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El Cirujano del Cielo
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Libro electrónico453 páginas7 horas

El Cirujano del Cielo

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Alguien nace en un cementerio a los treinta años de edad. En el transcurso de ese nacimiento comprende tres irrebatibles certezas: ha perdido su nombre, ha sido devuelto a la vida para despedirse de toda la Maravilla que habitó su existencia y el 1 de octubre desaparecerá del mundo, con lo cual dispone de los tres meses de verano para despedirse, concluir la Aventura y desaparecer, eso sí, sonriendo.
Este es el punto de partida de El Cirujano del Cielo, un viaje sin posibilidad de retorno al final de la narratividad, una Odisea postmoderna tras una Itaca ambivalente e inalcanzable, y la esperada conclusión a la supuesta trilogía conceptual de Alberto Trinidad, que se inició con Minorías de uno y continuó con El Arquitecto de Atmósferas. Una poliédrica experiencia tras la cual nunca nada volverá a ser lo mismo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 may 2013
ISBN9788415528135
El Cirujano del Cielo

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    El Cirujano del Cielo - Alberto Trinidad

    T.)

    Prólogo

    Atravesados por una suerte de púrpura, temblores de azul desvanecido aborrecen lo distanciado; despliegan su entraña carmesí, humedecida por los fragores de quién sabe qué nubes, y ceden ante el encanto ceniciento del crepúsculo.

    La primavera se inflama, sus humores envejecidos descienden desde lo alto como niebla pasajera que viste las primeras horas de la noche, las últimas horas de la tarde. El silencio acontece tras una bocanada de vacío y se arrastra sobre esa vaharada hueca aunque teñida de lo absoluto; se impregna en la tierra mojada y se mezcla con el olor que emana de ella: el de la tormenta recién acaecida, el del Diluvio universal desplomado. Todo ha ocurrido y huele a su ausencia, intensamente.

    El leve ajetreo de las ramas de los árboles apoyándose en el aire distrae la composición inarmónica de lo que no se escucha ni desde lejos, pero que se respira. La tragedia, lo que ha evacuado de sí el sufrimiento tras agotarse hasta de sí mismo, ha escupido esta calma. La primavera se deshace, la eternidad se tambalea; calma, calma… Ya, todo, ha pasado. Nadie.

    La verja del cementerio chirría; el polvo y las arañas decoran de tiempo olvidado las balaustradas rotas. Los grillos sienten escalofríos ante el rechinar de la verja del cementerio que se abre y se cierra y se cierra y se da de sí mientras se desgañita la bisagra que ya no sostiene a la verja. El sendero que nace de la puerta de la verja se enmaraña en las enredaderas que lo cubren y lo convierten en una alfombra de hojarasca descuidada: nido o almacén de microvida infecta, de insectos moribundos. Y más senderos que cruzaran el primero o divergieran de él se pierden bajo lo que crece apartado de la vida, o alimentado precisamente por ella para seducir a la muerte.

    Los árboles agitan sus ramas, chirrían las hojas. La verja que circunda el cementerio asume su carga, su peso, su inutilidad, y se integra en el escenario vegetal. Las copas de los árboles más altos se llenan de niebla, que desciende iluminada por luciérnagas ebrias de oscuridad, y por el reflejo decadente de la noche púrpura que sella el ocaso de la primavera. Las copas se vierten… Y nunca.

    Desperdigados, los sepulcros son reptados por lo que enreda los caminos, por millones de minúsculas patitas de insectos que huelen la muerte y la saborean y la seducen porque forman parte de ella. La distancia prudencial entre ellos denota cierto decoro fingido que bajo tierra no existe, ni por asomo. La tierra está mojada, su olor se despereza y envuelve a la niebla circundante que oculta lo lejano, lo habido. Porque todo está muy lejos.

    Al apoyar la mano en esa tierra, sus fosas nasales se reactivan. Hay hojas descuartizadas entre sus dedos, y piedras, piedras pequeñas que sacude. Respira el olor de la tormenta vencida antes de escuchar el silencio vertebrado de vacío y teñido de totalidad, porque cuando uno despierta, el sentido del oído es el último que regresa a casa.

    La tiniebla púrpura hace que le escueza la vista. Tiene colocadas sus rodillas sobre el entramado de piedra, tierra, hojarasca y quietud que ha sido su lecho. Si hubo caminos, senderos, bajo esa cama pedestre, nunca lo recordará, y nadie.

    Las manos inspeccionan el rostro. El murmullo de lo finalizado distiende las sombras que su cuerpo proyecta, informe, en las lápidas que la niebla derramada lame; y ese murmullo se trenza con lo silenciado, y exhala penumbra ociosa que busca a tientas lo vivido.

    Se apoya en una de las lápidas y, finalmente, se yergue abstruso demoliendo un ángulo virtual que la geometría inocua de ese lugar describe de forma azarosa.

    Restos exangües de aquello que lo acompañara cuando se hallaba tumbado en la tierra descienden por su cuerpo. Guiña los ojos, la fosforescencia templada y húmeda que le rodea palpita como la mirada intermitente de un faro desterrado naufragando en la madrugada. Por eso guiña los ojos; le escuecen. Las contracciones de la niebla purpúrea le sacuden. Vacila sin moverse. Se apoya en lo que entiende es su pensamiento y respira. Solo. Lo que una vez fue una tormenta ahora recorre, diluida en desangradas motas odoríferas, su sentido del olfato. Retiene la esencia, mastica el sentido, reinterpreta el estigma. Nada y nadie.

    En cuanto lo ejecuta, olvida de inmediato el primer paso; sólo el segundo comienza a permanecer vagaroso en la memoria de los actos. Los actos. No. Una ráfaga de silencio concentrado le roza la piel; la siente como viento, es como el viento. Viento púrpura.

    Camina por entre las lápidas, por la maleza crujiente cuyo eco se rememora a sí mismo bajo lo vegetado, bajo la decadencia; camina sobre los senderos olvidados, muertos, escondidos y destrozados; se tambalea de una a otra por las lápidas que acompañan su lento caminar y en las que deja reflejada su sombra, como el esputo de una lágrima seca sobre un cenicero.

    Avanza. Nunca. La distancia y la lejanía se abrazan y no se tocan: exprimen lo que les separa el tacto donde nunca, y se olvidan de su abrazo; donde todo, todo. Y avanza así. Entre lo que se ha enredado y omite los caminos.

    Camina, se toca la frente; se toca… Y avanza. Una puerta desvencijada derruye su tránsito; mal ocultada entre troncos de árboles enfermos, permite el acceso a una cripta. Las raquíticas y desnudas ramas, como cadáveres de brazos, le sugieren con gestos trémulos que entre. Al apartarla para internarse en ella, una de esas escuálidas extremidades se parte en huesos; los fragmentos caen a la tierra húmeda donde crece golosa la carencia: abundante en sus pies, gime y se jacta de dominar lo que corrompe y deshace. Casi la deja atrás cuando entra en la cripta. Nada la ilumina; nada salvo el latido arrítmico y cansino de una luz sucia que proviene directamente de las propias paredes de la cripta y que le permite ver su interior. Late sin latido, cada pulsación es un vacío: la aspiración hueca del que respira donde no hay aire, ni oxígeno. Sucia; a la tercera o cuarta palpitación comprende cómo se ajusta esa arritmia a lo que en su sien, a lo que en su muñeca, a lo que en su pecho. El vacío. Sucia luz enmohecida alumbra mefítica seis tumbas viejas y carcomidas. El calor ahoga a la atmósfera angosta que le asfixia. Boquea como un pez pescado en la intemperie del abismo. (Boquea como aquel ángel caído en tierra amargamente expulsado del cielo). Boquea en la irrespirable atmósfera comprimida, corrompida y adulterada. Y si sólo oliera la muerte…

    Cae de rodillas; un legamoso limo de jugos humanos le moja las rodillas, las piernas. Boquea. El pulso de la indecente luz deslucida ilumina esas seis tumbas a intervalos de espanto, deletrea lo que respira. Todo ha pasado. Todas las heridas del mundo son ahora un solo estigma cicatrizando. Seis tumbas y un golpeteo: aun así, ni la rota puerta inútil de la cripta, ni los frágiles filamentos temblorosos de los árboles envejecidos, ni el ronroneo de los insectos eructando muerte, ni la verja, ni la puerta de la verja en equilibrio lacerante sobre sus bisagras hastiadas, ni susurros… golpetean. Seis tumbas y el golpeteo. Golpetea lo que se remueve en el interior de la tumba; golpea, golpea y se remueve y golpea en el interior de la sexta tumba, la última, la más nueva. Golpea a un lado y a otro lo que en el interior se remueve y golpea… Golpeteo. Él se acerca con la mirada pero huye con el pensamiento. No se está quieto lo que golpea desde dentro de la tumba, pero tampoco desea salir. Sólo golpetea y golpetea. Retumba y zahiere con ese sonido al comprimido ahogo que inunda la cripta. No puede salir, sólo golpea al chocar con las paredes desastradas del ataúd que habita para siempre y en el que no tiene la decencia de morir. Él esquiva el peso de lo que escucha porque ya no. Avanza zarandeándose. La suciedad que late e ilumina la cripta le corroe las venas mientras su sangre es expulsada hacia sus sienes, su muñeca, su pecho.

    Avanza y cruza las tumbas alineadas en su corazón (sí, en su corazón), el golpeteo se clava profundo e indolente en los poros de una piel que siente como ajena en su cuerpo, pero que absorben ese golpear (y si agudizara el oído escucharía gritos, llantos, gritos, sollozos, alaridos, llantos, ¡gritos!…).

    De un rincón de la cripta (¡de su corazón!) surge un pasadizo que no conoce, una estrecha gruta que no está en la cripta pero que surge de ella y por la cual camina, aunque no demasiado, porque enseguida se acaba.

    Hay un mausoleo, es el gran mausoleo de lo que fuera su vida; todo está allí, reducido al más angosto y nimio de los vacíos. Él no mira; no mira porque no hay nada que ver, no hay nada. Un sarcófago abierto, una lápida, más de una lápida donde no encuentra ningún nombre. Se contrae. Empieza a tener frío. Su pensamiento es un marasmo de divagación contenida. Todo ha pasado y su pensamiento no se ajusta a ello. Vuelve a contraerse, se encoge. Tiene frío. Un sudor gélido le empapa la piel. No puede seguir viendo ese lugar tan reconocible y lejano, tan absurdo. No puede; no puede quedarse allí. Huye, a trompicones abandona el mausoleo y la gruta, escupido se abalanza en medio de la cripta que aún palpita con mayor descontrol, con mayor velocidad, como lo que se le detiene dentro. Y golpea, golpea la que no muere en el interior de la sexta tumba de su corazón mientras huye; se precipita afuera de la cripta atravesando la puerta destrozada y con los oídos saturados de ese golpeteo. Cruje la hierba cuando cae sobre ella, sobre los huesos quebrados de las ramas que le invitaran a acceder a lo que tanto muere en él. La niebla púrpura le recoge. Se contrae con meticulosos espasmos que le achican.

    El silencio, el vacío, la lejanía, la distancia y la totalidad ahora son tan sólo un silbido que se mece a través de la tiniebla esponjosa que lo arrellana. Se agacha, se retrae. Nada escuece ya, nada. Nada de nada. Contracciones; el sudor frío se vuelve templado y jugoso. Se encoge, la niebla perezosa inyectada de púrpura amable lo envuelve como una matriz portentosa. Calor. Está desnudo; su ombligo se une, a través de un carnoso filamento de olvido prematuro, a una caducada placenta integrada en esa matriz carmesí que lo tiene. Balbucea el cielo, tartamudea el clamor final de la primavera agonizante. El útero empuja hacia fuera. La matriz en la que se ha convertido aquella niebla que descendiera de lo alto no puede retenerlo más. Contracciones finales; dilatación inusitada de espasmos vacíos y últimos de los que se nutre lo que púrpura empuja. No grita, no llora; enjugado en una capa húmeda de membrana amniótica se desliza por entre la niebla suspendida en el aire, en el cementerio. Y cae. El cordón se rompe. La placenta cae tras él y envejece, pierde su sentido; se deshace y desaparece.

    Él, desnudo, se limpia el líquido pegajoso que le cubre con las hojas que arranca del suelo. Mira la distancia, el reflejo dudoso de lo real retrotrayéndose; la niebla disipándose sin forma, lentamente acunando en su vientre vacío las generaciones postreras del silencio, cantándoles las canciones de cuna que se olvidan mientras se difuminan en el aire, entre ráfagas de viento caliente, de mortaja primaveral. Él mira ese extraño color púrpura desvaneciéndose, el contorno curioso de su movimiento en el espacio antes de ejecutar ningún acto. Siente cada órgano, cada molécula, cada partícula de lo que es y lo compone, como si fuera la primea vez. Advierte la dosis de vida inyectada insuflándole las arterias, las venas del pensamiento, del mismo modo que comprende su caducidad. Y en su cara, mientras alza los brazos veleidosos, se atusa el cabello y estira sus manos hacia el cielo, una sonrisa pertinaz asoma, asoma, asoma…

    —He nacido. He nacido por última vez. Tras la carencia absoluta de vida, he nacido de nuevo. De nuevo, para desaparecer del mundo, para despedirme de la Maravilla. Para…

    Su voz se quiebra, se llena de aire, del oxígeno nuevo que atiborra sus pulmones y le atraganta. Tose, ríe y tose.

    —… Ya habrá tiempo para hablar de ello.

    La noche todavía permanece indeleble en el corazón mismo de la madrugada. Una manada de grillos hace acto de presencia y tiende su cántico atemporal en el manto deshilachado de lo silenciado.

    Y decide caminar, encara lo trazado bajo la espesura vegetal, y sortea las lápidas como puede, sin prestar demasiada atención. La verja, cuyo chirriar deslavazado se somete sin pugna al agudo esparcimiento de los grillos, se mueve a la espera.

    Camina; la vista se le dobla ante una presencia que le observa, agazapada tras una de las lápidas. Se aproxima con cautela. La presencia se yergue sin complejos y le mira fija y gélidamente a los ojos. Es un hombre pelirrojo, de extraña nariz roma y lechosa piel cubierta de pecas: un extranjero. Ninguno de los dos reacciona. Despacio, el pelirrojo, sin variar un ápice su semblante rígido y despreocupado, se vuelve y se marcha; desaparece literalmente entre la frondosidad de la madrugada arbórea, los reflejos disidentes de la realidad.

    Él se aproxima a la lápida tras la cual había emergido el pelirrojo, tanteando en la atmósfera, adaptándose todavía, con esfuerzo, a su nueva condición de nato. Examina el lugar. Observa y encuentra entre hierbajos anaranjados algo que ha debido caérsele al pelirrojo… Es un libro, un cuaderno, un cuaderno de bitácora. Lo abre; está en blanco; pero en cada hoja desgastada aparece una fecha: la primera es el 21 de junio, y la última, el 1 de octubre.

    —Empiezo a entender, empiezo a saber adónde me dirijo y de cuánto tiempo dispongo.

    Un impulso de sus ojos entreabiertos canaliza la mirada hacia el nombre de la lápida, perfectamente delineado hurgando la piedra: Gustav von A.

    La verja le aguarda para expulsarlo del cementerio. La primavera comienza a morir.

    —Acabo de nacer, nuevamente y por última vez. He nacido en un cementerio a los treinta años de edad, pero ¿dónde está mi nombre?

    El verano da a luz.

    —¿Dónde está mi nombre?

    La verja del cementerio…

    CANTO I

    La madrugada arropa la embarcación en una lona esférica de oscuridad y silencio.

    Episodio I

    Azul tremendo desde lo alto incide luminoso (¡el sol!) en la superficie marina que destella con los reflejos del sol. El azul viste y observa, atento, al que camina por la cala refugiada entre rocas; al que camina con un cuaderno en la mochila y el final de una aventura en la entraña recién recompuesta, al que palpa el entorno y advierte la degradación de aquello que se alejará para siempre, ya para siempre. Lo palpa con sus manos, recién amanecidas, que apuntan al ocaso temprano de lo que le espera. Pero aún queda mucho tiempo, más de tres meses. Y tanto que sentir…

    Camina sobre la arena caliente. El socaire de las rocas del inmenso acantilado recita baladas a ras de ráfaga veraniega. El que camina empieza a sentirse cómodo con su cuerpo; la piel ajustada a los huesos le resulta confortable, incluso la respiración se expande armoniosa desde sus pulmones a su nariz, desde su nariz al exterior azulado que lo envuelve y lo acuna en su primer día, tras haber vuelto a nacer después de haber sido abandonado por la vida y execrado del mundo. Allí…, en ese reducto hermoso, incluso la ropa le sienta bien. Camina descalzo. Se adapta despacio a su caminar, a medida que lo hace: caminar. Y descubre que disfruta del acto de ejecutar un paso detrás del otro, sobre la arena caliente de una cala alejada. Y en el transcurso de sus pasos, recuerda… Rememora por un momento el mundo donde vivió, el mundo…, el mundo…

    Se aparta con la mano el pelo de la cara; la ventisca breve alborota su largo cabello y lo arroja sobre los ojos. Se rasca la mejilla, la barba incipiente. Sonríe al pensar en su barba un día después de haber nacido. Todavía, de vez en cuando, debe arrancarse de la piel alguna costra de líquido amniótico. Camina hacia la orilla; la sonrisa del mar se le abalanza; y las olas. Se agacha. Las olas, las olas, unas detrás de otras, se impulsan sobre él como gatos, como gatos. El que se ha agachado en la orilla sonríe, en una mueca que desaprieta sus mejillas acartonadas, y acaricia el pelaje espumoso de las olas, que, como gatos, se arrellanan a su alrededor y ronronean y le lamen. Y se revuelcan sobre él, como gatos; rugido felino acompasado que viene y va y tiñe de espuma sabrosa, saliva de gatos, la piel del que agachado en la orilla acaricia y acaricia…

    —Ellas han sido las primeras…, las primeras en venir a verme, ¿verdad? ¿Verdad, gatitos? ¿Qué tenéis pensado para mí? ¿Qué es lo que vamos a hacer con estos tres meses de despedida?

    Se levanta; mojado avanza hacia el concierto marino de las olas que maúllan. Y alza los brazos como batutas a media altura y los mueve, y grita, y los agita ágil entre los vientos, los reflejos, al compás del azul. Y dirige la orquesta de las olas que, como gatos feroces, se amansan con el cántico indómito.

    Y no se cansa, no se cansa de dirigir la orquesta de las olas.

    Aparecen las golondrinas. También las golondrinas, que intervienen piando en el interior de alguna que otra nota musical que se escapa líquida y salada. Vuelan, las golondrinas vuelan surcando el azul indiscriminado. Todo ello está tan cerca que incrementa la sensación de lejanía de lo que ya está tan lejos (y lo está, una vez más, para siempre). Porque las golondrinas vuelan en el cielo, y él…, él…

    Él todavía tiene mucho tiempo, le queda mucho tiempo para acabar de desentrañarlo todo e irse, todavía dispone de más de tres meses.

    Regresan a sus pies las olas, como gatos, como si no quisieran dejarle marchar, y él les sonríe, les concede las palmas de sus manos abiertas, se las otorga. Lamidos, lamidos, lamidos… De nuevo en la arena, y las demás…

    Es el momento de zarpar. Anclado en un tolmo de piedra a modo de noray, su embarcación está presta para salir a la mar. Incluso la ropa (larga túnica que lo cubre) le sienta bien. Comprueba que está todo en orden, todo en su sitio. El sol amaga con desaparecer tras el acantilado gigante, pero esa sensación tan sólo es producto de un cambio de perspectiva en su mirar ocioso.

    Todo brilla, la intensidad de la luz del sol es asombrosa. El que está a punto de zarpar tiene que guiñar los ojos con frecuencia para no dañarse con la apabullante luminosidad de este día más que despejado. El cielo parece en carne azul, en carne viva azul de tan despejado que está, tal es la carencia de supuestas capas de piel, de lo que sea. No hay ni una sola nube. El sol y el calor. Todo listo y dispuesto. Él asciende por la escalinata que lo sitúa en el interior del velero. Se sustenta y encamina apoyándose en uno y otro mástil. Iza la vela mayor, leva el ancla, aferra el timón con ambas manos y arranca. Zarpa en dirección alta mar. Gatitos desde todas partes se arremolinan a su alrededor y espolean el casco avivando el ritmo. Velocidad: diecisiete nudos y trenzas tras la mar; dirección: nor-sudoeste; latitud graduada y longitud gradual. Cuarenta y seis en total.

    La costa se aleja; atrás queda la calita encogida y oculta, sexo de mujer al amparo de un acantilado imponente. Atrás, hasta que se pierde de vista. Dirección, dirección. El timón gira. El sol, cayendo de lleno sobre él, estimula cierta sustancia que segrega su piel con el contacto de los rayos. La embarcación avanza golosa y pausada sobre el mar.

    El que ha zarpado mira la grandeza inmensa de ese océano que le rodea por entero. Se maravilla ante tal eclosión de soledad cómplice y acompañante. Estira su mirada hasta allá donde le es posible y más. Advierte lo que es. Lo que mira se le acerca y a la vez se aleja de lo que fuera en el pasado. Advierte lo que es, advierte y comprende la naturaleza que lo constituye; a pesar de no tener un nombre, inunda sus pulmones de ese nuevo aire que le alimenta esa nueva naturaleza. Y sonríe. Siente de cerca el viento que rompe la proa del velero, que hincha las velas áuricas. Avanza, y allí donde se posan sus ojos, sólo hay mar, mar y cielo, y avanza…

    Ajusta el timón a la dirección adecuada y pasea por cubierta; balancea su cuerpo mientras sortea palos, trinquetes y cabos. De la mochila tirada en cubierta extrae su cuaderno de bitácora. Se sienta, acomoda su cuerpo al balanceo del barco cuando apoya su espalda en la pared del casco. Y sudando la baba de ese sol untado en su carne, escribe:

    21 de junio

    Dirigí la orquesta de las olas.

    En la orilla, de pie,

    con los brazos alzados los brazos

    dibujando sinfonías en el aire.

    Rumoreaba la espuma

    entre aguas

    rotas las cesáreas transparentes

    de la melodía subacuática.

    La dirigí abandonado del mundo,

    la orquesta de las olas

    con los brazos elásticos

    de mis brazos

    dirigiendo la orquesta de

    las olas me devoraban los pies

    me alzaron al cielo

    y yo tarareé para mis adentros

    con los labios pegados

    un susurro de enes…

    Cierra el cuaderno; un liviano gesto sin importancia lo deposita por ahí, porque no hay nadie. Las yemas de tres de sus dedos rozan su frente sudada, la cara. Nuevamente el pelo hacia atrás. El tiempo se detiene, se detiene. Lo azul corrobora ese pacto momentáneo mientras musita jirones de silencio celeste. Rumorea el detenimiento de su pensamiento anclado en ese cielo.

    —He vuelto, he vuelto para irme definitivamente…

    »Qué bien huele. Qué bien huele, por dios.

    Huele a salitre, a susurro de espuma helada, a sal, a mar absorbiendo saliva, a salitre, a rizos de sol calentando piel, al vuelo salado de las gaviotas.

    —Qué bien, qué bien huele…

    Sus fosas nasales se dilatan pacientes y lúbricas, y sorben todo ese olor. La sal se estremece.

    Avanza el velero, el mediodía hace tiempo que decae a merced de un astro fijo que declina. La luz se tornea, la tarde presiente el júbilo de lo que invade en tanto que se hace presente. La tarde. El que ha olido el salitre impregnado en la vida hasta casi el desmayo se levanta y camina con sus pasos alabeados sobre una cubierta que oscila.

    Flexiona el cuello a un lado y al otro; cielo y mar azul, verde y azul. La conciencia viva de lo que él representa inflama acaso un pensamiento fugitivo. Vuelve a su posición frente al timón, lo sujeta con fuerza mesurada, y continúa su recorrido. Y mientras el velero impelido por el fragor de Eolo embarazando las áuricas velas avanza, el que sujeta con parsimonia el timón de su barco observa lo que nunca antes nadie vio.

    Sus ojos, abiertos como poros de esponja seca aspirando humedad, beben el espectáculo inefable que se presenta ante él: el horizonte, dibujado en una discreta lejanía azulada, verdemar, se quiebra. El horizonte se quiebra. Se parte. Quien ha acabado de nacer por última vez y aferra el timón de su embarcación zarpada extiende los brazos, abre la boca y alza la cabeza; y gira sobre sí mismo en esa tesitura, en esas posturas, descentrado. Su mirada clavada en el quebranto tiembla y resbala por lo partido. Cesan sus giros. Él se detiene y concentra más si cabe su vista. El horizonte se quiebra, expande lo que rompe; y asume lo que se degrada y descompone en todo lo tangible como parte de lo que comete.

    El que observa fascinado respira, vivencia su propio parto púrpura y prosigue embelesado ante el quebranto del horizonte. Se quiebra, el horizonte. Y quebrado deja salir de su interior un tuétano rosado que espolvorea dondequiera. El tuétano rosado del horizonte se disemina por todas partes: cielo y mar y aire. Motas rosadas cabalgan impulsos viriles de viento enloquecido. Se expande. Diáspora nutriente de tuétano rosado. La embarcación progresa, ya no, hacia ningún horizonte: está partido. El horizonte.

    Está sucediendo. Tuétano, como luciérnagas rosadas, tapiza la atmósfera, se disgrega y se pierde. Y el velero lo atraviesa, lo concibe. El horizonte se ha quebrado, su tuétano se expande y el velero avanza.

    El azul magnificado equilibra su plano a la nueva circunstancia; se agacha un poco, un poco más. Y el que todavía permanece aferrado a su timón, boquiabierto, agradece esa cercanía. Nota casi el tacto, nota casi su tacto, el del cielo. Él, cuyo nombre ha perdido, pero cuya identidad reconoce y poco a poco reintegra a su ser recién nacido…

    Avanza por el mar. La tarde realiza malabarismos con lo que quebrado se inserta en ella, y se desplaza elegante y tenue hacia el Oeste. La tarde ilumina de naranja ese desplazamiento y acalla los últimos calores del sol envejeciendo momentáneo. Calma tras el trasiego. Calma absoluta tras el trasiego de lo acontecido, tras semejante furor mirífico doblegándose, multiplicándose. En ese instante, la calma y, vistiendo esa calma, el silencio del resonar del mar que ahueca su piel para dejar sitio a la singladura del velero.

    El que ha contemplado el quebranto del horizonte abandona el timón, la noche se cierne y nada ocurre. Vuelve a aclimatarse a sus pasos; sus pasos, al dubitativo suelo que los sustenta. Acaricia el palo mayor, las maromas que sujetan la vela que hinchada remonta los vientos. Sabe que prospera y que lo único que importa está ya sucedido dentro de él. Siente el poder absoluto en su interior, el de aquel que no tiene nada, y al no tener nada, tampoco tiene nada que perder; y una oleada de tranquilidad le recorre poderosa cada átomo cognoscible de su cuerpo, de lo que es su cuerpo, y su mente.

    Y suspira.

    Un suspiro tan grande que es como si suspirara por una segunda vez, y una tercera, o como si los encadenara todos al tiempo al modo de un orgasmo sostenido y sucesivo.

    En definitiva: y suspira…

    Episodio II

    La primera estrella amanece en lo alto, a media altura, y brilla difuminando matices crepusculares. Parpadea teñida de una ilusión de azul que se desvanece. El que acaba de suspirar y ha quedado preso de ese suspiro, enajenándose del tiempo, percibe a aquella que, antes que ninguna otra, ha instalado su huella de luz plateada en el firmamento todavía temprano. Y la contempla con la veneración que le corresponde, porque es la primera estrella que ve desde su nuevo nacimiento. Recorre lo que debe de ser (aún) el peso de una vieja melancolía ante tal visión, y piensa en estos tres meses largos, y en lo hermoso que es un cielo plagado de estrellas, y en que ellas también formarán parte de su despedida.

    Anochece; la velocidad pausada del velero acuna a su estómago y templa la actividad de su piel. Él se arroja servicial más allá del mar por el cual dirige a la embarcación más allá del mar. Sentado nuevamente, cubierto por el aplomo de su piel e imbuido por todo lo que no piensa y sin embargo siente.

    Sus orejas se tensan de pronto. Exactamente igual a como lo hacen las de los gatos, sus orejas se tensan y aguzan verticales ante lo que, entiende, ha sido un conato de sonido. Lejano quizás en la distancia, pero tan cercano en lo que se refiere a sus arterias, entraña y corazón-entraña. Aun sin haber llegado a materializarse.

    El conato de sonido se dilata, se distiende y alcanza el umbral estimado de lo audible. Las orejas del que sentado sintiera el aguijoneo auditivo se relajan y escuchan calmadas lo que suena extendiéndose a ras de mar cúbico, naciendo de ese mar y alcanzando lo que el cielo en plano picado u oblicuo permite escalar. Sus oídos escuchan el sonido, que es un canto: ulular argentino de voces agudas hasta el paroxismo. Cántico de vocales cristalinas que rayan guturales entropías uvulares. Gargantas de cuerdas que, trenzadas, vibran al unísono conformando telarañas acuosas de melodías imposibles. Pero tan a lo lejos (aún), tanto que apenas superan ese umbral de lo perceptible.

    No obstante, el que yace ahora a cuatro patas doblando su cuello y lastimando su entrega reconoce en su interior lo que apenas escucha cuando fuerza sus oídos. Reconoce el canto de las sirenas, reconoce su llamada; y reconoce que en ella él es el destinatario. Y vuelve a sonreír, a aprehender la grandeza; la suya y la de lo que le rodea, la de todo aquello que se congrega para despedirse de él, de todo aquello que ha percibido su regreso y ha comprendido que en él está implícita, sellada, su partida definitiva.

    Si existiera todavía alguna lágrima, la derramaría ante este canto que ahora lame sus oídos barnizados con el encanto de la sal, este canto que le inocula la sangre que inflama el vacío de todos los corazones. La melodía ancestral se pierde, se desvanece. El que calla y tararea en sus latidos desperdigados esa melodía tan sólo percibe la desaparición completa de ese cántico treinta y tres segundos después de haberse producido. Pero no le importa, no le importa en absoluto que de momento hayan callado. Porque las ha vuelto a escuchar; le han llamado y sabe que están ahí. Ahí. Las sirenas. Y tiene tiempo. Aún tiene tiempo, esto acaba de comenzar, y de momento posee ya, tatuada, la deflagración candente del canto de las sirenas en el centro de su pecho vacío. Y eso es lo más importante, de momento.

    El arrebato sonoro en sus sentidos se licua a medida que pasa el tiempo y la noche se transfunde en madrugada. Sus brazos y piernas se relajan y ceden ante el cansancio producido por la tensión que concentran. Se tiende; la madrugada arropa la embarcación en una lona esférica de oscuridad y silencio: la oscuridad es una piel tibia que palpan sus ojos acariciantes; el silencio, una mano muda que mece el velero.

    El que se funde en lo oscuro tras haber sido inundado (abierto en canal) por el canto acerado de las que bucean sumergidas en lo lejano (las sirenas…) decide echar el ancla. Detiene el velero en un punto indeterminado del vasto océano negro envuelto en un caparazón nocturno de oscuridad flagrante, apenas inquietada por el racimo desordenado de unas cuantas estrellas. Quieto. Quietud… Al detenerse el velero, el parpadeo acompasado de las que brillan en lo alto se percibe con mayor insistencia. A pesar de ello, sus ojos se cierran. Tendido en cubierta, bajo el salvaje titilar de lo que únicamente alumbra su estancia, prescinde de bajar al camarote. Su cuerpo rendido se acomoda en el confort de todo lo que le tiene en ese instante, y permite que la suave agitación, de lo que en esos momentos es su lecho, le acune.

    En ese instante, un remolino disperso de pensamiento descentra la calma sostenida de su cerebro recién habitado. El cansancio le vence, la opacidad inextricable de ese remolino vagaroso hinca su vórtice en la médula viva del sueño que le seduce, que le conquista y que le invade. El que se ha dormido en la cubierta de su barco, alimentado por el suero de la madrugada profunda, sueña…

    … Se arrastra el caos. Reconoce que es el caos por la mirada abyecta de lo real desordenando su estancia, hacinando lo destruido. Se arrastra en la tierra. Siente pesado su organismo en el interior de su cuerpo. Se marea, se agarra a los palos, a las paredes. La vida acumulada, borracha de muerte, se le indigesta; es muy viejo, muy viejo. No soporta el peso dentro de él y con las manos vacías trata de arrancarse de sí. No soporta el sufrimiento, ni el recuerdo del sufrimiento. Sus manos adquieren la fortaleza del que desanimado se lanza a las calles de su cuerpo, huérfano de destino. Y se abalanza garganta abajo hacia lo que rellena su piel especular. Al corazón, hacia el corazón que pesa como carbón endurecido y donde sólo halla gusanos, gusanos que se anudan a sus dedos y mordisquean; gusanos de roca recorriendo los nichos abiertos de su corazón, los seis nichos.

    Se tira, arroja y estira.

    Y en cada paso el golpeteo: el golpear retumbando estentóreo en la caverna que habita y no ve. Golpeteo que redunda en sus sienes y que porta, lastrado en cada sonido seco, un grito infame de la que viva golpea y golpea donde debiera estar muerta (en la sexta tumba). Y él camina. Y se agota, y reproduce una arcada por cada uno de los golpeteos que lo masacran. Acribillamiento impenitente de dolor adulterado… Golpetea, golpetea… Náusea de dolor y recuerdo podridos que vomita sin resultados; bilis escabrosa con sabor a amor caducado que solamente escupe, tibia, en el vacío de esa cripta que lo atrapa, la cripta enorme que no es nada (su corazón).

    Martillea el golpeteo, el golpeteo de, ahora, su cabecita contra el casco del velero.

    Despierta, aún la noche; apenas un sudor ni siquiera frío le cubre. En el poso de ese sueño un sorbo de tristeza alimenta el estigma que le constituye, y reconoce que aún debe dejar atrás algunas cosas, las últimas desde luego, antes de desaparecer.

    Pero las estrellas, la sal, el vaivén sonoro del ronroneo marino (olas como gatos), el cántico recién acontecido le calman, le alivian, le alienan.

    —Ya no, ya nada, ya nunca… —En apenas un susurro convaleciente, dormido…

    … Y vuelve a dormirse para no soñar ya nada más que en colores, en una gama de colores distendida que lo transporta al amanecer.

    Episodio III

    —Tengo en la matriz un olvido descomponiéndose y ninguna cesárea a mano.

    Un traje de trinos desenfunda sus hebras sonoras y las esparce por la mañana. Las golondrinas costureras se solazan en círculos irregulares y tiñen de motitas negras el azul. Vuelo dispar en busca de tan sólo el propio vuelo y no de ninguna distancia. El que soñara con lo que todavía le duele (¡golpeteo…!) leva el ancla, sonríe sin mirar a lo que vuela y espolea su embarcación hacia los quebrantos del horizonte hecho trizas. Amasa en su conciencia alabeada el contenido de lo que únicamente debe importarle y reconoce el sustrato pernicioso de lo que soñara…

    —Tengo en la matriz un olvido…

    La matriz, como un estómago mal aclimatado a una dieta irregular y escasa, se revuelve; se le revuelve.

    El velero avanza, el mar se abre a su paso; siluetas rosadas se mezclan con la espuma para recrear regueros inverosímiles tras la estela de la embarcación.

    El sol incide sin reparos en los poros de la piel, en las gotas del mar, en la madera del barco…, y él siente esa matriz que alberga lo que pútrido le atosiga.

    —… ninguna cesárea a mano.

    Suda la pegajosa inclemencia del astro desbordando sus rayos sobre él. Y en ese sudor, el sueño de la noche anterior persiste y empapa de inquietud su soledad. Pero no tiene ninguna cesárea a mano para expulsarlo, sólo un cuaderno de bitácora al que se aferra y que abre como si fuera un útero desollado buscando en él sosiego, evacuar de sí lo que le

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