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Lazos de Amor, Pactos de Sangre
Lazos de Amor, Pactos de Sangre
Lazos de Amor, Pactos de Sangre
Libro electrónico254 páginas3 horas

Lazos de Amor, Pactos de Sangre

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Información de este libro electrónico

Ha pasado un año desde el fallecimiento de su esposo y tras un encierro voluntario en su propia casa, Vidgis Birgsdóttir decide salir de nuevo, comenzando a experimentar extrañas situaciones. Al mismo tiempo en una ciudad al sur de Hungría es descubierta la que fue la residencia de Vlad Tepes (Drácula), hallándose en las paredes unas enigmáticas escrituras realizadas con sangre. El arqueólogo Miklos Szenes se encarga de investigar este sorprendente hallazgo. Miklos contacta con Hanna Sigurdóttir, una historiadora islandesa experta en lenguas muertas.


Mientras van avanzando en sus investigaciones, descubren el porqué han sido ellos los “elegidos” para revelar los hechos que durante siglos llevan ocultos y que enlazan a Vlad Tepes con la Condesa Erzsébet Báthory, conocida como la vampiro húngara que asesinó a ciento de vírgenes en busca de la eterna juventud.


A su vez, Vidgis dedica su tiempo a pasear por la ciudad, conociendo a un hombre encantador, Lajos Süllős, introduciéndola tanto en la cultura húngara como en conocimientos esotéricos, decidiendo ambos emprender un viaje iniciático hasta Budapest.


Lazos de Amor, Pactos de Sangre nos lleva a un emocionante viaje hacia el pasado de Europa central, mezclándose vida, muerte, amor, traición, pero sobre todo magia expresada de manera sutil y envolvente.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 nov 2018
Lazos de Amor, Pactos de Sangre

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    Lazos de Amor, Pactos de Sangre - Juan J. Rodríguez

    Lazos de Amor,

    Pactos de Sangre

    J. J. RODERICK

    Copyright © 2018 J. J. Roderick

    All rights reserved.

    A mi esposa, sin ella nada de esto sería posible, sobre todo sus sabios consejos. A mis hijas, Inika y Greta, la sal de mi vida. Ahora sé que durante toda mi vida estuve esperando por las tres.

    A Verónica Pérez, por su infatigable colaboración y continuo entusiasmo.

    Y a todos lo que me mostraron su sincero apoyo con este proyecto.

    Capítulo 1

    Un final y un comienzo

    En el monitor de frecuencias cardiacas las pulsaciones habían vuelto al ritmo normal. Aunque era el tercer acceso de infarto en lo que llevaba de semana, ni por un instante había perdido la esperanza de llevárselo consigo y cuidar de él en la intimidad del hogar.

    Al mirar su cuerpo tendido en la camilla, vino a su mente el recuerdo de la primera vez que lo vio desnudo. Había sido la mañana siguiente a la boda. Él durmiendo, mientras ella comenzaba a recoger la habitación, giró la cabeza y posó la mirada en su cuerpo, tan joven, tan fuerte, brillando la blancura de su piel sobre la cama.

    Vigdis Birgsdóttir se había casado a los veintiún años con un joven apuesto. Pierre solo contaba con tres cosas: veintitrés años, dos buenos brazos para trabajar y todo el amor que un hombre pudiese dar a una mujer.

    Se conocieron una tarde soleada, sin embargo, hacía mucho frío. Una gran cantidad de gente esperaba en la estación. El autobús de las cinco los transportaría desde la capital hacia pueblos cercanos. Vigdis había pasado unos días en casa de unos familiares, debía volver para ayudar a sus padres en las labores del campo. Su aldea tan solo distaba media hora. A lo largo de la estación había numerosas cuadrillas de jornaleros que, al pasar, no le quitaban el ojo de encima. Con sublime juventud y belleza natural resultaba, sin pretenderlo, ser la atracción del lugar; por ello, las otras chicas la miraban distantes e incluso con indisimulada antipatía.

    Esa tarde el autobús había sufrido una avería dos pueblos más atrás y se estaba retrasando la hora de llegada. Todos los asientos estaban ocupados, así que decidió apartarse hacia un lugar donde podría pasar desapercibida y sentarse en el suelo a esperar. De su equipaje sacó un pequeño paquete con algo de comida, comenzando a dar cuenta de este. Un joven rubio que no había dejado de mirarla se acercó, preguntándole si se podía sentar a su lado.

    Le estuvo contando sobre comprar una casita en las afueras de la ciudad, poder trabajar en el campo, dejar la fábrica de cristalería en la que trabajaba y ser su propio jefe.

    A lo lejos sonó la bocina del autobús anunciando su llegada, oyéndose seguidamente voces de vítores. Quien consiguiese subir rápido cogería un asiento durante todo el trayecto.

    Vigdis se levantó precipitadamente, no le apetecía ir de pie. En ese momento cayeron al suelo las llaves de su casa. Se inclinó para recogerlas, agachándose a su vez el joven haciendo el mismo ademán, pero ella se adelantó; Pierre apretó firmemente, pero con suavidad la mano con la que Vigdis había recogido las llaves. Los ojos de él se encontraron con los de la muchacha de la misma manera en que se habían encontrado sus manos. Ella sintió una corriente que recorría su cuerpo. Nunca un chico la había tocado así. En el trabajo su jefe le había dicho que el cristal era como una mujer, bello, pero también frágil, rápidamente había aprendido que la mejor manera de colocarlo era con movimientos suaves, secos y precisos. «Igual has de tratar a una mujer», había añadido su jefe.

    Afortunadamente, los compañeros de trabajo de Pierre les habían guardado sitio. Pasaron todo el trayecto hablando sin parar. Vigdis le preguntó por qué se había acercado, y él le dijo que cuando había mirado hacia aquella muchacha sentada, vio una combinación irresistible: ¡una mujer y comida!, a lo que ella le reprochó lo poco cortés que había sonado su respuesta. Ambos rieron.

    El autobús había llegado a la parada de la aldea de la joven. Mientras se despedían, Pierre sin avisar le dio un beso en los labios.

    La señora Birgsdóttir en cuestión de milésimas de segundo vio pasar los cuarenta y nueve años restantes de vida en común con su marido, incluyendo los largos años en que emigraron a Groenlandia, donde regentaron una taberna. Sin saberlo, una extraña sincronización se estaba produciendo, puesto que en la mente de su esposo en esos instantes transcurrían las mismas imágenes. Un pitido sordo despertó a Vigdis de sus recuerdos.

    La pantalla del monitor reflejaba una línea horizontal de manera constante. El corazón de su marido se detuvo. Pulsó el botón de emergencia con gesto de desesperación, a la vez que de su garganta salía un grito tan fuerte como se lo permitieron sus pulmones:

    —¡Enfermera, rápido!

    Habían transcurrido doce meses entre la muerte de su esposo y el día en que realizaría la primera visita a su tumba. Un año que su memoria apenas recordaba, cargado de noches en vela, ojos enrojecidos, aislamiento, sedantes y somníferos. Una soledad escogida, pero paradójicamente impuesta a la fuerza.

    Esa tarde a través de la ventana de su casa, veía como a lo lejos el autobús bajaba por la calle. En unos instantes llegaría hasta la parada de enfrente.

    Vigdis pasó el dedo índice por sus labios dejándolos caer luego en el portarretratos de su marido que tenía en el hall.

    —Enseguida estaré contigo — susurró.

    Subió al autobús sosteniendo en sus manos un ramo de flores. El cementerio se encontraba en el otro extremo de la ciudad.

    Vigdis y Pierre se instalaron en una pequeña pero confortable casa en las afueras de Reikiavik, la situación financiera les había obligado a emigrar a Groenlandia y tras unas décadas habían regresado a su isla.

    No tuvieron hijos. Este hecho jamás les inquietó. Tras el primer año de matrimonio la gente comenzó a hacer comentarios sobre la falta descendencia de aquella joven y sana pareja. Para un hombre de la cultura de su esposo lo normal hubiera sido desear muchos herederos varones. Él jamás le comentó a su esposa nada al respecto. Siempre la trató con el mismo amor y delicadeza. En realidad, el problema podía provenir de cualquiera de los dos, pero nunca indagaron la causa, prefirieron ignorar quien era el responsable, lo mejor era aceptar sin más, no querían que su media naranja cargase con las culpas, no se lamentaban, vivían su amor con la misma dulzura que el primer día. Incluso Vigdis llegó a pensar que el amor entre ella y su esposo era tan inmenso que no cabía compartirlo, ni siquiera con descendencia y por esa razón el destino no les había enviado hijo alguno.

    Sabía que tras la muerte de su marido tener un hijo no la hubiera consolado, nunca llegaría a ser su cómplice. «Son amores diferentes», pensaba. Un vacío como el que había dejado su esposo jamás sería colmado, al fin y al cabo, cada ser humano es único e irrepetible, no habría en el mundo un hombre como Pierre y aún en el caso de que se repitiese nunca se volverían a dar las vivencias que ella había compartido a su lado.

    El conductor del autobús la había reconocido por el tono de voz. Al abrir las puertas no pudo disimular su asombro al verla de nuevo. Había perdido más de veinte kilos, su pelo estaba inundado de canas, a la vez que en sus ojos se había instalado una mirada de permanente ausencia.

    El autobús la dejó en el cementerio. Era miércoles y, por lo tanto, apenas había gente. La señora Birgsdóttir había rehusado ir los domingos por ser ese el día que más gente va a dejar ofrendas a sus difuntos, evitando de esa manera encontrarse con personas conocidas que le preguntaran hasta el más pequeño detalle sobre el fallecimiento de su esposo. Detestaba el morbo que algunas personas tenían al respecto de hechos luctuosos.

    La lápida era negra y brillante. A Vigdis no le gustaba ese color, pero su esposo había dejado ultimados en su testamento todos los pormenores acerca de su entierro y sepultura, especificando su deseo de contar con una lápida de color negro azabache. Sin duda, le había sorprendido que hubiese sido tan detallista en relación con la preparación de su última voluntad, ya que nunca habían hablado sobre ese tema.

    Pierre se había encargado siempre de acudir a las instituciones, bancos y organismos cada vez que surgía algún asunto concerniente al papeleo, mientras que ella se encargaba de los asuntos de la casa de puertas para adentro, por lo que enfrentarse ahora al abogado, el notario, bancos e instituciones le suponía estar sumergiéndose en una odisea, teniendo una terrible sensación de inseguridad y desamparo. «Solo quiero estar a solas con mis recuerdos», pensaba continuamente.

    —Bonito ramo de crisantemos — le dijo uno de los sepultureros.

    Los crisantemos eran sus flores favoritas. Él las había cultivado durante años. Era la que más abundaba en el pequeño jardín situado en la parte trasera de la casa y ahora ella se encargaba de seguir cuidándolas en su ausencia.

    Se acercó hasta una fuentecilla y tras llenar un pequeño recipiente de agua, fue colocando con mucha delicadeza cada flor, resaltando su color blanco sobre el negror de la lápida. Había creado un hermoso ramo, una linda ofrenda a su ser querido. Se sentó frente a la tumba y comenzó a recitar mentalmente una oración. Al terminar hizo una pausa y luego comenzó a hablar en voz baja. — Pierre, he reunido las pocas fuerzas que me quedan para acudir hasta aquí. ¡Amor mío, aún te siento tan cerca!

    Alzó la mirada hacia el cielo. El tiempo comenzó a ralentizarse parecía que las nubes se hubiesen detenido comenzando a dividirse lentamente hasta formar un campo de cientos de algodones. La suave brisa que hasta el momento había soplado haciendo que las ramas de los árboles se movieran en un dulce balanceo, cesó. Giró la cabeza hacia ambos lados, sintiendo una más intensa sensación de paz, a la vez que percibía un olor inmensamente agradable. No recordaba haber percibido un aroma como ese en su vida.

    Elevó la mano derecha y acarició el relieve de las letras grabadas sobre la lápida. El tacto en las yemas de sus dedos y la sensación de paz junto con el agradable aroma, hicieron que cayese en un reconfortante estado de relajación y amor consigo misma, dejando por unos instantes de martirizarse. Cesaron en su mente las continuas preguntas y reproches del porqué no había fallecido ella antes que su esposo y sobre todo porqué se había ido sin ella.

    La tarde estaba llegando a su fin, pronto anochecería y antes de que esto sucediera debería estar es su casa. Se dirigió hacia la salida del cementerio y recordó uno de los antiguos dichos que su abuela le había enseñado en su niñez:

    La mañana pertenece a Dios, en ella el sol nace, dándose cada día el milagro de despertar a la vida; la tarde pertenece al hombre, en ella el sol se pone, dándose cada día la oportunidad al ser humano de entrar en sosiego con su alma; la noche pertenece a ella misma, es mágica y enigmática.

    Ya en su casa, tomó un vaso de leche caliente con miel que había preparado para cenar, recostó la cabeza sobre la almohada y lentamente sus ojos comenzaron a cerrarse. Percibió un sabor salado. Abrió los ojos. Las mejillas estaban mojadas y las lágrimas caían hasta sus labios. Se dio cuenta que tras haberse quedado dormida lloraba en sueños.

    Fue hacia la cocina para tomar un vaso de agua y le pareció ver una luz cegadora que provenía desde el salón. Comenzó a percibir el mismo agradable y suave aroma de la tarde durante la visita al cementerio. No sintió temor alguno, al contrario, volvió a inundarse de paz. De nuevo se recostó y cerrando los ojos se quedó plácidamente dormida.

    Capítulo 2

    Un hallazgo

    Miklos Szenes era profesor de historia de la Universidad de Pécs y también uno de los arqueólogos más prestigiosos de su país, Hungría.

    Le apasionaba dar clases, transmitiendo todos sus conocimientos a los alumnos. Mantenía correspondencia con universidades de diversos lugares del planeta y aunque había dirigido excavaciones arqueológicas en su ciudad natal, sus descubrimientos no habían tenido una importancia que transcendiera más allá de las fronteras húngaras o determinados círculos especializados.

    Una mañana a mediados de marzo de 2010, como todos los días, se dirigió a la universidad abriendo al llegar el buzón de su despacho. Había una carta del Ministerio de Asuntos Exteriores británico, en la cual muy cortésmente se posponía una eventual colaboración en los límites entre Gales e Inglaterra sobre unas excavaciones que tenían como objetivo hallar restos de asentamientos celtas. Esta comunicación lo desmotivó y aunque se esforzó en entusiasmar a los alumnos con el tema que debía impartir, lo cierto es que no pudo. Sus ilusiones de partir a tierras celtas se habían esfumado por el momento al igual que sus ganas por dar clases esa mañana.

    A la hora de volver a casa recibió un mensaje en su móvil. Provenía de su amigo y colaborador, Nagy Peter.

    Tienes que venir al centro de la ciudad cuanto antes. Te espero en la plaza Széchenyi, esto te va a encantar.

    Miklos cerró el móvil intrigado. Peter solía ser una persona no entregada a mostrar sus sentimientos y en absoluto dado a emociones, menos aún a enviar mensajes en ese tono.

    Era el año 2010, Pécs, junto a Essen y Estambul habían sido seleccionadas para compartir el título de Ciudad Europea de la Cultura. Meses antes del inicio de los eventos festivos, la ciudad comenzó una fiebre de reformas de calles y restauraciones de edificios, siendo el epicentro la plaza conocida como Széchenyi. La reestructuración significó un cambio total de la misma, la propuesta incluía la ubicación de varias fuentes por lo que hubo que levantar tanto su suelo como el subsuelo.

    En uno de los laterales, apenas comenzado el día, los operarios descubrieron una enorme galería de aspecto muy antiguo. Peter Nagy había sido contratado por el ayuntamiento de la ciudad. Al ser llamado y ver la galería intuyó la transcendencia del hallazgo. Antes de comunicarlo a los organismos municipales envió un mensaje a su amigo Miklos. Sabía que era el más capacitado para dictaminar la importancia de lo que habían encontrado.

    Nada más llegar y sin intermediar palabra alguna, Miklos se puso el casco y se introdujo en la galería. Peter caminaba detrás de él. Con cada paso que daba confirmaba lo que desde un primer momento sospechaba. La galería daba hacia una casa de dos plantas. El joven profesor podía oír los latidos de su corazón, la emoción del momento hizo que su tensión se disparase.

    Años atrás, en las horas invernales de investigación, casi por casualidad, en los archivos históricos de la ciudad, adherido a la parte trasera de un documento, había hallado un contrato de arrendamiento fechado en el año mil cuatrocientos sesenta. En él se mencionaba los nombres de los propietarios, se detallaba tanto la composición, forma y distribución de la casa, así como que el mobiliario lo aportaría el futuro inquilino. Se hacía constar que el arrendatario era Drakulya o Drácula.

    El joven profesor comenzó a investigar sobre la estancia en Hungría del duque de Valaquia, Vlad III, Tepes el Empalador.

    El aristócrata había vivido la mayor parte de su vida en el exilio, siendo retenido en Hungría bajo el vasallaje del rey húngaro, Matías Corvino. También había descubierto que, durante su estancia en ese país, le habían hecho miembro de la Orden de los Dracones húngaros, de ahí intuía que, debido a su rango aristocrático, el joven Vlad tuvo que tener su propia casa donde hospedarse junto a sus sirvientes en la ciudad durante sus años de destierro. Por otra parte, se sabía que desde el sur de Hungría había planeado y ejecutado numerosos ataques contra los turcos al sur del río Danubio, pero se desconocía la posible ubicación de su morada en tierras húngaras durante ese periodo.

    Los restos del edificio encajaban a la perfección con la descripción dada en el contrato de arrendamiento, el cual Miklos lo había memorizado debido a los cientos de veces que lo había releído. Hasta ese momento no había sido capaz de encontrar su ubicación. Si bien el contrato daba una dirección del inmueble, lo cierto es que la ciudad había cambiado muchas veces con las invasiones turcas, austriacas y de inmigrantes alemanes.

    Dirigió la luz de la linterna que portaba hacia un punto determinado, vislumbrando una mesa con unos pequeños bancos de madera de roble. Tras examinarla con mucho detenimiento halló unas líneas apenas perceptibles. Pidió a Peter que le pasara una hoja, la puso sobre la mesa y haciendo una ligera presión con un lápiz, coloreó las líneas, finalmente puso el papel a contraluz para ver el resultado: Drakulya. Sus ojos brillaron. Era costumbre de la época grabar el mobiliario con el nombre de su propietario si este era un personaje ilustre.

    Girando sobre sus pasos Peter enfocó el haz de luz hacia las paredes. Tocó el hombro de Miklos logrando atraer su atención, señalando el pasillo a la vez que lo iluminaba, una de ellas se encontraba oscurecida por algo que parecía ser hollín, pero tras un examen más exhaustivo observó que estaba completamente escrita desde el suelo hasta el techo. Desconocía la lengua en la que se había escrito. Pidió a Peter que iluminase la pared con un foco más potente, procediendo a tomar varias fotos.

    Miklos miró fijamente a los ojos de Peter.

    - Por el momento debemos guardar silencio sobre lo que hoy has encontrado.

    Peter asintió con un ligero movimiento de cabeza.

    Capítulo 3

    Un susto de muerte

    Una semana después de su visita al cementerio, Vigdis acudió a la tumba de su esposo por segunda vez. A su regreso, pudo ver que una de las ventanas de su casa se encontraba abierta. Mientras introducía la llave para abrir la puerta principal oyó desde el interior la voz aguda y chirriante de su hermana que hablaba por teléfono.

    —Hanna, estoy muy preocupada... ¡No! Tía Vigdis no se encuentra en casa, ¿sabes dónde podría estar?

    —Hledis deja de preocuparte, ya he vuelto — dijo la señora Birgsdóttir.

    Su hermana se dio la vuelta colgando el teléfono sin despedirse de su hija.

    —Oh, Vigdis, no vuelvas a darme un susto como éste. Sabes que todos estamos muy preocupados por ti. Te has empeñado en seguir viviendo sola en esta casa, sin permitir que durante una temporada tu sobrina pueda acompañarte.

    La señora Birgsdóttir dejó las llaves encima de la mesilla del hall, encontrando su mirada la foto de su esposo. Su hermana se dio cuenta de ello.

    —Vigdis, ¡basta! Ya hace un año que Pierre murió, ¿cuándo lo vas a aceptar? — terminó preguntando Hledis.

    —¿Un año ya? — preguntó Vigdis.

    —Sí, un año, aunque a ti te parezca una semana. El tiempo transcurre sin parar, el mundo sigue dando vueltas y tú continúas en él — le respondió su hermana.

    —¿De veras lo crees?

    —Oh Vigdis, logras sacarme de quicio. La habitación que Pierre utilizaba como estudio sigue igual, no has cambiado nada, ni tan siquiera te has deshecho de sus ropas que bien podrías entregarlas a un centro de beneficencia para que cualquier necesitado haga uso de ellas — dijo Hledis.

    —Puede que tengas razón, seguramente tengas toda la razón, pero unas simples ropas usadas ¿a

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