    Quiero disfrutar del momento mientras dure. Un bombón como él coqueteando es como una lotería para mí, solo se ve una vez en la vida. Estoy más acostumbrada a las miradas de lástima de los chicos. Es casi como si les leyera la mente y dijeran: «Sí, es muy bonita y todo, pero, pobrecita, no tiene una pierna». Trato de no darle importancia; sin embargo, es como una espinita que tienes clavada y te pincha de vez en cuando.

    —Vale, solo fue una sugerencia. —Mi abuela levanta las manos en son de paz—. El otro tampoco está mal.

    No se equivoca, tampoco está nada mal. Tienen la misma complexión física, es más delgado. Su cabello es castaño, sus ojos oscuros, tal vez cafés, y tiene el rostro más aniñado, sin barba.

    Él sigue mirándome y yo opto por ver a otra parte. La verdad, me siento un poco excitada por la situación. Su mirada es morbosa; sin embargo, me agrada, y hace que mis mejillas se calienten. Llegan nuestras hamburguesas y las devoramos mientras mi abuela me cuenta sobre el viaje que realizará con Ernesto. Ella insiste en decir que es su novio, pero yo digo que es su casi marido. Llevan ocho años de relación y para la edad que tienen ese término les queda pequeño. Quedó viuda muy joven y estuvo años sola hasta que conoció a Ernesto Uribe, un prestigioso oncólogo. Él es un encanto y le tiene paciencia.

    —Abu, ¿y hasta ahora me dices que en tres días te vas de crucero? ¡Eres una descarada!

    —Tampoco es que tenga que pedirte permiso. Fue sorpresa de Ernesto; me lo dijo hace dos días, por nuestro aniversario.

    Suspiro derrotada y miro hacia al frente. El buenazo tiene la vista clavada en mí. «¡Papacito!»

    Sonrío al tiempo que tomo un sorbo de gaseosa.

    —¿Por qué no te casas con ese hombre de una buena vez? O, por lo menos, vivan juntos. Ya duermes con él todas las noches, en su casa o en la tuya. La verdad, no te entiendo; ¿acaso no lo quieres?

    Claro que lo quiero, pero no, no me voy a casar. Lo de vivir juntos lo hemos hablado, y hemos llegado a la conclusión de que estamos tan bien así, que no queremos arruinarlo. Preferimos ser novios eternos —responde mi abuela convencida de sus palabras.

    —Tú sabrás. Cada loco con su tema. —Encojo los hombros, despreocupada.

    Antes de salir por la puerta, el galán gira la cabeza y me mira. Me guiña un ojo y sonríe. Le devuelvo el gesto, un poco apenada.

    —¡Ave María purísimaaa! —suspiro.

    —¡Sin pecado concebidooo! —responde mi abuela.

    Reímos como dos locas.

    ¡Caray, eso fue fuerte!

    Unas cuantas miradas calientes con un chico como él es más de lo que una chica como yo puede desear.

    —¡Si tuviera cuarenta años menos! —exclama mi abuela, y suelta una carcajada. Esta mujer no tiene límites.

    2

    «El arte de la vida radica en saber en qué momento debes aferrarte o soltar y dejar ir.»

    ––––––––

    JOAQUÍN

    ––––––––

    —Eh, buenos días —saluda Francisco mientras entra en la cocina. Mi mejor amigo, o Frank, como lo llamamos la mayoría.

    Le bajo el volumen a Lamento bolivariano que escucho a todo volumen desde mi celular.

    —Eh, ¿qué tal? —le pregunto, aunque sé la respuesta, porque me siento igual.

    —Como la mierda. Me duele todo. Parece que me hubieran dado una paliza. El profesor se pasó ayer con el entrenamiento —dice, llevando las manos a sus orejas—. ¡Coño! ¡Esa música que escuchas! Algún día me voy a cortar las malditas venas por tu culpa. Me duele la cabeza.

    Ambos formamos parte del equipo de fútbol de la universidad. Estamos a una semana de entrar de vacaciones y el entrenador nos agarró a todos con los guayos colgados. Nos sacó hasta la última gota de sudor. Cabrón de mierda.

    —Toma estos dos ibuprofenos, nenita. —Le entrego uno mientras él va por un vaso con agua.

    Me queda viendo mientras toma su medicina. Sé lo que está pensando y también sé que no tardará más de un minuto en hacer la misma pregunta de siempre.

    —¿Vas a ir conmigo esta vez?

    —No —respondo tosco.

    —OK. Si cambias de opinión, tienes hasta las cinco de la tarde para ir juntos.

    Escucho un suspiro y lo veo justo al frente de mí.

    —¿Sabes... hasta cuándo vas a seguir así, Joaquín? ¿Cuándo lo vas a superar? —me pregunta con su cara a pocos centímetros de la mía.

    Lo reto con la mirada, aguantando las ganas de darle un golpe en la cara. Le digo entre dientes:

    —¡Déjame en paz! Todos los años es la misma mierda; ya me tienes aburrido. ¡Nunca voy a ir! ¿Entendido?

    Su expresión es de decepción y rabia.

    —¿Crees que a mí no me duele también y que días como hoy no quiero regresar el tiempo y cambiarlo todo? ¿Qué la culpa se ha ido? ¡Pues no, pero la vida sigue, loco! —grita.

    Si no fuera como mi hermano, juro que le partiría la cara ahora mismo.

    —¿Así honras a tu mejor amigo?

    —No veo qué diferencia hace ir a visitar su tumba. Darío está muerto y eso no va a cambiar nada —le espeto con la esperanza de que termine esta conversación por lo sano.

    —No se trata de Darío, en eso tienes razón. Se trata de ti. De darle un cierre, dejar el pasado atrás y avanzar.

    —No puedo, Frank —murmuro, aunque sé que él tiene razón.

    Cierro los ojos, echo atrás la cabeza y pienso en Darío. Éramos inseparables, Darío, Frank y yo. Los tres mosqueteros, en las buenas y en las malas. «Todos para uno y uno para todos» era nuestro lema. Sí, es tonta la analogía, pero no para unos niños de seis años, la edad que teníamos cuando nos conocimos en la escuela. Desde ese entonces, uno era la sombra del otro. Hasta que Darío murió.

    —Sí puedes, pero no quieres superarlo. Quieres seguir castigándote. No puedes seguir viviendo así, encerrado en ti mismo, sin amigos, sin tu familia cerca, amargado y sin hacer las cosas que te gustan.

    —Eso no es cierto, te tengo a ti —replico molesto—. Tú eres mi amigo. Está el Costeño, el fútbol y mi familia... sabes bien que me dejaron primero. Entre más alejado esté de ellos, mejor para mí.

    —¡No me hagas reír! —dice con ironía—. Soy tu único amigo; al Costeño te lo aguantas porque es más amigo mío. Juegas fútbol porque te obligo a ir conmigo. Y tu familia te quiere, pero no puedes ver más allá de tus narices.

    —Esta conversación no nos llevará a ninguna parte. Estoy bien. Mejor que nunca.

    —Las fiestas y las mujeres no son sinónimo de estar bien. Está bien para pasar el rato, para divertirse de vez en cuando, no cuando se convierte en el centro de tu vida.

    «¡Mira quién habla!»

    Es cierto, ya no hago las cosas que solía disfrutar y me hacían feliz. He dejado de viajar, de tomar fotos y conocer gente nueva. Siempre fui muy curioso, me gusta analizarlo todo y a todos.

    —Vas a cada fiesta conmigo y eres tan mujeriego como yo, no seas hipócrita.

    —No es lo mismo, y lo sabes. He superado la muerte de Darío. Lo visito cada año en su tumba y le llevo flores. Quiero vivir feliz mi vida; tú deberías desear lo mismo. Vayamos a visitarlo. Pídele perdón, dile adiós de una vez por todas y continúa tu vida, bien vivida. —Hace su último intento por convencerme, no servirá de nada.

    La paciencia no es precisamente mi mejor virtud y estoy a punto de explotar.

    —No iré —digo con firmeza.

    Frank tira de su cabello como hace siempre que está molesto y me reta con la mirada.

    —Esta es la última vez que te lo pido. Cuando toques fondo, no me digas que no intenté ayudarte.

    Le sostengo la mirada, dándole a entender que no voy a cambiar de opinión. Sale de la cocina y yo me quedo sentado en la isla mientras me tomo una taza de café, y pienso en las palabras de Frank. Sé que tiene razón, pero no quiero olvidar, hacer como si nada hubiera pasado.

    El dolor me recuerda lo que vivimos juntos y la culpa me castiga cada día por mis errores. Soy el responsable de su muerte y nunca voy a perdonármelo. No merezco ser feliz. Quiero que sea de esta manera, porque no puedo tener todo lo que mi amigo nunca tendrá.

    Se me hace un nudo en la garganta, y me contengo. No suelo dejar caer lágrimas con facilidad, pero hay un peso en mi corazón, una especie de vacío que oscurece mi día a día. No es la tristeza evidente lo que me agobia, es más bien esa sensación de desorientación, como si estuviera flotando sin un rumbo claro en mi vida. El peor bajón no es cuando lloras, es cuando te sientes vacío y sin camino.

    A veces, las emociones son como corrientes subterráneas, invisibles pero poderosas, y a pesar de intentar mantener la calma en la superficie, siento el peso de ese vacío dentro de mí. No es fácil compartir esto con alguien; al menos para mí, ha sido imposible.

    Me siento como un barco perdido, sin un horizonte claro. Lo peor es que, en realidad, no deseo encontrar el faro.

    3

    «A medida que los obstáculos crecen, la gloria alcanza alturas aún mayores.»

    ––––––––

    MÍA

    ––––––––

    Hoy es viernes, y hace tres días que tengo la servilleta con el número de teléfono. Sé que es de él, lo vi cuando se la entregó al mesero, pero, obviamente, en ese instante no me imaginé que era una nota para mí.

    ––––––––

    Preciosa, llama si quieres. J.F.

    ––––––––

    Claro que quiero llamarlo, ¿cómo no? Es el hombre más lindo que he visto en mis veinte años de vida. Tiene una caligrafía hermosa, con trazos prolijos y rectos. ¿Quién lo diría?

    Justo en este tipo de situaciones me da rabia tener una pierna amputada. Estoy convencida de que si me hubiera visto de pie, jamás tendría esta servilleta en mis manos. No soy de autoestima baja; todo lo contrario, me gusta mi cuerpo a pesar de todo.

    Llevo una vida sana, me alimento bien y hago más deporte que una persona promedio con sus dos piernas completas. A pesar del accidente, el resto de mi cuerpo está ileso. Sin embargo, soy consciente de que mi condición puede llegar a intimidar y espantar a los hombres, sobre todo a los de mi edad, que no quieren lidiar con la carga emocional de tener una novia discapacitada.

    Guardo la servilleta en mi billetera. No es que vaya a llamarlo, pero de todos modos me gusta la sensación de tener la decisión en mis manos.

    Me levanto de la cama y me alisto para salir a correr como todos los días. Ajusto el pie runner a mi pierna, abro las puertas de madera que dan al balcón de mi cuarto y salgo a respirar el primer aire de la mañana.

    Desde mi balcón puedo ver el Cerro de Guadalupe. Las montañas tocan las nubes y juro que consigo oler el rocío del amanecer entrando por mis pulmones. Es un ritual mañanero, siempre lo hago, y le doy gracias a Dios por otro día de vida.

    Después del accidente, mi padre insistió en mudarnos a una casa de un solo piso en un barrio que no fuera tan concurrido, ya que La Candelaria está justo en el centro histórico de la ciudad y por eso es un barrio muy turístico. Sin embargo, me negué rotundamente. ¿Cómo iba a preferir mudarme a un apartamento en el norte de la ciudad que vivir en el lugar más increíble de Bogotá? Es como vivir en otra época, en otros tiempos. Las casas coloniales son de colores llamativos, con balcones de madera y techo de tejas de barro. Caminar por las losas de piedras se siente para mí como hacer un viaje en el tiempo. Siempre me he imaginado viviendo como si estuviera un siglo atrás en este barrio.

    La Candelaria es una localidad llena de museos, iglesias, plazas e historia. No me canso de apreciar su belleza, contemplando los cerros verdes y frondosos desde mi balcón. Esta vista me llena de energía y vitalidad, algo que solo la naturaleza puede brindarte. Porque la naturaleza es la máxima expresión de la vida. Salgo a trotar todos los días por el barrio. Me encanta cómo a primera hora de la mañana las personas riegan las plantas en los balcones y las macetas que adornan las puertas de las casas.

    El primer café del día me lo tomo en un pequeño restaurante que vende los mejores panes dulces del mundo. Como dije, es como vivir en otra época. Me fascina el aire bohemio y antiguo que tiene este lugar.

    Mientras corro, recuerdo que el camino no ha sido fácil, ¡vaya que no! Ha sido duro. Todavía hay situaciones en la vida que me retan; no físicamente, esa barrera está superada. Sé que puedo lograr todo lo que me proponga. Las limitaciones están en nuestra propia mente. Como dice mi sabio padre: «Corre, baila, nada, monta en bici, anda en patineta. Vuela. El límite es el cielo».

    Los retos ahora son más a nivel emocional: caminar en las calles sin que más de un par de ojos me observen fijamente o de reojo, que cuchichean mientras pasan por mi lado, o muchachos que coquetean conmigo hasta que

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