El portal de las hadas: Relatos maravillosos
Por Ariel Pytrell
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El portal de las hadas - Ariel Pytrell
El portal de las hadas
y otros relatos maravillosos
El portal de las hadas : relatos maravillosos / Ariel Pytrell ;
coordinado por Marcela Serrano ; dirigido por José Marcelo
Caballero ; edición literaria a cargo de Andrés Lautier. - 1a
ed. - Buenos Aires : eBook Argentino, 2012
El portal de las hadas
© 2012 de esta edición eBook Argentino
Alberdi 872, C1424BYV,, C.A.B.A., Argentina
info@pampia.com
www.pampia.com
Director Editorial: José Marcelo Caballero
Coordinadora de edición: Marcela Serrano
Ilustraciónes de cubierta: HM
ISBN: 978-987-648-083-3
Primera edición eBook:Marzo 2012
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.
Any unauthorized transfer of license, use, sharing, reproduction or distribution of these materials by any means, electronic, mechanical, or otherwise is prohibited. No portion of these materials may be reproduced in any manner whatsoever, without the express written consent of the publishers.
Published under the Copyright Laws 11.723 Of The Republica Argentina.
Hecho en Argentina
Índice
El portal de las hadas
La pequeña dama del espejo
los dos caminos
El precio de la reina
El viejo aljibe
Jenny, la hilandera
Voz de nieve
La rama de muérdago
La fogata de los hermanos
Rizorrojo
Los regalos antiguos
El pequeño cofre
La reina de las hojas
El hada del venado
El amante de la sabiduría
La cortina de los dioses
El portal de las hadas
Palabras a mi juicio
Cuentos de hadas no son necesariamente cuentos con hadas o sobre hadas. Los hermanos Grimm, Hans Christian Andersen, Rudolf Steiner, J. R. R. Tolkien, Michael Ende y varios otros, a su manera, ya dieron cuenta de la primera variedad: con hadas; otros, como Ovidio, Edmund Spenser, W. B. Yeats o Andrew Lang —además de algunos de los mencionados antes—, escribieron sobre los segundos: sobre hadas. El libro que el lector tiene en sus manos contiene relatos que se podrían encuadrar en la segunda variedad mencionada, con cierto tratamiento de la primera, de modo que aquí no redundaremos en detalles para su diferenciación, pues salta a la vista. Eso sí, discerniremos, aún, entre un libro de cuentos con hadas y un mero catálogo de seres maravillosos, presentes en abundancia entre los estantes de las librerías modernas, con pretensiones de ser mágicos o científicos.
Acaso el autor de estos relatos haya logrado fomentar la creencia secundaria, como lo quería Tolkien y, como también lo quería Tolkien, montarnos un mundo secundario, con la consistencia interna de la realidad
. Lo cierto es que todos nosotros —todos nosotros— recibimos esos susurros
que nos mueven hacia adelante en nuestra propia historia, y nos reflejan un origen y destino. Origen
y destino
son sólo palabras y, por supuesto, mucho más que puntos extremos; sobre todo, porque estamos acostumbrados a no percibir ni siquiera el viaje
que uniría a ambos puntos.
Es probable que las hadas sean esas criaturas que he-mos concebido para recordarnos nuestra doble ciudadanía: la del país del alma, la de la comunidad terrestre. Como los mitos —de los que deriva—, el universo de las hadas y las otras criaturas maravillosas portan un misterio que sólo podrá desentrañarse cuando nos recordamos a nosotros mismos como ciudadanos de ese doble país y, para cuando lo hayamos descifrado, acaso no haga falta pronunciar muchas palabras más.
Las hadas y su reino tienen algunas virtudes y un solo defecto. Entre las virtudes, podemos mencionar la intensidad de colores, la neblina que nos muestra las siluetas de las criaturas escurridizas, la certeza que se encuentra más allá de la duda sistemática, las superficies brillantes y espejadas, la ambivalencia y la luminosidad, la diáfana atmósfera y, muchas veces, la atmósfera un poco enrarecida.
El defecto, bueno… Tal vez el defecto sea el peligro que todos los viajeros del País Maravilloso refieren de manera coincidente, sobre todo a través de ciertas prohibiciones: aquel reino se rige por otras leyes y, algunas veces, transgredirlas puede resultar peligroso. No se puede entrar en ese mundo —ni salir de él— más que por un solo lugar, tan estrecho y agudo que muy pocas veces nos damos cuenta de que estamos frente a él. No se puede entrar —tampoco, salir— cuando uno quiera; en este caso, la paciencia es fundamental (a pesar de todo, es muy probable que muchos no entren en toda una vida). No se puede analizar
la sustancia maravillosa o intentar retener el tiempo en aquella tierra (esta condición corre tanto para humanos como para los seres feéricos que la habitan). No se puede difundir
sin permiso el viaje al Mundo Maravilloso, como si fuera una aventura turística. No se puede hablar
la lengua que aprendemos allí a poco de haber entrado. No se puede negar
aquella realidad, sin sufrir uno mismo las consecuencias de tal negación.
Pero lo más terrible de todo es que el corazón que busca, muchas veces, lo hace sin que el viajero sepa que ha buscado y golpeado con insistencia la aldaba del portal de aquel país; y, entonces, es común que quede atónito frente a la puerta abierta hacia aquella dimensión, una herida indeleble en el telar de las cosas que existen. ¡Apresúrese a entrar, el buscador! pues, de lo contrario, el portal volverá a cerrarse, acaso con él dentro, y no volverá a abrirse hasta vaya a saber uno cuánto tiempo. Queda prevenido el lector.
La pequeña dama del espejo
El perf ume del pino —penetrante y húmedo y seco y, otra vez, húmedo— entraba en la habitación a través de la ventana del cuarto. Lo transportaba la brisa que soplaba desde el río, como una aproximación de los días de otoño. Los rayos del sol también se filtraban por la ventana y parecían ondas de agua que movían las cortinas transparentes con el rit mo íntimo de aquella mañana de principios del tiempo frío.
Alana se despertó sobresaltada. Cuando un extremo de la cortina rozó un hombro, abrió los ojos con un solo movimiento. Se quedó quietecita en la cama, mirando el sonido en las sombras de las plantas proyectadas en el techo; escuchando la tibieza de esos rayos que le llevaban el rumor de miles de hormigas e insectos matutinos; sintiendo el movimiento de cientos de voces líquidas y luminosas. Alana percibió el otoño en su cuarto y se estremeció.
De repente, tuvo una sensación inédita. Desde la cama, ella veía el gran espejo oval que mantenía suspendido, en su habitación, el reflejo enmarcado de la biblioteca. Ella también alcanzaba a ver reflejados algunos de sus rizos amarillos —todavía más amarillos, por la caricia del sol tenue— y el paisaje que permitía ver la ventana desde aquel ángulo. Todo se mecía afuera. Todo se mecía, se expandía y se contraía, parecido a un coro que intentaba entonar alguna canción inaudible.
Alana tuvo el impulso de salir de la cama. Corrió con energía las cobijas, se sentó en el lecho, apoyó los pies desnudos en el piso de madera tibia, y suspiró. Tomó un nuevo impulso y se encaminó hasta el espejo. Allí estaba la imagen de ella, que se agrandaba y ocupaba cada vez más toda la superficie del espejo, conforme se aproximaba a él.
Alana se acercó lentamente, aún con esa sensación iné-dita que palpitaba en la piel, y no dio mayor relevancia al rugido de un avión que, eso sí, había dejado su sombra momentánea en el ambiente. Primero observó el rostro: seguían allí sus pecas y el inconfundible lunar cerca de la sien. Vio sus ojos verdes más verdes que el día anterior, pues el reflejo repentinamente intenso de la luz del sol hizo que sus pupilas se achicaran al extremo posible. No obstante, ella sabía que, cuanto más pequeñas estuvieran las pupilas, con más detalle le llegarían los objetos (lo había leído en un libro sobre fotografía). Con sus ojos verdes, recorrió su cuello, largo y terso; vio el juego de la luz en sus orejas, el latido de sus venas en el cuello, las flores estampadas de su pijama, que se movía con su respiración. Alana esperaba algo, pero no sabía qué. Hasta que se dio cuenta, y dio un brinco hacia atrás por la sorpresa.
Allí, más abajo de su cuello, detrás del estampado de su pijama, moviéndose al compás de su respiración, vio las dos protuberancias que formaban las pequeñas montañas de sus senos incipientes. Por primera vez, ahora que estaba a punto de cumplir doce años, se dio cuenta de que ya no era una niña de dorso recto.
Alana recuperó el valor y se aproximó al espejo. Tocó ambos senos con sus manos y se percató de la turgencia de aquellos. Al mismo tiempo, se dio cuenta de que sus manos eran más grandes, como si estuvieran expandidas o como si una parte de ella quisiera expandirse a través de sus manos. Y, entonces, volvió a sobresaltarse.
Alana había creído ver en el espejo que algo se movía detrás de ella. Giró su rostro, pero no vio nada más que luz en su habitación. Regresó al espejo y dirigió la mirada a sus caderas, a sus piernas, a sus pies. Aún parecían de niña, no estaba muy marcada su cintura y algunas zonas de su cuerpo todavía conservaban cierta adiposidad. Sintió, por un momento, una especie de decepción. Y, en ese instante, se sobresaltó de nuevo.
Otra vez creyó haber visto que algo se movía en el espejo, pero la sensación fue mucho más patente que la anterior y también sus oídos mantenían el eco de unas voces que habían acompañado aquel movimiento.
Alana no perdió tiempo al intentar mirar hacia atrás, sino que sostuvo la mirada en el espejo, justo detrás de su hombro izquierdo. Aunque el corazón le latía de manera acelerada, mantuvo su mirada verde en la imagen del espejo. El horizonte celeste, que entraba por la ventana, se espejaba ante ella; los rayos del sol entibiaban aquella mañana un poco fría; la brisa, que empujaba el perfume del pino fresco; el perfume, que mecía las cortinas transparentes… y allí, con ojos verdes muy grandes, acaso más grandes que su propio asombro, una criatura diminuta que la miraba desde su pequeñez asombrosa.
Alana no se alarmó esta vez. La pequeña criatura le sonrió, tenía todo el aspecto de una mujer, a excepción de su tamaño. ¡Un hada!, pensó o creyó haber dicho Alana. El hada, que observaba a la niña del espejo, tenía los ojos verdes, cada vez más grandes, cada vez más sorprendidos, como si hubieran descubierto el mundo de los humanos, como si el mundo de los humanos hubiera sido un remoto reino propio de los cuentos que su abuela hada le hubiera relatado alguna vez. Pero ahora el hada había franqueado el límite que separaba ambos reinos; ahora había transgredido su mundo natural, con sus leyes y jerarquías, y se encontraba en una tierra extraña, en una dimensión extraña, ante una criatura extraña. Ahora el hada sentía el frío de la proximidad del otoño, la oscuridad de lo verdoso, lo artificial de los espejos.
El hada quiso hablar pero, en cuanto pretendió mo-ver sus labios rectos y diminutos, desapareció. En un abrir y cerrar de ojos, se encontró de nuevo en el país de las hadas, en medio de las flores y el néctar y del secreto de la luz de los jardines. Y sintió una profunda nostalgia por el mundo que acababa de visitar, como si lo hubiera conocido desde siempre. Y el hada retuvo los ojos verdes de Alana —más verdes que nunca, por la repentina intensidad de la luz—, que se quedaron impresos en lo profundo de su esencia feérica, para descubrir que eran, en realidad, un mapa que debía recordar, si quería regresar al mundo de los humanos. Ella, el hada, había visto una dama joven en el espejo y, desde entonces, guardó esa imagen en su corazón, que comenzó a latir al ritmo de otra naturaleza.
los dos caminos
Aquella tarde, el señor Emeri llegó primero que ninguno. Él provenía de la ciudad, de la bulliciosa ciudad rugiente de automóviles, de grandes avenidas, de cielos surcados por aviones enormes, de letreros luminosos, de edificios gigantes que perforan el firmamento, de árboles heridos de muerte que buscan alguna brizna verde con sus troncos mutilados, de pavimento que unta y oculta la vida vegetal.
El señor Emeri llegó a la casa de campo como un hombre de negocios dispuesto a pasar unas cuantas horas, tal vez dos días, con otros como él en un seminario que había organizado la empresa en la que trabajaba. El evento prometía ser muy excitante y, cuando comenzaron a llegar sus demás colegas desde las sucursales de varias ciudades del país, todos se acomodaron en las habitaciones y se distendieron, dispuestos a pasarla bien.
Al señor Emeri le tocó la habitación con el señor Sánchez, que venía del sur, y muy pronto se identificaron, pues ya se habían visto en algún otro evento de la empresa. No sólo había hombres de negocios, también había mujeres de distintas jerarquías en la