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Un Corazón de Ranita. 3° volumen. El vals estelar de la vida
Un Corazón de Ranita. 3° volumen. El vals estelar de la vida
Un Corazón de Ranita. 3° volumen. El vals estelar de la vida
Libro electrónico567 páginas7 horas

Un Corazón de Ranita. 3° volumen. El vals estelar de la vida

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Las célebres preguntas “¿Qué?”, ¿Cómo?” y especialmente “¿Por qué?” encuentran en el tercer volumen de la serie „Un corazón de Ranita” respuestas encantadoras e ingeniosas, a través de los personajes inéditos a los que ya nos ha acostumbrado el libro.


La relación abuelo-nieto está iluminada por una ternura destinada a preparar nuestras almas para el aprendizaje del „Vals estelar de la vida”.


Los racimos brillantes de los cuentos que se entrelazan, como en una versión moderna de las „Mil y una noches”, ponen de manifiesto dos episodios de naturaleza mitológica y cristiana. Se trata de un cristianismo popular excelentemente decantado, que otorga una originalidad sui generis a esos dos episodios que iluminan todo el libro, aunque estén, de alguna manera, recortados y esparcidos por el libro entero.

IdiomaEspañol
EditorialAdenium
Fecha de lanzamiento25 mar 2016
ISBN9786067420586
Un Corazón de Ranita. 3° volumen. El vals estelar de la vida

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    Un Corazón de Ranita. 3° volumen. El vals estelar de la vida - George Vîrtosu

    neohumanista.

    Prólogo

    Demos el tercer paso...

    Hemos llegado al tercer volumen de esta maravillosa serie de cuentos que se suceden uno a otro igual que en una versión moderna del ciclo Las mil y una noches. Continuemos con su lectura, demos el tercer paso. Aquí, en el ciclo Un corazón de ranita, no nos encontramos con una única Sherezade, sino con muchas. El narrador, en quien me complace ver un alter ego del autor, relata; la Pulga y su nuevo amigo, el Gusano de seda, relatan. En mayor medida la Pulga, por su más rica experiencia de la vida. En menor medida, el Gusanito de seda, porque todavía es muy joven y carece de experiencia. Relata también la Madre Gota, aunque escasamente en este volumen, porque se ha retirado a un sueño reparador o a una profunda meditación. Los relatos del Joven Pulga son ingeniosos y encantadores, la curiosidad del Gusanito de seda es sorprendente, como la de un diminuto humano que no cesa de formular preguntas: ¿qué?, ¿cómo? y sobre todo el célebre ¿por qué?" de todos los niños del ancho mundo en todas las épocas, si no de todos los retoños de las criaturas que perpetúan la vida de las especies.

    No olvido que frecuentemente son extraordinarios los cuentos llenos de sabiduría del Abuelo del Joven Pulga, con indiferencia de que nos lleven al mundo de abajo, subterrenal, el del Malvado; o, por el contrario, nos eleven a las alturas del cosmos en el vasto Reino de Dios. En los brillantes racimos de relatos que fluyen del Joven Pulga hacia el Gusanito de seda, los dos episodios de naturaleza mitológica arriban a través del cristianismo popular. Excelentemente elaborados, de una originalidad sui generis, emiten su luz como señoriales granos de uva, aunque están algo recortados y pulverizados a lo largo de todo el volumen.

    Para finalizar este breve texto introductorio, no puedo sino desearles una plácida lectura y un poco más de concentración por tratarse de un volumen más rico en páginas que los dos anteriores. Al autor, le deseo mucha salud, una imaginación igual de floreciente y buena racha en la escritura, para que nos siga ofreciendo esta colección de joyas hechas de palabras e imágenes. Lo necesitamos por habernos acostumbrado al sabor de sus narraciones, necesitamos otros volúmenes que leer junto a la boca de la estufa o a la luz de las tardes de verano.

    16 de marzo de 2011. Iaşi

    Liviu Antonesei

    Bienvenidos,

    Queridos niños,

    El relato continúa. El 3er volumen de la serie Un corazón de ranita, titulado sugestivamente El vals estelar de la vida, os presenta una nueva serie de interesantes aventuras de los personajes ya encariñados con vosotros. Como ya tengo acostumbrado, en el prefacio al libro os contaré cómo ha nacido este Cuento.

    Deseo a los que se unan a nosotros una grata lectura.

    Cuento encarcelado III

    Sentí cómo me inundaba el alma una tranquilidad sin igual. Inspiré profundamente, estaba contento con aquel comienzo de Año Nuevo. Sobre todo, cuando después de dos años de cárcel, con ayuda del sueño, conseguí ver a los seres queridos de casa. Ciertamente, la visita fue ensombrecida por aquel gato negro que, probablemente, las leyes ásperas de la prisión me enviaron: no podía vislumbrar ni rastro de esperanza hasta que no saldara todas las deudas.

    La idea de pasar tanto tiempo entre aquellas paredes frías y desiertas oscureció mi rostro. Me recuperé rápidamente, los instantes de ensueño que conseguía ver el rostro de mi madre, por el que sentía tanta nostalgia, recompensaban todo el dolor. También estaba aquel guardián amable aquella mañana, su humanidad me dio esperanza. Cuando estás en la cárcel, son pocos los que, quizás milagrosamente, se preocupan de tu salud.

    Ese último pensamiento me hizo sonreír. Tal vez el Cielo me recompensaba por algo ofreciéndome aquellos momentos felices. ¿Para qué?, me preguntaba asombrado. Entonces, recordé el Cuento que comencé a escribir la víspera.

    Volví a la realidad inmediatamente, como si alguien me empujara por la espalda. Mi mirada se posó en la Vela de la mesa.

    — ¿Qué ocurre?, me pregunté intranquilo, enfadado conmigo mismo por haberla olvidado.

    Mi vela dormía tranquila, apoyaba su cabecita en el rollo de papel higiénico. No se había movido de la posición en que la dejé por la mañana. Había tenido un profundo sueño después de trabajar una noche entera a mi lado. Miré el cuaderno que había terminado. El bolígrafo dormía también encima del cuaderno, en la misma posición que lo dejé por la tarde.

    Significaba que el Viento había cumplido su palabra por primera vez desde que me encontraba allí. No había tocado nada de la celda. Lleno de reconocimiento hacia él, dirigí la mirada hacia la ventana. Oscurecía, el Viento me espiaba con ojos implorantes, quería que le dejara entrar de nuevo en la celda.

    Me acerqué a la ventana. Me dolía el alma por la mañana. Durante la noche necesito calor para continuar con mi cuento. ¡Por favor, no te enfades!

    El Viento se avivó. Movió la cabeza como signo de que había comprendido. Estaba de acuerdo con mi propuesta. Se volvió sin comentar nada y comenzó a saltar de alegría por el patio de la cárcel, acompañando su baile con multitud de copos. Grandes y esponjosos, igual que en los cuentos para niños, parecían cernidos del Cielo con un tamiz especialmente raro, por dos manos invisibles.

    Me alejé de la ventana, satisfecho porque todo lo que me rodeaba había tomado vida. Acercándome a la mesa, me senté en la silla y extraje lenta-mente del cuerpo de la Vela el rollo de papel higiénico, de modo que no la despertara. Necesitaba su ayuda, afuera oscurecía. Tomé la caja de cerillas y con una pequeña llama rojiza encendí la mecha de la Vela. Estaba somnolienta. Empezó a fundirse, reluciendo por el calor de la llama, luego, abrió inmediatamente los ojos. Extendiendo ampliamente sus manitas, la boca se le desfiguró en un bostezo que imitaba la amplitud de los brazos. Fijando sus ojos en mí, se alegró al verme de buena disposición.

    — ¡Buenos días!, me dijo con voz cristalina.

    — ¡Buenos!, aunque ya es de noche, respondí con júbilo. Hemos pasado ya la frontera entre los dos hermanos, el Día y la Noche.

    La vela miró hacia la ventana. En su rostro florecía una sonrisa que daba vida a una gran alegría: se convertía de nuevo en dueña de la oscura celda. Elevó su mirada y con una coquetería delicada, arregló con orgullo la viva llama, igual que una princesa que cada mañana, frente al espejo, se arregla el peinado para la corona dorada adornada con brillos diamantinos, que coloca con cuidado en la frente bajo la que se esconden solo pensamientos inocentes de limpio amor.

    Mi Vela se apresuraba a cumplir su misión con máxima responsabilidad, quería que su luz llegara al rincón más escondido de la celda y que me sintiera encantado con su plácida compañía.

    En ese momento, se despertó también el bolígrafo. Lo tomé en la mano y coloqué sobre la cama el cuaderno que había completado la noche anterior. La mesa era bastante pequeña, buscaba hacerme sitio para poder escribir.

    Después, desenrollé el rollo de papel higiénico. Un extremo lo extendí cuidadosamente sobre la mesa, mientras sujetaba el resto con los brazos para que no se rompiera, porque estaba muy frío. Estaba preparado para escribir.

    — Entonces, ¿continuamos esta noche?, me preguntó la Vela.

    — En efecto, le respondí afectuosamente moviendo ligeramente la cabeza.

    — Dueño, si no te resulta complicado, quisiera pedirte que esta noche, cuando escribas, pronuncies las palabras en voz baja. ¡Quiero escucharlas también yo!, me rogó con tanta calidez, que por nada del mundo habría podido rechazarlo.

    La noche anterior te acompañé cuando escribías concentrado con gran entusiasmo. Tus ojos brillaban por los secretos que te veía descifrar en tus viajes imaginarios. Sentía que no querías que te interrumpiera nadie, añadió la Vela. Intentaba leer, aunque sabes que no he ido a la escuela... se lamentó. La curiosidad por lo que escribes me castiga con severidad. Ni siquiera hoy, durante el sueño, me has dejado tranquila, quiso ser más convincente.

    Sonreí guiñándole un ojo.

    — Seguro que te voy a susurrar el cuento, le respondí mirándola atentamente.

    Comencé a escribir, pronunciando al mismo tiempo en susurros la continuación del cuento. Quería utilizar el papel higiénico, como había planeado por la mañana. Lamentablemente, no era posible: las palabras no me surgían como era debido.

    El primer pensamiento fue que se me había terminado la mina del bolígrafo, no únicamente el cuaderno.

    — ¡Señor, eso me faltaba!, exclamé aterrado por la idea.

    Lo desmonté rápidamente para verificarlo. No era culpa del bolígrafo, tenía aún un poco de tinta, suficiente para aquella noche, incluso para el día siguiente, si tuviera fuerzas para seguir trabajando. Soplé en la mina del bolígrafo frotándola suavemente entre las palmas, como hacía muchas veces en la infancia, en la escuela, los días gélidos, cuando la estufa de la clase no era visitada por los carbones cantarines. La acerqué a la llama de la Vela. Tenso, puse después la mina de nuevo en el bolígrafo, lo enrosqué bien y lo probé de nuevo. Idéntico resultado: ¡no escribía!

    — ¿Qué ocurre?, me preocupé. ¿Por qué no quiere escribir?, lo miré buscando el motivo.

    No encontré ninguna explicación. Fijé mi mirada en la Vela, pidiéndole ayuda con los ojos.

    — Quizás el pobre necesite algo de calor, me comentó. Sabes que un objeto congelado no sirve para nada, excepto su punta afilada, con la que podrías atravesar cualquier cosa, incluso un corazón sabio. No olvides que el viento frío del invierno ha estado todo el día en tu celda y ha hecho lo que ha querido mientras nosotros dormíamos, dijo la Vela ligeramente contrariada. La última vez que entró en la celda sin importarle no ser deseado (al menos, no por mí) la tomó con el bolígrafo. Estrelló su cabeza contra la tarima y la tinta se salió fuera por las orejas. No creo que lo hayas olvidado, fuiste tú quien lo echó fuera a la fuerza, castigándolo por sus travesuras.

    Por lo dicho por la Vela, me di cuenta de que le tenía ojeriza al Viento, tal vez porque había estado todo el día solo en la celda o porque aquella mañana le robó la llama. La escuché pacientemente sin querer hacerle observaciones, aunque no oí de su boca lo que deseaba escuchar. No estaba de acuerdo con ella.

    Tenía que probar el bolígrafo en otro papel, tenía que descubrir imperiosamente por qué no escribía. Me levanté e inclinándome sobre el cuaderno que había dejado en la cama, garabateé unas cuantas palabras en su última página, donde había un espacio libre. ¡Sí! ¡Todo estaba en orden! Incluso me pareció que el bolígrafo trazaba las palabras con placer.

    — ¡Ajá!, exclamé. El motivo es otro: el papel higiénico.

    Le mostré a la Vela que el bolígrafo no era culpable. Ella bajó tranquilamente la mirada, susurrándome avergonzada:

    — Lamento haberla tomado en vano con tu amigo el Viento...

    — Es también tu amigo, no solo el mío; ambos recibimos su visita la pasada mañana, le sonreí apaciguador.

    Dejé el cuaderno en la mesa y miré por la ventana para ver si el Viento había escuchado el diálogo en que le estigmatizamos. No estaba allí. Me alegré al saber que por la mañana no tendría que darle quién sabe qué explicaciones.

    — Déjalo, no es nada, me volví hacia la Vela, intentando ser magnánimo con ella. Era normal que pensaras en el Viento, teniendo en cuenta que nos ha molestado la pasada noche... Así ocurre siempre que alguien se equivoca una vez; la segunda vez, sea o no culpable, está en cabeza de la lista de sospechosos. Nuestro instinto retiene antes las malas acciones que las buenas. Las primeras nos esparcen todo tipo de manchas oscuras por los corredores del cerebro y de ninguna manera las podemos lavar. Dominan por mucho tiempo la visión, la mente, el cerebro, conquistándolos en muchas ocasiones.

    La Vela se avivó al escucharme. Quise que no se sintiera incómoda. Teníamos que pasar juntos toda la noche y no deseaba que estuviera triste a mi lado.

    — Para que te tranquilices completamente, te diré que nuestra conversación quedará solo entre nosotros. Así soy yo, ajeno a las calumnias, le susurré a la Vela.

    Resopló aliviada. A su manera, temía al Viento, a su venganza imprevista, aunque sabía que el peor mal que le podía hacer era robarle la llama y esperaba algo más leve. Con una simple cerilla seca, la Vela podía recobrarla de nuevo, naturalmente, con mi ayuda.

    Retorné a la mesa, decidido a intentar otra vez escribir en aquel trozo de papel higiénico. Le daba una oportunidad comportándome con delicadeza con él. Lo coloqué como una pluma mágica, dejando como soporte mi cuaderno. Quizás la dura madera de la mesa le incomodaba y el papel blando del cuaderno, repleto ya con mi cuento, le había prestado su rica experiencia como anfitrión de los escritos.

    Todos mis esfuerzos resultaron vanos. Derrotado, dejé el bolígrafo sobre la mesa para comprobar mejor qué ocurría con ese papel. ¿Por qué se empeñaba en no aceptar la tinta de mi bolígrafo?

    Manteniéndolo extendido a la luz de la Vela, pude ver entonces su cuerpo, demasiado delgado. Era prácticamente como una telaraña con una trama muy poco tupida. ¡Cómo podía escribir en él! No era testarudo, como pensaba, sino impotente, fabricado probablemente por una mano tacaña.

    Ciertamente, el papel higiénico se nos daba a los detenidos y era de la peor calidad que había visto hasta entonces.

    En cualquier caso, no era eso lo que me preocupaba, sino el hecho de no poder seguir escribiendo. Vino a mí mente uno de los detenidos de la prisión. Era musulmán. Un buen chico (sobre todo, cuando dormía) al que se le había encomendado una serie de responsabilidades administrativas en la cárcel. Era camello, distribuía por las celdas los objetos para la higiene personal. En cierta ocasión, le pedí un rollo más de papel higiénico. Se detuvo, sentía que no quería rechazarlo, pero no podía decidir solo. Miró interrogante al guardián que le acompañaba, solicitando su aprobación.

    Los detenidos que trabajaban en la cárcel, por disciplinados que fueran (sin imaginarse que puedan alcanzar el aura de la santidad) no podían nunca circular solos. No necesariamente por las sospechas que despertarían con su comportamiento, sino, sobre todo, por su propia seguridad. Los otros podrían causarles algún daño, por envidia, igual que ocurre con dos perros que viven en el mismo hogar: uno está atado, defendiendo el pilar de la puerta de visitantes indeseados; y el otro es dejado libre para guardar en completa libertad todo el corral.

    El peligro persiste porque esos detenidos, algo más privilegiados, no cumplen determinados servicios solicitados por los otros, prohibidos por el reglamento. Estos últimos se vuelven agresivos y siempre existe posibilidad de venganza.

    Aquel día, el detenido musulmán iba acompañado por el mismo guardián que había venido por la mañana a mi celda. De buen alma, le dijo que me diera un rollo de papel higiénico de más. Me lo tendió bromeando:

    — George (así me llamaban en la cárcel; Gheorghe les parecía difícil de pronunciar), te aconsejamos que utilices este papel higiénico en otra cosa, no lo uses en el WC. Te arriesgas a ensuciarte, no es por otra cosa... ¡no te daremos la mano cuando te encontremos! Escúchame bien, el agua es más segura que este papel higiénico, concluyó el detenido.

    Reímos juntos su broma, comprendiendo lo que quería decir. Una risa forzada, bien es cierto, no tengo palabras para explicar lo rara y preciada que es en la prisión encontrar ocasión para alegrarte de una sonrisa. Es una verdadera ración de salud que da vida a las arrugas y te libera, solo por un instante, del peso insoportable de cada segundo pasado allí.

    En la cárcel, no solo el papel higiénico era de mala calidad, sino la mayoría de los productos, el 99% de ellos estaban caducados. A veces, encontrábamos gusanos en la comida, justo cuando la traían. Los podías ver entre vapores calientes, pulular desordenados por eso que la administración de la cárcel llamaba comida. Si nos atrevíamos a quejarnos al guardián (el detenido que le acompañaba no tenía ninguna culpa, no hacía más que ganarse un dinero extra, porque allí había bastantes necesidades y poder mejorar en lo posible la salud), nos respondía con burla:

    — ¿Tenéis el atrevimiento de abrir la boca y pedir derechos? ¿Vosotros, parásitos de la sociedad? Mejor sería que nos agradecierais que os la damos porque nos dais pena, añadía furioso, señalando el cuenco de la comida.

    No quería imaginarme lo que nos esperaba si caíamos en sus manos, si fuera él quien tuviera que asegurarnos la comida con su propio presupuesto.

    — No sois más que unos gusanos como estos que me enseñáis. Haríais bien en comeros unos a otros y que el mundo se viera libre de vosotros, decía rechinando los dientes con maldad.

    No sé cómo me atreví a mirarlo al escucharlo. Es verdad que al ver la expresión de mi cara, probablemente comprendió que no era de los que callaban por miedo frente a él. Entendió que había sobrepasado el límite. Muchos guardianes eran golpeados en la cárcel por su comportamiento arrogante. Después, los detenidos serían severamente castigados, pero era el último medio por el que los guardianes podían ser educados, recordándoles que trataban con hombres que pueden reaccionar ante sus desprecios como leones salvajes. Conforme a la ley, no debían comportarse así con nosotros. Estábamos en un país civilizado, no en el tercer mundo, como éramos considerados...

    Queriendo reconducir la situación, el guardián se me dirigió en un tono que denotaba claramente astucia:

    — ¡No olvides que en nuestro país, los gusanos y las ranas son considerados exquisiteces! No entiendo por qué sois tan delicados. ¿Es así o no?, le preguntó al detenido que portaba la marmita con comida y que conocía las costumbres, pues provenía de las antiguas colonias de nuestro país anfitrión.

    Sonreía bajo sus bigotes, asintiendo las palabras del guardián. ¡Dios nos libre de contradecirte! Habría perdido enseguida el trabajo que tanto necesitaba. Por mi parte, le respondí con una sonrisa amarga, comprendiéndonos con la mirada.

    El guardián sabía que teníamos derecho a reclamar, así que, para tapar sus anteriores palabras humillantes, metió el dedo sucio en el cuenco de la comida y pescó el gusano que había mentado. Luego, con ademanes teatrales, lo mascujeó mientras me miraba desafiante. Me demostraba que era un auténtico patriota, que luchaba por los intereses de su nación en todos los frentes.

    Me di cuenta con qué clase de fiera trataba y qué peligro me acechaba si continuaba emitiendo quejas sobre las condiciones de la cárcel; así que intenté zanjar la cuestión, sobre todo, cuando le hice comerse aquel gusano, no por placer, como afirmaba, sino por el deseo de retarme y tranquilizarme. No comí aquella tarde...

    Era consciente de que la iniciativa de rebelarme podía ser seguida por otros detenidos y entonces, quién sabe qué situación habría afrontado la cárcel entera. Todos tienen miedo de los grandes zoom de los periodistas, preparados en cualquier momento para publicar cualquier escándalo. Así se alimentan a diario. Quizás si hubiera paz y tranquilidad en la tierra, los periodistas no tendrían sentido en este mundo.

    De eso, tienen miedo, sobre todo los llamados patriotas, que se golpean el pecho con sus heroísmos, siempre alejados de la realidad de la vida.

    Finalmente, igual que lo soporté durante años, me dije que debía tener paciencia para seguir aceptando, resistiendo hasta el final, aunque cada año, las delicias y exquisiteces de que hablaban los guardianes eran cada vez más frecuentes. No tenía otra posibilidad. Mi salud dependía mucho de su vitaminas, tan asquerosas como eran. No podía recibirlas de otra parte, ni siquiera aquellas. Me sentía como un perro encadenado, necesitado de esperar siempre comida solo de mano de sus dueños y que a causa de la cadena, no puede procurársela solo.

    Tenía que pasar mucho tiempo allí. Necesitaba energía, fuerza para resistir detrás de los barrotes oxidados donde pasaba los bellos años de mi juventud. Los veía pasar, uno tras otro, por mi lado. Me consolaba diciendo que se iban a acompañar al Tiempo Inmortal por todos los rincones del Universo. Habría deseado poder hablar con los instantes que me raptaban esos años del camino de mi vida, diezmándola. Quería decirles que era un impulsor de su carrera, que no pasaba de cualquier modo por la vida: ¡cualquier experiencia vivida era transformada en una auténtica escuela!

    No teniendo más remedio, me armaba con una paciencia de acero y esperaba que el tiempo reconociera mis méritos, que me considerara del equipo de sus instantes, llevándome de nuevo con ellos a visitar las riquezas de la tierra, como siempre había hecho.

    Grande era mi dolor cuando veía que había pasado un año y no se acordaban de mí... Me ignoraban como si los hubiera engañado en algo. Falto de sueño durante meses, después de medianoche, lleno de orgullo, intentaba descubrir el significado de las palabras de unos santos: El tiempo no se mete en lo que se ha puesto a buen recaudo en nombre del Señor. Lo había escuchado muchas veces de los ancianos de mi familia, pronunciado en días lluviosos frente al cementerio.

    Pensaba como un niño inocente, que también yo estaba a buen recaudo en nombre del Señor en aquel edificio frío de hormigón. ¿Debía esperar pacientemente a que tuvieran lástima y me liberaran de aquel maldito sepulcro de piedra?

    Me entristecía... La Vela observaba mi cambio y me miraba con compasión. Cuando veía su cara, sacudía la cabeza buscando librarme de la carga de aquellos pensamientos y recordaba que la discusión con el guardián patriota terminó bien. No tenía otra alternativa, tampoco él. Hasta jubilarse tendría que abrir muchas veces las celdas de los detenidos y no podía grangearse su odio. Yo no estaba interesado en atraer la atención de modo negativo.

    Él podía quedarse sin puesto de trabajo por la curiosidad de los periodistas por un escándalo casual que estallara en la prisión. Yo añadiría otra condena a la que ya soportaba con dificultad. Además, sabía por otros detenidos más informados, que debía estar atento a las discusiones contra la administración. Todos los que se atrevieron a reclamar a la dirección de la cárcel, lamentándose de las condiciones miserables, no hicieron más que amargarse. Creían, los pobres, que se encontraban en un país democrático que lucha en permanencia por el respeto de los derechos humanos. Un país que respeta el derecho de opinión, de réplica, donde hasta los horizontes azules tiemblan con sus declaraciones. Finalmente, se comprueba que son obras de teatro gritadas al viento, palabras vacías, de hojalata.

    Como decía, los valientes eran transferidos inmediatamente a otras cárceles, igual que en un partido de fútbol se pasan la pelota los jugadores con un único objetivo: el éxito del equipo. Igual procedía la administración de penitenciarías, una mano lava la otra, como reza el dicho popular. Allí, los detenidos conocían las reglas amargas de la educación para sus almas, su mente y sobre todo sus cuerpos. Todo ocurría en los sótanos oscuros de la prisión, donde la luz no podía penetrar a causa de la humedad. A los detenidos valientes no les quedaba otra cosa sino maldecir entre lágrimas hirvientes el momento en que se habían rebelado. En vano. Nadie les escuchaba. La puerta de sus celdas no tenía visor, ni un solo sonido podía salir en busca de más oídos que comprendieran su sufrimiento.

    Finalmente, juzgándolo en frío, con la mente limpia, ¿qué culpa tenían los guardianes de que los detenidos recibiéramos comida expirada, con gusanos? Su trabajo era vigilar, no alimentar a los detenidos. Además, verdaderamente, para muchos pueblos pobres, los gusanos representan una fuente diaria de comida. Allí nadie sueña visitar otros planetas, como hacen los de los países considerados civilizados, solo asegurarse la comida para el día siguiente. El proceso de colonización los ha cargado de espaldas durante mucho tiempo, muchos líderes del mundo han accionado en nombre del Señor, profanando así su grandeza...

    Han puesto de rodillas con descaro los destinos de otros pueblos, construyendo sobre ellos un sistema judicial mediante el que los países esclavizados pagan tributo hasta el día de hoy. Además, se esfuerzan permanentemente en mantener la cubierta de ese sistema corrupto que se pudre cada vez más con la visita de sus serpientes intelectuales, verdaderas garrapatas que extraen sin piedad, hueso tras hueso, de los cimientos también putrefactos. Con su mente sucia, consideran que lo que han obtenido sus antepasados conquistando otros pueblos y secuestrando su identidad, ¡es ahora derecho suyo! ¿Para qué sirven las hermosas palabras de la Constitución que abanican con énfasis frente a todos, cuando ellos son los que la violan y la pobre, es fiel solo para las gotas de agua que se filtran suavemente por la cubierta agrietada? Solo ellas son capaces de abrazarte sin ningún interés.

    Mis pobres pensamientos escalaban alturas demasiado grandes para la situación en que me encontraba. No podía hacer nada excepto rebelarme dentro de mí...

    Esforzándome por liberarme de esas disquisiciones, miré entonces la llama curiosa de mi Vela a través de los grandes agujeros del papel higiénico. Seguía las muecas que visitaban mi rostro, apresuradas, nerviosas. Sentí que mi silencio la había llevado al límite de su paciencia. Elevaba su llama como si deseara inspeccionar también el papel higiénico, desde mi punto de vista, para ver qué había distraído de ese modo mi atención, llevándome lejos de ella con las alas del pensamiento.

    Al ver su mímica infantil, estuve a punto de estallar en una risotada. La atención que mostraba siempre, le llevaba a cuidar los movimientos que hacía, arriesgaba por error a quemar el papel que sujetaba en mi mano. Era consciente de que semejante error me habría herido, sobre todo, cuando tenía tanta necesidad de papel.

    Sentí lástima por al Vela. No quería que derrochara su fuerza en vano. Quise tranquilizarla, dejé sobre la mesa el rollo de papel higiénico, invitándola a disminuir su llama para tener una vida más larga.

    Era como si hubiera leído sus pensamientos. Así hizo, aflojó de nuevo la llama y bajó la mirada.

    — ¿Te sientes bien?, le pregunté.

    — Sí, afirmó con la cabeza, sin mirarme. ¿Y tú?, me espetó a su vez con voz apagada.

    — ¡Qué puedo decirte!... En general, me atrevo a decir que estoy bien, pero mi alma sangra, suspiré.

    — ¿Por qué?, me interrogó, tomando algo de coraje.

    — Solo tú sabes lo que me alegré al descubrir este papel... Lamentablemente, no lo podré usar. Ahora pienso de dónde sacar un cuaderno. No veo ninguna solución, teniendo en cuenta dónde me encuentro, añadí fijando mi mirada en la puerta oxidada de la celda.

    La Vela se entristeció. Vivía muy intensamente todos los dolores de que le hacía partícipe. Con una búsqueda llena de reproche, dirigió su mirada ceñuda hacia el rollo de papel higiénico, culpabilizándolo de mi situación.

    — Eso significa que esta noche no puedes escribir el cuento, suspiró. Tampoco yo lo podré oír. Tendremos que acostarnos, ¿no es así?

    Suspiré evitando darle una respuesta.

    — He dormido todo el día y ahora no tengo sueño, insistió la Vela.

    — También yo he dormido, tampoco quiero acostarme. No te preocupes, esta noche haremos juntos el esquema de mis cuentos, también para eso hace falta tiempo. No voy a detener su susurro continuo, como un río que fluye hacia el mar -indiferente a los tropiezos- desde su nacimiento en los más lejanos montes. Si encuentra algún obstáculo demasiado grande para sobrepasarlo, entonces, el río desembocará en las aguas de un lago, enriqueciéndolo por un tiempo. Después, cuando llegue el instante oportuno, partirá más lejos, dejando atrás un bien de la Naturaleza, previsto por Dios en sus planes.

    La Vela retomó fuerzas al oírme. Renovó su llama con un color rojizo, dándome a entender que se alegraba mucho de mi decisión. Finalmente, levantó la mirada y comenzó a regular su llama preparándose para el tiempo más prolongado que debíamos pasar juntos. Se veía que estaba emocionada, como una chica que tiene una cita y corre rápidamente al espejo, a la peluquería, preparándose para la fiesta.

    Volví a mis elucubraciones.

    — ¿Cómo puedo obtener papel? ¿Y un nuevo cuaderno? No tengo dinero para encargar uno. Y si lo tuviera, tendría que esperar aún dos semanas hasta que lo trajeran, eso tardaban los paquetes... ¿Cómo voy a estar tanto tiempo lejos de mi cuento?, me sentí aterrado por esa idea.

    Ni hablar de pedir prestado a alguien, en la cárcel, si pides algo a alguien sin pagar o sin ofrecer garantía de devolverlo, en la mayor parte de los casos, te encuentras con un rechazo. Si te aprueban el préstamo y no consigues devolverlo a tiempo, el detenido agraviado debe tomar una decisión. Es una decisión sucia con la que defender sin mancha el nombre y honor obtenido con la detención. Los otros detenidos no deben descubrir que ha sido engañado. Aparece la posibilidad de que su vida se haga más difícil, esperando ser engañado a cada paso. Las reglas de la prisión son especialmente estrictas, tal vez más estrictas que las leyes del estado, en Libertad...

    Por eso, la mayoría de presos, que conservan sus sentimientos de humanidad, incluso deformados, no te prestan nada. Buscan evitar ese tipo de situaciones conflictivas. Otros, es cierto, las buscan y las provocan persiguiendo adrede todo tipo de escándalos. Saben que pueden obtener servicios gratuitos mediante los que se ganan la existencia durante todo el período de condena. Naturalmente, su reputación crece ante los otros detenidos...

    Pensando en las posibilidades que me quedaban, tuve una idea: ¡un cambio!

    — ¿Qué ofrecer a cambio de un cuaderno?, me interrogué.

    No tenía nada de valor. Las ropas que llevaba el día de mi encarcelamiento estaban usadas. Habían pasado dos años, no servían para nada, quizás solo para ir con ellas al trabajo. Los zapatos se habían roto, sus suelas habían sido devoradas por el hormigón hambriento del patio de la cárcel, por donde nos dejaban pasear una hora de las veinticuatro del día que Dios ha dado a la tierra, después de trenzarlo de la cola del Tiempo Inmortal. La humanidad, mediante sus leyes, puede prohibir a muchos alegrarse de esos instantes del día.

    Aguijoneado por mi idea salvadora, me levanté de la silla lleno de esperanza. El instinto me impulsaba a buscar. Esperaba encontrar al menos algo de ropa menos gastada y poder darla a cambio de un poco de papel, no contaba cuánto.

    Saqué la bolsa donde guardaba mis ropas y la vacié sobre la cama. Comencé a deshacerlas sucesivamente, mirándolas todas, como hacía muchas veces cuando quería encontrar una ocupación entre aquellas cuatro paredes solitarias. Había días que sentía cómo el Tiempo me había abandonado completamente y perdía su noción. Mirando mis ropas, recordaba los instantes felices cuando las compré, estando en libertad, en unos afamados almacenes. Recordaba que las cámaras de video que vigilaban el almacén me provocaban el sentimiento de limitación de la libertad. ¿Qué podía decir ahora, que estaba privado totalmente de ella?

    No tenía nada que escoger de ellas. Estaban rotas, roídas en las mangas y los cuellos. Con semejantes cosas no podía obtener lo que deseaba. Ni gratis habría encontrado a quién regalárselas, no podía pensar en un cambio, podría tener mayores problemas... En la cárcel, la mayoría de los detenidos tienen la mente lavada por las aguas saladas de la ignorancia. Muchos de ellos nunca han tenido una visión saludable de la vida. A su edad, ven la vida en dos colores: blanco y negro. Quizás no habían conocido el resto nunca. Hay muchos padres que al dirigirse a sus hijos, no saben decir más que: no hay, no se puede. ¡Nada más! Las consecuencias de esa falta de comunicación se ven luego en el transcurso de la vida. Muchos como yo, extraños a su concepción de la vida, caen a su lado en la mima molienda de una justicia ciega, incapaz de distinguir la semilla sana de la cizaña. El pan envenena lentamente la Libertad de que goza el pueblo. Un veneno que tendrán que sufrir generaciones enteras.

    Desilusionado, volví a poner las ropas en la bolsa y la guardé en su sitio, bajo la cama. Comprendí que mi idea no entraba en la lista de soluciones. En un intento de hacer las paces con la cruda realidad, un pensamiento vino a hacerse sitio entre los demás, después de punzarme hirviente el corazón. Igual que un pajarillo que quiere tomar el ritmo de un bello coro. Me estremecí al sentir su fuerza, provocó las lágrimas en mi alma agitada por el deseo de liberar toda la presión de aquellos momentos de desesperanza.

    En el torbellino de vivencias que me sobrevino, sentí un gran remordimiento.

    — ¿Cómo te atreves a pensar cambiarlo justamente por él?, me reprochaba la voz de mi Conciencia.

    Mi mirada se posó lenta sobre la cama. Por vergüenza, le di la espalda rápidamente. Fui hacia la puerta sin darme cuenta de lo que hacía. Si hubiera estado fuera, creo que habría partido a dar la vuelta a la tierra, solo para liberar mi Conciencia de esa idea inadecuada, que se había convertido en un instante en una carga insoportable para el honor de mi alma.

    Como sabía que la puerta de mi celda estaba bien cerrada, por vergüenza del pensamiento que me asaltaba, habría sido capaz de golpear mi cabeza contra ella, castigando mi cerebro cansado por las ideas desesperadas que me enviaba. Acercándome a la puerta, un rayo de luz que penetraba por el visor me robó el sentimiento de odio y venganza que había germinado inmisericorde. Lo agarró y lo sacó por el corredor de la cárcel, llevándolo quién sabe dónde. Tal vez lo transformó en otro tipo de desierto por las puertas de la prisión, a las que no podía pegarse nunca el óxido. Quizás esas puertas, destinadas a cerrar destinos, consideraban que merecían ser inmortales, como el Tiempo, protegidas por el sistema judicial del país respectivo.

    Le di gracias mentalmente a los rayos de luz por la ayuda inesperada que me habían dado. Me convencía (¿cuántas veces lo había hecho?) de que siempre, donde me encontrase y en la situación que enfrentara, hay una vía de salida, una solución. Es necesario determinado sacrificio, nuestros deseos conllevan un determinado sacrificio para cobrar vida.

    Inmediatamente, me sentí mucho más tranquilo. Hice el camino inverso hacia la cama que me había servido con fidelidad durante dos años. Aparté el edredón remendado, descubriéndola. Saqué también la sábana arrugada que, desde el inicio de su existencia, languidecía por el calor de la plancha, por no hablar del olor a detergente. Debajo de ella, sobre el colchón, había crucificado un jersey.

    Con las mangas largas en forma de cruz, era mi Jersey, lo más preciado que tenía en aquel lugar siniestro. Con él, mantenía viva mi relación cálida con el hogar paterno. ¡Creía en él como en Dios! Esperaba que me salvara de la desgracia en que me encontraba. Lo consideraba como un ancla que salva cada vez al buque gigante frente a la furia hambrienta de las olas.

    Lo puse allí el primer día que llegué a la cárcel. Durante dos años, lo vestí únicamente en mi cumpleaños y en el de mi madre. Lo extendí para que por la noche, cuando me acostara en la cama, me sintiera abrazado por la piedad paterna, cuya nostalgia sobrellevaba con dificultad desde que me distancié de los años de la Infancia. Al tocarlo, me sentía protegido por un poder divino. El mismo Dios participó en la creación de ese Jersey, hecho de lana de color claro de un carnero escogido.

    Lo besé con piedad, después, me acosté boca abajo crucificándome encima de él, con los brazos extendidos sobre sus mangas. Lo olí inspirando profundamente, como había hecho muchas veces durante los dos años de cárcel. Quería que estuviéramos solos en cualquier parte, lejos de las paredes de hormigón de la celda, que portan un esqueleto oxidado, carente de piedad. Quería discutir en secreto con él muchas cosas que debíamos decirnos sobre nuestra existencia, tan unida a la voluntad desconocida del Señor.

    Sentía su aroma familiar, que ni siquiera la humedad reinante en la celda había conseguido arrancar con su maldad. Llevaba el aroma plácido de la Naturaleza, el olor a mi casa y mi infancia. Con su ayuda, había conseguido muchas veces, durante los dos años, volver atrás el tiempo, vivir de nuevo los momentos inolvidables junto a mis seres queridos. Volvía a ser el niño sin preocupaciones, veía a mi madre joven, iluminada por su sonrisa brillante, llena de vida, privada de las arrugas de la vejez.

    Ese Jersey al que me apegaba lleno de nostalgia queriendo fundirme con él, fue tejido según una leyenda mágica, profundamente enraizada en nuestra tierra. Nadie sabe cuándo llegó allí. Se rumoreaba que fue traída por una gran corte de Santos del Señor desde su reino.

    La leyenda hablaba de una chica excepcional para quien la fe en Dios se había convertido en una segunda madre. Llegó a la madurez y ardía en deseos de ser madre. Deseaba tener un hijo que fuera consagrado al Señor. Lo pensó y se hizo la promesa de que si no era digna de que se cumpliera su deseo, se quedaría virgen, sacrificando su vida en la tierra para fortalecer su fe.

    Al oír su petición sincera y decidida, los santos comprendieron que esa chica era una criatura elegida por el Señor para tener un hijo. Un día de invierno, cuando los copos jugaban por las mejillas de todos enrojeciéndolas, los Santos se aparecieron a la chica.

    — Tendrás que esperar -le dijeron santiguándose- que la hermosa primavera regrese de nuevo a vuestra tierra, elegida por el Señor. Entonces, recorrerás los campos reverdecidos a lo largo y ancho, hasta que encuentres un rebaño de ovejas que lleven todos los colores de la naturaleza en su lana. Elegirás un cordero de entre ellas, del color que quieras, igual que desees que sea tu hijo.

    Al escucharlo, la muchacha se preocupó, ¿y si se equivocaba en la elección? Preguntó a los santos para convencerse de lo que debía hacer.

    — ¿Por qué debo elegir un cordero? ¿Por qué un cordero? ¿Qué significa elegir su color conforme desee que sea mi hijo?

    — Elegirás un cordero porque deseas un chico. Si por un segundo, desearas una chica, entones, te habría indicado que escogieras una corderilla, le explicaron los santos. Por lo que se refiere al color, veamos de qué se trata, continuaron. Si quieres un chico rubio, elegirás un cordero de lana blanca. Si por el contrario, quieres un chico moreno o pelirrojo, entonces, cuidarás que el cordero sea de ese mismo color. ¡Todo depende de lo que tú quieras!

    La chica escuchaba con atención lo que debía hacer. La misión de dar vida al

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