Es como si todo lo que conoces desapareciera de pronto. No hay edificios ni concreto ni luces ni ruido. No hay nada. O sí. Una blanquitud inmensa de apariencia infinita. Un día eres uno entre millones como si la ciudad fuera un cuadro pun-tillista. Pero aquí eres sólo uno. Un primer punto en un lienzo blanco en el que el suelo y el cielo parecen no distinguirse puesto en el caballete de un pintor que no sabe cómo comenzar su obra.
Por supuesto no hay señal de internet. Tampoco línea en el teléfono. Sólo hay nieve. Y ésta podría cubrirte por completo si quisiese, borrar el punto que eres para volver a su blanco impoluto. Pero, por alguna benévola razón, no lo hace. Al menos no hoy. Y entonces puedes seguir observando esa gigantesca nada a la que Yukón te enfrenta constantemente.
Pero bajo ese blanco, bajo esa inmensa nada, hay de todo. Al oeste de Dawson City, donde me encuentro, bajo mis pies suele correr uno de los ríos más importantes de Norteamérica. El río Yukón, que desemboca en el mar de Bering. Si las teorías son ciertas y el continente americano fue poblado por migrantes siberianos que aprovecharon el hielo como un puente durante la última glaciación, por estas tierras pasaron los que se convirtieron en los primeros habitantes de América. Inimaginable cómo lo hicieron. Esta mañana el termómetro apunta menos 40º Celsius. La ropa térmica, el equipo especial para andar sobre la nieve, los bolsitos calentadores de carbón activado. Todo es apenas suficiente.