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Mnemoneous II: Fragmentos de Tánderon
Mnemoneous II: Fragmentos de Tánderon
Mnemoneous II: Fragmentos de Tánderon
Libro electrónico609 páginas9 horas

Mnemoneous II: Fragmentos de Tánderon

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Información de este libro electrónico

Un elfo atormentado, un hombre sin memoria, una paladín altiva, una guerrera perseguida y un único destino: cambiar el futuro.

Valnor desea salvar a su pueblo de la condenación. ¿Estará dispuesto a pagar el precio?

Marcus, perdido en un caserón, no recuerda quién es ni su pasado.

Reims cree que ha sido tocada por una diosa y que su destino es la grandeza.

Eiryn huye de su hermano y se refugia en una posada que no está en ninguna parte.

Alexandr puede verlos a todos en los fragmentos de un espejo roto...

Fragmentos de Tánderon es un reto al lector, un puzle, un espejo roto que esparce imágenes y reflejos. Aunque parece formado por historias independientes, hay hilos sutiles que tejen un complejo entramado y un trasfondo común, una imagen que, cuando el espejose recomponga, revelará el futuro de Aderan.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento16 sept 2020
ISBN9788418238536
Mnemoneous II: Fragmentos de Tánderon
Autor

Juan Pedro Lamana

Juan Pedro Lamana Pedrero (Jaén, 1972). Llovía fuego el día en que nací, el mismo fuego de crepitar curioso que ha seguido mis pasos más allá de un mar de olivos hasta un nuevo hogar. Hoy, desde Murcia, el lector insaciable de la juventud y el profesionalde la pluma, la fe pública y el papel de quince céntimos de la madurez aún recuerdan, ambos, que hay otros mundos. Por esa razón, les presento mi primera novela. Acompáñenme bajo la lluvia de fuego.

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    Mnemoneous II - Juan Pedro Lamana

    Volumen II

    Fragmentos de

    Tánderon

    El Cie

    Es un error muy común entre los recién llegados al Imperio Elevado considerar que su calendario, el CIE, toma como punto de partida la muerte del gran maestro Adhilon en el lejano norte y, por tanto, el Invierno de Lágrimas.

    El sacrificio del último señor del Prexum durante la batalla final contra los luctuantes enviados por Érigor marca el fin del Imperio Bajo las Estrellas y el inicio del gran éxodo que condujo a los supervivientes, guiados por los ocho discípulos del mago, hacia el sur de Aderan, hasta el viejo Desadarian de Angrekoon perdido entre Fracturas.

    Cien años más tarde encontramos a sus descendientes afincados en Eichmansthal. Los sucesores en el Tauma de los Ocho, la Estirpe, han dirigido la construcción de la ciudad de Shen’Dashai sobre la montaña. Su destino es albergar la sede del Adhishen, la nueva hermandad de los mágicos.

    Los eichenos, por su parte, ponen su mirada más allá de la Fractura. Son hombres y mujeres audaces, exploradores y pioneros sin parangón. Han logrado desentrañar uno de sus grandes secretos: el Tránsito. Durante doscientas horas al año, el fenómeno remite y cruzar entre los distintos territorios es posible. No dudan, pues, en emprender la conquista de todo Desadarian.

    Ciento treinta y un años más tarde, Cainus el Grande es coronado emperador en Serkeen, la gran ciudad de la provincia central, Cainien. Es este el acontecimiento que inicia el cómputo de los años en el CIE.

    Hoy en día, el Elevado ocupa todo el antiguo territorio del Azote. La familia imperial —los Vanian—, la Cancillería y el Senado lo gobiernan desde la Corte Dorada. Cada una de sus demás provincias —Exhan, Eichmansthal y Krisia—, así como los Estados tributarios del sur —Griekiev y Maraskal—, son regidos por sus propios gobernantes —reyes, duques o asambleas— y gozan de gran autonomía.

    Además de las Fracturas, tres grandes núcleos de poder defienden su integridad. El primero es el Ejército, las legiones que preservan la unidad. El segundo es el siempre vigilante Adhishen de los magos. En la actualidad, son dos los señores de la Estirpe: los lores Hezhran y Teslev. El tercer pilar lo constituyen los cultos. Aunque en claro declive durante los últimos años del antiguo imperio, las religiones tradicionales aderanas cobran fuerza debido a la desaparición de los aitar después del Invierno de Lágrimas. Durante siglos han sabido convencer al pueblo de que el retorno de Érigor y el fin del antiguo imperio fueron causados por la arrogancia de los Sabios y la pérdida de la fe.

    En Eichmansthal, la Iglesia de Rankoon, el Señor de los Muertos, es preponderante. Sin embargo, suele considerarse a la de Anhi’alar la primera religión del imperio. Sus clérigos de más alto rango tienen la potestad de fijar la Memoria, el relato de los hechos históricos que han de tenerse por ciertos de forma incontestable, incluso los que se llevó el Gran Olvido.

    Tawney, P. (2101 CIE).

    Guía del Imperio Elevado para forasteros

    Medstern de 2098 CIE

    El sol acababa de ocultarse tras la imponente mole de la pirámide escalonada. La sombra del coloso se alargaba cubriendo el valle. Su cima, coronada de fuego, se elevaba por encima de las copas de los árboles y la iniquidad de los hombres. Abajo, en el claro, esa misma perfidia negaba el ocaso. Abajo, en el claro, amanecía.

    No se trataba de un auténtico amanecer, bien lo sabía. ¿Quién podría confundir la salvaje tormenta de luz que azotaba el lugar con la caricia dorada que acompaña al despertar de un nuevo día? El rojo intenso de las columnas de fuego, el azul eléctrico de las descargas, el frío fulgor blanco que hería la noche en ciernes, todos ellos florecían, se colapsaban, se extinguían y volvían a nacer una y otra vez.

    Adrian Ambers apartó la mirada de la refriega y contempló el valle. Tal vez los Ocho y las gentes del norte lo cruzaran en un remoto pasado de camino a la montaña. El fin del Imperio Bajo las Estrellas llevó a aquellos hombres muy lejos de sus hogares. El sacrificio de su maestro, el gran Adhilon, permitió el milagro.

    Se decía que los Ocho habían reconstruido Eichmansthal, pero él sabía que aquello era una ruin mentira. Los Ocho se limitaron a fundar el Adhishen y a poner en marcha el gran proyecto de la ciudadela de Shen’Dashai sobre la montaña. En los siglos que siguieron, los magos tan solo se dedicarían a disfrazar de vigilancia su arrogancia y su desprecio hacia los que consideraban inferiores, aquellos que no eran capaces de canalizar el Tauma, los prosélitos. Habían sido estos, los hombres y mujeres de verdad, los que habían puesto los cimientos del nuevo imperio, los que habían alzado sus muros y los que ahora lo gobernaban. Allí, en el centro sur de Aderan, entre Fracturas, fundaron el Elevado y sus provincias, tan cerca unas de otras y, a la vez, tan lejos.

    El antiguo sicario del Bastión buscó el norte. Casi podía sentirla, pues apenas unos kilómetros lo separaban de ella: la Fractura, una simple línea fronteriza, un verde trozo de tierra, un atrayente sendero, pero un páramo infinito barrido por una eterna y mortal ventisca si se cometía el error de dar un paso de más. ¿Cómo lograba subsistir un imperio cuando sus provincias permanecían aisladas, incomunicadas, a una distancia imposible salvo doscientas horas al año? Adrian Ambers no pretendía conocer la respuesta a aquella pregunta. Quizá nadie la conociera realmente.

    El repentino silencio atrajo su atención sobre la batalla. Una lanza de hielo acababa de decapitar al último paladín de la Rosa Cenicienta. La cabeza del caballero rodaba aún por el claro dentro del yelmo. Decía una vieja leyenda que los paladines de la Rosa nunca caían, que incluso después de su muerte permanecían en pie, erguidos. También aquello era una ruin mentira.

    Ambers envainó su acero. No había tenido necesidad de usarlo. Sus hombres se habían encargado de todo y lo habían hecho francamente bien. No esperaba la traición del cliente, pero estaba preparado para tal contingencia. Detestaba a los magos cuando lo miraban desde las torres de su ciudadela, pero a sus órdenes y bajo contrato…

    Adrian sonrió, se colocó bien el sombrero y se frotó su gran nariz de halcón. A continuación, buscó al cliente con la mirada hasta dar con él. El viejo clérigo sinvergüenza había bajado por la pendiente y roto el contenedor. Ni la batalla ni la muerte de sus protectores parecían haberlo afectado en lo más mínimo. Su atención estaba centrada en la «cosa». No se había limitado a desempacarla; la estaba acariciando. El antiguo corredor de apuestas frunció el ceño y se encaminó hacia él acompañado por sus hechiceros guardianes.

    —¡Las manos quietas, ilustrísima! —vociferó mientras se aproximaba—. No se toca lo que todavía no se ha pagado.

    El zhan se volvió en su dirección. Vestía una túnica gris y un manto de color marfileño. Ocultaba su rostro bajo una capucha que tan solo dejaba ver el brillo de sus ojos. No había armas a la vista.

    —Ah, sore Ambers —dijo el zhan Valdasar, muy tranquilo en apariencia—. Llegué a dudar de que estuviera a la altura del encargo. Sustraer un artefacto de la Gran Bóveda de la Torre de Adhilon es una hazaña épica.

    —Sus indicaciones ayudaron mucho, y yo no llamaría «artefacto» a un espejo grande y raro. Pero por trescientos mil dravens le robaría Shan’drilaar a Érigor en el maldito Abismo. Aunque, claro, usted nunca pensó pagar, ¿no es verdad, ilustrísima? Lanzar sobre mí a sus caballeros, matarme y llevarse ese espejo gratis era un plan mucho más sencillo y barato. ¿De verdad creyó que vendría a su encuentro como un cordero al matadero?

    —¿Hacia dónde miraba hace unos minutos, sore Ambers? ¿Hacia la Fractura del norte tal vez?

    —¿Cómo en nombre de…?

    —¿Sabe cómo la llaman en Exhan? La llaman la Fractura del Caballero. Si matas a un caballero de la Orden de la Rosa Cenicienta, cuenta la leyenda que la Fractura acabará por atraparte para vengarse. ¿A quién cree que protege la Fractura, mi estimado señor?

    —¿En serio vamos a hablar de esto? Yo no lo creo. Escúcheme bien, Valdasar. Ha perdido, pero soy un hombre de negocios. Pese a su treta, estoy dispuesto a venderle ese espejo, solo que el precio acaba de subir. Ahora es de medio millón.

    —Antes complázcame, sore Ambers, ¿a quién cree que protege la Fractura?

    El interpelado puso los ojos en blanco y suspiró.

    —A nosotros —contestó—. ¿A quién si no? Protege a este imperio. Si nuestros enemigos intentaran violar nuestras fronteras, solo conseguirían meterse de cabeza en el yermo. Eso vale para todos, para los herchant de las Hegemonías, para los ofidianos de Atzelan, para los inecrios de Nosrrovia…

    —¿Y a usted, sore Ambers? ¿Cree que la Fractura le protege a usted también?

    —Ya me he cansado. Hemos acabado. ¡Caballeros, recojan ese maldito trasto!

    Lo notó al volverse para llamar a sus hombres. Algo había cambiado. Ignoraba cuándo o si había sido progresivo o en tan solo un parpadeo. El claro ya no era un claro, sino una hondonada. El río y la pirámide eichenos habían desaparecido. El bosque de coníferas también. Unos árboles más altos y de hojas rojizas habían ocupado su lugar. Incluso el brillo de las estrellas en el cielo tenía un matiz diferente. Detrás de Ambers no había nadie. Su grupo se había esfumado. La comprensión de las implicaciones de aquel suceso, fuera cual fuese su causa, llegó demasiado tarde. Intentó armarse, pero sus brazos no le respondieron. Una fuerza invisible, la misma que lo inmovilizaba, lo obligó a volverse hacia el clérigo de Zhansass. Este se había acercado y lo estaba mirando.

    —Hemos acabado —dijo Valdasar—. En nombre de mi causa, le doy las gracias por sus servicios.

    El antiguo muñidor de apuestas del Bastión pugnó por liberarse. No lo consiguió. Tan solo alcanzó a pronunciar unas palabras que apenas logró articular a través de una garganta seca y agarrotada. Valdasar se aproximó aún más para oírlo mejor.

    —Cuatro-cuatrocientos mil —estaba diciendo Ambers—. Ni un draven menos.

    —Lamento decirle que no habrá pago, sore Ambers. Confórmese con el orgullo de un trabajo bien hecho, uno de los mejores golpes de la historia.

    —¿No va a matarme?

    —¿Matarle? —se escandalizó el clérigo—. El asesinato es un pecado terrible. No he matado a nadie en toda mi vida. No, no voy a matarle. Sus compañeros del Bastión se encargarán por mí. Sospecho que le va a ser muy difícil librarse de ellos sin esos cientos de miles que esperaba conseguir. ¿Dónde se esconderá?

    Dicho esto, el clérigo le dio la espalda y se alejó. Unos minutos más tarde, un Adrian Ambers por fin liberado completó el movimiento interrumpido y desenvainó su espada. Miró en derredor. La vieja pirámide eichena volvía a estar en su sitio y el río a canturrear en su cuna. Los árboles eran coníferas una vez más, pero no había rastro de sus camaradas, de Valdasar ni del espejo.

    Primer fragmento

    Perfección

    1

    En la oscuridad de su aposento, en la prisión de su lecho, Alexandr Teslev, el centenario mago de la Estirpe, estaba a punto de morir.

    Abrió los ojos y saboreó el silencio. Había sido su único compañero durante los últimos años, su confidente, casi un amigo en aquella amarga eternidad de postración y vigilia. La puerta se había transformado en una lápida; la estancia, en sepulcro. Ni un solo visitante había hollado su suelo en ese tiempo, solo el silencio. El anciano mago no precisaba ingerir comida ni bebida. Las debilidades de la imperfección habían quedado atrás. No era esta, sin embargo, una razón válida para el abandono.

    «Recuerda el espejo».

    ¿Dónde el inconfundible sonido de pisadas por los pasillos? ¿Dónde el vívido cántico de las campanas en cien torres de cristal y plata? ¿Nadie podía escucharlo? ¿Moriría solo en un mundo olvidado y yerto?

    «La llama que arde con más fuerza es la que antes se consume».

    «Imposible», se dijo mientras la angustia asaltaba su mente. Había superado los conceptos, abarcado el mar y los cielos. No era aquello lo prometido, la recompensa anhelada.

    Si lo perfecto está solo, nadie entraría en aquella estancia, nadie abriría su helada tumba.

    «El espejo».

    Inaceptables. La pena, la soledad y el dolor eran inaceptables. Él era Alexandr Teslev. Si era preciso transcender la perfección, lo haría. Si había algo más allá, lo alcanzaría. Si existía un remedio, lo encontraría. No moriría de ese modo, no así.

    «Una alarma —pensó—. Radiación mágica, eso los hará regresar».

    Por un momento fue consciente de que no podía recordar los detalles de su vida. Todo había desaparecido arrastrado por el viento de la ambición, perdido en los entresijos de la razón, en la urdimbre de la superación, en la vacuidad del silencio. Nada había permanecido: ni una verdad revelada ni un hogar verdadero ni un cariño correspondido. Veinte años de tinieblas habían transcurrido o tal vez cien o mil, o un instante eterno.

    Se sorprendió de pie en el centro de la habitación, frente al extraño espejo colocado junto a su cama desde que era capaz de recordar, desde siempre.

    El anciano hechicero, demasiado débil y cansado para concentrar su poder, alzó una marchita mano hacia su reflejo, e ignorando el dolor, la frustración y la ira, gritó. Gritó a la razón, al éxito, a la superación. Gritó al vacío, a la vida, a la pena. Gritó al espejo.

    El ulular de una alarma rompió el silencio.

    2

    Novta de 2049 CIE

    Deezhan DeGries, supervisor de doctorandos de la Universidad Arcana, avanzaba con el ceño fruncido. La sola fuerza de su mirada bastaba para apartar de su camino a los magos jóvenes que atestaban pasillos y corredores. Las salas y bibliotecas se habían convertido en un hervidero de curiosos que intercambiaban rumores y miradas de preocupación. Una alarma radiológica, y de nivel seis nada menos, se había iniciado hacía una media hora.

    El supervisor atravesó la pasarela de Vrictor y dirigió sus pasos hacia la Torre de Oosan, una de las más hermosas de toda Shen’Dashai. La anchura de los sillares de su base contrastaba con lo estilizado de sus líneas conforme ganaba altura serpenteando como una llama de escarcha hasta su corona de diez pináculos, joya de mil facetas cuyo brillo no se extinguía jamás: caricia de plata en la noche, beso de fuego de día.

    El hechicero dejó atrás la escalinata de acceso, recorrió las umbrías dependencias y cruzó al fin el pasillo alfombrado que conducía al origen de la disfunción arcana: la sólida puerta de roble de los aposentos privados de Alexandr Teslev.

    DeGries llamó hasta cuatro veces sin obtener respuesta. Contrariado, masculló una imprecación, invocó una protección con un simple gesto y abrió la puerta. No había nadie en el interior.

    La entrenada mirada del supervisor pasó por alto la aparente normalidad existente en la habitación de Teslev. El origen del problema estaba allí mismo, frente a él. Dio un par de pasos hasta el centro del dormitorio y contempló con gesto crítico, y no sin asombro, el espejo de cuerpo entero colocado junto a la cama.

    Parecía fabricado de una sola pieza, sin junturas. Su marco, creación de una indescriptible metalistería, trazaba arcos y parábolas de exquisito diseño. Cada espiral nacía enhebrada en la siguiente, moldeando una apoteosis de puntadas de acero, oro blanco y gemas de brillo enceguecedor. La luna estaba encastrada en el corazón de aquella flor fría y sin vida, pero nada reflejaba que no fuera vacío y sombra.

    —No lo puedo creer —musitó el supervisor mientras se pasaba una mano moteada de vejez por su rostro alargado, delgado y severo—: Un espejo de Tánderon. Hace tres mil años que nadie se atreve a intentar fabricar uno. Un reflejo no puede crear una realidad de igual categoría que la imagen reflejada. Es una pretensión absurda.

    —Los hechiceros del antiguo imperio no opinaban igual.

    Deezhan DeGries resguardó las manos en el interior de las amplias mangas de su túnica, curvó sus labios en un rictus de desagrado y se volvió con lentitud para encarar al recién llegado. Era él. No había amor en la mirada gris del supervisor, y tampoco lo encontró en los ojos azul cobalto del joven mago de posgrado.

    —¿Qué ha hecho? —quiso saber el mayor de ambos hombres.

    —Estaba en la biblioteca de la torre norte. Regresé al oír la alarma.

    —No ha contestado a mi pregunta —replicó el supervisor.

    —La tesis del concurso interno de posgrado es de tema libre —le recordó el joven Teslev con un ligero encogimiento de hombros—. El espejo de Tánderon siempre ha sido…

    —¿No va a responderme? —lo interrumpió DeGries, endureciendo su ya gélida expresión—. Esto no explica una alarma de nivel seis. Ni siquiera, aunque lo… —El anciano enmudeció de repente y se volvió una vez más, atónito, hacia el objeto de aquella conversación, como si esperara de él una confirmación—. Lo ha hecho funcionar, ¿no es así?

    —No del todo. Detecté una corrupción en la formación de la imagen, un error en el índice de reflexión. No era perfecta. Hubo algo más. De hecho, toda luz en la habitación pareció rielar.

    El viejo maestro miró de nuevo el rostro de su interlocutor. Teslev no había perdido la calma y el control ni por un segundo.

    En aquel instante, Deezhan DeGries lo comprendió todo. Recorrió con su mano derecha la parte superior de la estructura del espejo. Era casi líquido al tacto, sinuoso, verminoso. Un desagradable hormigueo se extendió por la extremidad del hechicero. El artefacto parecía rechazar su presencia. Localizó al fin un punto específico y lo presionó.

    Una pequeña sección del frontal se desprendió. El hombre introdujo la mano en el hueco y extrajo de su interior una formación cristalina compacta cuyo núcleo latía con una pulsación constante.

    La alarma cesó en aquel momento.

    —De esto se trataba. —El anciano alzó el fragmento y se lo mostró a Teslev. ¿Cómo era posible que aquel joven tuviera conocimientos tan avanzados sobre cristalografía arcana?—. El uso de los cristales amseagart lleva prohibido más de doscientos años. Son peligrosos, impredecibles. ¿Cómo se le ha ocurrido alimentar a un tanderoniano con uno de ellos?

    —Como ya he intentado explicar, las fuentes convencionales de energía demostraron ser insuficientes. La imagen era imperfecta.

    —Es cierto que eso ya lo ha dicho. ¿Es ahora más perfecta? —preguntó DeGries, señalando la superficie opaca de la luna.

    —No está terminado.

    —Me debe algo más, Alexandr.

    —Es cierto —admitió su alumno—. Dígame, supervisor, ¿cuál es, según los antiguos maestros, el más profundo deseo de todo ser inteligente?

    —Hallar la felicidad —contestó el interpelado al punto.

    —Así está escrito, si bien es incorrecto. El deseo más profundo es el de experimentar lo que se siente al ser feliz y no la felicidad en sí misma, que es un simple concepto. Por tal razón, los seres pensantes no son capaces de encontrar la felicidad cuando la buscan, y se engañan si piensan lo contrario. El ser pensante, en el mismo instante en que conceptualiza la felicidad, la pierde. No puede evitar lo primero ni lo segundo. A no ser…, a no ser que el individuo consiga transcender el universo conceptual, alcanzar la perfección. Ese es el camino de la felicidad. Por desgracia, la perfección es todavía más difícil de conseguir. ¿Cómo alcanzar algo que no podemos concebir, algo que la propia realidad se encarga de ocultarnos? Pero si el camino de la perfección es inviable, ¿por qué no tomar un atajo? ¿No sería tal cosa factible si lográramos echar un vistazo y vislumbrar lo que espera al final de ese camino?

    —¿Ver la perfección en un espejo?

    —Ya le he dicho que la realidad es un velo puesto ante nuestros ojos, una limitación. El Tauma, esa maravilla tejida en la esencia de nuestro mundo, a través de la cual nuestra realidad se desvela, solo permite la refracción de un millón de partículas lumínicas por cada unidad táumica de gama/espectro. El cristal que sostiene en su mano, como sabe, tiene la facultad de aumentar considerablemente ese nivel de refracción. El mundo en el interior del espejo sería…

    —Perfecto —concluyó el supervisor al tiempo que esbozaba una triste sonrisa—. Se equivoca. ¿Ver su yo perfecto en el espejo? ¿Eso pretendía? Lo único que ha engendrado es lo que él ha visto en usted: oscuridad; y los dioses quieran que nada más se haya formado en sus profundidades.

    —¿Y qué es la vida sino el camino de un ciego que anhela encontrar un lugar hecho de luz? Usted conoce ese lugar, supervisor, el fin de los afanes, donde convergen los nueve iriodos y todo es posible, incluso algo tan improbable como nuestra existencia. Ha oído los relatos, ha escuchado las canciones; sabe de Remoto.

    El viejo profesor negó con la cabeza.

    —Remoto no existe, y ningún espejo le devolverá jamás una imagen que usted considere perfecta. Alexandr, nunca hemos sido amigos. Aun así, debo avisarle como maestro. A lo largo de estos últimos años le he visto cambiar. He visto su criterio sacrificado, su talento degradado, su norte existencial perdido en pos de ese loco afán de perfección en cada empresa que acomete, en cada objetivo que se marca. Usted no busca felicidad ni la hallará al final de ese camino. Existen límites, también para usted.

    El rostro de Alexandr Teslev se ensombreció.

    —El cristal está prohibido, pero su uso dentro de la ciudadela no es delictual —señaló con acritud—. Las leyes del imperio mueren ante nuestras puertas. Somos el Adhishen.

    DeGries movió la cabeza con desánimo.

    —Considérelo requisado. Se pondrá a disposición del Primer Círculo y será custodiado en la Gran Bóveda. También se investigará su procedencia. Si encuentra una fuente de energía más estable y lo repara, podrá recuperar el espejo y presentarlo el año próximo.

    El joven mago esperó a que el supervisor abandonara sus aposentos. Solo entonces se sentó en su sillón de hierro y juntó las yemas de los dedos.

    —Pequeño —masculló airado—, mediocre. ¿Cómo te atreves? ¿Sacrificio? El sacrificio es el crisol en que toma forma la grandeza. ¿Límites?

    Ah, qué cerca había estado el viejo. Quizá lo había llegado a intuir. Incluso un ser mediocre puede ver la verdad si es arrastrado delante de un espejo. Sí, si un hechicero canaliza por encima de su capacidad, arde. Pero ¿y si su capacidad no tuviera límites? El Tauma no los conoce. Se lo daría todo, sin medida, sin coste, extraído de las profundidades infinitas del Nodus. ¿Felicidad? ¡Qué triste y anodino corolario para algo tan sublime como la perfección!

    Teslev practicó unos sencillos ejercicios con el fin de relajar su cuerpo y equilibrar su espíritu. Algún día recuperaría el cristal o hallaría otro igual o incluso más poderoso. Algo se había perfilado en su interior. No se trataba tan solo de su futuro, sino del destino de todo Itzia’alar. Los fragmentos del Tánderon lo albergaban en sus simas. Los había visto a ellos: al elfo perdido, al peregrino sin memoria, a la paladín herida, a la guerrera perseguida. Los fragmentos mostraban sus vidas sin orden, alejadas entre sí por el espacio y el tiempo. No era algo que le importara. Tenía toda la vida por delante para recomponer la imagen. Llegado el tiempo, despejaría la oscuridad y desvelaría su cielo.

    Presentaría otro de sus inventos acabados. Sonrió más relajado. El bastón de secuenciación de fase estaba terminado. «Sí —se dijo—, será perfecto».

    Segundo fragmento

    Sombras del alma

    No importa cuán felices creamos ser. Todo ser inteligente lleva un peso en el corazón, la carga de la duda, del vacío, del miedo; el lastre de la memoria, del tiempo, de la culpa.

    Pero también hay una fuerza que reside en aquellas profundidades, en las sombras del alma. ¿Qué quedaría de nosotros si una bestia las devorara?

    Angrorius de Lienn

    Nos encontraremos una vez más a este lado del cielo, a la orilla del Abismo, al filo del rompiente, donde los mundos se desangran y los dioses no pueden mirar.

    Nos encontraremos una vez más a este lado del velo, porque soy aquel que escribió su nombre en tus sueños.

    Texto inscrito en la Tercera Tablilla de los Vaticinios de Ranshaj

    Capítulo primero

    Del polvo y del acero

    Chejiev de 2054 CIE

    1

    Jamás creyó Valnor de Shan’drilaar encontrar tan férrea resistencia en una ciudad cuyo único legado era polvo, ruina y silencio. En el corazón del desierto del Nefret se hallaba la ciudad perdida de Schzereed. La antigua ciudad de los xcreicks parecía estar construida con la materia con la que se tejen los espejismos, envuelta en un sudario de arena: abrasada, olvidada y muerta.

    Solo el fantasma de una antigua gloria transitaba sus calles. Solo el viento era testigo de la belleza de sus mutiladas estatuas, aún erguidas en parques y plazas que más bien semejaban sepulcros. Ninguna bandera ondeaba en sus torres. Ningún verdor teñía los sedientos restos de los antaño frescos y alegres jardines. Las siluetas de sus palacios y construcciones rielaban desdibujadas por efecto de la asfixiante calima. Las vidrieras que una vez refulgieran en los rosetones de sus templos y las piedras preciosas que en su día facetaran sus altares habían desaparecido para siempre sepultadas bajo el sol abrasador del Nefret. Los colores, desde el añil de los minaretes hasta el profundo índigo de los frisos del gran santuario, se habían difuminado. Las risas y los llantos habían enmudecido. El tiempo y el desierto habían reclamado un inmenso tributo, y Schzereed había pagado con todo lo que tenía. Arte, mampostería, forja y lacado habían sucumbido arrastrados por una marea de ruina en los albores del ocaso. Todo se lo había llevado el czher’shen, el que silba entre las dunas, el viento del desierto.

    Pero no la memoria, no en el Nefret. En su recorrido siempre alerta por las calles vacías y las casas abandonadas de la vieja ciudad, Valnor había podido admirar los frescos aún vivos en las paredes. Mosaicos y bajorrelieves habían sido indultados por la cólera de los elementos, quizá como un aviso. Relataban el destino de Schzereed, la desdicha de los xcreicks. Narraban una historia de devoción, de servicio, pero también de traición, de castigo y de tormento; una historia tan similar a la de su propio pueblo que no pudo evitar que un escalofrío le recorriera la espalda.

    El segundo día de su exploración, el elfo encontró un pasadizo bajo la biblioteca de un viejo templo. Su entrada, excavada en la roca, lo condujo a un dédalo de túneles, cámaras, salones y capillas bajo la urbe. Como si aquella intromisión hubiera insuflado un hálito de vida en las venas de la vieja ciudad, sus guardianes comenzaron a manifestarse. Tan decrépitos como ella, surgían de las paredes, formas humanoides de ojos velados y cuerpos de piedra quebradiza y carne putrefacta. Tan solo vestían olvido, pero sus manos blandían unas espadas de hoja ancha recuperadas de un recuerdo.

    Valnor poseía la capacidad de ver en la oscuridad. Pertenecía a la raza élfica, aunque nunca podría haber sido confundido con un elfo de Aderan. Había nacido en Shan’drilaar la Bella. Era más alto y atlético que sus parientes aderanos y, pese a que sus rasgos eran decididamente élficos —bellos, afilados y elegantes—, sus ojos grises estaban nublados por una sombra y su pelo había encanecido, algo verdaderamente excepcional en alguien de su raza, pero comprensible para quien conociera su historia.

    Valnor vestía una armadura ligera de piel de sarimir confeccionada por los nómadas akrasum, una excelente protección en aquel despiadado mar de arena. Pero él también era despiadado, y su espada, forjada en las fraguas de Shan’drilaar, un instrumento tan letal como su dueño. La oscuridad no tenía secretos para ninguno de los dos.

    Los guardianes embistieron como si compartieran una sola mente. Aunque un observador habría pensado que arremetían con la celeridad de una serpiente, mientras que Valnor apenas se movía, las espadas enemigas, sin excepción, solo conseguían rasgar el aire a una considerable distancia de la cabeza del elfo, cuyo rostro concentrado permanecía imperturbable. Los guardianes parecieron advertir este hecho e imprimieron a sus aceros una velocidad endemoniada, encadenando una sucesión de estocadas, molinetes y tajos laterales. Sin embargo, la espada de Valnor estaba en todas partes. El guerrero danzaba entre el centelleo plateado de las hojas de sus rivales. Aquella danza continuó hasta que la inseguridad los hizo retroceder. En ese instante, Valnor contraatacó. Realizó un veloz barrido con su pierna derecha a ras de suelo y derribó a varios enemigos para después rematarlos con precisos cortes en el cuello. Cuando los seres restantes se abalanzaron sobre su espalda, desguarnecida a causa de la pirueta, solo encontraron aire una vez más. Valnor había usado su otro brazo de apoyo y aprovechado el propio impulso de su ataque para incorporarse.

    Uno de los defensores saltó hacia él antes de que pudiera recuperar la verticalidad por completo y le asestó un aterrador golpe de revés. La espada del elfo voló rauda para interceptar el brutal ataque. Ambos contrincantes intercambiaron tajos a una velocidad vertiginosa. El guerrero no tardó en desarmar a su oponente con un hábil giro de su espada. Sin tomar aliento, segó el torso del guardián con un mortífero tajo que lo alcanzó justo debajo de la línea del pecho. Aquellas manifestaciones de la ciudad morían sin sangrar. Solo habían transcurrido unos pocos minutos desde que comenzara la lucha, pero tan solo tres de los olvidados permanecían aún en pie.

    El guerrero elfo no esperaba lo que sucedió a continuación. Los tres entes unieron sus cuerpos y un líquido maloliente empezó a manar de sus poros hasta cubrirlos por completo. La figura resultante burbujeó y cambió como si estuviera hirviendo víctima de una violenta mutación incendiaria. Finalmente, la secreción se deslizó en humeantes regueros hasta formar un charco a sus pies. Del mismo emergió una nueva criatura. Su estructura era similar a la de sus hermanos menores, pero medía más de dos metros de altura y parecía tallada en roca sólida. Sus brazos terminaban en dos gigantescas tenazas. No tenía rostro, solo un globo ocular blancuzco rodeado de venas negras.

    El monstruo no perdió tiempo y cargó contra el elfo chasqueando sus pinzas con saña. Valnor esquivó el primer ataque y le propinó una fuerte patada en el estómago con el fin no tanto de dañarlo como de impulsarse a sí mismo hacia atrás y poner así distancia entre él y aquellas pinzas que trituraban cuanto apresaban. Los contrincantes cubrían cualquier hueco en su guardia con movimientos precisos y casi imperceptibles. De pronto, el elfo quedó inmóvil y con la mirada perdida. Decir que el gran guardián fue rápido sería confundir brisa con tempestad. El monstruo se precipitó sobre Valnor y las pinzas de sus brazos se cerraron sobre el cuerpo del elfo. Pero no fue el que aconteció el resultado esperado por el bruto. El guerrero no estalló en un surtidor de sangre y miembros mutilados. Su imagen se desdibujó y su cuerpo se desvaneció en el aire. El último sonido que el titán escuchó fue el de una espada deslizándose en el interior de la vaina, a su espalda. Un segundo más tarde, la cabeza del último guardián se hacía añicos sobre el piso.

    2

    Valnor prosiguió su descenso por túneles medio derrumbados y corredores cada vez más oscuros y cavernosos. Cruzó salones en ruinas débilmente iluminados en los que hervían, arracimadas en masas tumefactas, colonias de insectos de caparazón iridiscente.

    En un momento dado, el guerrero sintió un sabor amargo en la boca y sus piernas se negaron a sostener su cuerpo. Se desplomó sin poder evitarlo. No estaba herido, de eso estaba seguro. Ninguno de sus enemigos había estado cerca de tocarlo. Le sucedía otra cosa, algo que conocía bien. En ocasiones su mente caía. No tenía otra forma de describirlo. Perdía el control de sus pensamientos, secciones enteras de su memoria se desvanecían como humo para no retornar.

    El dolor en las sienes llegó como siempre, golpe de martillo de gigante: lento, pesado, imparable. Se extendió por su cabeza hasta que las encías empezaron a palpitarle. Esta vez no lo permitiría. Esta vez era diferente, había llegado demasiado lejos. Aquella era su última prueba. «Una prueba de fe», así la había llamado el ser que se había presentado a sí mismo como el Execrado.

    «Ve a la ciudad perdida del desierto de los akrasum. Mata al dios de los xcreicks, mata al dios de cristal».

    Por primera vez en toda una eternidad, el guerrero elfo tenía al alcance de su mano la llave que le permitiría liberar a su pueblo. Nada iba a detenerlo. Apretó los dientes e intentó concentrar los fragmentos dispersos de su mente. Su memoria cobró vida propia y lo trasladó al único lugar al que no podía regresar. Contempló la Torre de Ansherm, escaló en un suspiro su prodigiosa altura hasta llegar a la cámara real. La reina estaba allí, atrapada en un sueño eterno. Pero en su recuerdo siempre abría los ojos y tendía hacia él sus blancas manos. Los estigmas de sus palmas rezumaban un icor caliente, dulce y perfumado que anegaba Shan’drilaar en un cálido mar de tristeza.

    Valnor notó un calor líquido en la boca. El ensueño se desvaneció. Se sintió mejor de inmediato. El dolor había cesado y él volvía a tener el control de su mente, aunque estuviera dispersa, dolorida y salpicada por las lagunas de su memoria. Se limpió la sangre que le goteaba de la nariz, aclaró sus pensamientos con gran esfuerzo y se incorporó ágilmente. El final de su camino estaba ya muy cerca.

    Descendió unos escalones esculpidos en la roca y se encaminó hacia la gran cámara bajo la ciudad: la sala del dios de cristal.

    Capítulo segundo

    De la gran joya élfica

    Había ocurrido antes de su nacimiento. Había ocurrido antes del exilio, de la pena. En un remoto pasado, al otro lado de un abismo de cientos de centurias, en una tierra hoy inaccesible por los caprichos de un océano preñado de peligros y tempestades, había florecido la gran joya élfica, la ciudad de los mil nombres, la bella Shan’drilaar.

    En la cima de su gloria, heredera de la magia más poderosa anterior al Gran Olvido y celosa custodia de las Palabras de los darshean, mientras humanos y enanos levantaban sus primeras y titubeantes civilizaciones en Aderan, Shan’drilaar brillaba como los soles de mil mundos. Así era ella: inmensa y hermosa; y así la recordamos, poseedora de la llave de los siete reinos élficos de Allendemar. Dicen que los darshean curaron en sus calles los males del Gran Olvido, aunque ¿quién puede afirmarlo hoy día?

    Pero la gloria es efímera. Un designio perdido entre las nieblas del tiempo trajo la Gran Glaciación. Con ella avanzó Érigor desde la región más terrible del Abismo. Al Ereshae no le interesaba Aderan, solo Allendemar. Un ejército lo siguió, y no fue porque él lo espoleara o lo acaudillara. Nada significaban para él las tenebrosas tropas y las criaturas más degeneradas y abominables del Abismo que lo seguían a través del frío y la cellisca como la estela sigue ciegamente al cometa en su camino. Nada significaban para él la destrucción, el caos o la conquista. Y, pese a ello, con él llegó la Edad de la Devastación, del azote de los herchant, de los holocaustos de los inmortalites y sus ejércitos de no muertos, de los inmundos banquetes caníbales de los troles.

    El poder del Ereshae alcanzó tales cotas en aquel infierno de podredumbre helada que tan solo sus más aguerridos seguidores lograban sobrevivir a su paso. Ante semejante fuerza desatada, la bella reina Shin’savarh, la única joya tan brillante como la propia Shan’drilaar, tomó la difícil decisión de pactar con el Ereshae. Le entregaría la llave de Allendemar, todos sus secretos. Pondría de rodillas a los siete reinos si, a cambio, él respetaba Shan’drilaar. Pese a la majestad de los altos elfos, pese a ser la mente de la reina la más excelsa de toda Allendemar, aunque hubo de usar la Tercera Palabra y elevarse, el contacto acabó con su vida. No fue en vano. Érigor aceptó la oferta. En otro lugar se narran los últimos días de Allendemar, las historias de la última resistencia, cantos de heroísmo y de futilidad.

    El Segundo de los Cuatro cumplió su promesa, a su manera. Tras acabar con los demás reinos, regresó al Abismo llevándose consigo a Shan’drilaar la Bella. La ciudad fue trasladada íntegra e intacta. Érigor colocó en las manos de la reina sedente dos minúsculas piedras de armián, el prodigioso y escaso mineral que contrarresta los efectos de la radiación PCH y otorga inmunidad frente a la magia. El poder de la Monarca del Lirio Rojo, latente en lo más profundo de un espíritu aún atado al mundo por las piedras de armián, se desplegó en una gigantesca oleada, una cúpula invisible de cientos de kilómetros que cubrió la ciudad por entero, escudándola y protegiendo a sus habitantes de la mutación y de los horrores sin nombre del Abismo.

    Según la leyenda, la reina Shin’savarh continúa tendida en su lecho de la Torre de Ansherm y todavía mantiene el hechizo. Y así lo hará por siempre.

    Capítulo tercero

    Del principio y del fin

    Chejiev de 2054 CIE

    La capilla estaba al fin a su alcance, pero Valnor nunca esperó que estuviera desprotegida. Lo que salió arrastrándose y siseando de las entrañas de la tierra a través de una enorme fisura del suelo sí fue una sorpresa, sin embargo. La sima vomitó a un ser de pesadilla. Una descomunal cabeza chata formada por dos protuberancias deformes alojaba ocho ojos facetados y una boca protegida por velludos quelíceros acabados en garras de metal. En los costados bulbosos del monstruo se agitaba un sinnúmero de poderosos tentáculos extensibles tan anchos como el muslo de un gigante. Su piel era gris y untuosa, su aliento, pestilente.

    La bestia fijó sus ojillos en Valnor y proyectó en su dirección una andanada de aquellos apéndices, que restallaron contra paredes y columnas con una fuerza terrorífica. El guerrero reculó a toda prisa para esquivar los látigos tentaculares, pues supuraban espuma y un gas de hedor asfixiante. Por cada uno que su espada amputaba, dos más se unían a la fiera persecución. Incapaz de esquivar eternamente, el elfo cambió de táctica. Saltó sobre un pilar indemne, logrando durante un instante una perfecta suspensión. Después se impulsó hacia el frente. Su cuerpo trazó un arco sobre la masa de pseudópodos que lo perseguía. El leviatán, que no esperaba la maniobra, no reaccionó a tiempo. La espada de Valnor fulguró con un frío brillo mágico al hundirse en su cabeza. Aunque el bramido de la bestia fue ensordecedor, el resultado no fue el esperado. La abominación levantó uno de los quelíceros de acero de su boca y golpeó con fuerza el pecho del elfo. Este quedó tendido en el suelo. La bestia reagrupó los tentáculos para proteger su cabeza.

    El guerrero de Shan’drilaar volvió a levantarse en el acto, pero el monstruo fue aún más rápido. Varios pseudópodos serpentearon hacia el cuerpo de su presa, enroscados unos sobre otros formando un terrible ariete. Esta vez no hubo tiempo ni espacio para efectuar un quiebro. El impacto sacudió el lugar hasta sus más profundos cimientos. El aullido de dolor de la bestia fue tan gratificante como revelador. El elfo permanecía en pie. Había conseguido materializar un escudo de energía arcana en el último instante y erigirlo ante sí. Ahora permanecía suspendido en el aire en danza de volutas de tonos dorados y esmeralda de mística factura. De poco le había servido a su rival su frenesí asesino. El escudo proyectaba una carga eléctrica al ser golpeado. Cuanto mayor fuera la fuerza del impacto, más severa resultaba la explosión eléctrica.

    —Mi turno —susurró Valnor.

    El elfo extendió su mano derecha. Un cono de luz escarlata abandonó su palma y una lluvia de dardos ígneos devoró la distancia que lo separaba de su enemigo. La explosión derribó varias columnas, y parte del techo se desprendió. Cascotes y rocas llovieron por toda la estancia. Esta vez, sin embargo, fue Valnor el sorprendido. Conjuró una ráfaga de viento con el fin de retirar el polvo generado por la explosión. La criatura tentacular estaba ilesa. De alguna forma, el monstruo había remedado el escudo mágico de su rival y detenido así su ataque. Pero aquello no era todo. También los ojos de la bestia eran distintos, estaban mejor definidos, transmitían una mayor sensación de consciencia, una mirada fija de impúdica sorna y maldad abrumadora. Y eran grises.

    El rostro del guerrero se ensombreció y sus propios ojos de acero se transformaron en rendijas. Mientras con la mano izquierda invocaba nuevamente el escudo protector, elevó la derecha por encima de su cabeza. Un globo dorado se formó en ella y fue creciendo hasta semejar un pequeño sol. El monstruo se mofó. Fue un sonido estremecedor, como el rauco chirriar de una rueda mal engrasada. Cuando el elfo de Shan’drilaar lanzó la esfera de energía contra ella, la abominación levantó una vez más su impenetrable salvaguardia. Su risa se convirtió en una gutural carcajada, para cesar casi de inmediato. El sol se deshizo en un inofensivo arco iris de luz antes de alcanzar su destino. Aquello permitió al ser vislumbrar, aunque ya sin tiempo para reaccionar, lo que el guerrero había impulsado justo detrás, oculto en su estela: su propio escudo. El choque de ambas barreras produjo un momentáneo colapso del campo mágico. La deflagración de la carga eléctrica amplificada fue descomunal. Valnor fue arrojado contra la pared del fondo de la antecámara y cerca estuvo de morir enterrado por el techo cuando este se vino abajo. Al fin pudo levantarse; entonces comprobó que no quedaba rastro de la criatura. Incluso la fractura del suelo se había cerrado.

    El elfo decidió no perder más tiempo. Dejó atrás la galería y descendió los últimos peldaños que conducían a la cámara del dios de cristal.

    Nada diferenciaba aquella sala de las decenas de estancias del subterráneo bajo la ciudad perdida. No estaba cuajada de joyas ni lujosamente decorada. No había tallas en los cabios ni hojas de acanto en sus columnas; tan solo un pedestal y, sobre él, un dios de cristal.

    Valnor había visto muchas entidades a lo largo de su vida, pero ninguna parecida a aquella. La estructura se elevaba en sinuosas espirales unos dos metros sobre el suelo. Parecía hecha de cristal translúcido, pero latía como carne. Su interior era pura luz celestial, blanca y rosada. Mirando en su interior, el visitante redescubrió el lugar en el que se hallaba. A través de los nítidos reflejos del dios de cristal, las salas del complejo eran claras y luminosas, bañadas por una luz prístina, colmadas de música, brocados y sedas, mármoles y plata, de vida. Ahora veía con toda claridad hasta el más mínimo detalle de los frescos pintados en paredes y capiteles, la desesperación de mil años sin vida ni muerte, de locura y

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