Para despedir al abuelo
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Para despedir al abuelo - Alejandro Sandoval Ávila
Primeras señales
YUYA se había dado cuenta hacía algún tiempo. No pensaba decírselo a nadie. Algo estaba cambiando rápidamente en el abuelo.
Prefería estar cerca de él todo el tiempo posible: se quedaría a comer con los abuelos casi todas las veces que se lo pidieran y aceptaría los paseos que él propusiera. A fin de cuentas la abuela cocinaba muy sabroso y él era un caminante infatigable. Estaba decidida. Era lo menos que podía hacer.
Recordaba muy bien una visita del abuelo cuando ella estaba aprendiendo a escribir y no podía dibujar la a manuscrita; no la de molde, sino la otra, para la cual había dicho la maestra que el trazo era una semillita con una patita. Y eso a ella no le cuadraba: ¿cómo una semilla iba a tener patas? ¿Y solo una? ¿Para qué le serviría? Para dar lástima y nada más: si lo intentaba, apenas podría moverse. Además, las semillas no deben moverse, hay que sembrarlas (esa misma maestra los había hecho cultivar un frijol en algodón húmedo, y cuando comenzó a germinar lo trasplantaron a una maceta y luego casi todos los compañeros de su salón tuvieron una planta que cuidar; solo a los más descuidados no se les dio nada: ni siquiera germinó el frijol porque de seguro ni habían humedecido el algodón).
En todo caso, aquella tarde llegó el abuelo y la encontró a punto de llorar, sin saber cómo conseguir los trazos deseados. Primero le hizo notar que no tenía bien tomado el lápiz (menos mal que fue él quien se lo dijo y no la maestra). Y le aseguró que esa letra, una vez bien trazada, más bien podría parecerse al pico del cuervo que veía en las caricaturas, alzado y con una sola plumita, como de barba. Eso a Yuya le pareció simpático, y el trazo salió, si no perfecto, por lo menos para llenar la plana de esa misma letra y cumplir con la tarea.
Al día siguiente, a la maestra no le hizo mucha gracia enterarse de esa otra posibilidad para trazar la letra, que agradó a sus alumnos más que la que ella había usado por varios años. Aun así, la dio por buena.
A Yuya le fascinaba el taller del abuelo. Era un espacio que le parecía inmenso, no por su tamaño en sí, sino por la cantidad de herramientas y cosas que contenía. Podía pasarse horas mirando los utensilios que había en un enorme baúl verde con varios entrepaños. Los abría uno por uno y se quedaba mirando todos los instrumentos. Eso le agradaba más que ver el muro recubierto con triplay en donde estaban pintadas en blanco las siluetas de las herramientas que debían ir en cada sitio; allí se colocaban las de uso más frecuente. Solo había algo inaccesible para ella y que le causaba una curiosidad constante: un maletín negro parecido al del médico de la familia, situado en una repisa alta. Cuando le preguntó, el abuelo le dijo que eran
