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Minorías de uno
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Libro electrónico336 páginas5 horas

Minorías de uno

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Minorías de uno presenta las historias paralelas de cuatro personajes (Alizia, Dámaris, Leolo y Senderei) en una búsqueda incondicional por hallar el camino que dote de sentido sus vidas. Encarcelados en una realidad que desde la más tierna infancia se les ha mostrado hostil, construirán alrededor de ese utópico camino un universo propio donde huir.
Una búsqueda de la fantasía más allá de la locura, del hedonismo más allá de los sentidos, del amor verdadero más allá de la Literatura y el sentimiento, de la libertad (¡volar!) más allá de los sueños.

Alberto Trinidad nos sumerge en el mundo apasionante y privado de estos cuatro personajes con un estilo intimista que seduce al lector desde sus primeras páginas a través de imágenes y metáforas sorprendentes. El lirismo de su prosa convierte la narración en una deliciosa y a la vez tremenda historia acerca de la soledad y la inadaptación de unos seres que luchan denodadamente por habitar la quimera por la cual sólo les merece la pena vivir.

Ambientada en una atmósfera a veces surrealista, a veces fantástica y en otras ocasiones descarnadamente real, Minorías de uno constituye un arriesgado paso adelante en la manera de encarar la literatura en nuestro país.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 jun 2013
ISBN9788415824299
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    Minorías de uno - Alberto Trinidad

    esperanZa

    Prólogo

    —Alizia...—

    Los cuentos de hadas son más que

    verídicos; no porque nos digan que los

    dragones existen sino porque nos dicen

    que se les puede vencer.

    G.K. Chesterton

    La comodidad exacta desde hacía ya algún tiempo, aunque tiempo no fuera un concepto todavía muy arraigado. A su piel, algo amamantaba, acariciaba o protegía; poco a poco iba descubriendo que se trataba de calor. Se movía sin conciencia, sin voluntad: el movimiento era una peculiaridad, aún, ajena a ella. Un acto que no asumía como suyo y que interpretaba como una consecuencia azarosa de todo lo que allí, de momento y como siempre, iba ocurriendo.

    Desde el principio existía algo que lo cubría todo, que lo abarcaba todo. Era un latido, un latido constante que estaba siempre ahí. Al principio, si es que el principio existió alguna vez o poseía algún significado, pensó que ese latido era la parte sonora de su existencia. Creía que, de la misma manera que el calor constituía su parte corporal, esa palpitación correspondía a su parte sonora. Y no fueron pocas las veces que probó a decir algo, de hablar procurando modular ese latido. Tras algunas tentativas fallidas llegó a la conclusión de que, al igual que el movimiento de ciertas partes de algo carnoso a su alrededor, aquello era producto de todo lo que estaba fuera de su alcance; pero seguía siendo bonito. Allí, ubicada en la comodidad perfecta, siendo abastecidas todas sus necesidades al poco rato de sentirlas necesarias...

    Pronto adquirió el poder de la imaginación. Era capaz de distinguir todos lo colores del mundo: rojo calor, rojo ceniza, rojo quesecae, rojo cuchillo, rojo amable, negro... Y, sin verlos, era capaz de hacerlos confluir a su antojo, sin saber cómo, a través de ese nuevo poder que, por azar, de la misma manera que a veces algo se movía o saciaba su hambre o burbujitas se desataban o el latido no cesaba, por azar, ella era capaz de crear en su algo; inventando así nuevas gamas de rojos con los que vestía tubitos, figuras y trozos de los cuales no conocía su existencia, pero que ella concebía y bautizaba con nombres que no podía pronunciar (si ese latido fuera una voz...).

    Allí, estaba allí, con toda la felicidad y los viajes de su nuevo juguete y la comodidad exacta. A medida que el mundo se hacía más pequeño su imaginación adquiría dimensiones mayores y su mundo era más inmenso...

    Y, un día, vio. Vio algo, pero no de esa forma a la que ya se había acostumbrado a ver a través de su capacidad preciosa. No, lo vio afuera, dentro del mundo que se hacía cada vez tan pequeño. Intentó cogerlo con las manos de su imaginación, pero no pudo. Entonces, ocurrió. Se movió entera, descubrió que el movimiento no era nadie que estuviera con ella, allí, por azar, y sintió la fusión de sí misma con el movimiento. Sintió la brusquedad infinita de la sustracción. Estaba siendo sustraída, desalojada, robada, despachada, arrancada de su propio ser. La estaban injertando en aquello que, hasta ese momento, había sido algo ajeno a ella para deshacerla de sí, del calor, de las variedades rojizas, de su imaginación, de sus viajes, de su mundo, de sí... de algo que acababa de descubrir y que no había tenido tiempo de disfrutar. La estaban empujando con una fuerza desorbitada que era incapaz de comprender, incapaz de asumir como real. La estaban apretando hacia el cielo diminuto que había en el sótano de ese mundo, el cual, a través de su cabeza, iban destrozando y desgarrando.

    Algo húmedo, entonces, empezó a brotar de unas oquedades en su rostro. Resbaló y le hizo experimentar una sensación inusitada en su cara. Comprendió que era producto del dolor. Mientras expulsaba esas gotas de su semblante empezó a notar también la ausencia de sí misma. Dolor... Tuvo tiempo, tuvo aún tiempo de escuchar algo: «Tienes un secreto...».

    En ese preciso instante rompió, despedazó definitivamente, el cielo subterráneo abortando de su boca un ser extraño en forma de grito atronador por el que sangró toda ella disgregada en el nuevo aire frío, helado que la aguardaba.

    Entonces, ella, olvidó...

    —Es auténticamente preciosa, cariño.

    —Es cierto, es igual que tú.

    —Alizia, bienvenida al mundo...

    —Dámaris...—

    Yo un día por ti giraré la realidad.

    Yo un día por mí te abrazaré en el mar.

    La muñeca de sal

    La claridad más asombrosa vestía el cielo de azul. Ni una sola nube distorsionaba la absoluta limpieza de ese brillante color en lo alto. El sol estaba aún escondido detrás de las montañas, no se atrevía a pisar y restregarse cálido por el maravilloso tapiz azul que hoy cubría el día. Aún no.

    Eran las seis de la mañana, el mar reposaba totalmente quieto extendido dondequiera. No existía el viento, nadie lo había visto. El silencio, vestido de gala, se paseaba majestuosamente elegante y vanidoso por todo el pueblo. Se exhibía déspota por todas las callejuelas. Era domingo, nadie se acordaba de levantarse todavía, dormían.

    Murmullo. Un murmullo. Se escuchó un murmullo desde algún lugar todavía lejano. El silencio sufrió un escalofrío bajo su atuendo imperioso. El murmullo provenía del mar. Una tímida y casi dormida ráfaga del viento que aún no existía empujó y avivó el ras de ese mar. Creó el germen de una minúscula y escuálida ola que avanzó lenta, diminuta, tranquila, a través de ese océano completamente plano y horizontal. Todos los animales subacuáticos admiraron y sonrieron a la pequeña criatura que continuó su recorrido sin cuidado y sin prisa. Los peces efectuaban competiciones de burbujas; las plantas y las algas bailaban y, algunos otros, nadie los conoce.

    La ola comenzó a reconocer el peso de su existencia, se sintió orgullosa de su viaje infinitamente solitario a través de la inmensidad. Sintió su presencia, la absorbió y se relamió dejando escapar su saliva por toda la cresta. Ya le quedaba poco, estaba llegando a la playa. Aquel murmullo se convirtió en atisbo de ruido, en rumor. El silencio se estregó.

    La ola se acercaba, sonriente, con su ruidito a cuestas y toda su esencia y su alma de corredora de fondo, de viajante, inscrita en el movimiento. Sabía perfectamente que estaba llegando a su destino, ahora lo sabía. Iba a llegar a ese lugar, objetivo por el cual había nacido. La orilla la acogió esplendorosa bajo el enorme cielo azul. Estaba a punto de conseguirlo. Se sentía feliz y convencida de sí. La ola realizó el último esfuerzo y se estiró gloriosa y pequeña sobre la arena después de una leve contracción. E ignorante, entonces, murió...

    Un cuchillo de voz reventó el cuello al silencio. No muy lejos de allí, en ese mismo instante, el llanto de un bebé despertó a la vida. Lágrimas casi azules bañaron las manos de una madre. Dámaris recogía todo el calor de su protectora y se secaba el frío de la mañana. Las seis y dieciocho minutos. Alguien ha vuelto a saber del viento que, por fin, se escampa libre y a sus anchas.

    —Leolo...—

    Ella está de pie sobre mis párpados

    Con sus cabellos en los míos,

    Tiene la forma de mis manos,

    Tiene el color de mis ojos,

    Se ha sumergido en mi sombra

    Como una piedra en el cielo.

    Paul Éluard

    «Tyutchev nos abandona. Después de haber permanecido intensamente visible durante ocho días, el cometa Tyutchev continuará el rumbo prefijado de su curiosa órbita desapareciendo de nuestros cielos hasta dentro de sesenta y dos años. Científicos de todo el mundo han aprovechado esta visita para investigar ávidamente, con los espectrógrafos tecnológicamente más avanzados del momento, la composición de la cola de dicho cometa. Según los máximos entendidos en este campo, de estos estudios se podrían extraer importantes descubrimientos acerca del origen de la materia y, en consecuencia, avanzar en el desarrollo de nuevas teorías vinculadas a la creación del Universo.

    Se comenta que los hallazgos conseguidos por estos astrónomos podrían suponer uno de los mayores progresos de la humanidad en su lucha por desvelar algunos de sus más intrincados enigmas. Como se sabe, la importancia de las visitas de estos cometas radica en la gran variedad de diversos materiales, conocidos y desconocidos, que arrastran en su descomunal cola. Las últimas noticias nos hablan de que la composición química de Tyutchev esté constituida por agua, amoníaco, formaldehído y ácido cianhídrico, elementos que pueden reaccionar para formar aminoácidos, sustancia con la que se sintetizan las proteínas precisas para la vida.

    En fin, dejando de lado los aspectos más técnicos de la noticia, les recordamos que ésta es la última noche en la cual podrán contemplar la bella estampa de Tyutchev en el firmamento, acompañada, no lo olviden, de la fantástica lluvia de estrellas que tendrá lugar también esta noche. Las inmejorables previsiones de los meteorólogos nos indican que podremos observar con absoluta nitidez ambos fenómenos, ya que anuncian una noche completamente despejada en todo el país. Buenas tardes y...»

    —¿Has escuchado?

    —Sí, un día precioso para tener a nuestra hija. ¿Qué te parece si la llamamos Estrella? Así no tendremos que discutir más.

    —Cómo quieras, pero ya no puedo hablar más...

    —No te preocupes, ya hemos llegado.

    —Jamás había visto algo tan bonito. Cada segundo aparecen tres o cuatro...

    —¿Quién crees que las lanza?

    —Oh... Acércamela...

    —Toma, cariño... Es... se equivocaron, es un niño.

    —Vaya... —ríe—. ¿Cómo lo llamaremos ahora?

    Las cinco y veinte de la madrugada. Tyutchev huyó por fin de la órbita terrestre y se llevó sus secretos consigo. Tras el último suspiro de luz que abandonó ya la vista humana, el padre del bebé pronunció una frase:

    —Leolo, nuestro hijo se llamará Leolo.

    En la cola del cometa algo se apagó, restos de algo que permaneció vivo durante eones, en ese instante, se apagó. Mientras, Tyutchev proseguía con su andadura estúpida y elíptica a través de la nada...

    —Senderei...—

    Ese reloj ya no suena por ti,

    mira al cuco durmiendo sí,

    todo lo olvidas, no entiendo por qué.

    Estoy bien, no lo sé,

    déjame dormir que es ya tarde sí.

    Nacho Goberna

    Turbulentas oleadas de nuevos nacimientos de imágenes sacudían el mundo de los sueños. Siete niños tejían en la madrugada un palacio de cristal con las ventanas de nubes y la puerta de cielo azul. Cada uno de los niños ocupaba una sala y el vendaval de imágenes azotaba y desenredaba los ladrillos de algodón del castillo en las alturas. Y los siete viviéndolo...

    El clima onírico sufría las perturbaciones típicas del cambio de estación con una mayor implicación térmica que de costumbre. Los niños no despertaban, estas noches, sobresaltados con ninguna pesadilla. Las madres casi los olvidaban.

    El palacio lloraba de día y por la noche abrazaba la densidad cromática que le inyectaban deditos de buceadores oníricos. Había plumas en la entrada. Nadie tenía la necesidad de decir nada. Ya no eran siete, eran tres o veintiséis, o eran un palacio. Nunca se había visto tal tormenta sin lluvia.

    Abajo, cerca de una maternidad, algo muy pequeñito ha perdido un dedal. —Bésame, bésame... —dice. Mientras lo busca ajetreada con sus alitas lanza al vuelo plumas. Arriba las hay en la entrada, desperdigadas, ¿quién no se atreve a volar?

    Era de día, una niñita pasó cerca de un lugar que no sabía para qué servía y encontró un dedal. (Bésame). Lo guardó en el bolsillo y pensó en por la noche.

    Arriba todo se calmaba, todos tenían Pan, de momento, para comer y para volar. Algo pequeñito entre abajo y arriba no tenía quien le besara. Buscaba un dedal, buscaba Pan, como migas para seguir el sendero, como alas para reaprender lo olvidado. Una lágrima se columpió por sus pestañas justo antes de deshacerse en el viento. Senderei nacía... cerca de allí...

    —Debiste desinfectarle la herida del dedo...

    I

    —¡Qué nervios!

    Toda la casa estaba adornada. Guirnaldas, confetis y serpentinas bailaban por todas partes al ritmo de la sonrisa de Alizia que, a su vez, centelleaba con el brillo de los focos. Qué cosas más raras, otra vez, cuando más saltaba y más en su cabeza se sobrevenían y agolpaban todos sus juegos, sus fantasías. Calixta había venido. Estaba muy entretenida estirándole de su pelo rizado y pelirrojo. Hoy tenía en sus alas un reflejo diferente: un destello que resplandecía, que le hablaba y que le contaba cosas que no comprendía.

    Pero qué cosas más raras en su cabeza, qué mareos ocurrían cuando más excitada se sentía. Qué raros esos latidos en las sienes, qué pesada la niebla gris de su mente que la alejaba.

    Calixta había gritado. Su grito era un piano de siete teclas. Cómo lo sabía Alizia que lo tocaba deshaciendo el sonido en mil colores y lo observaba flotar en el aire... ¡Qué felicidad, qué nervios! Toda la familia estaba ahí, mirándola, sin mirar lo que ella veía. Y ella que saltaba y saltaba y se mareaba... y qué raras esas punzadas...

    Calixta se había metido en uno de sus ojos, ¡qué gracia! Ahora sería tuerta durante unos segundos. Una tuerta que en lugar de un ojo de cristal tendría uno de hada. Cada vez gritaba más Alizia y su felicidad más se desbordaba. Sentía cosquillas entre las piernas y ya no podía controlar sus risas. Toda la familia se miraba y la miraban, sonreían y se hablaban.

    ¡Oh! Se ha apagado la luz. ¡Qué sorpresa y qué miedo tan bonitos! Ella veía y no veía porque era una tuerta mágica, y lo que veía era la mitad de lo que no veía y estaba todo oscuro, y los hombres que no habían entrado y que estaban detrás de la puerta cuchicheaban y se ensombrecían.

    Ahora venía, venía una luz pequeñita, luces pequeñitas. Se parecían a los ojos de Calixta, eran siete. Siete ojitos de Calixta se acercaban hacia Alizia... —¡Sopla Alizia, sopla! —. No se podía contener. —Sopla y pide un deseo, Alizia—. (¿Cuántos ojitos tienes, Calixta!)

    —Dentro de tu ojo los ojos somos manos y... ¡Alizia!

    Alizia acercó su manita de niña, la que utiliza para sus cosas, para las caricias a los seres de su almohada; la acercó a los siete ojitos de Calixta y, en sus dedos, las llamitas se fundieron con sus yemitas.

    (¡Veo con mis dedos Calixta! Y veo las caricias que me has regalado. ¡Oh, oh!... Me encanta tu regalo Calixta. Estoy abrasada...)

    —¡Alizia, por dios, suelta eso!

    Alguien golpeó, entonces, en las manos a Alizia rompiendo y derramando su regalo encima del pastel y provocándole un llanto desconsolado por la pérdida de sus ojos de tacto. Los hombres de detrás de la puerta habían crecido por las paredes. Calixta se cayó de su ojo y ya debía estar volando de regreso a su nido de hojas allá en...

    —¡Rápido! ¡Agua fría! Ponle las manos debajo del grifo.

    —Yo llamaré al hospital.

    Alizia estaba cansada, lloraba y no quería ni oír hablar de visitar a un médico. Lloraba porque la regañaban. Calixta debía de haberse asustado y, ahora, tardaría más de lo habitual en volver. Quería encerrarse en su habitación, pero las personas no la dejaban en paz.

    Caían gotas encima del agua. El gorgoteo era una música deliciosa danzando en los oídos de Dámaris. Decidió cerrar el grifo definitivamente y chapoteó con sus manos. Las sacó del agua y dejó que las lágrimas transparentes resbalaran por sus dedos y cayeran nuevamente sobre la bañera.

    Hoy era el primer día que su madre la había dejado sola en ese paraíso acuático. Sola, en medio de ese océano placentero. Se estremecía comprobando la presión, jugando con los tapones de todos los frascos y botellas que contenían los más diversos geles, champúes y colonias. Los llenaba y se los vertía por la cabeza dejando que el agua chorreara por encima de sus ojitos, por la comisura de sus labios. A veces, incluso, se la tragaba. Ella sabía que no debía hacerlo, su madre le había repetido en numerosas ocasiones que no debía beberse el agua de la bañera, que era malo y que le podía hacer contraer enfermedades. Pero, aun así, había ocasiones en que no podía evitarlo. La sensación del agua derramándose por su cara y resbalando por su boca la subyugaba, de tal manera, que no era capaz de reprimir el instinto de lamer ese líquido y disfrutar así de la aleación del agua con la saliva. Era maravilloso. Y, visto así, sentido de este modo, sola, sin la presencia inquisitiva de su madre que inhibía, de una forma u otra, todos sus actos vivificantes, todavía era más intensa, más agradable, más excitante la posibilidad de regodearse tranquila en este mundo de sensaciones.

    Dámaris daba vueltas en ese lecho de ensueño, se incorporaba y se volvía a sentar a su antojo. Cuando definitivamente se levantó, trató de mirarse al espejo. El otro día lo descubrió. Descubrió que le encantaba ver su imagen reflejada en el espejo completamente mojada, goteando. Así que, ahora, en este momento en que estaba completamente sola, salió de la bañera y se miró en el espejo; desnuda, empapada, con todos esos animalitos transparentes y húmedos cayendo de su pelo, de sus manos, de sus pestañas... Sonrió. No sabía por qué pero también se ruborizó. Notó la sangre aflorando en sus mejillas. Ahora, además de sonreír, rió, como cuando sabe que está haciendo algo malo que nadie debería de observar pero que ella vive como bueno. Se relamió los labios... y de un salto regresó a la bañera salpicando y salpicando por donde tenía a bien el agua no dejar de salpicar. Pensó que era el momento más feliz de su vida. Bueno no, no sabía, no estaba segura. Había habido otros también muy felices. Como el día en que sus padres la dejaron ver amanecer en el campo, y el cielo se volvió todo azul, tan poco a poco, y ella no comprendía por qué y lo tuvo que preguntar:

    —Papá, ¿cómo es posible que el cielo cambie de color si no hay nadie pintándolo?

    —La naturaleza lo pinta, hija.

    —¿Y con qué lo pinta, con plastidecor?

    —No. —El padre reía—. La Naturaleza es la madre de los colores y los puede cambiar a su capricho sin necesidad de utilizar ningún instrumento para hacerlo.

    —Ah... ¿yo podré hacer eso algún día, papá, aunque sea con plastidecor?

    —Claro, pequeña; claro que sí...

    Dámaris estuvo en silencio y absorta, mirando sin cesar y con una fijación absoluta el espectáculo celeste durante la hora entera que requirió la Naturaleza para convertir el negro en azul. (¡Qué espectáculo tan maravilloso!)

    Pero ahora estaba sola, y ese detalle dotaba a ese momento de una singularidad especial, de un cariz diferente a cualquiera otra situación feliz que hubiera vivido, confiriéndole un mayor éxtasis a la hora de saborear esa situación. Dámaris hundió la cabeza (eso aún no se había atrevido a hacerlo porque su madre no lo habría permitido) y abrió los ojos. Agua por todas partes, envuelta de agua, rodeada de agua, cubierta de agua, bañada de agua. Escuchó un zumbido, un zumbido lejano que se iba haciendo cada vez más presente y que la inundaba despacio. Al principio no logró discernir nada, pero poco a poco, y tras unos segundos de espera deliciosa, sintió un beso. El leve roce de un tierno beso y unas risitas que se escapaban en forma de burbujas.

    Dámaris emergió sorprendida, miró hacia todas partes pero no vio nada. Se puso las manos en la boca y abrió totalmente sus inmensos ojos azules. Golpes en la puerta.

    —¡Dámaris! ¡Dámaris, lo has dejado todo chorreando! Se puede saber qué...

    Dámaris se escondió tras la cortina, escondió a sus oídos. Qué terrible interrupción, qué insolente osadía entrar en aquel momento. (¿Qué hago con mi beso profundo, qué hago con este beso de agua?... mi beso...)

    Venus permanecía en el cielo como único indicio de que, hacía unas horas, reinaba la oscuridad de la noche. Mientras, el alba, llamaba a gritos a la mañana que se extendía jubilosa por todo el territorio.

    —Leolo, ¡despierta!

    (Otra vez en mis pestañas estas cosas pegajosas...)

    —Llegaremos tarde...

    Venus se apagaba poco a poco dejando en lo alto un telón azul completamente limpio de manchas luminiscentes...

    —¿Cómo se llama esa... estrella, mamá?

    —¿Eso?... Creo que no es una estrella, hijo; debe ser Venus, y es un planeta.

    —¿Y qué diferencia hay?

    —Pues... ¿por qué no se lo preguntas a tu profesor cuando llegues a clase? Llegamos tarde...

    Leolo acababa de vestirse (Venus...) mientras su madre le metía una tostada en la boca. Se hizo un poco de daño en un diente. (Mi hermana Venus, la hija de mis sueños...)

    El día llevó a rastras a Leolo a la escuela. Allí, siempre, los niños gritaban, no paraban de hacerlo. Continuamente y sin parar se gritaban los unos a los otros. Y aunque si bien ese ruido ensordecedor le resultaba de lo más desagradable, los gritos no eran, ni por asomo, la experiencia que más molestaba a Leolo de tener que ir al colegio. Casi todos los días, a algún niño, se le ocurría empujarle o escupirle o hacerle la zancadilla. No se trataba de que Leolo se llevara especialmente mal con sus compañeros, o de que fuera odiado o marginado por alguna tara, deficiencia o particularidad específica que le hiciera diferente al resto, como ocurría con otros niños. Simplemente, aprendió a asumir que se trataba del modo normal en que los niños se relacionaban entre sí, y que ello, constituía el modus vivendi de la vida escolar.

    Leolo lo soportaba de mala gana. Por otro lado, los juegos que solían inventar los demás no le satisfacían en absoluto. La mayoría de los niños ocupaban la mayor parte del tiempo dedicado al recreo a realizar estúpidos deportes como el fútbol o el baloncesto, en los cuales se volvían a empujar y a zancadillear los unos a los otros y, a veces, incluso, nuevamente a escupirse.

    Las niñas le resultaban más dóciles y, en este aspecto, menos irritables, aunque sus juegos, probablemente, fueran aún más estúpidos. Además, había notado cierta irascibilidad de su parte cuando alguna vez había tratado de integrarse, por curiosidad, en alguno de sus esparcimientos. El caso es que Leolo no acababa de comprender el comportamiento de los demás y se le hacía tremendamente fatigoso, día tras día, subsisitir en ese lugar.

    Entró en clase, en su cabeza tenía una pregunta que formular y la certeza de que sería incapaz de reunir el valor suficiente para que ésta llegara a oídos del señor profesor. Todas las clases eran de por sí muy aburridas. Lo peor era cuando a algún niño se le ocurría que tenía que hacer algún tipo de gracia como, por ejemplo, disparar granos de arroz utilizando un bolígrafo como arma, endosar alguna colleja a alguien o colocar chinchetas en los asientos. Por suerte, Leolo siempre se sentaba en la última fila, esto le permitía estar bastante protegido tanto de los granos de arroz como, sobre todo, de las collejas. Respecto a las chinchetas había aprendido instintivamente a revisar su silla antes de sentarse. Por esta razón, no podía entender cómo siempre había algún incauto que caía en la trampa de la chincheta. ¡En qué estaba pensando la gente!

    A Leolo le irritaba profundamente el hecho de tener que observar cómo alguien se pinchaba en uno de esos descuidos o cómo un grano de arroz permanecía en equilibrio sobre el rizo de cualquier niña despistada, o ver cómo se le saltaban las lágrimas al receptor de alguna popular bofetada en la nuca. Y aún más le sacaba de quicio la cara estúpidamente triunfante del criminal de los actos. Vivía, pues, en una angustia continua solamente apaciguada por...

    Los únicos momentos de cierto interés los vivía en el transcurso de dos asignaturas diferentes, pero en momentos muy aislados. Normalmente, todos los contenidos eran de lo más aburrido, y el tono monótono de dejadez y de hastío con el que el señor profesor destilaba sus conocimientos memorizados sobre el aula, desde luego no ayudaba a que Leolo se apasionara por ningún tema más de lo debido.

    Una de esas asignaturas era Ciencias Naturales. Leolo quedaba fascinado cuando, por casualidad, el señor profesor hablaba del universo, de las estrellas, de los cometas... Quedaba absorto en las explicaciones, aunque con una extraña sensación de disconformidad. No entendía por qué decía según qué cosas absurdas. Estaba convencido de que se equivocaba en muchas de las afirmaciones que expresaba. Una vez, incluso, le oyó decir que el sol era una estrella y que la Luna, en fin... ¡lo que dijo de la Luna! Leolo sonreía cuando escuchaba al señor profesor hablar de la Luna...

    La otra asignatura era Literatura. Pronto descubrió que aquello de los libros debían ser puertas, puertas o algo parecido, y que los demás niños y niñas no debían entender mucho de puertas...

    Pero si existía una razón, una sola y única razón verdadera por la que Leolo no acababa volviéndose loco de aburrimiento y de vacío y de soledad en aquel sombrío lugar, ésa era su mesa. En su mesa, desde el día en que dio inicio aquel curso, yacía escrito un nombre, en letra pequeña y con una caligrafía diferente a cualquiera de las que hubiera visto hasta ese momento. Y no se trataba de un nombre cualquiera. Supo, desde un principio, que no era la primera vez que se le abalanzaba a los sentidos. Su hermana, la que lo despertaba por las mañanas desde lo alto del cielo, se lo había susurrado alguna vez al oído, estaba convencido. En cuanto lo leyó, ese nombre resonó en su cerebro haciéndolo latir hasta marearle: KASANDRA... Cada mañana lo leía una y mil veces, Kasandra... y aunque no hubiera habido lo que había debajo de ese nombre lo habría continuado leyendo una y mil veces, Kasandra...

    Pero, ciertamente, si una cosa le arrebataba realmente la razón y le hacía vibrar sin reparo cada vez

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