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Cuerpos de desecho: Narrativa
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Libro electrónico223 páginas2 horas

Cuerpos de desecho: Narrativa

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Descubran una novela emocionante sobre la vida de una adolescente al margen de la sociedad

Iacop, Iac, un adolescente que ha crecido demasiado deprisa, vive al borde de un vertedero que conoce al detalle. Para él es un recurso, un lugar donde encontrar todo lo que necesita para sobrevivir y soñar. A su alrededor se mueve un grupo de existencias abandonadas, desechos humanos pero con su propia dignidad particular. Mientras la vida en el vertedero prosigue a su ritmo, fuera de él el caos emocional de las existencias normales busca un equilibrio, el mal gana terreno sacando ventaja.

Cuerpos de desecho es el reflejo de una sociedad que vive su declive sembrada de ruinas, ya sean de cemento, de agujas infectas o de sentimientos podridos. Y esencialmente de indiferencia y superficialidad.

EXTRACTO

Podías tocar el arpa en sus salientes costillas. Tal vez hubieras tropezado en alguna arruga de piel, un grumo, una excrecencia. Después la fastidiosa sensación de encontrar la materia áspera pasaría en seguida. La piel lisa, que te imaginabas clara por ser delgada, te habría llevado velozmente desde el fino cuello hasta las orejas, blandas, lanuginosas, con el borde extremo quebrado por batallas: mordisquitos, costritas, rasgos sedosos y ásperos.

Los móviles ojos eran saltones, por la delgadez de la larga nariz, que exhalaba humedad por las ventanas, listas para calentar.

LO QUE DICE LA CRÍTICA

Bucciarelli es una escritora madura, sus novelas de lenguaje preciso y cortante dejan huella y los temas que trata siempre conciernen a los aspectos más oscuros del ser humano. - La Republica

Una novela que es un símbolo de nuestro tiempo. Un libro importante que sigue la metamorfosis de una autora alerta, que no tiene en cuenta las catalogaciones de género. - Il Corriere Nazionale

He entendido que el negocio de la gestión de los residuos (Ecomafia) es tan poderoso que requiere que sea considerado una cuestión de emergencia. - Liberazione

Me he dado cuenta de que lo que más se globaliza en este momento es precisamente la basura, los desechos, los escombros. Pensé por lo tanto que el vertedero podría ser una gran metáfora. Estas montañas de desechos pueden ser el centro desde el que recomenzar a construir. - Corriere del Ticino

SOBRE LA AUTORA

Elisabetta Bucciarelli es dramaturga, periodista y escritora en Milán. Como periodista ha colaborado con diversos medios ocupándose de actualidad, cine, arte, psicología y nuevas tendencias. Es autora de numerosos guiones cinematográficos y televisivos y escenógrafa de varios filmes (premiada como escenógrafa en la 53 Muestra de Cine de Venecia). Ha publicado varios cuentos, ensayos y obras teatrales (algunas posteriormente adaptadas al cine), pero desde 2005 se dedica casi exclusivamente a la narrativa. Es conocida por sus novelas negras, género por el que ha recibido el Premio Scerbanenco 2010 y el Premio Franco Fedeli 2009. Su novela Cuerpos de desecho ha sido todo un éxito de ventas en Italia.
IdiomaEspañol
EditorialDemipage
Fecha de lanzamiento9 jul 2015
ISBN9788492719587
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    Cuerpos de desecho - Carlos Manzano

    Manzano

    a Francesco

    Todos somos

    el desecho

    parcial o total

    de alguien.

    1

    Podías tocar el arpa en sus salientes costillas. Tal vez hubieras tropezado en alguna arruga de piel, un grumo, una excrecencia. Después la fastidiosa sensación de encontrar la materia áspera pasaría en seguida. La piel lisa, que te imaginabas clara por ser delgada, te habría llevado velozmente desde el fino cuello hasta las orejas, blandas, lanuginosas, con el borde extremo quebrado por batallas: mordisquitos, costritas, rasgos sedosos y ásperos.

    Los móviles ojos eran saltones, por la delgadez de la larga nariz, que exhalaba humedad por las ventanas, listas para calentar.

    Ahí está en lo alto, ahora lo ves, está de perfil y camina despacio, pero sin pausa: nervioso, impaciente. La columna vertebral es como una escala armónica. Puedes contarla con los ojos. No distingues del todo las piernas: delgadas como palillos, parecen moverse con impulsos consecutivos y te parecen una sola, única. Ahora se detiene, jurarías que es un perro macho, fácil de deshuesar, bastaría un cuchillo que corte bien, como los del pan, un perro todo costillas, orejas, cuello, un perro con cola estrecha, sin rizos. Arranca algo del montón y tira, como si fuera un trapo, un juego. Sigues mirando y ves que arranca otra vez y desgarra con sus blancos dientes. Hace jirones, agita, con manchas amarillas y el hocico pringado. Lo ves perro, pero lo concibes hombre. No es tanto la forma cuanto la predisposición más bien: ese buscar sin pausa aparente, silencioso y a solas. Te acercas despacio, para que no te oiga. Él se detiene y, sin siquiera mover los ojos, ha advertido tu presencia. Ha notado tu olor entre los demás. Es su naturaleza, que no cede, no sucumbe ni siquiera a esa disolución de ruinas y escombros, de desechos, restos y residuos que te rodea. El hambre sigue ahí. De nada ha servido la comida arrancada a la tierra, al montón indistinto, ni siquiera ha servido para llenar una porción de ese vientre talega. No ha servido para reajustar el olfato. Sigue centrado en la comida, sin distinguir las órdenes. No impone la necesidad de buscar refugio ni desencadena el instinto sexual.

    El perro se detiene y después vuelve a empezar: tira con más fuerza, parece un jirón de goma, vuelve a tirar, arranca un trozo, le hinca los dientes, lo traga y de nuevo, vuelta a empezar, se aferra a la base, hasta perder el equilibrio. Vuelve a ponerse en pie y mete el hocico en la bolsa de un verde ácido apenas desenterrada, una papilla gelatinosa que se extiende como una mancha y se extiende: líquido blanco y denso, trozos de algo, analogías animales, desechos, entrañas, grasa.

    Lo has llamado Nero.

    2

    «Eres insólita; eso es: insólita», dijo el muchacho mirándola a los ojos.

    Tal vez fuera el más hermoso cumplido que la muchacha había recibido jamás. Estaba jugando con esa palabra que ya vagaba en la memoria: insólita. Lo que no sabía aún era qué hacer con ella. El muchacho estaba tumbado cuando se tropezaron y ella ni siquiera lo había visto. Estaba conteniendo el aliento para no respirar el hedor del aire y, mientras la falta de oxígeno estaba alcanzando el nivel de alarma, había tropezado con algo desconocido y casi se había caído al suelo. Eran las piernas del muchacho, que ni siquiera parecían partes de un cuerpo, sino más bien un leño atravesado y trapos que lo cubrieran, sucios, desgarrados. Él se había puesto de pie casi de un salto y le había alargado la mano. Podía parecer que le pedía limosna, ella había pensado que estaba allí, y tendido, para eso, pero no era así.

    Al paso de la muchacha, una atracción atávica, muy masculina, lo había reavivado desde su punto de observación: la tierra, el nivel que nunca se toca, el bajo. Estaba al ras del suelo para sentirlo bien, hombros, glúteos, talones, puntos de contacto adherentes, precisos. Desde luego, no era la primera vez que la observaba transitar por la acera. Nunca había logrado comprender la regla de aquel paso, si volvería –y qué día– a producirse: la única constante le había parecido el horario. Podía suceder al comienzo de la semana, al final o el miércoles, pero siempre en las primeras horas de la tarde.

    El instinto sano de la muchacha la había movido a estrechar la mano tendida. Al volver a su casa, se había dirigido al cuarto de baño y había abierto el intenso chorro del agua caliente. Se la había restregado largo rato hasta enrojecerla, para no dejar rastro –ni el más mínimo– de aquel contacto extraño, tan directo y germinante con probables causas virales, estafilococos y gram positivos.

    El muchacho se llamaba Iac.

    La muchacha, Silvia.

    3

    El zigurat formaba un bastión de control por el lado izquierdo. Sadam el Cojo estaba sentado en el primer escalón, no conseguía trepar sin la ayuda de al menos otros dos, pero, una vez que llegaba a la cima, permanecía horas solo, mirando el horizonte, por todos lados. Los estratos eran cinco, superpuestos uno sobre otro, y formaban una pirámide perfectamente simétrica: la primera de diez, alineadas y listas para su uso. Los habitantes del vertedero saltaban sobre ella cuando tenían buena disposición de ánimo. Había poco que encontrar, la compresión ya había vuelto todo homogéneo, pero, aun así, siempre podía ocurrir que se soltara algo útil: de las zonas off limits sobre todo, las que quemaban a escondidas, en las primeras horas de la mañana, cuando nadie lo vería ni lo olería, salvo ellos, los habitantes de la zona viva: Sadam el Cojo, Lira Funesta, Argo Zimba y Iac, heterogéneos por edad y procedencia, pero estables en el territorio, cada cual con su barraca propia: la casa, como la llamaba Sadam; la cueva, en el caso de Argo; y el refugio, en el de Iac. En cambio, Lira Funesta estaba en tránsito provisional, no había decidido aún abandonar el sólido techo de la casa materna. Iba y venía.

    El zigurat permitía siempre observar la superficie desde arriba. En el último escalón se lograba incluso comprobar la llegada de los camiones. El vertedero abarcaba varios kilómetros, tal vez siete, y en teoría debería haber permanecido dentro de los confines del muro, pero en la práctica llegaba casi a lamer los termovalorizadores. En el suelo, en la parte occidental, la de los zigurats, como la había llamado el turco, estaban los residuos ya tratados, en hermosas porciones cuadrangulares, mantenidos juntos y compactados como si fueran ladrillos de construcción. Sadam sostenía haber visto en el folleto de una agencia de viajes templos antiquísimos con esa forma arquitectónica idéntica: montañas sagradas desde las cuales se dominaba el mundo. En la zona llamada la pútrida, rasante con el muro del Norte, estaban amontonadas las bolsas deshechas, las caldosas y marcescentes, junto con otro material no precisado. Limítrofes con la pútrida, hacia el centro del vertedero, quedaban apoyadas las bolsas de los cubos de la basura íntegros, unos sobre otros, coloreados y chillones con sus olorosas hinchazones, pero también sólidos y puntiagudos. Todo el resto era anarquía. El conjunto creaba un panorama heterogéneo y globalmente efervescente, en el que volvías a encontrar la Mesoamérica, la India y la Argentina. Te parecía volver a ver África y Sicilia, Egipto y el Brasil. Sombras de gaviotas, excavadoras y excavaciones, memorias casi de otros tiempos.

    4

    Sadam el Cojo estaba sentado con las piernas penduleantes en el punto más alto del vertedero. Recitaba de memoria letanías incomprensibles y con frecuencia simulaba la llamada de un almuecín. Sabía muy bien el italiano. Era de pelo obscuro y de tez morena, no demasiado alto, pero fuerte, pese a tener una pierna más corta que la otra. Según había contado, había sido la poliomielitis la que lo había reducido a aquella condición, a él, tan apuesto, tan capaz para comerciar con alfombras en el mercado de Estambul, tan veloz para entrar en la mezquita cuando debía, tan querido por las muchachas. Luego llegó la enfermedad. Nadie había entendido su lacrimosa y trágica historia médica, sólo el final, cómo había quedado: en condiciones para barrer y eliminar la vida anterior y dejar un presente por reinventar, pero no en su tierra, donde se veía señalado y compadecido por familiares o conocidos. Lo llamaban «el Cojo», pero sobre todo lo trataban como a un cojo. En su estado, no habría tenido otra posibilidad que la de pedir limosna en los bordes de las calles. De modo que Sadam se había embarcado con destino a Italia, porque había pensado que un Estado con forma de pierna tal vez pudiera devolverle alguna esperanza. Entre los desechos, se había creado una casa, como si fuera una vivienda de verdad, reuniendo objetos de colores y acumulando un discreto número de utensilios necesarios para su gran pasión: la cocina.

    Durante el día, saltaba de un lado a otro, hundiendo la muleta en las partes blandas de los desechos tratados. Después, cuando llegaba la hora apropiada, entre las diez y las doce de la mañana, se volvía el vigía oficial. Su misión era la de gritar a la llegada de las bestiazas, los grandes vehículos de transporte que mezclaban, descargaban y desplazaban las enormes masas de residuos urbanos. Eran excavadoras enormes, las mayores de las cuales entraban una vez al mes y preferían transitar por la parte de los residuos no tratados. Mezclaban los papeles, movían las montañas de material indiferenciado y creaban nuevas disposiciones y deposiciones. Elevaban y desplazaban. A veces destruían y enterraban, pero otras veces ofrecían posibilidades inauditas: como cuando resurgió una bombona de gas, de las de camping. Sadam había conseguido una caja de cuscús en el comedor de los pobres y, con los restos de la verdura recogidos en el mercado hortofrutícola y los copos, había cocinado un tabulé.

    5

    A Iac la verdura nunca le había gustado o, mejor dicho, siempre había comido sólo los tomates rellenos que cocinaba su abuela. Cuando los recordaba, le entraba melancolía, un acceso de hipo ligero e insidioso, que le dejaba secuelas durante horas. Recordaba cuando desde la ventana lanzaba los huesecitos de pollo atados con un hilo blanco. Esperaban juntos la llegada del trolebús y apostaban sobre cuál de ellos aplastaría los huesos. Su abuela apostaba sobre toda clase de cosas y contaba historias de sesiones espiritistas. Después enfermó. El abuelo se volvió loco, se metió en la cama y no volvió a levantarse. Al menos eso le había contado su madre a Iac. Pese a todo, en aquel momento seguían siendo una familia, sí, estaban aún a salvo. Después sucedió algo que descabaló las cartas, algo que aún no conseguía comprender del todo.

    6

    Con el dorso de la mano, Iac había tirado al suelo la muleta de Sadam. El trozo de madera había acabado en la base del zigurat y ahora el turco no tenía otra opción que la de arrastrarse de un escalón a otro para recuperarla.

    «¿Qué te pasa, amigo?»

    «Nada», dijo Iac.

    «No te creo. Tu cabeza sigue alejándose del presente, lo veo, ¿sabes? Tráela otra vez aquí, con nosotros».

    Iac no dio un paso y observó a aquel hombre esforzarse, con los brazos, que se aferraban a los bordes de los residuos comprimidos, y las manos, que inevitablemente estaban cortándose con el plástico prensado. Bajaba deslizándose y en seguida ganaba un escalón, no parecía acabar nunca. Iac hizo un esfuerzo inmenso para no ayudarlo y se forzó a permanecer impasible.

    «Pásame el palo, Iac, y después vamos a comer en mi casa: nada de verdura, te lo prometo; he conseguido una lata de atún aún bueno».

    El atún no estaba nada mal como perspectiva y la excusa que le parecía excelente para recuperar la muleta y pasársela a Sadam, que lanzó un suspiro de alivio.

    «Gracias, amigo; ahora vámonos, que hay que llenar la tripa como Dios manda».

    Iac permaneció en silencio y siguió al hombre manteniéndose a un paso de él. Llevaba una mochila en bandolera y en la mano una bolsa llena, de la que sobresalían varillas de paraguas, trozos de madera y una oreja de peluche rosa shocking.

    «Ven delante, que no consigo hablarte sin mirarte a los ojos. ¿Sabes que quien no mira a los ojos es peligroso?»

    También Iac lo sabía, le había ocurrido varias veces, pero una en particular que nunca conseguiría olvidar. Había sido cuando su madre le había comunicado dónde había acabado su padre. Mantenía la mirada gacha y no había forma de aprehenderla, en modo alguno. Un golpe repentino le impidió seguir con el pensamiento.

    «¡Eh! Pero, ¿quién…?» El muchacho se volvió de golpe, al tiempo que se llevaba la mano a la nuca. Perdía sangre. Sus ojos empezaron a escrutar por todos lados, pero no se veía a nadie.

    «Lira, cabrón, que es lo que eres, sal, que te voy a matar a golpes».

    Un muchacho de su edad salió de detrás de un contenedor arrugado: pelo rojo como el fuego, poco y ralo, con la cara cubierta de pecas. Era bajo y robusto, con un diente de delante mellado.

    «Te he acertado con los ojos cerrados», dijo riendo como un gamberro, mientras Iac recogía la piedra y se la enseñaba a Sadam. El turco levantó al instante la muleta y estuvo a punto de perder el equilibrio y caerse. Entretanto, el muchacho se había reunido con ellos.

    «Estoy nervioso, hoy he ido a la escuela y a esos mierdas de mis compañeros no los soporto».

    Por lo general, cuando Lira monologaba con sus pensamientos, nadie le respondía, conque prosiguió solo: «¿Qué hay por aquí?»

    «Hay que, como vuelvas a hacerlo, te mato. ¿Ves cómo me sale la

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