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El efímero quinteto del brío cantor
El efímero quinteto del brío cantor
El efímero quinteto del brío cantor
Libro electrónico152 páginas2 horas

El efímero quinteto del brío cantor

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Información de este libro electrónico

La vida de Nayla, una adorable criatura cuya felicidad gira en torno a su hermano mayor y su venerable niñera, un día cambia debido a la repentina aparición de un ser sobrenatural. 

 

Años después, perseguida por los fantasmas de su locura, se ve atrapada entre el dilema de si lo que experimentó fue real o un mero espejismo. Al ver la oportunidad de recuperar aquello que tanto amó y le fue cruelmente arrebatado, emprende una ilusoria travesía. Durante esta, descubre que el mundo ordinario oculta un enorme secreto. 

 

Carecemos de un corazón palpitante: eso que ustedes se esmeran por ocultar y tanto temen poseer. Recorremos los recovecos del universo esperando que acabe esta eternidad efímera y así, retornar al Obsidion.

IdiomaEspañol
EditorialR. C. Kaslan
Fecha de lanzamiento5 abr 2024
ISBN9798224669356
El efímero quinteto del brío cantor

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    El efímero quinteto del brío cantor - R. C. Kaslan

    Flor

    El preámbulo de la melodía

    Mi pecho hiela. Pesado como un barco sucumbiendo ante la frialdad del lecho marino. Siento las extremidades de los carroñeros recorrer mi cuerpo y en el proceso, arrancar mi alma pedazo a pedazo.

    —¿Por qué crees merecemos vivir? ¿Qué nos hace especiales a ti y a mí?

    Mi silencio ha sido el postre de su festín por años, igual que ahora. Es peor que una hiena evaluando a su presa: rodeándome mientras sermonea.

    —Lo único que nos mantiene acá son nuestras conexiones. Esa asignación divina que nos hace memorables. «Imagina que estás en un bus que te lleva muy lejos de acá. Esto es solo una pesadilla. Jazz», intento calmarme.

    —Eres especial porque me tienes a mí, Olek. —Odio la manera en que truena la k al final de mi nombre—. El destino nos ha unido en esta maravillosa vida, porque Olek, estamos hechos el uno para el otro.

    —No somos iguales… jamás lo seremos.

    —Claro que sí. Tu alma me pertenece, siempre lo ha hecho —susurra en mi oído y un gran escalofrío recorre mi hombro hasta mi pie—. Desde que te vi, lo supe y ahora, ellos también lo saben.

    Mi familia, mis amigos, todos los que me conocen yacen frente a mí, con rostros de desdén y desilusión, especialmente el de mi padre.

    —¡No! —Me desprendo con desesperación de sus garras—. ¡No es lo que creen! Por favor, ¡vuelvan!

    P

    La luz del sol ilumina las paredes y revela un nuevo amanecer. La claridad progresa lenta, pero con fuerza a su objetivo. Conforme avanza, roza las pequeñas grietas en la pintura, se aferra a la ventana por sus marcos de aluminio y repta sobre el vidrio del primer cuadro. Ignorando la fotografía de un picnic familiar, engulle veloz el retrato de la cena navideña. Finalmente, alcanza al tiempo mismo; este cuelga de la pared y acepta su destino. Aunque incansable, sigue moviendo sus manecillas cada segundo, cada minuto; cada hora.

    «Es inútil», suspiro. Un día pararás de correr vislumbrando tu propia existencia cruzar frente a tu rostro y te golpeará como el final de una acelerada lectura en las páginas de un viejo libro.

    Domingo. Despierto de esta oscuridad llamada sueño y el fulgor del día atraviesa sin piedad mis párpados. Hace unos meses, cubrí las ventanas de mi habitación, pero mi padre halló la manera de destapar la que está frente a la puerta. Por ser lo primero que ve al entrar, es un recordatorio de su hijo podrido y el fracaso de progenitor que es. Luego de ruidosas riñas semanales, aceptó a duras penas dejar cubierta la que da de lleno a mi cama. Al menos así, soporto el resplandor matutino.

    —Oli, muchacho, ya casi es hora de almorzar. Levántate y ven que se te va a encoger el estómago y te dará cáncer de vesícula biliar si sigues así —grita Annie, como siempre, alegre. No comprendo cómo sus engranajes siguen andando con esa edad.

    —Déjalo, Annie. Ya sabes cómo es.

    —Pero, señor…

    —Así son los adolescentes, Annie. Algún día se le va a pasar.

    Su voz, se oye cada vez más lejana y sus pasos se acercan a las escaleras.

    «Sí, padre, eso soy: solo otro adolescente de esos», reniego, mientras cubro mis pesados párpados con mi antebrazo.

    El calor del mediodía comienza a sentirse entre los muros, los cuales sudan y claman piedad. Siendo sincero, soy incapaz de dormir tanto, pero no significa que quiera bajar. Comer con mi predilecta familia implica interacciones tácitas. Un silencio sepulcral que Annie interrumpe para elogiar la comida, a lo cual mi padre usualmente contesta con gesto afirmativo, mientras coloca la próxima cucharada en su boca.

    Aun así, arrastro mi cadáver hambriento, seco y pálido directo a las escaleras; fue una noche larga, muy larga.

    —Por fin despertaste, Olek. Ya era tiempo. Por poco y las moscas devoran tu comida —dice desde la sala sin parar de ojear el periódico—. Las ironías que escriben, la economía mundial va en picada. No opino lo mismo. Desde la recesión, los planes de contingencia fueron puestos en marcha y muchas…

    Me pierdo en mis pensamientos cada que habla sobre estos temas. Son interesantes, pero jamás cuando salen de su boca.

    —Las ciudades se han convertido en cunas del desdén —continúa—, y las personas nunca ven más allá de la cortina negra que cubre sus ventanas…

    Mi padre y su sarcasmo siempre me alegran el día. Como de costumbre, está sentado en el gran sillón que, decorado con un ventanal a sus espaldas, ilumina la sala del mal-estar. Y para mi disgusto, tiene desde ahí una vista panorámica del lateral derecho de las escaleras y de quien quiera osar salir por la puerta principal. Al girar a la cocina, diviso su rígido torso. Entretenido con su lectura, cruza sus piernas e insiste en generarme algún tipo de interés por las trivialidades de los diarios.

    Como la casa es un circuito cerrado, prefiero mil veces pasar por el comedor que desfilar frente a él. Este suele ser el lugar más limpio del recinto. Es un alivio que las escaleras estén justo en medio del pasaje que separa esas dos habitaciones.

    Nay está sentada en el desayunador, dibujando lo que creo, es un gato con una mancha rosada al costado. Me acerco un poco más para admirar su arte y la despeino ligeramente.

    —¡Oli, mira!

    —¿Qué es, Nay? —pregunto con una sonrisa. Es lindo cuando sabes que hay otra persona en esta casa que también se sumerge en su mundo.

    —Kore wa kuroi neko desu! —Asoma su rostro por detrás del cuaderno naranja, mientras lo sostiene con emoción.

    —Sodesu? Interesante, Nay. —Me impresiona que ya pueda decir frases—. ¿Cuándo fue que aprendiste japonés? Suelta una pequeña risa traviesa y baja de su sitio para mostrarle el dibujo a Annie. Es obvio que esta le ha enseñado varias cosas. Sin ella, Nay moriría de aburrimiento.

    —Nayli, ¡qué talentosa! —Nay sonríe con orgullo y regresa a su silla.

    —Yo creo que está muy bueno, pero se vería mejor con una mancha verde, como un neko-zonbi. —Intento mi mejor actuación de muerto viviente y voy por ella—. ¡Rar-rar, cosquillas de zombi!

    Cuando termina de reír, saca su lengua en son de guerra por haberle causado cosquillas y despeinado sus coletas.

    —Buenos días, zomb-Annie —saludo con una leve reverencia.

    —Buenas tardes, zomb-Oli —corresponde ella cordial—. ¿Qué se le apetece devorar hoy? Hay tostadas sangrientas o ¿prefiere saltar directo al almuerzo de sesos molidos?

    —Lo que sea que haya con o sin sesos. Estoy tan hambriento como un leopardo perezoso.

    —Recalentaré los sesos molidos y te haré algo adicional: el postre de tripas que solía hacer mi madre. Y también para ti, Nayli. Un trozo muy grande para alimentar esa gran mente que tienes.

    Lo bueno de Annie es que nunca te juzgará. En todo lo demás, está chapada a la antigua, lo cual puede ser molesto. Es más una hermana muy mayor para ambos que una niñera. Mamá siempre le recuerda que limpiar y los trabajos pesados no son su deber. Sin embargo, ella todo lo quiere y puede. ¿Qué más podría hacer? ¿Tejer? Nunca la he visto gozar de actividades de esa índole.

    Annie exuda eterno entusiasmo al hablarle a Nay. Pero al verla tan inmersa en su dibujo, sonríe preocupada. Ambos sabemos que las cosas han cambiado. Pasa sus días llenando cuadernos cual máquina. He visto también que intenta expresar lo que siente con las letras, aunque esté apenas empezando en el mundo lírico.

    La lasaña y el postre de frambuesas con helado y almendras está del nivel culinario de una abuela. Sin embargo, la comida carece del mismo atractivo y es probable que sea lo único que coma en todo el día. Mi apetito se ha reducido a unos cuantos rugidos a estas mismas horas de la tarde.

    De reojo, veo que Nay intenta tapar el rosado con todos los tonos de verde que puede. Quiero creer que no todo está perdido. La vida también ha sido impropia con ella, pero admiro la fuerza y resolución que muestra en su corazón.

    PFlor

    Primer compás: la armadura del buceador

    Escuché ya un tiempo atrás, que solo existen unas cuantas constantes en este mundo: la muerte, los impuestos y la creencia general de que la era considerada actual, es la peor que ha existido en la historia. A través de las épocas, la humanidad vive, goza, sufre y persevera. Aun así, siempre afirman ser peores que sus antepasados. ¿Por qué? ¿Será simple subjetividad, la evolución controlando egos o, mera envidia?

    Me estiro perezosamente, mientras admiro la paz y la serenidad de la vida reposando en su cueva. Siempre se escucha la misma melodía pigmentar el ambiente. Vibran las cuerdas del conocido violín, los tonos graves palpitando en pecho del popular violonchelo e incluso la percusión que, raramente admirada en las sinfonías, retumba entre las hojas. No puede faltar el clarinete marcando el inicio calmado de la pieza y la ligera metamorfosis hacia el éxtasis de la hora. Los fragmentos se sacuden en demasía cual llanto desesperado, originando la cúspide de las notas. La pausa indica el desenlace del concierto y al atónito espectador, que debe comenzar su labor designada.

    «Veamos, veamos… cada vez son más creativos», medito. Las generaciones futuras van a nombrar a sus hijos cual marca de chocolate o medio de transporte predilecto. Nayla y Olek, hermanos de 8 y 15 años, respectivamente. Mariane y Pavlo, bellos esposos hasta que la muerte los separe, 34 y 40 años. Una familia de clase media, supongo. Por último, tenemos a Annastasia de 72 años.

    —¡72 años! —No puedo evitar estallar en carcajadas. Sigue siendo terca la criatura.

    Familia ordinaria, hijos descarriados o algo por el estilo, lazos rotos, inminente divorcio. Soso en su máximo esplendor.

    —Agh, ¡¿quién me asignó este caso?!

    Pondré una larga queja cuando regrese, tan inmensa que se arrepentirán con cada palabra que lean. Hastiado estaría cualquiera de entrar al mismo teatro a mirar la misma imitación de escena una milésima vez. Ruego por olfatear vino recién descorchado, y saborear la sorpresa

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