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Cuentos de la Niña de Agua
Cuentos de la Niña de Agua
Cuentos de la Niña de Agua
Libro electrónico107 páginas1 hora

Cuentos de la Niña de Agua

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Tláhui es una niña que siempre está haciendo preguntas y fastidia a todo el mundo. Entre las muchas preguntas que hace está la de por qué no puede entrar en el calmécac. Pero como es niña y campesina, no lo tiene permitido. Logra comunicarse con los animales. Primero con un ajolote. Luego tiene una experiencia trascendental en la que la llevan a sentirse árbol y agua. Queda inconsciente y se recupera. Se convierte en contadora de cuentos que el viento o el agua o algún animal le transmite. Esto la lleva finalmente ante el emperador y logra ser sacerdotisa.

Las historias que cuenta tienen relación con la mitología náhuatl, pero con giros no tradicionales.
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones SM
Fecha de lanzamiento18 abr 2018
ISBN9786072428973
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    Cuentos de la Niña de Agua - Arturo Arroyo

    Arroyo, Arturo

    Cuentos de la Niña Agua / Arturo Arroyo; ilustraciones de Ricardo Peláez.. – 2da. edición - México: Ediciones SM, 2018

    Formato digital – (El Barco de Vapor, Roja)

    ISBN: 978-607-24-2897-3

    1. Literatura mexicana 2. Novela juvenil 3. Aventura – Literatura infantil y juvenil

    Dewey 863 P55

    ◯ALIENTOS

    TLÁHUI era perseguida por su mamá que, huarache en mano, quería darle una chancliza por preguntar demasiado. Las dos corrían por las chinampas, a lo largo del canal, hasta que Tláhui vio un ahuejote muy grande y lo trepó.

    —¡Ven acá, escuincla! —le gritó su mamá, muy fuerte, y las personas que había cerca voltearon a mirar.

    —¡No! —contestó Tláhui.

    —¡Ven, te digo! —insistió la mujer, y la gente se acercó para enterarse.

    Tláhui miró a su mamá, con ojos espantados, porque temía el castigo que le esperaba en su casa, y se subió hasta la rama más alta. Desde ahí, miró a los canales de agua, donde navegaban las chalupas, y a la distancia se veían también las chozas de bejuco y palma, donde vivían los campesinos como ella. Más lejos, se observaba además una gran parte de la ciudad anfibia, alzada en medio de relucientes lagos, llamada Tenochtitlan.

    Su mamá finalmente desistió de perseguirla. Después, unos niños se acercaron para lanzarle piedras, pero no la alcanzaron. Mientras tanto, Tláhui se preguntaba a solas: ¿Por qué los templos de los dioses son pirámides? ¿Cómo será vivir ahí?.

    —¡Ya bájate, niña! Vámonos a la casa que me duelen mis callos —le gritó su abuelo cuando fue a buscarla.

    —¿Por qué los templos son pirámides? —preguntó Tláhui, una vez que tocó el piso.

    —Para ascender por sus paredes y alcanzar el cielo —le respondió el anciano. Luego eructó.

    Tláhui se imaginó subiendo los peldaños de los grandes templos, para llegar a una ciudad en las nubes, donde habitaban los dioses, en casas con paredes de estrellas.

    —¿De qué están hechas las estrellas? —preguntó esta vez.

    —Están hechas de fuego —le contestó su abuelo, mientras se encaminaban a casa.

    En el trayecto, el viejo le explicó a Tláhui cómo los dioses habían hecho las cosas que existen, usando como materiales el maíz y el barro. Le habló también de por qué los peces nadan y las aves vuelan. De por qué los niños y las flores crecen. Y de por qué todo envejece. Pero la curiosidad de la pequeña nunca terminaba.

    —¿Por qué? —insistía después de cada respuesta.

    Finalmente, cuando su abuelo ya no pudo contestar, le dijo:

    —Preguntas demasiado.

    —Quiero saberlo todo, como tú —murmuró la niña.

    El anciano negó con la cabeza y le respondió:

    —Nadie lo sabe todo. Yo solo te digo lo poco que sé.

    Cuando llegaron a casa, el abuelo defendió a Tláhui y su madre ya no la castigó. A él sí le gustaba que la niña le preguntara. Entonces, poco antes de dormir, el anciano colocó una estatuilla de la diosa Tonantzin donde Tláhui dormía, para que la acompañara en sus sueños y le diera las respuestas que la niña quería saber.

    Así, en esa noche, Tláhui se soñó a sí misma contando historias como hacía su abuelo, cuando oyó dentro de su mente una voz que susurraba: Ya te escuché.

    —¿Quién habló? —preguntó la niña, aún dormida. Pero antes de recibir la respuesta…

    —¡Tláhui, levántate! —la despertó bruscamente su madre.

    La niña recogió su petate, echó hacia atrás sus cabellos revueltos, y se fue a la milpa para trabajar con su padre.

    Todas las mañanas, mientras Tláhui ayudaba en la siembra, veía a los niños que pasaban camino del Telpochcalli, una escuela donde los entrenaban para el combate. Algunos niños llevaban lanzas de madera. Otros cargaban con mazos que tenían incrustaciones de piedras de obsidiana, llamados macuilli, y unos más practicaban con largas cerbatanas, lanzándoles piedrecillas a los chapulines que encontraban a su paso. A veces, esos niños iban a los acueductos de la ciudad para hacer alguna zanja o para levantar muros, y Tláhui envidiaba lo que ellos aprendían.

    —¿Por qué las niñas no vamos al Telpochcalli? —le preguntó esa vez a su padre.

    —Porque es cosa de hombres —le respondió él.

    Pero la niña no quedó satisfecha y continuó:

    —¿Por qué la gente pelea en la guerra?

    —Para complacer a los dioses —le dijo su papá.

    —¿Y los dioses también se pelean? —continuó la niña.

    —Sí —respondió su padre.

    —¿Es que nadie se lleva bien? —insistió Tláhui.

    Entonces su padre le respondió:

    —Preguntas demasiado.

    Al mediodía, como era la costumbre, Tláhui fue con su madre para reunirse con las mujeres y las niñas vecinas. Se juntaban todas para tejer fibras de palma, con las que elaboraban canastos y petates, y también para platicar. Sin embargo, como Tláhui ya estaba aburrida de hacer siempre los mismos tejidos, interrumpió la plática, y empezó con sus preguntas:

    —¿Por qué las niñas no aprenden lo que les enseñan a los niños?, ¿por qué las mujeres no vamos a la guerra?, ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?

    Nadie respondió. Las demás niñas se alejaron de ella porque se sintieron intimidadas. Las mujeres continuaron con su plática, ignorándola, porque solo sabían cocinar y tejer. Y su mamá le enseñó la chancla, para advertirle que le daría una tunda si seguía preguntando.

    En la tarde, después de realizar sus quehaceres en la casa, la niña acompañó a su padre para repartir los pedidos a las aldeas cercanas. Principalmente el cempasúchil, la flor sagrada, de uso común en diversas ceremonias.

    Durante el camino, a bordo de una chalupa llena de flores, Tláhui comenzó de pronto a hacer otro tipo de preguntas:

    —¿Ya llegamos? … ¿ya llegamos? … ¿ya llegamos? —Ya casi. Sé paciente —le pidió su papá.

    —Quiero hacer pipí —respondió Tláhui.

    Su padre hizo un alto en el camino para que Tláhui lo hiciera, y en seguida reanudaron la marcha. Pero ese día fueron más lejos que de costumbre, hasta una serie de viviendas cerca del río. Y, mientras el papá hacía el trueque con los aldeanos, Tláhui caminaba por la orilla, arrojando piedras al agua y persiguiendo a las ranas. Pero, al observar con atención el curso del afluente, le pareció muy raro que las aguas del río no fueran plácidas, como las de los canales que corrían enfrente de su casa. Se detuvo para mirar al caudal y preguntó

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