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Salto Ángel - dramatizado
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Libro electrónico427 páginas6 horas

Salto Ángel - dramatizado

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Basada en hechos reales, esta es la increíble historia del legendario aventurero Jimmie Angel y las hazañas que lo llevaron a marcar su legado en la historia.Nacido en 1899, Jimmie Angel fue un piloto norte americano que cambió al mundo con sus múltiples aventuras, los descubrimientos que hizo en ellas, y su amplio talento para la aviación. Desde su participación como soldado en la fuerza aérea durante la Primera Guerra Mundial hasta su formación como piloto personal e instructor de vuelo, Jimmie Angel es una leyenda para los amantes de la aviación. A lo largo de los años Jimmie también ha sido reconocido por ser un buscador de oro, defensor de las etnias del Amazona, y descubridor de joyas naturales. La hazaña más grande de Jimmie Angel fue el descubrimiento de la cascada Saltó Ángel. Al sobrevolar las formaciones rocosas de la Gran Sabana en Venezuela en una misión para buscar oro, Jimmie se encontró con una impresionante cascada de casi mil metros de altura. Hoy en día, se le considera como la cascada más alta del mundo y se le llama el Salto Ángel en homenaje a su descubridor, convirtiendo a Jimmie Angel en uno de los aventureros más importantes y respetados de todos los tiempos. Adentraté en esta aventura por los cielos, donde vivirás la experiencia más impresionante y trascendiente del reconocido Jimmie AngelPerfecto para amantes de las aventuras y de los clásicos de Julio Verne, Robert E. Howard y Herman Melville.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento29 sept 2023
ISBN9788728580011

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    Salto Ángel - dramatizado - Fausto Grisi

    Salto Ángel - dramatizado

    Imagen en la portada: Shutterstock

    Copyright ©2020, 2023 Fausto Grisi and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728580011

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

    1

    ALASKA– 1905 – 450 MILLAS AL NORESTE DE ANCHORAGE

    Una pequeña mancha oscura apareció a lo lejos en el horizonte, donde el pálido disco del sol polar había empezado a lamer la plana, silente, cándida superficie de espesos hielos que cubría aquella solitaria parte de la tierra.

    A medida que aquel punto avanzaba, los rayos del sol proyectaban en el valle su imagen agigantada, dispersándola en un caprichoso juego de reflejos, única variante de un paisaje irreal, cristalizado en su rígida geometría espacial desde los tiempos más remotos.

    Primero se oyó un débil silbido. Luego una nube formada de nieve recubierta de un ligero estrato de hielo granizado, se levantó del suelo y empezó a correr, deslizándose en dirección de aquella mancha El viento del Noreste, el tremendo e implacable enemigo de todos los que se atrevían a recorrer aquellas landas, había empezado a rugir. Impulsada por su amenazadora fuerza, la nube de hielo alcanzó la pequeña masa en movimiento justo en el momento en que ésta había comenzado a bajar por el costado de un pequeño declive, desapareciendo en la nada.

    Poco después empezó a oírse un ruido que iba sobreponiéndose al silbido del viento; el ruido de algo que iba rozando con fuerza la capa de hielo, comprimiéndola y haciéndola emitir unos algodonados gemidos.

    De repente, de la nube salió disparado, como si lo estuvieran persiguiendo los demonios del infierno, un trineo arrastrado por seis pares de perros. Las patas de los animales devoraban la. distancia en un rítmico movimiento, levantando a sus alrededores sutiles estratos de inmaculada nieve.

    Sentado delante iba un hombre envuelto en un pesado y largo abrigo de piel de oso que le cubría todo el cuerpo y la cabeza, dejando al descubierto solamente los ojos. En sus manos, un rifle. Detrás de él, abrigado de la misma manera, de pie, otro hombre, incitando con un largo látigo a los perros para que volaran. Con la velocidad típica de aquella tierra polar se estaba aproximando la tormenta y los dos hombres sabían que tenían que alcanzar un lugar protegido antes de que anocheciera y las fuerzas desencadenadas de la naturaleza llegaran a su apogeo. El hombre que guiaba el trineo agudizó su vista en búsqueda de algo que tenía que encontrarse cerca de allí. En efecto, a pesar de la débil luz del atardecer, reconoció, a lo lejos, la regular línea de unos altos pinos que rompían la plana imagen de aquel paisaje. Una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro atormentado por las ráfagas de viento helado. A gritos y con el látigo incitó a sus perros para que se dirigieran hacia aquel punto que se entreveía en el lejano horizonte.

    Alcanzaron al anochecer el tupido bosque y montaron la carpa de espesas lonas que llevaban consigo, amarrando con un mecate sus extremidades a los troncos de unos árboles, cuidando de no tensarla demasiado para que no ofreciera una desproporcionada resistencia a la furia del viento. Amarraron también los perros a otro árbol, dejando conectada la soga que corría entre un animal y otro, para que durante la noche no pudieran, por miedo a la tormenta, soltarse y perderse.

    Sentados uno frente al otro, tomaron una taza de café que habían calentado sobre una hoguera dejada a propósito prendida afuera de la carpa, con la intención de alejar lobos, u osos que se encontraban por allí. Las llamas, movidas por el viento, dibujaban extrañas figuras en las paredes de la carpa.

    Hasta aquel momento ninguno de los dos había hablado, limitándose a cumplir todas aquellas operaciones en silencio, como si se tratase de la ejecución de un ritual al cual ambos estaban acostumbrados desde hacía mucho tiempo.

    El más anciano de los dos observó a su compañero, y volvió de inmediato la mirada hacia un punto indefinido en el angosto espacio de su precario refugio. Experimentó un profunda pena al ver el rostro de su amigo surcado de espesas arrugas, los ojos enrojecidos, la barba larga, los cabellos prematuramente canosos, la mirada entristecida y desesperanzada, y las manos moradas e hinchadas por el hielo, que temblaban sosteniendo la taza de peltre de la cual salía el humeante olor a café. Y no pudo dejar de pensar que él también debía ofrecer el mismo miserable aspecto. Pero, a pesar de todo lo que habían sufrido, sentía todavía dentro de sí una fuerza que lo empujaba a ir adelante, a no darse por vencido, a no dejar de luchar. Sintió que tenía que hablar con su compañero y transmitirle, como ya había hecho otra: veces, su fuerza, su entusiasmo, su confianza en que, tarde o temprano, lo habrían logrado. Y estaba a punto de reunir las palabras más adecuadas, cuando éste, mirándolo fijo a los ojos, rompió aquel embarazoso silencio:

    – Roy no puedo más ¡Lo siento, pero nunca hubiera imaginado que este infierno de hielo acabaría con mi vida Porque de seguir así, estoy seguro que dentro de poco tiempo me moriré, sin ni siquiera haber tenido la satisfacción de encontrar este maldito oro que estamos buscando. Regresemos, Roy, estamos a tiempo; oro hay también en otras partes de la tierra, sin estar obligados a someternos a un castigo tan cruel y tan inhumano!.

    Roy lo dejó hablar sin interrumpirlo y lo que más le sorprendió no fue lo que su compañero le dijo, porque esto se lo esperaba, sino más bien el tono con que lo expresó. Percató en la voz de él un sentimiento de dolor, y casi de excusa, por lo que le pedía, como si estuviera echando para atrás su palabra y rompiendo el pacto que habían cerrado el día en que se habían encontrado. Pero Roy sabía que no era así. Conocía demasiado bien a su compañero para saber que su cuerpo se encontraba sometido a unos esfuerzos superiores a su capacidad de aguante.

    – Está bien, Malcolm; si quieres, mañana mismo emprenderemos el camino de regreso, a pesar de que siento que estamos muy cerca de lo que andamos buscando. No puedes negar que hemos encontrado oro, aunque en pequeñas cantidades, pero esto significa que sí hay y, con un esfuerzo más, podemos alcanzarlo.

    Había lanzado aquellas frases, tratando de infundir en el tono de sus palabras la mayor fuerza y el mayor convencimiento posibles, pero dudaba de que pudieran lograr el resultado que en otros momentos habían obtenido.

    – Escúchame, Roy, escúchame bien, –dijo Malcolm, tomándole el brazo con su mano para dar más fuerza a sus palabras–, el oro que hemos encontrado es tan insignificante que no justifica en absoluto que sigamos recorriendo esta desierta plataforma de hielo, arriesgando inútilmente nuestras vidas. Hasta ahora hemos tenido suerte, pero uno de estos días podríamos perdernos, sin volver a encontrar e1 rumbo para regresar y terminaríamos formando parte de este desconsolado mundo, como tantos otros desafortunados buscadores que nos han precedido. Escúchame por una vez y regresemos antes de que sea demasiado tarde.

    Roy se quedó pensativo, porque sabía que su compañero tenía razón Su silencio fue interpretado por Malcolm como una respuesta negativa, por lo cual se levantó, y con una expresión, más de dolor que de resentimiento, fue a recostarse en su colchoneta, disponiéndose a dormir.

    Roy terminó de tomar su café, luego se puso el pesado abrigo de piel y salió fuera de la carpa.

    Los perros, al verlo, se pararon y empezaron a dar muestras de cariño por el amo, el cual acostumbraba todas las noches, antes de acostarse, ir a saludarlos y acariciarlos.

    Proporcionó más leña a la hoguera para que las llamas se quedaran prendidas hasta el amanecer y se dirigió nuevamente hacia la carpa. Se quedó en el umbral unos instantes mirando a sus alrededores.

    La tormenta había descargado ya toda su furia y lo que quedaba ahora era sólo un ligero silbido del viento que se estaba aplacando. Miró hacia arriba y vio la bóveda celeste, en la cual brillaban nítidas un sin fin de estrellas, mientras que en el horizonte había hecho su aparición una resplandeciente luna llena. Sintió un escalofrío correrle por todo el cuerpo y entró en la carpa, cerrando con cuidado la entrada.

    Su compañero dormía ya. Se le acercó y le acomodó la manta para que no sintiera frío durante 1a noche. Luego reguló la llama de la linterna que colgaba del centro de la carpa; se sentó, prendió su pipa y aspiró con placer el humo agridulce del tabaco.

    A pesar del cansancio y del agotamiento físico no tenía sueño. Sabía que la causa se debía a que tenía que tomar una decisión, de la cual dependía su futuro y el de su mejor y único amigo. Abandonar ahora la empresa significaba, por un lado, anular todo el trabajo, el tiempo, los esfuerzos y el dinero invertido hasta aquel entonces; y por el otro, no seguir exponiendo sus vidas a un riesgo que cada día se iba haciendo mayor y más palpable. Continuar adelante representaba el cumplimiento fiel de un compromiso tomado consigo mismo en el momento en que habían decidido abandonarlo todo, para dedicarse con determinación y fe inquebrantable a la búsqueda del precioso mineral, cualquiera que fuese el precio que tuviesen que pagar por eso.

    Nada había sido fácil en la vida de Roy Mac Cracken. Desde que era un muchacho, todo había tenido que conseguirlo con duros sacrificios y prolongados esfuerzos. Pero su voluntad y su instinto le habían proporcionado muchos de los objetivos propuestos. Y tenía la certeza de que también esta vez lo lograría; quizás no todavía, pero sabía que un día u otro, en una parte u otra de la tierra, sí encontraría el oro y en gran cantidad. Tanto oro que le haría olvidar, en un solo instante, todas las penas y los sufrimientos padecidos. De esto estaba más que seguro. Pero en aquella aventura no estaba solo.

    Aspiró otra vez el humo de la pipa y se volteó a mirar a su compañero que seguía durmiendo. Una sonrisa apareció en el rostro cansado de Roy, una sonrisa que reflejaba el cariño y el afecto que sentía por aquel hombre que el destino había puesto en su camino aquella noche que le parecía ahora tan lejana en el tiempo.

    Estaba sentado en la taberna de aquel pueblo aún sin nombre, en una perdida landa de Alaska, formado por unas pocas barracas levantadas apresuradamente, en el momento en que corrió la voz que más al norte unos buscadores habían encontrado un fabuloso yacimiento de oro.

    La noticia había corrido con la velocidad de un rayo a todos los poblados mineros que existían hasta unas doscientas millas al sur de la zona señalada y, de inmediato, cientos de buscadores se habían movilizado, llevando consigo sus herramientas de trabajo, algunos solos, otros con sus familias, los demás con sus acompañantes, en su mayoría prostitutas, cargando todos y cada uno de ellos sus ilusiones; contagiados, sin excepción alguna, por aquel virus incurable que, desde los tiempos más antiguos, responde, y con justicia, al nombre de fiebre del oro.

    La botella de Whisky que estaba en su mesa tenía aún más de la mitad de la bebida y Roy había recorrido con la memoria su pasado recordando al pequeño pueblo al Norte de Irlanda donde había nacido. La imagen de su padre, un hombre fuerte de contextura y tosco en el comportamiento, pero bueno y honesto, del cual había heredado la fuerza, la prestancia física y unos sanos principios que habían inspirado su conducta. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde aquel entonces?, ¿cuántas cosas había visto y cuántas otras había tenido que aprender para sobrevivir en aquel mundo que ya, a principios de siglo, estaba cambiando tan rápidamente y, sin lugar a dudas, no en sentido positivo?

    Al entrar en la taberna, ésta se encontraba todavía casi desierta, con la excepción de un par de jóvenes prostitutas que solían ganarse la vida haciendo gastar a los clientes, en pocos momentos de efímera alegría, lo que les había costado duros sacrificios. Al verlo se le acercaron, pero la firme expresión de sus ojos y un ligero movimiento de la cabeza habían sido más que suficientes indicios de que el hombre no quería compañía.

    Continuó tomando con calma su whisky, sin preocuparse de lo que acontecía a su alrededor. Sumido en sus recuerdos no se había dado cuenta que la taberna estaba repleta de gente.

    – ¿Permite que me siente aquí?; veo que está solo y todas las otras mesas están ocupadas, –había dicho el forastero con una amable sonrisa en su cara, dirigiéndose hacia el.

    Como reincorporándose a la realidad y al ambiente que lo rodeaba, Mac Cracken miró con una expresión severa al desconocido que estaba de pie delante de él; luego barrió rápidamente con la mirada el local para asegurarse de que éste había dicho la verdad, y, solamente después, le permitió tomar asiento.

    – Me llamo Baldwin, Malcolm Baldwin, –dijo el recién llegado tendiendo su mano hacia él, que, sin levantar la mirada de su vaso, había contestado mecánicamente:

    – Mucho gusto, Mac Cracken –en tono seco y tajante, como para dar por concluida la conversación.

    Malcolm había retirado tímidamente su mano y en su rostro había desaparecido la sonrisa, para dejar paso a una expresión de asombro mezclada con una mal escondida tristeza.

    – Creo que es mejor que busque otro lugar, –agregó con voz apenas susurrada el joven, levantándose.

    – Siéntese y tome conmigo una copa –le había contestado con voz más conciliadora Mac Cracken, haciendo una seña al mesonero para que trajera otro vaso.

    No acostumbro tratar con desconocidos –agregó luego–, pero me doy cuenta de que usted es nuevo aquí y no merece un trato hosco. Brindemos entonces para que la suerte nos sonría, y cuanto antes, mejor.

    Malcolm había contado a Mac Cracken haber dejado su tierra natal, A Tizona, al propagarse la noticia del descubrimiento de varios yacimientos auríferos en Alaska. Había retirado todos sus ahorros acumularlos en años de trabajo como carpintero, para tratar de convertir su sueño de riqueza en realidad.

    – Allá en mi tierra –relató a su interlocutor que lo escuchaba con escaso interés–, vivía bien y no me faltaba nada, pero tenía también la seguridad de que nunca hubiera podido alcanzar la riqueza, ni mi vida tener un vuelco radical; tampoco viajar y conocer países diferentes, gente distinta, ni experimentado sensaciones y emociones imprevistas.

    Mac Cracken le había dejado hablar porque sentía que el hombre que estaba sentado frente a él necesitaba, en aquel momento, desahogarse y, quizás, también justificarse consigo mismo por

    haber tomado una decisión que habría marcado el verso de su vida. Tenía aquel joven una cara limpia, unos ojos claros que brillaban con una luz particular que se encendía aún más cuando su voz se acaloraba. Debía tener unos treinta años de edad, aproximadamente, pensó Mac Cracken, por lo menos unos ocho o diez menos que él. Su frente amplia estaba surcada por unas leves líneas y el dibujo de su cara indicaba una voluntad firme y un deseo de alcanzar las metas que se había impuesto.

    En ciertos aspectos se asemejaba a sí mismo, pensó Mac Cracken, no así en el físico, donde él le llevaba muchas ventajas tanto por la estatura, como por la contextura.

    – Me imagino que usted también está aquí en búsqueda del oro, –había exclamado luego el recién llegado–, ¿y entonces por qué no asociarnos e intentarlo juntos?, –agregó con un renovado ardor en el tono de su voz–. Debo admitir que yo no sé mucho de oro, ni cómo encontrarlo, pero tengo capacidad para aprender rápidamente, y también buena voluntad. Podré ayudarle en muchas cosas y dos personas se defienden mejor que una sola, –terminó por decir, disponiéndose a escuchar con interés la respuesta de su interlocutor.

    – Ni pensarlo –había contestado bruscamente Mac Cracken.

    – Tomar una copa juntos y conversar es una cosa, –hizo una pausa durante la cual aspiró el humo de su pipa–, y asociarse en una empresa como la de buscar oro es otra. Luego había pedido la cuenta y se había levantado de la mesa recogiendo su abrigo de piel.

    Malcolm Baldwin se había quedado boquiabierto, no esperando semejante reacción de un hombre con el cual, pensaba él, estaba a punto de nacer una amistad.

    – Lo siento, pero en mi búsqueda del oro no hay cupo para más que una persona y ésta soy yo. Además, y téngalo por buen consejo, querido joven, no proponga nunca sociedad a un desconocido.

    Luego se dirigió a la puerta sacudiéndose de encima, como si fuese una pluma, a un borracho que había tropezado en una silla cayendo a sus pies.

    Malcolm se había quedado pensativo un largo rato, llegando a la conclusión que el comportamiento de aquel hombre era producto de su falta de confianza en el prójimo, especialmente hacia alguien que, tan cándidamente como él, había declarado ser un neófito en la materia. Aquel hombre rudo no era malo en el fondo, –concluyó Malcolm–, y la coraza que tenía permanentemente puesta no era otra cosa que un escudo para esconder sus sentimientos de bondad y honestidad. Y aún siendo ésta una fugaz impresión, el joven e inexperto buscador de oro que de Arizona había llegado hasta Alaska, estaba en lo cierto.

    Aquella misma noche, Roy Mac Cracken volvió a pensar en aquel joven de cara limpia y ojos claros, que por su inexperiencia e ingenuidad, seguramente habría caído en las trampas de algún inescrupuloso aventurero, que lo habría dejado abandonado, sin dinero, y quizás sin vida, en alguna remota parte de aquella inhóspita tierra, donde la única ley era la de la sobrevivencia a costa de los demás.

    Fue solamente un par de días después cuando Mac Cracken, que se encontraba en el único almacén del fantasmagórico pueblo comprando provisiones para el viaje hacia el Norte, volvió a dar con Malcolm. Sin ningún resentimiento por la forma en que éste lo había dejado en la taberna, el joven, mirando la cantidad de mercancía que el propietario del almacén estaba bajando de las estanterías, le había preguntado con sencillez:

    – ¿A punto de partir?

    – Casi –contestó Mac Cracken, sin darle demasiada importancia y volviendo su mirada alrededor de la tienda en busca de alguna otra cosa que le hiciera falta.

    – Le deseo mucha suerte –agregó Baldwin, encaminándose hacia la puerta

    – ¡Espere un momento!

    La voz de Mac Cracken había asumido el acostumbrado tono autoritario y tuvo el mágico poder de detener al joven en el acto. Malcolm se volteó y regresó. Cuando se encontró rara a cara con Mac Cracken, éste, mirándolo fijo a los ojos, le preguntó:

    – ¿Ya encontró con quién asociarse?, Lo todavía está buscando a su compañero?

    – Decidí seguir su consejo e ir solo, por mi cuenta. ¿No fue esto lo que usted me dijo?

    – Lo que yo le dije vale para los que son veteranos en esto. ¿Cómo piensa poder tener resultados si no conoce nada de esta tierra, nada de cómo actúan los otros buscadores, ni siquiera sabe dónde ir y cómo se busca el oro. No le parece esto algo insensato y estúpido de su parte?

    – ¿Y qué otra cosa podría hacer a estas alturas? ¡.Regresar a mi casa y a mi tierra, habiendo gastado más de la mitad de lo que tenía ahorrado, demostrado así a toda mi familia y mis amigos que ellos estaban en lo cierto cuando decían que podría fracasar en mi intento?

    – No señor, voy a ir adelante, cueste lo que cueste y pase lo que pase, –concluyó el joven, cerrando con fuerza su mandíbula y lanzando hacia Mac Cracken una mirada altanera y desafiante.

    Y quizás, recordándolo ahora después de tanto tiempo, fue aquella mirada mezclada con sentimiento de rabia que hervía en el pecho de aquel joven, lo que hizo cambiar de idea a Mac Cracken. Y también la sensación de poder evitar una injusticia y ayudar a alguien que lo merecía.

    – Está bien. Si quieres puedes venir conmigo, pero bajo una condición: tendrás que hacer siempre caso a todo lo que yo te diga y ordene, y prometerme que así lo harás, por lo menos hasta que no hayas adquirido la experiencia suficiente para poder tomar tú también decisiones cuando sea necesario.

    – Gracias, muchas gracias. No le defraudaré nunca, se lo prometo, –exclamó Malcolm con tono de voz que reflejaba profunda emoción y alegría. Luego le tendió la mano y esta vez Mac Cracken le dio la suya. Lo que ninguno de los dos podía imaginar en aquel momento, era que aquel estrechón de manos entre dos hombres que acababan de conocerse fortuitamente, marcaba el nacimiento de una amistad que solamente la muerte hubiera podido interrumpir.

    El ladrido de uno de los perros que aguardaban afuera en la helada noche polar, lo hicieron volver al tiempo presente. Su pipa se le había apagado, la llama de la linterna se iba haciendo más pequeña, iluminando más débilmente el interior de la carpa.

    Mac Cracken se levantó y se asomó por la puerta. Todo estaba tranquilo y no había señal de peligro. Se sirvió una taza más de café para que no lo sorprendiera el sueño. Tenía todavía que tomar una decisión y no estaba completamente seguro de cuál sería, a aquellas alturas, el camino más acertado.

    *****

    ¿Cuánto tiempo había pasado exactamente desde el momento en que él y Malcolm habían dejado aquel conglomerado de barracas para seguir un rumbo exactamente opuesto al que iban tomando todos los otros buscadores? En aquel mundo perdido en el cual los días se sucedían, uno tras otro, con tanta rapidez y donde la única entidad realmente vital era el espacio, el tiempo era una noción muy relativa. De todas formas por lo menos dos años; dos años vividos persiguiendo un objetivo que cada día se hacía más difícil y más duro de alcanzar.

    Cuando Malcolm se hubo dado cuenta que Mac Cracken tomaba un camino diferente de todos los demás, sorprendido, le preguntó:

    – ¿Por qué no vamos nosotros también allí donde acude todo el mundo? ¿Hay alguna razón específica para esto?

    – Por supuesto –le había contestado Mac Cracken, disponiéndose a amarrar más firmemente al trineo el pesado equipaje que constituía todo lo necesario para su sobrevivencia en una expedición de varios meses, entre landas heladas y sin fronteras.

    – Admitiendo aún que al llegar allí los primeros buscadores encuentren oro todavía, ¿crees tú que éste alcance a los cientos o miles que seguirán llegando? Muchos de ellos se quedarán sin nada y los pocos que lo consigan tendrán que defenderlo noche y día de los ataques de los demás. ¡No! Esto no es para nosotros. Iremos a otra parte y buscaremos por nuestra cuenta y lo que encontremos será para nosotros solamente.

    Malcolm había terminado por convenir consigo mismo que Mac Cracken tenía razón, y no había hecho más preguntas, disponiéndose a seguirlo.

    Desde los primeros días se hizo manifiesto a los dos hombres que el clima sería el principal y más temible enemigo con que tendrían que enfrentarse. Un enemigo siempre presente, incansable e insidioso. Un enemigo que en ningún momento tenían que descuidar o subestimar.

    Pero no era el único.

    En efecto, tuvieron que aprender a tener en cuenta el humor de sus perros y hacerle caso a sus manifestaciones de nerviosismo, como señales de algo anormal o peligroso en la cercanía.

    Mac Cracken ya dormía la noche en que los perros empezaron a ladrar, primero paulatinamente, y luego más insistentemente. Malcolm estaba todavía despierto y les había pegado un grito para que se callaran, pero ellos continuaban ladrando, y en forma aún más agresiva. Malcolm se había levantado y asomado fuera de la carpa. A la luz de la hoguera vio una masa de proporciones descomunales moverse en círculo alrededor de los animales que ladraban ahora furiosamente y trataban de lanzársele encima, hasta donde la soga que los tenía amarrados les permitía. Cuando aquella masa oscura, de repente, se levantó sobre dos patas, sólo entonces Malcolm reconoció que se trataba de un oso, un enorme y aterrador oso polar que estaba atacando a los perros para satisfacer su hambre.

    Se precipitó a la carpa, gritando con cuanta fuerza tenía en sus pulmones:

    – iRoy, despierta, Roy! Un oso. Hay un oso, afuera, atacando a los perros, –y se había lanzado a buscar su rifle.

    – Ten calma –le gritó Mac Cracken, levantándose de un solo brinco de la cama, aferrando él también su arma.

    Cuando los dos salieron afuera, el oso ya había destrozado a un perro, que yacía gimiendo en el suelo, mientras que su sangre teñía de rojo púrpura la blanca capa de hielo.

    – Mucho cuidado –alertó Mac Cracken a su compañero–, mucho cuidado, el animal es peligroso y seguirá atacando. Tenemos que matarlo o él acabará con nosotros. Luego hizo con la mano una señal a Malcolm para que se distanciara de él y se colocara de frente, de manera de tener al animal al centro de dos opuestos ángulos de tiro.

    Los perros seguían ladrando y atacando a mordiscos al oso, para luego retirarse de inmediato cuando éste reaccionaba con furia. Mac Cracken vio que el animal se encontraba justo al centro de su rifle, y gritó hacia Malcolm:

    – ¡Ahora!

    Los dos hombres dispararon al mismo instante y el oso, que al oír la voz de Mac Cracken había girado hacia él, recibió la bala en pleno pecho, mientras que el tiro de Malcolm lo alcanzó en el hombro izquierdo.

    Unos chorros de sangre salieron del pecho y de la espalda del animal, mientras que éste emitía unos espantosos gruñidos de dolor, volviéndose a apoyar con las patas anteriores en el suelo, donde quedó inmóvil por unos momentos.

    Mac Cracken y Malcolm se miraron y respiraron hondo, liberando así la tensión que los había mantenido en suspenso en aquellos interminables segundos.

    Luego, de repente, como impulsado por una fuerza gigantesca, el animal empezó a correr hacia Mac Craken, devorando en unos instantes los pocos metros que lo separaban de éste.

    Agarrado de sorpresa Mac Cracken, instintivamente, subió el rifle a la altura de su cara y disparó una segunda vez sobre aquella masa de músculos y carne que se le venía encima con la velocidad de un rayo. No supo si la bala había alcanzado al oso, pero lo que sí no olvidaría nunca era aquel monstruo que, al llegarle delante, se le había parado en toda su estatura, con las fauces abiertas, manchadas de sangre, y había emitido un sonido gutural que le había helado la sangre y puestos los pelos de punta.

    Mac Cracken retrocedió hasta tropezarse con un árbol al cual se quedó pegado de espalda, tratando de mantener a distancia al animal con –el rifle ya descargado.

    Malcolm permaneció paralizado por lo imprevisto y lo rápido con que se había venido desarrollando la acción; después, como despertándose, apuntó a la espalda que le estaba ofreciendo en aquel momento el animal, para pegarle otro tiro. El oso, que estaba a punto de destrozar a Mac Cracken, sintiéndose herido por otra parte, se volteó y se quedó unos instantes parado, como si tuviera que decidir qué hacer. Y esto le fue fatal.

    Malcolm tuvo tiempo suficiente para volver a cargar su rifle y dispararle otros dos tiros que alcanzaron al oso en pleno pecho. Este abrió otra vez su enorme boca, de la cual no salió ningún sonido, y se desplomó en el suelo, produciendo un aterrador ruido con su inmensa mole.

    Los dos hombres se abrazaron y Mac Cracken le dijo a su compañero:

    – Te debo la vida, sin tí, en el suelo estaría ahora mi cuerpo en lugar de él –añadió, mirando a la monstruosa e inerte masa que tanto miedo había producido a los dos.

    – No me debes nada –replicó Malcolm Si me hubiera tocado a mí estar en tu lugar, tú habrías hecho lo mismo que yo, así que olvidemos el mal rato y vamos a sacarle provecho a esto de alguna forma.

    Con la carne del animal se nutrieron durante varios días y la piel la usaron como abrigo, o manta, según las necesidades.

    Aquel episodio había marcado más profundamente el sentimiento de sincera y genuina amistad que unía a los dos hombres.

    Desde aquel entonces había pasado mucho tiempo y los dos compañeros habían vivido muchas situaciones difíciles en las cuales, en más de una oportunidad, la experiencia y la fuerza de Mac Cracken habían intervenido en ayuda y defensa de Malcolm, pero ninguna de éstas era comparable al hecho de que éste le había salvado la vida aquella noche. Y esto, Mac Cracken, no podría olvidarlo jamás.

    *****

    Se volteó a mirar a su compañero. Dormía profundamente y le pareció leer en la expresión de su rostro una leve sonrisa. Quizás, a lo mejor, estaba soñando algo que le procuraba placer, pensó mecánicamente Mac Cracken, alguna persona querida, o alguna mujer amada, o probablemente algún lugar de la tierra donde el sol cumpliera a cabalidad su función, calentando la atmósfera y sembrando vida entre la flora, la fauna y los seres humanos. Porque esto era lo que más había afectado a los dos compañeros y de especial manera a Malcolm, la falta de calor. Aquel frío espantoso que imperaba todo el año, aquel viento helado que soplaba del Noreste y cuando alcanzaba a uno no había abrigo que pudiera con él, aquel viento que entraba hasta lo más profundo y se quedaba en los huesos, dificultando los movimientos. Sí, pensó Mac Cracken, su compañero tenía razón. Todo lo que habían pasado era cruel e inhumano y era hora de acabar con aquello. La decisión estaba tornada; al día siguiente empacarían todo y empezarían el camino de regreso.

    Se habían alejado mucho del poblado más cercano, pero creía Mac Cracken, que en tres semanas, o quizás un poco más, si no encontraban otras tormentas, estarían nuevamente entre otros seres humanos. Allí venderían las pieles cazadas, el oro encontrado y con el dinero recaudado emprenderían un viaje hacia otra tierra donde intentar nuevamente dar con la suerte que, hasta aquel entonces, se había negado a sonreírles.

    Se levantó y se acercó a su compañero y, hablándole como si éste pudiera oírlo, con un tono de voz que reflejaba una profunda emoción, murmuró:

    – Mañana te llevaré atrás, así podrás descansar y recuperar tus fuerzas. No quiero que sigas sufriendo por mí. Quizás tú tengas razón y nuestro destino no esté aquí, sino en otra parte. Vamos a seguir buscando, pero eso sí, juntos, porque por lo que a mí me concierne, encontrándote en aquella taberna, conseguí un tesoro más grande que cualquier otro que jamás pudiese encontrar. Y creo, querido compañero, que tú también pensarás así.

    Sacó de su pantalón un reloj, vio que marcaba las dos de la mañana Tenía por delante unas buenas cuatro horas para descansar, pensó, y se dirigió a su cama.

    Imaginando la expresión de incredulidad primero, y de alegría después, cuando por la mañana habría comunicado a Malcolm su decisión, se dejó arrastrar por el sueño, sintiéndose feliz y muy satisfecho.

    2

    GUYANA FRANCESA – RIO MARONI –1910

    – Tenemos que esperar que se duerma, –susurró con un filo de voz Jacques a su compañero–. Atacarlo ahora sería una locura, –añadió luego, apretando con fuerza la pistola que se encontraba en su mano.

    – Probablemente, con todo lo que habrá comido, estará ya roncando el animal, –contestó Salem, tratando de ponerse, sin hacer ruido, en una posición más cómoda.

    Protegidos por la oscuridad de la noche, escondidos entre la maleza que rodeaba la orilla del río, los dos hombres habían permanecido largo rato mirando de lejos las llamas de la hoguera que brillaban en la ribera opuesta.

    El rítmico y alternado cantar de los grillos y el pacato fluir de las aguas, eran los únicos ruidos que se oían durante la noche.

    Jacques respiró hondo y se dispuso a esperar. Sus ojos fríos y claros exprimían un propósito firme y un deseo que, dentro de poco, lo habrían hecho actuar. Estaban finalmente libres. El ser que aguardaba a pocos centenares de metros, era el último obstáculo que se les interponía hacia un futuro seguramente mejor del pasado del cual estaban huyendo.

    – Descansa, si quieres, –dijo Salem–. Me encargaré yo de estar alerta y te despertaré cuando haya llegado el momento –concluyó el libanés.

    Jacques cerró los ojos, pero no logró dormir. El recuerdo de otra noche, cinco años atrás, volvió prepotentemente a su memoria.

    *****

    – Bueno, veamos de qué se trata... –había empezado a

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