Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El Arquitecto de Atmósferas
El Arquitecto de Atmósferas
El Arquitecto de Atmósferas
Libro electrónico401 páginas5 horas

El Arquitecto de Atmósferas

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

El Arquitecto de Atmósferas es el programa de radio que un singular y atormentado personaje va a utilizar para llevar a cabo una trascendental terapia. Tres de sus oyentes, cada uno de ellos sujeto a una curiosa y particular colección que domina emocionalmente sus vidas, se verán inevitablemente atraídos por el devenir de esta terapia.
El Arquitecto de Atmósferas es una enigmática historia de sentimientos y actitudes extremos que mezcla la soledad infinita de un ser que ya no quiere ser humano con la opresión de la locura en un psiquiátrico, la indolencia agria de una relación de pareja que se agota y la histeria de una bióloga que siente una llamada orgánica imposible. Una fascinante narración que a medida que avanza crece en intensidad hasta verse abocada a un final impetuoso.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 may 2013
ISBN9788415067252
El Arquitecto de Atmósferas

Lee más de Alberto Trinidad

Relacionado con El Arquitecto de Atmósferas

Títulos en esta serie (11)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Historia alternativa para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para El Arquitecto de Atmósferas

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El Arquitecto de Atmósferas - Alberto Trinidad

    nunca.

    PRIMERA PARTE

    El Arquitecto de Atmósferas

    1

    … Pandora me recogió como a un hijo. Indefenso, desnudo, desnutrido; en la intemperie dolorosa del desarraigo, del abandono que rezumaba en ese vasto campo desheredado que era mi cuna.

    Me recogió, me alimentó y cuidó de mí. Abasteció mis carencias innatas, mis vacíos primigenios. Fortificó un hogar para los dos con su llanto. Olvidó su mal, su pena, y se vació en mí.

    Al fin crecí, maduré, absorbí la tendencia delicada de ella y me asomé a su mirada…

    Pandora, antes de recibir la pregunta que había estado esperando desde que me adoptó, se desnudó de sí misma ante mí. Se aferró al silencio y, balanceada así, titubeante en esa amalgama callada de espacio y tiempo a la cual se agarraba, me entregó su caja.

    Su caja vacía. Ya vacía. Abierta…

    Tan abierta a mí, a mi vida, que en ella contemplé aun sin pretenderlo el estigma de todos los males, de todos y cada uno de ellos… abalanzándose sobre mí, convirtiéndose en cicatrices en mi espíritu; todos y cada uno de ellos convertidos en diferentes cicatrices independientes, para el resto de mis días…

    Pandora me sonrió todavía sujeta temblorosamente a lo único que la sostenía en pie en el mundo en ese momento: el silencio.

    Me sonrió y me besó en los labios.

    Y en esos labios, en ese beso helado, tremendo e ígneo leí su conciencia, su voz marchita diciéndome que yo era como ella, que estábamos solos y que éramos inocentes, los seres humanos más inocentes de la Tierra…

    Z dejó flotar la última vocal en un susurro hasta fundirla con calidez en una comunión perfecta con la melancólica melodía del Canon de Albinoni. El piano engulló definitivamente su voz y creció en intensidad, en volumen, hasta hacerse con el dominio completo de las ondas.

    Z se recostó sobre el respaldo del sillón, suspiró, entrecerró los ojos y recorrió taimadamente el contorno de una de sus cejas con la yema de su dedo corazón. Albinoni le arropaba como una manta de plumas; hubiera querido usarla para cubrirse la cara, pero sólo consiguió que le cosquilleara los labios. Los frunció con lentitud y pasó la lengua por encima de ellos.

    Cuarenta y cinco segundos. Era suficiente. Se incorporó a duras penas, descendió con parsimonia la clavija del canal del CD de la mesa de mezclas y volvió a encender su micrófono.

    Ya es la una de la madrugada. Tengo la extraña impresión, la lejana intuición, de que alguien, no sé dónde, no sé desde dónde ni cómo, me está observando.

    Hoy estoy muy cansado, vuelvo a estar muy cansado, tengo sueño. Vuestro silencio receptivo es una misteriosa y suculenta canción de cuna para mí.

    Me tengo que ir, vuelve a ser tarde; tarde para nada en especial, tan sólo para el programa de hoy. El Arquitecto de Atmósferas se despide de vosotros por esta noche cansina; pero no olvidéis: dejad que los sueños sean quienes os sueñen a vosotros. Buenas noches…

    De nuevo, Albinoni se apoderó de su voz; la capturó, la saboreó y se la guardó entre un adagio y un compás meticuloso. Con extraordinaria sutileza y eficacia, volvió a hacerse con el mando del edificio sonoro que Z construía. Dos minutos más y habría terminado otra vez.

    Z se quitó los auriculares. Las últimas notas de un violín remoto apaciguaban el silencio como eco lejano de grillos reverberando en la madrugada. Observó la cabina: tras el cristal, la mesa con las sillas alrededor, el vacío, la soledad; en la pared, la esfera de un reloj blanco marcando la una y un minuto…

    El silencio gimió en un quiebro de satisfacción controlada cuando Albinoni regresó de su barata resurrección digital. Absorto aún en su singular y descuidada vivencia contemplativa, Z apagó todo el engranaje radiofónico y dejó en funcionamiento la memoria del repetidor musical.

    Otro día, otra noche…

    Con cierta displicencia, extrajo su cuerpo de aquel lugar situado en el ático de un solitario edificio medio desocupado, y lo condujo a la calle.

    El relente de la noche le calaba los huesos.

    Su voz le perseguía en la memoria: sus últimas palabras, sus últimas frases. A lo largo del día algo le había estado observando, y continuaba sintiendo esa presencia.

    No importaba, nunca nada importaba.

    Las calles exhumaban humedad, la oscuridad olía a tuberías abandonadas y su caminar pegajoso le dolía tanto a él como a la acera viscosa que se le enganchaba en los pies.

    Un ladrido. Espanto. De repente, el exabrupto ladrido de un perro le quemó en los oídos hasta tal punto que tuvo que retorcerse para evitar la náusea. (Chucho asqueroso).

    Su casa.

    Un guiño perezoso para recibir la luz artificial que había inducido con el dedo: luz indecente que alumbraba cada hueco, cada recodo del vacío amueblado que le envolvía.

    Z se sentó en el sofá tras descongelar un plato aleatorio en el microondas; y pensó que comía. Ese pensamiento, distraído, se entrecortó asmático; le costó respirar durante seis segundos y continuó su expansión imaginativa en el cerebro. Z pensaba que comía.

    Algo se movió. El movimiento, casi invisible: a través de las baldosas del comedor, una sinuosa sombra intentaba sortear el efecto de la luz artificial, sin suerte; la luz la cazó de lleno cuando Z dirigió su mirada hacia ella, hacia esa bola de pelo gris que se escurría entre sus piernas y se acomodaba en su regazo. Griega le lamió las manos que, quietas, se olvidaban del plato. Z pensaba que comía… remisamente, sin ganas.

    Sus manos, humedecidas por la bienvenida de la gatita, empezaron a acariciar de forma acompasada el esponjoso pelaje del felino; lo hizo con una lentitud enfermiza y deteniéndose en cada pliegue de tiempo, en cada parcela del espacio, de la materia.

    En el pensamiento de Z, el último bocado descendía por su esófago en dirección al estómago. Pero esa última porción no llegó a completar su recorrido. Una contracción espasmódica del músculo digestivo disuadió de su trayectoria a ese imaginado trozo de comida y le hizo retroceder a trompicones por el mismo camino que había seguido desde la boca. El resto del todo al que una vez perteneció ese último pedazo, y que en ese momento, desgajado de sí, conformaba una masa compacta y caliente en el estómago de Z, persiguió y alcanzó a ese bocado imaginado, de modo que la unidad de esa identidad se reunificó y se arrojó al vacío discreto que conformaba el exterior del cuerpo de Z.

    Z había vomitado. Y todo por culpa de la inserción demoníaca del recuerdo vivo de aquel ladrido de nuevo en su memoria. El ladrido del asco, el ladrido del perro del asco.

    Hacía ya rato que sus ojos miraban para nada, no sabían dónde porque Z pensaba que comía y no veía nada más. Después recobraron su función y, clavados en el plato descongelado intacto, se trasladaron, ralentizados, hacia Griega, que le observaba a su manera distantemente cálida, presencialmente subsumida. Impasible, la mano sobre ella continuaba su itinerario acariciante.

    Un ronroneo, un maullido, un latido de más en el corazón de Z y una leve sonrisa se asomó a la escena.

    Qué asco, el plato de comida.

    Z se levantó, Griega a sus anchas. Anduvo hacia su cuarto con la vista encogida (la luz, la luz…) y encendió la luz. Frente a él, la estantería ocupaba la totalidad de la pared. Libros, discos compactos, cintas, figuras, cajas. Cajas. Cajitas. Una colección de cajas pequeñas le aguardaban en la penúltima tabla. Sus cajitas. Las cajitas del odio.

    Z depositó una cualquiera sobre la mesilla de noche, cuyo cajón abierto le llamaba a gritos. Pinceles y pinturas. Un pincel, un frasco de marrón y Z aplicado en la tarea minuciosa y simple de decorar, vestir de marrón, su primera cajita del odio.

    Un suspiro…

    La cajita marrón sobre la estantería latía empapada, tiritaba y succionaba la acritud del aire para secarse.

    La cama…

    Z apagó la luz y se acostó en la cama. Debían de ser las…, más los segundos, los minutos que prosiguieron a ese instante en el que Z, por fin, decidió tumbarse en su lecho; sólo tumbarse, porque Z no duerme. Los ojos cerrados, los ojos abiertos, los ojos cerrados… Hacia la derecha, hacia la izquierda, boca arriba… Pensamientos. Comida… La comida. ¿Había comido al final? ¿Se comió el plato de comida?

    Un murmullo, un eco, un error en sus oídos. Un espasmo sonoro. Una aberración gutural. ¡Un gruñido tempánico! El ladrido del perro asqueroso otra vez en su cabeza revolviéndole el alma y los sueños inconquistables (maldito soñador insomne…). Ese espanto provocó que se levantara, que quisiera gritar y que de su boca surgiera no más que un gemido inaudible, como un susurro de saliva derivando por los labios… Tras ello, el silencio de nuevo.

    La ausencia de relojes le salvaba de la cuenta mortificante.

    Se puso de pie y se trasladó al cuarto de baño. Una vuelta, dos… El chorro de agua caliente caía ya desde el grifo como su ropa hacia el suelo: sin cuidado, ni esmero, ni contemplaciones. Desnudo, sin frío y con los ojos hinchados, Z se concentró en el ruido que producía el agua al llenar la bañera: incesante, copioso, monótono. Su dejadez se enfrascó en esa visión.

    El frío empezó a arañarle discretamente la piel; no obstante, sus ojos tumefactos e indolentes proseguían inyectados en el crepitar del líquido hirviendo.

    Cuando los arañazos fueron ya insoportables, Z se introdujo en la bañera. Se quemó los pies, las piernas, el sexo, el torso… y exhaló un suspiro que se convirtió en vaho y que el silencio columpió en su regazo, cariñoso.

    El agua hirviendo le hacía bien, le ayudaba a calentar sus pensamientos, a incendiarlos, a incinerarlos, sí, en definitiva, a convertirlos en ceniza, en polvo… Polvo que una bocanada de nada se llevó consigo.

    La luz de la mañana se filtró a tientas por las rendijas de las ventanas de su casa, desperezó sus paredes y las contaminó de sol. A esas horas, Z, arrojado en cualquier lado, empezó a conciliar el sueño.

    2

    Martes, 27 de octubre

    Probetas, tubos de ensayo y hojas impresas se amontonaban en la mesa originando un desorden que desquiciaba a Ariadna. Ella no soportaba que la gente dejara todo tirado después de haberlo empleado, o que no se deshiciera de aquello que ya no fuera reutilizable. Le resultaba intolerable.

    Con las manos enfundadas en guantes de látex, hizo hueco como pudo en todo aquel caos y depositó la muestra de sangre infectada en la platina móvil del microscopio. Sería su último trabajo del día; eran ya casi las siete y no pensaba sobrepasar ni en un minuto el horario establecido de su jornada laboral. Con su melena cobriza recogida en una cola, posó los ojos en la lente binocular. Analizaba el efecto producido por un virus en las células sanas de la sangre, y se ensimismó en la observación detallada del patógeno buceando por ese mar ínfimo de partículas previvas. Aumentó la resolución de la imagen y se adentró más y más en la composición primaria de la bacteria y del universo que invadía. Tanto que creyó caer en la inmensidad infinitesimal de ese mundo orgánico reducido a una gota de sangre.

    Aturdida, se apartó del microscopio y, todavía algo conmocionada, anotó los datos necesarios en su bloc de trabajo. Sería todo por ese día. Colgó su bata y se marchó del laboratorio casi sin despedirse de los demás.

    Mientras caminaba por la calle en dirección a su casa con su habitual andar resuelto, recuperó una idea aletargada en su memoria; una visión intensa de una gota de sangre magnificada cerca de trescientas veces la había despertado, de pronto, del remolino confuso de sus recuerdos más profundos. Esa idea miró alrededor de donde se encontraba en su cerebro y decidió volver a dormirse.

    En cuanto llegó a casa, cierta obcecación indefinible llevó a Ariadna directamente a su alcoba, donde, sin ni siquiera despojarse de la ropa de calle, se quedó rígida frente al enorme espejo que ocupaba la mitad de la pared frontal. Se aproximó a él sin determinación, lentamente, al tiempo que visualizaba cómo su delgado y espigado cuerpo crecía a medida que, en su cerebro, se extendía y distorsionaba el recuerdo de la muestra de sangre observada un rato antes. Cuando tan sólo un palmo separaba su rostro del espejo, Ariadna se detuvo. Los leucocitos, plaquetas y bacterias en su mente conformaban una totalidad sensorial que le impedía discernir cualquier otro elemento del mundo objetivo. Entonces, plantada en el suelo, acercó la cara al cristal y fijó su atención en el contorno de sus ojos. Más, Ariadna miraba sus extraños ojos ambarinos reflejados en el espejo, concentraba la mirada única y exclusivamente en los ojos; mientras su mente…

    La nariz de Ariadna chocó contra el vidrio, y su vista y su mente fundieron sus experiencias en una sola imagen que se refractaba ante sí: sus ojos, sus raros ojos ambarinos que contemplaba a menos de tres centímetros de distancia. Sus ojos, que empezó a interpretar como… células, como dos células flotando en la inmensidad del océano invisible y refractario que la rodeaba. Dos células con su núcleo: el iris; y su nucléolo: la pupila que respiraba. Observó la membrana nuclear que rodeaba el iris: anillos negros que palpitaban y que circundaban un mundo granuloso de burbujas infinitas de colores imposibles. Y vio el resto de la célula, percibió el citosol, esa matriz líquida que aguaba la esclerótica del ojo, una matriz en la que estuvo a punto de ver, de sentir… Una matriz líquida que se derramó por el lagrimal y se desvaneció de la célula justo cuando parpadeó.

    Una lágrima nimia recorrió, zigzagueante, media mejilla antes de evaporarse en la mudez. Ariadna se apartó del espejo, secó sus pensamientos y, abrazando una sencilla sonrisa en su boca, se desvistió y se fue a la ducha.

    Extraviado entre instantes acumulados, olvidos descompuestos y rabia coja, Z ascendió al ático.

    Cruzó el pasillo.

    Cruzó la puerta.

    Esperó.

    —Bueno, todo para ti. Que vaya bien la noche.

    Esperó un poco más. Un poco más aún cuando la puerta se hubo cerrado nuevamente y el eco de aquellas palabras dejó de ser un recuerdo hostigante para, simplemente, no haber existido jamás.

    Entró en la cabina. Se acomodó en el sillón. Dispuso cada cosa en su sitio. Se colocó los auriculares y observó de frente, tras el cristal, la esfera blanca que le indicaba que tan sólo quedaban tres minutos para la medianoche.

    Y esa luz blanca fluorescente que llovía del techo e impregnaba toda la sala de luz blanca fluorescente. Z no acababa de acostumbrarse a la luz.

    Un minuto más de silencio absoluto, de silencio en todas partes… y…

    Y uno de sus dedos oprimió el botón de encendido del reproductor de discos compactos mientras otro, sinuosamente, despacio, acompañaba la clavija del volumen hasta el número oportuno.

    Un piano caliente alumbró el silencio, lo coció a fuego lento y evacuó una melodía deliciosa que empezó a restregarse por los oídos de Z. Su rigidez sufrió un espasmo térmico que puso en funcionamiento todos sus resortes. Los labios se contrajeron y, tras un minuto y diez segundos, los acercó al micrófono.

    Hola… —Su voz era un susurro cocinado a la misma temperatura del piano que todavía sonaba de fondo como tema de cabecera: Buenas noches, de Sr. Chinarro—. Es medianoche y estáis escuchando El Arquitecto de Atmósferas. —Un poco más de ese piano, ¡más!—. Anoche alguien fue malo, ¡muy malo! —Su susurro se agravó, la temperatura empezaba a arder—. Pero no os preocupéis, ha recibido su castigo…

    Hoy, El Arquitecto de Atmósferas —Lenta, su voz reptaba en el aire como una serpiente— os va a relatar su historia…

    Buenas noches cesó su nana melancólica y Z asumió el poder absoluto.

    Había una vez un perro malo, muy malo. Era un perro sucio, asqueroso. Babeaba por las esquinas. —Z tiñó su voz de afectación provocada—. Caminaba con la cabeza gacha, toscamente. Era la antítesis de la elegancia y él lo sabía. Dejaba arrastrar su lengua hedionda por la acera y expulsaba de sus fauces, además de babas, sonidos indecorosos, sucios, de estertores y gruñidos astrosos. Era un espanto visual: un perro, un chucho, un animal asqueroso. Grande, desequilibrado para sus andares, grotesco. Pero lo peor, lo peor de todo de este engendro viviente, eran sus ladridos, los ominosos ladridos que profería a diestro y siniestro con desdén, sin contemplaciones, por simple gusto, por puro mal gusto.

    Un día, esta inmundicia avistó gatitos. —Su voz se le hizo agua—. El perro fatal los avistó en una explanada abandonada, arrellanados alrededor de sí mismos, de sus movimientos. Avistó gatitos. —Su voz, agua—. Y cada noche se acercaba estruendoso y malcarado para vociferar sus ladridos barruntos y asustar gatitos e incomodar gatitos, que huían y corrían y maullaban.

    El chucho malo, orgulloso de sus tropelías, de sus atentados estéticos, se regocijaba, ensanchaba las mandíbulas para mostrar su voraz dentadura grosera y ladraba aún con más énfasis y mayor placer animal.

    Una noche, no tuvo suficiente con eso. Ya no le bastó tan sólo con asustar gatitos, porque los odiaba profundamente; envidiaba su elegancia, su gracilidad, su sutileza. Lo cierto es que, más que envidiarlos, lo que ocurría era que no los comprendía. No entendía por qué no se comportaban como él y gritaban y se ensuciaban y expulsaban decadencia y vulgaridad de sus actos.

    Entonces, presa de un arrobo irracional y denigrante, se arrojó sobre gatitos. Rugió con fuerza desmedida al tiempo que arremolinaba la tierra bajo sus enormes y veloces zancadas, y se abalanzó sobre ellos.

    Gatitos se desperdigaron raudos, cada uno en una dirección diferente. El can no supo hacia dónde orientar su rabia patológica, de modo que, durante unos instantes, inducido por un acceso de locura subnormal, dio vueltas en círculo, desbordando sus ladridos, balanceando su lengua como un látigo legamoso de aquí para allá.

    De pronto, asumió la realidad de los hechos, creyó divisar los ojos oblicuos de uno de los felinos tras un árbol y se fue a por él olvidando los demás. Se aproximó al árbol todo lo silencioso y cauteloso de que fue capaz, que no fue mucho, realmente muy poco, lamentablemente poco. Sus rugosas espiraciones retumbaban a lo largo y ancho del descampado, su caminar perezoso y torpe tropezaba con ramas, piedras y cristales. Todo él era una sombra fea, ruidosa y pesada.

    Al fin, llegó al árbol con su cola, sus patas, su pelo, su morro, su hocico, su degradante naturaleza canina, y de un brinco quiso cazar gatito.

    Las primeras notas lejanas del I know it’s over de The Smiths se hicieron presentes; su volumen aumentó poco a poco mientras Z callaba, consciente. Un manojo más de segundos para que Morrissey volviera a cantar, y Z prosiguió el relato.

    Pero gatito ya no estaba… No estaba allí a merced del cazador de lo bello, del terrorista de lo estético. Gatito ejercía de curioso equilibrista en una rama del árbol a escaso metro y medio de la cabeza del chucho. Distancia que recorrió de un salto silencioso e ingrávido sobre la pluma aterciopelada de un grito amaullado. Sus uñas despuntaron afiladas al caer sobre los ojos del perro que, tras ser reventados, se vertieron por su cara. Y cuando tuvo que gritar y aun más ladrar, aullar y sollozar de sufrimiento y dolor, gatito le atravesó la garganta con sus garras para que se callara, para que callara para siempre, para que nunca más atormentara a nadie con su horrible y espantoso rebuzno de perro.

    Gatitos aparecieron entonces de todas partes y le desgajaron la piel por completo; dejaron al indecoroso animal obscenamente muerto en medio de la noche. Luego se enfrascaron en una danza aderezada con varias letanías de maullidos secretos hasta altas horas de la madrugada, con el fin de celebrar la victoria artística y la desaparición absoluta de ese animal y de sus ruidos.

    The Smiths rubricaron la historia del perro malo dejando un halo de venganza satisfecha en las ondas.

    De noche como era, la persiana de la ventana permanecía abierta y mostraba el esplendor ciego de un cielo sin luna, sin estrellas. La negrura total de la noche apenas se diferenciaba del contorno cuadrado del marco de la ventana situada en la pared de la oscura habitación.

    El señor Schulz pegó la mejilla de su cara —en la que alguna arruga de más era injusta con su no tan avanzada edad— al cristal frío, helado, y susurró. Mesó su desgreñada caballera grisácea e impulsó sus susurros con alguna palabra inteligible, de cuclillas como estaba en lo alto de una silla.

    —Mmm… En una noche… En una noche oscura, con ansias en amores inflamada, ¡oh dichosa ventura!, salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada.

    Susurraba y se animaba. La mirada perdida, desorientada, chapoteaba en la oscuridad absoluta con que el cristal de la ventana le obsequiaba; después titubeó y acabó depositándose en su compañero de cuarto, que dormía en su cama, plácidamente.

    A hurtadillas, y moviéndose como un cangrejo, se deslizó desde la silla y por el suelo hasta ubicarse justo al lado del durmiente. Colocó su cara a diez centímetros por encima de la de él, abrió sus ojos azules exageradamente, como platos, ¡como bandejas!, y sonrió. La respiración acompasada y notoria de su compañero se le inmiscuía por las fosas nasales y le provocaba cierto cosquilleo, pero no se inmutó, ni un ápice. Es más, inspiró con todas sus fuerzas, hizo acopio de todo el aire que pudo recavar, tanto de la habitación como de la respiración que exhalaban los pulmones del hombre que tenía bajo sí. Y cuando lo hubo logrado, cuando sus propios pulmones, triunfantes, se hincheron de tanto aire, lo expulsó de golpe en forma de chillidos que, a pesar de resultar ensordecedores, se articulaban para recitar estos versos:

    —¡¡¡A oscuras y segura, por la secreta escala disfrazada, ¡oh dichosa ventura!, a oscuras y en celada, estando ya mi casa sosegada!!!

    El pobre hombre que descansaba en su cama agitó los miembros convulsivamente mientras procuraba que el corazón no se le cayera por la boca al despertar. Con la cara desencajada, y tras algunos segundos necesarios para reconocer y reubicar su situación en el mundo, le increpó retraído:

    —¡Viejo loco! ¡Eres un loco!

    El señor Schulz, todavía acabando de recitar sus versos, se quitó de encima como pudo la violencia adormilada de su inocente agresor.

    —¡Es san Juan de la Cruuuuuz! —gritó—. San Juan de la Cruz. ¿No sabes quién era san Juan de la Cruz? Es algo muy importante. ¡Te lo tengo que meter en la cabeza!

    Mientras forcejeaban, la puerta de la habitación se abrió. El clic del interruptor, la luz y la presencia seria y autoritaria de la celadora invadieron al unísono las sensaciones de ambos.

    —¿Qué? ¿Otra vez estamos de cachondeo? Os prometo que la próxima vez os ato a la cama; y hablo completamente en serio.

    La mujer se marchó tras repartir una mirada inquisidora y desafiante a partes iguales entre los dos pacientes.

    —Schulz, como por tu culpa…

    —¡¡Calla, insensato!! —El señor Schulz no dejaba de atusarse los pocos cabellos que le cubrían los hombros—. ¡Tú no tienes ni idea, no tienes ni idea de nada!

    Las frases escogidas, la música, la cadencia de su voz todavía tejían en su cerebro una burbuja densa que respiraba por sí misma y envolvía todo pensamiento en ese latido prefabricado. Z se marchaba a casa con un dulce sabor en la punta de su voz, de su mente. Caminaba. En su bolsillo sujetaba algo a lo que daba vueltas y cuyo roce le hacía sonreír con frialdad, un rictus gélido pero satisfecho que le acompañaba a casa.

    Ropa revuelta, aletargada en el sofá, y cajas de cartón abiertas medio llenas, medio vacías, le dieron la bienvenida.

    Z no hizo caso…

    Aferró lo que sostenía en su mano y se hirió; y fomentó la curva discreta de su boca en silencio.

    No quiso ver nada de lo que le circundaba, demasiado horror vacuo acumulándose día tras día en su hogar. Su hogar imantado al vacío, al silencio…

    En su habitación se hizo la luz, y en sus ojos dos guiños arrugaron su semblante. Z avanzó hacia la estantería, removió entre sus cosas y sostuvo la cajita marrón que pintara la noche anterior. Una cajita de madera de unos diez por siete centímetros. La acarició y la abrió. Y sopló dentro, de modo que deshizo la sonrisa inerte que hasta ese momento presidía su rostro.

    La mano recién herida se acercó a la caja con algo dentro. Algo que depositó con cuidado en su interior recuperando en su boca aquello que un soplido había roto. Y sus ojos brillaron; encogidos como estaban destellaron ante la contemplación de un colmillo grande manchado de sangre seca que ahora reposaba dentro de su primera cajita del odio. Su boca, entonces, se torció en una mueca de asco; de asco y de desprecio. Sin cambiar de expresión, Z apagó la luz, se tendió en la cama y llamó con un leve chasquido a Griega. Ronroneando, la gata apareció de la nada y se tumbó junto a él; a lo que Z respondió como de costumbre: regalándole los dedos, esparciéndolos por su cuerpo.

    Griega, estoy listo para empezar a irme, para deshacerme de este estúpido disfraz de hombre. Voy a acabar con todos mis males. Pero antes de hacerlo, pensé que te gustaría ese regalito…

    Z abrió la boca al tiempo que echaba su cabeza hacia atrás, a modo de carcajada, pero ningún sonido surgió de su conducto oral, ninguno que pudiera suscitar la idea de una carcajada. Después, cerró los ojos y simuló que dormía. Griega maulló, y tras hora y media se escabulló de allí hacia no-se-sabe-dónde. Z continuaba despierto, con los ojos cerrados, la boca cerrada, la mente cerrada…

    3

    Miércoles, 28 de octubre

    El ruido de la cafetera despertó a Ingrid de sus ensoñaciones postoníricas. Se levantó de la silla y vertió el café en una taza; un poco de leche y dos terrones de azúcar. Su mano desocupada restregó el ojo derecho mientras bostezaba sin reparo. Un sorbo, dos sorbos. Untó de miel un par de tostadas y en un plato las llevó a la mesa donde Marcos leía el diario.

    Las siete y media de la mañana. En quince minutos debería estar en la calle si no quería llegar tarde al trabajo otra vez. Tercer sorbo; éste, más largo.

    Sus párpados se caían, una de las dos tostadas estuvo a punto de hacerlo de su mano cuando ella volvió a quedar atrapada en la telaraña de sus ensoñaciones. Un mordisco, dos… La miel estaba demasiado fría. Cuarto sorbo… Las pestañas luchaban por abrazarse. La tela de araña cazando sueños. Ese sueño. (Ese sueño que acababa de tener. Esa voz. Ese…).

    —Cariño, escucha esta noticia.

    Ingrid dio un respingo en su silla. La tostada cayó definitivamente en el plato y sus ojos parpadearon cinco o seis veces en un segundo.

    —¿Sí…?

    —¿Me escuchas, cariño?

    —Sí, dime.

    —Mira: han encontrado en la plaza Laguna el cadáver de un perro rajado de arriba abajo y con la cabeza y el hocico destrozados a base de cuchilladas. ¡Santo Dios! ¿Quién ha podido hacer algo así? ¡Es terrible!

    Marcos expresó con total desasosiego los sentimientos que le había producido el suceso.

    —Es terrible, sí… —Ella luchaba aún por deshacerse de los hilos de la tela soñolienta que todavía se enganchaba en sus ojos y en su mente.

    —Terrible, ¡sí! Ha ocurrido a sólo tres manzanas de aquí —insistió Marcos—. Podrías mostrarte algo más afectada, digo yo.

    Quinto y último sorbo. Tercer y último mordisco. La segunda tostada acabó en el cubo de la basura.

    —Bueno, ya no se puede hacer nada, ¿no? —Se levantó y cogió su bolso—. Además, tan sólo es un perro. —Se acercó a Marcos y le dio un beso en la sien.

    —¿Cómo que solamente es un perro? Es un ser vivo, tanto como tú y como yo —replicó él, exasperado y con evidente indignación—. A veces, de verdad, no sé qué pensar cuando dices según qué cosas.

    Ingrid abría ya el portón y se disponía a salir.

    —Llego tarde. Nos vemos por la noche, ¿vale?

    Cuando Marcos hizo ademán de responder, ella ya se encontraba observándose en el espejo del ascensor; intentaba, sin mucho éxito, domar unos rizos negros que se extendían en todas direcciones, sin ningún criterio y a trompicones, por su espalda, su cara y su cuello. Ingrid lanzó un suspiro, abandonó la tarea imposible de manejar su cabello y se esforzó en recuperar el sueño que había tenido esa noche. Pero no pudo, se le escapaba sin remedio del receptáculo vaporoso de su memoria.

    De mal humor como siempre, y triste como siempre, se encaminó en su coche hacia la oficina donde le esperaba una larga y hastiante jornada laboral. Echó un vistazo por el retrovisor y vio su propio rostro, pálido y ojeroso, que la miraba de frente con esos ojos oscuros.

    —Vamos, Ingrid, ánimo.

    Un fuerte viento atizaba, desacompasadamente, las ramas de los árboles que, como medusas invertidas, parecían pedir algún tipo de auxilio secreto a los cielos. Z acababa de sentarse en un banco y observaba indolente el trajín de esos largos dedos embutidos en hojarasca que imploraban clemencias. Hacía frío. Se ajustó, aún más si cabe, el gabán negro que escondía su cuerpo y apoyó el peso muerto de su cabeza en la palma de su mano; su codo descansaba sobre el brazo del banco sin descanso, casi dolorosamente. Con negligencia, escuchaba el rumor mareado del aire transportando objetos sin sentido en el escenario oxigenado que tenía enfrente: periódicos, bolsas, deseos…, y murmuraba sentencias. Sentenciaba sentimientos y codificaba pensamientos.

    El sonido insistente del viento se coló por las rendijas destartaladas de su ruinoso edificio mental y se confundió con todo lo demás. Se integró, de tal manera, que refrescó en su interior, removió papeles viejos abandonados y abrazó el silencio remoto de esa cámara con un gélido silbido cacofónico. Z estornudó.

    Una mujer interfirió en la línea recta que trazaba su mirada desde los ojos hasta la danza decadente de las copas de los árboles. Durante unos minutos, la mujer se mantuvo quieta en esa posición, entre restos de un periódico del día anterior y un carrito de bebé sobre el cual se inclinó y anduvo toqueteando. Z ajustó su

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1