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Nueva era: El paraíso de la luz de la luna
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Nueva era: El paraíso de la luz de la luna
Libro electrónico323 páginas4 horas

Nueva era: El paraíso de la luz de la luna

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Información de este libro electrónico

"Las dunas, tanto anaranjadas como albas, poseían un absurdo brillo por sí mismas. Eran tan hermosas, extendidas a innumerables kilómetros de distancia, formando un mundo unánime al misterio comprendido por "galaxias espejismo". Contrastaban con la noche eterna, que por cielo poseía un mar con miles de burbujas, cada una con un singular destello en reflejo del protagónico invitado. Al centro, escondida entre aquel océano, se encontraba una luna, pero no una cualquiera, no satélites naturales de planetas. Si bien, su apariencia no era muy distinta a los cuerpos celestes que rondan nuestro sistema, su misterio yacía en un orden nunca comprendido por los mortales y los metahumanos. Se debía poseer aquella energía, la gama esmeralda, que concede, más alla de fuerza, una armonía con la mortalidad y el infinito...".
Así abre Nueva Era: El paraíso de la luz de la luna. La historia de Malcolm Lee es una de esas historias que comienza con un guiño y que persiste eternamente, como un recuerdo que se pierde a través de los días y termina por volverse solo un sueño. Desde las rotas calles de Ciudad S emprende el viaje de un joven que no se detendrá hasta tocar los peldaños de un paraíso destinado a esos elegidos perdidos en sí mismos. Una historia verdadera, una historia a la que todos pertenecemos. Una historia destinada a tocar la fe de nuestros tiempos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 dic 2022
ISBN9788411445450
Nueva era: El paraíso de la luz de la luna

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    Nueva era - Diego Valverde

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Diego Valverde

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1144-545-0

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Para mis hermanos,

    Gerardo, Berenice y Mauricio.

    .

    «El hombre es todo lo perfeccionista en torno suyo; lo que no hace es perfeccionarse a sí mismo».

    Jean Baptiste Alphonse Karr

    El paraíso

    Las dunas, tanto anaranjadas como albas, poseían un absurdo brillo por sí mismas. Eran tan hermosas, extendidas a innumerables kilómetros de distancia, formando un mundo unánime al misterio comprendido por «galaxias espejismo». Contrastaban con la noche eterna, que por cielo poseía un mar con miles de burbujas, cada una con un singular destello en reflejo del protagónico invitado. Al centro, escondida entre aquel océano, se encontraba una luna, pero no una cualquiera, no satélites naturales de planetas. Si bien, su apariencia no era muy distinta a los cuerpos celestes que rondan nuestro sistema, su misterio yacía en un orden nunca comprendido por los mortales y los metahumanos. Se debía poseer aquella energía, la gama esmeralda, que concede, más alla de fuerza, una armonía con la mortalidad y el infinito. ¡Oh, aquel paraje de ensueño, aquel regalo prometido!

    Y era aquel palacio una pirámide obsidiana; reflejo permanente del sueño de un dios tan miserable como humano, quien no dormía ni desistía de su labor eterna…

    Y las ruinas, el tiempo y el universo mismo; cada uno, todos por igual, advierten los espectros donde han de llevarse a cabo las malarias del viaje que nadie quiere realizar: el cambio, la metamorfosis …

    Me gustaría que hubieran estado ahí, conmigo, su narrador. Fue como ver el pi y el pa de las cosas, un orden que se conoce, un caos que se disfruta; una leyenda, una historia verdadera.

    Sean bienvenidos a un reencuentro con mis memorias. Sean bienvenidos a la Nueva era.

    Primera parte

    I

    —¿Será…?

    Alejado del sonido y la gravedad se encontraba viajando el superhombre perfecto, acompañado únicamente de su cuerpo y su estela verde esmeralda, surcando el espacio entre nosotros y el miedo, rodeado por la soledad y el perpetuo silencio de la inmensidad del cosmos, apartándose más y más de su planeta y de su gente. Primero, fue luz; luego, oscuridad, y de entre la oscuridad se manifestó la luz en manera de pequeñas estelas de vida suspirando a distantes miles de años. Ajeno a toda maravilla, fue él. Malcolm Lee era su nombre. Vino de la Tierra en respuesta a un llamado que resonaba a su oído, uno que prometía todo perdón y todo ensueño. Avanzó por galaxias enteras como si ya las conociera, a los grandes y firmes pasos de un vuelo brusco e inamovible, sin mirar atrás ni una sola vez, absorto en su destino oculto en la inexacta infinidad desconocida. Fuerte, determinado, meticuloso y precavido en lo que podía, limitado por su díscola juventud y por su nacimiento entre la gente. Era un binomio íntimo y perfecto: el infinito y lo eterno y lo humano y pasajero.

    Dentro de los superhumanos, él era un prodigio, una fuerza como ninguna otra nacida en el planeta Tierra. Este don de fuerza provenía de la llamada «energía gamma», un poder implacable al mismo tiempo que hermoso. Esta energía brindaba cosas comunes dentro de cualquier superhombre, tales como fuerza, velocidad y regeneración sobrehumanas. Pero sin duda su característica eran los rayos gamma, implacables manifestaciones que nacían desde sus manos y pies; rayos color esmeralda que tenían el único propósito de la destrucción absoluta (o mínimo eso pensaba). Mas aun con semejante virtud entre sus manos, ahora no era nada, no desde lo sucedido. Entonces un día llegó susurrante, de manera casi amable, un llamado a su oído derecho. Era un mensaje desconocido y algo efímero, sin duda real como para los humanos ficticio. Le habló primero; después, se impuso; por último, lo tomó por la fuerza encaminándolo hacia lo distante. Emprendió en una tarde dorada, sin previo aviso, sin palabra ni impía mirada.

    Tras su partida, superó a los pocos minutos la pequeña luna que rota nuestro existir, aquella que nos llena de asombro en las noches sin filtro. En unas cuantas horas llegó a Marte. Se alejó con tal velocidad que los anillos de Saturno fueron solo un parpadeo y el colosal Júpiter no representó más que la migaja más grande del sistema solar. Continuó así hasta que Plutón fue su caseta de peaje a lo profundo del espacio exterior. Entonces viajó a través de astros desconocidos. Por galaxias, nebulosas, materia oscura, constelaciones, supervacíos y agujeros negros y blancos. Su éxodo osciló entre la realidad y la ficción. Y el tiempo, más que cobrarle por trayecto, le regalaba partes de sí a su salud. Pero él ignoró todas esas creaciones y esos fenómenos, limitando sus sentidos y su cuerpo en el camino expectante y en su ambición sin nombre. Fue ahí cuando encalló.

    Puede que hayan pasado horas, días, meses o años. El tiempo se volvió una expresión sin significado en su viaje sin descanso, pues la carencia de todo aspecto conocido hizo imposible su medida. Cercanos los últimos momentos de su vuelo, el llamado se iba volviendo más y más débil. Pero si bien no protestaba con la misma intensidad, se volvía más claro a cada minuto; un mensaje que solo ciertos elegidos podrían entender por su léxico a base de códigos y metáforas absurdas. Él pudo comprender lo que decía: «Ven», cada vez más silencioso. Entonces el llamado se fue desvaneciendo entre la órbita de remotas estrellas, hasta que acalló por completo. Malcolm supo que había llegado.

    Su viaje sin escalas admitió un respiro. Aquella estela esmeralda se difuminó en el vacío, quedando únicamente él a flote tranquilo. Se empezaron a notar sus prendas. Vestía un uniforme entallado a cuerpo completo, de colores rojo y negro, con botas que llegaban hasta por debajo de las rodillas, totalmente negras en combinación al porte. Igualmente se apreciaban sus facciones. El joven no pasaba de los veinte, de cabello negruzco, tez blanca y rostro afilado. Sin duda, era el modelo de su nación, como bien decían las lenguas conservadoras. Yacía a flote con los ojos totalmente cerrados, como dormido, en descanso tras su abrumador viaje. Por fin tenía un momento para él mismo y el silencio espacial, al que tan poca atención le había prestado. Seguido a este breve calmo, sintió la inmensidad y su existencia como materia, siendo uno con todo lo que lo rodeaba. Era una sensación extraña, pero bastante cordial. Sintió poco a poco cómo la corriente cósmica lo llevaba de la mano, cómo poco a poco la voluntad de esta lo acercaba a una puerta, una puerta invisible que se posaba en la oscuridad, diferible de entre todo por su contorno: una tenue estela blanca en forma de un rectángulo mal trazado, como la silueta de los agujeros de gusano. Él se dejó llevar y, confiando en su suerte y en lo que lo trajo allí, viajó a través de ella.

    Pasaron muchas cosas en aquel lugar. Al cruzar por el umbral se encontró con las memorias de su vida, episodios amargos que lo marcaron desde entonces. La luz, la alegría, la risa de su hermana, la última plática con su padre, la voz de su madre («No puedes mostrar al mundo…»), la soledad, los días de escuela, la indiferencia en los murmullos de la gente, el régimen en el cual vivían, el sueño de ser libre. También llegaron memorias recientes. El momento en que despertó su poder frente a todo el mundo, su discurso de liberación, la guerra que ocasionó, su desenlace y la última charla con su mejor amigo y enemigo, quien provenía de otra lejana nación. Entonces contempló a los hombres y mujeres de la Tierra y su naturaleza, trastornándose de comprensible y amable a cruel e ignorante. De misma cuenta, en contraste, vio a los otros como él. Muchas cosas pasaron frente a sus ojos, ojos que se tornaron rojos y cristalinos previos a una lágrima que se partió contra un hálito perdido. Un lóbrego pasado, un futuro esperanzado en consagrarse a un amable y revivido sueño meridiano.

    Y de pronto desaparecieron los recuerdos. Dentro de la puerta y a su vista, todo era negrura. Solo estaba él entre su brío esmeralda, vagando sin rumbo en la profunda oscuridad que le rodeaba. Era un lugar unánime al fin del Todo. Sintió un frío agudo y cómo este lo vestía. Prestó atención a un rumor aparentemente lejano. Eran unos pasos sin rumbo. Decidió a seguirlos. Estuvo de esa manera por varias horas, buscando cómo salir de aquella prisión inmaterial. Comenzaba a sentir un ligero temor. El sonido de aquellos pasos jugaba con su esperanza, resonando con fuerza y de pronto en susurros, despertando la intranquilidad y la impaciencia. De pronto un alfiler reventó esa angustiosa burbuja. Se disipó una tenue luz, muy a lo lejos. Al ver aquel rayo de esperanza en la distancia, Malcolm no dudo en ir en su dirección. Pero al dirigirse a ella, esta se alejaba, manteniéndose a una distancia inalterable. Se encontró en aquel desesperante y fatigoso bucle por buen rato, más del que me gustaría recordar. Hizo uso de su fuerza en los pies para volar más rápido y en las manos para intentar desgarrar el espacio en torno suyo, y desataba sus violentos rayos con el fin de atacar, embebido en impotencia. Todo fue inútil. Se mantuvo distante en todo momento, escuchando aquellos provocativos pasos, contemplando aquella luz como una esperanza inalcanzable. Sus ataques se iba volviendo más violentos. Su vuelo, sin duda doloroso, marcó en su rostro un entrecejo de ojos absolutos, envueltos en un fulgor verdoso. Un grito sin ruido era libertad en su cruzada, un arrebato violento era su llave. Fue ahí, tras una formidable y severa lucha consigo mismo, cuando logró su cometido, llegando a tocar la ínfima estela y su calidez manifiesta. Se liberó del resonante caminar en sus oídos y de la inquietud que había invadido su corazón. Posó su pie a la orilla de la estela y su mano la tomó con el propósito de no soltarla. Respiró por unos breves minutos, pues algo en su interior le dijo que lo hiciera, que iba a necesitar de ese aire sosegado. Sin temor alguno, avanzó a través de aquel camino de luz, dejándose envolver por una cándida ceguera.

    Por fin en libertad y en silencio, cerró los ojos y, de manera inmediata, cayó. Cayó por varios miles de metros, aceptando, dejando que un extraño y dulce aire acariciase su rostro. Una fuerza no permitía que volase con aquella estela parte de él; aun así, él no quería volar. Al abrir los ojos, con paciencia, encontró un soberbio cielo azul decorado por unas cuantas nubes blancas y, tras de ellas, tapizando el fondo, incontables lunas y planetas de diversos tamaños. Al mirar hacia abajo, vio que no había nada más que cielo de sobra. Se encontró en la realidad de los cielos y los aires. Y no le dio importancia a su largo descenso, pues a diferencia de la realidad pasada, esta brindaba una dulce tranquilidad. Él quiso creer que estaría bien, él sintió que estaría bien. Se limitó a ser uno con el cielo, uno mismo con la caída. Entonces se hizo presente el tiempo, como hace tanto no lo hacía, volviendo el cielo de azul a púrpura, de púrpura a rojizo, de rojizo a oscuro. La noche era peculiar debido a su total ausencia de brillo. No encontraba ya aquellos planetas y lunas que existían de día o alguna estrella distante con el fin de brindarle una pequeña compañía. Mas no resultaba carente de nubes, ahora grisáceas, ni de aquel primoroso viento, un poco más liviano que antes. A su suerte, el tiempo, indeterminable desde el momento en que se fue la luz del día sin sol, y el destino, decidieron ser caritativos con él.

    Las sorpresas que nos brinda la vida, si bien son pocas, muchas veces no suelen ser como esperamos. Si pedimos una tarde de purpúreo crepúsculo, nos brindan un amanecer rosáceo. Si pedimos un inolvidable amor de verano, nos regalan uno amable para toda la vida. Si pedimos una marea tranquila para la pesca, nos deparará una agitada con peces de sobra. Así funciona normalmente el destino positivo-sorpresivo. Para nuestro protagonista, su perpleja sorpresa fue agua por debajo de él, marcando la línea de llegada. Era una extensión de agua interminable, sin oleaje y con un brillo propio. No hablo de una clásica luminiscencia marina repartida equitativamente a lo largo y ancho, no. Era una única luz de gran tamaño al centro de ella, inmensa, de una impecable blancura. Llamó su atención la calma del agua, notando así que el enorme brillo albo era propio de tal inmensidad acuática, como un etéreo dibujo al centro de un lienzo oscurecido. Sus ojos se llenaron de curiosidad, así como de cautela. Manifestó de nueva cuenta su fuerza en estela, mas no para volar fuera de riesgo. Solo amparó su cuerpo. De manera directa y violenta, entró al agua después de caer más kilómetros de los que recordaba.

    Malcolm no sabía si todo eso era un espejismo de lecho de muerte o la realidad vuelta en fantasía. Dudaba de sí mismo y sobre lo que veía y sentía. No comprendía la puerta, la caída y ahora la realidad en su totalidad marina. Estaba ensimismado en sus preguntas, presa de inciertas ideas futuras. Al mismo tiempo que entró al agua, aquel llamado retornó, con sus mensajes en código y metáforas absurdas: «Solo uno nacerá a los ojos de la luna», fue lo que entendió tras escuchar atentamente. Entonces, de nueva cuenta, se hizo silencio. Siguió su descenso al fondo marino, que ya no era oscuro. La luz de tono albo que yacía siendo parte de esa vasta extensión de agua se enmarañaba frente a sus ojos, como hilos de luz que ondulaban sobre su cuerpo, como telarañas danzando entre las aguas agitadas. Finalmente podía ver un poco más de lo necesario. No había corriente o animales, plantas, cuevas o corales, simplemente él y una nada taciturna, moldeada solo por las burbujas que brotaban de sus pulmones a la superficie. Malcolm sabía que tenía que seguir tanto como fuera. Tenía que conocer aquella promesa dicha a su oído en la Tierra: el perdón y la fuerza.

    Mientras, los humanos, en el augurio de una próxima batalla, se preguntaban por qué y a dónde había partido su héroe. Estos eran únicamente testigos sin voz de un adiós sin motivo. Pensamientos sobre el abandono de su salvador invadían la ansiedad de unos, mientras que otros, los más escépticos, aceptaban su partida, asumiendo que no habían sido lo suficientemente merecedores de aquel mesías. Como sea, todos convenían en una posibilidad: «Un ser extraordinario a su manera ha regresado al espacio extraordinario». Juraban que el cosmos lo había tomado de vuelta tras prestárselo a una humanidad indigna de tal fuerza.

    Siguió su descenso entre las burbujas y sus luces. El abismo en el que se hundía era cada vez más inhumano, y la presión y el frío iban poco a poco reventando sus oídos, comprimiendo su cabeza, machacando sus pulmones, orillando sus músculos a la hipotermia, deteniendo la circulación en su sangre y quemando su piel. Se sumergió en el espacio desconocido al ritmo de un vuelo ininterrumpido. No había dormido ni comido por tiempo indeterminado. Había luchado mentalmente contra el vacío y contra una caída sin fin. Pero aquel océano era demasiado. «La última puerta», o eso quería creer. Mientras la vida era cada vez más difícil de sostener sobre su cuerpo de carne y hueso, la energía gamma resplandecía en su interior, como una vela que, sin importar la lluvia o el viento, arde con auténtica vehemencia. Era el pequeño detalle sobre esta fuerza divina: nacía de la voluntad de uno mismo; lo que quiere decir que, para mantenerse con vida, únicamente tenía que mantener su voluntad de vivir a flor de piel en todo momento (cosa no sencilla). Iba cerrando los ojos y apretaba sus dientes en modo de lucha por un minuto de vida. No había más aire en sus pulmones y la sangre se detenía. Pero algo no permitía que durmiese tranquilo. En su interior, él no dejaba de ver su pasado derrotado. No dejaba de sentir su presente entre la bruma.

    Recordó cuando despertó su poder en Ciudad S, cómo mostró a toda su nación y al mundo entero la fuerza dormida en su interior, cómo protestó su voluntad y la hizo realidad ante su gobierno, destruyendo sus armas y voluntades tiranas y liberando a su gente, y cómo declaró la guerra a un mundo dividido, popularmente, en humanos, elegidos y metahumanos. Recordó cómo dividió a esta gente que gozaba de dones inimaginados y los segmentó entre incomprendidos y privilegiados, y cómo ambos bandos pelearon de manera incesante y primitiva sobre los cuerpos de los inocentes. Por último, recordó el fin de su batalla, el enfrentamiento contra el hombre del nuevo mundo, el ejemplo del hombre del mañana, el primero en dar voz a todos aquellos distintos de la regularidad humana: «White Mask»; y cómo este, tras una largo combate, lo derrotó. De ahí su rivalidad cesó y fue entonces que su tregua marcó el fin de la última gran guerra que haya visto la humanidad. Fue ahí cuando lo entendió. Él debía seguir sin importar la adversidad. No podía desistir de sus sueños o ambiciones, puesto que el futuro debía de ser uno con él y él con el futuro. No había vuelta atrás. No existían segundas opciones. Entonces, su ímpetu y coraje lo llevaron a lo más profundo de aquellas gélidas y abismales aguas, resistiendo sin importar cuanto sufriera.

    Fue en ese momento, al filo de la noción y la cordura, de la vida y la muerte, que pudo notar un horizonte al fondo del abismo. Un brillo nació de lo profundo. Entonces, motivado por su instinto, su estela se hizo relucir, evaporando el agua en torno a él. Sus músculos se liberaron de aquella gélida presión y su mirada brilló en la mitad de la nada. Con la escasa vida que le quedaba, su poder, en contraste, se volvió más grande que nunca. Fue a toda velocidad a lo profundo. Había algo tras esa espesa cortina de agua calma, algo parecido a una alfombra de tono anaranjado, la cual parecía cubrir, en un plano inferior, las mismas dimensiones que el agua. Llegando al límite, a unos metros de su destino, se planteó, sobre un juicio repentino, una respuesta a lo que veía. «El planeta alberga dos cielos, uno por el que caí libremente miles de kilómetros y el segundo esta extensa masa de agua con su luz en medio de ella». De no ser el caso, Malcolm asumió que sería tan solo el delirio de sus últimos momentos. Pero cuando de manera repentina terminó su trayecto al romper el límite acuático, vio cómo su teoría se hizo realidad. Violentamente salió del agua, dando un gran jadeo, desesperado por tomar aire. Su estela se difuminó al mismo tiempo en que sus músculos se rindieron. Y sin tomar en cuenta y sin temerle a la altura y caída libre, durmió, desplomándose a la suerte de lo fuera que le estaba aguardando. Pero este lugar iba a tener en consideración a la vida: el futuro sería certero a su salud. Pero ¿por qué…? Al fin había llegado. Sabía, sin saber concretamente, que este era el lugar al cual estaba destinado.

    Entreabrió los ojos por última vez, apreciando el segundo cielo. Era un hermoso manto acuático anti gravitatorio, que por estrellas poseía burbujas, cada una con un singular reflejo; miles, millones de burbujas. Y más allá de las definiciones que comprenden nuestra lengua, se encontraba aquella luz que era una con el agua. A sus ojos fue una luna, la más grande que jamás haya visto, la más fuerte y hermosa y deslumbrante de todas. Notó, por último, que la totalidad del segundo cielo daba fe a un «paraíso». Nuestro joven héroe durmió profundamente, azotando contra el suelo, levantando sus anaranjadas arenas por los aires, resonando así la llegada del segundo invitado.

    0. I

    Nació en el año 1118 en el corazón de Ciudad S, en el seno de una familia de estrato social medio-bajo y pesando tres kilos y cuatrocientos diez gramos, Malcolm Oswald Lee Harper. La ciudad se sumía en el cuadragésimo aniversario de la dictadura de un hombre desentendido del bien humano: Carl Pilarie, «El Gran». Una ciudad sin voz ni futuro, privada de libre albedrío y opinión, ajena al mundo exterior, víctima de un solo conocimiento y despojada de la oportunidad de algo mejor. Las calles estaban vacías. El miedo cotidiano era palpable a ojos de ciego y los días eran alegría únicamente al son de unos pocos. La madre de nuestro protagonista, Amanda Harper, era una mujer de clase asalariada, trabajadora en toda la extensión de la palabra. Nunca estaba en casa a causa de los demandantes horarios laborales. Catorce horas diarias y un día de descanso para disfrutar a su familia era la ley. Trabajaba en el único diario de la ciudad, El Presente, siendo presa y participe del amarillismo, la idolatría y el populismo que este dictaba. Su padre, Nicolas Lee, era un soldado de rango menor en el ejército, quien pocas veces tenía tiempo de estar en casa, por lo que nunca fue muy allegado a su familia. Por último, estaba su hermana menor, Michelle Lee, quien al momento de su nacimiento sufrió una pequeña complicación médica, una falta de oxígeno, la cual ocasionó que la pequeña y cenceña niña sufriera de un pequeño retraso. Tal hecho género en Malcolm un marcado complejo de hermano mayor sobreprotector. Sin duda alguna, era una familia tan desdichada como todas las de su tiempo.

    La metrópoli no lucía nada de especial en comparación a sus vecinas. Era una inmensa concentración urbana extendida kilómetros al horizonte en pasos de hambriento concreto. La diferencia radicaba en sus gobernantes. Mientras otras ciudades como Ciudad M o Ciudad J gozaban de un gobierno democrático y superficialmente justo, aquí nos encontramos con otra realidad. Una tersa dictadura era la primera impresión; pero cuando uno vivía lo suficiente para abrir los ojos y ver alrededor, se encontraba con el temor, la represión, la brutalidad, el hambre, el desempleo, la segregación racial y el desinterés ajeno. «Vive por el Gran. Vive para él y con él», era el eslogan de cada mañana, uno que se veía en la televisión, se leía en los diarios y se escuchaba por las sirenas callejeras y la radio matutina. Pero el detalle más turbio de esta distópica ciudad yacía en la labor de labores: mantener fuera del orden cotidiano a los elegidos y metahumanos. Cabe detallar que esto era igual en todos lados. Desde Ciudad A hasta Ciudad Z, los gobiernos eran conscientes de la existencia de los superhumanos, así como tenían

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