El Guerrero de la luz
Por Luis Torres
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Una épica historia de aventuras mágicas que transcurre en la ciudad perdida de los incas del Paititi, donde el jovial e intrépido José Puma, por cosas del destino tiene que unir fuerzas con sus ancestros reyes Incas, para salvar a esta milenaria ciudad de la destrucción, para lo cual tendrá que recuperar las cinco rocas de cristal y el fuego sagrado de las ciudades antiguas y restablecer el poder del disco solar ubicado debajo del templo interior del Coricancha en el Cusco.
El amor por la princesa Cusi Coyllor le da un nuevo sentido a su vida, José sabe de la gran responsabilidad sobre sus hombros, en su camino luchará contra las fuerzas siniestras que buscarán destruirlo, pero no está solo, sus nuevos amigos lucharán a su lado, sabe que este camino de aventuras, lleno de peligros y vicisitudes, hay un tiempo para vivir, amar y ser feliz, y no se siente solo, porque sabe que esa esa fuerza superior que lo llevó hasta allí, lo acompañara hasta el final, al éxito de su misión.
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El Guerrero de la luz - Luis Torres
El guerrero de la luz
Y la ciudad perdida de los Incas
Luis Torres Tuanama
Copyright © 2021
Título: El guerrero de la luz
Autor: Luis Torres Tuanama
Ciudad-País: Lima-Perú.
Correo electrónico: pumasunku2225@gmail.com
Segunda Edición Electrónica, febrero 2021
Todos los Derechos Reservados.
Dedicatoria
A mi amada familia;
a mi esposa Mónica
a mis adorados hijos,
Marina y Leonardo,
a mis padres y hermanos,
inagotables fuentes de inspiración.
"Soy como el águila. Me gusta
volar sólo con mis propias Alas"
Luis Banchero Rossi
"El éxito tiene muchos padres,
pero el fracaso es huérfano"
Jhon F. Kennedy
"El que tiene fe en sí mismo
no necesita que los demás
crean en él"
Miguel de Unamuno
"El mejor viajero no es el que ha dado
La vuelta al mundo diez veces, sino el
que ha estado alrededor de sí mismo
solo una vez"
Mahatma Gandhi
"La palabra imposible
no existe en mi
vocabulario"
Napoleón Bonaparte
Índice
Primer capítulo
Segundo capítulo
Tercer capítulo
Cuarto capítulo
Quinto capítulo
Sexto capítulo
Séptimo capítulo
Octavo capítulo
Noveno capítulo
Décimo capítulo
Décimo primer capítulo
Décimo segundo capítulo
Epílogo
Glosario
Primer capítulo
U
n fortísimo dolor agudo y punzante en mi hombro izquierdo me despertó, el sopor del sueño controlaba todavía mi conciencia, aún con los ojos cerrados escuchaba los molestos zumbidos de los zancudos, soportaba a la vez la tortura de sus punzadas sobre mi rostro y mi cuerpo expuesto a la intemperie. Se me hacía difícil respirar esa atmósfera pesada, enrarecida y húmeda. El sonido de la selva se iba incrementando, el cantar de los pájaros, el chillido de los monos y el bullicio de desconocidos animales se hacía intenso. De pronto un viento fresco golpeó mi cuerpo y me hizo reaccionar. Levanté mi rostro y miré alrededor: altos árboles, maleza abundante, flores silvestres por doquier; me encontraba apoyado sobre una pared rocosa de andesita negra, cubierta parcialmente por musgos y por enredaderas.
En mi hombro izquierdo, había una pasta verdusca de hierbas machacadas que cubría la herida. Me toqué con la mano derecha, palpando esa parte de mi cuerpo y descubrí que en mi espalda también tenía pasta de hierbas, la bala me había traspasado.
En ese esfuerzo por conocer mi situación, sentí un malestar general, me dolía todo el cuerpo. Intenté pararme, pero fue inútil, desistí y apoyé mi cabeza en la roca, cerré los ojos por un momento, tomé aliento para darme fuerzas. Luego de un momento, un calor agradable acariciaba mi rostro, como si fueran unas suaves y delicadas manos. En ese éxtasis me olvidé de mi situación y llegué a oír una dulce voz de mujer que dijo: ¡Guerrero, no temas!; ¡siempre estaré a tu lado, porque te amo intensamente!
.
Abrí los ojos, y el rostro de una hermosa mujer de profundos ojos azules como el cielo, me contemplaba tiernamente y sonreía a la vez. De pronto su imagen empezó a desvanecerse entre los rayos del sol que tocaban mi rostro y desapareció. Mi corazón empezó a latir desesperadamente, asustado, sin poder distinguir si había sido real o un sueño. Empecé a buscarla, miré a todos lados y no la encontré. ¿Acaso había sido mi imaginación, un sueño, o el espíritu de la selva, como dicen los lugareños?
Mis labios y mi garganta estaban secos, la sensación de sed invadía mi cuerpo. Escudriñé alrededor buscando agua, noté a mi lado izquierdo que por la roca donde estaba apoyado, discurría un hilo transparente; me apresuré a juntarlo dificultosamente en mi palma derecha y me sacié.
Seguí observando a mi alrededor, descubrí que estaba sobre un sendero claramente visible que, de acuerdo con la trayectoria del Sol, iba de Sureste a Noroeste.
Un repentino viento removió las hojas secas del suelo, encontré los vestigios de un camino empedrado, hecho por la mano del hombre: acudieron a mi mente los caminos de igual factura que existen en los pueblos que circundan la ciudad del Cusco.
Me acomodé dificultosamente, apoyando mi espalda sobre la gran roca. Busqué el cielo entre las ramas de los árboles y lamentando mi situación pedí al gran Señor que me socorriera y que me ayudara a salir pronto de ese trance. Llegaron a mi mente los recuerdos de cuando había ingresado a trabajar en Tintaya, una mina importante, por medio de una empresa constructora. Esa mina se encontraba cerca de la ciudad de Yauri, departamento del Cusco, a una altura de 4200 metros sobre el nivel del mar.
Ya había cumplido 25 años, y trabajaba como ingeniero civil en una empresa minera. Había decidido laborar en los Andes porque lo consideraba un reto. Además, me atraían sus pueblos, sus misteriosos paisajes, sus enigmáticos lagos, sus cordilleras cubiertas de hielo, su fuerza y su espíritu.
Los trabajadores de la mina, durante las horas de descanso y en las noches heladas o de aguaceros interminables, comentaban sus impresiones. Los obreros de la gran mina eran los mejores comentaristas y exploradores, los mitos y las leyendas de sus pueblos eran su predilección, tesoros enterrados y ciudades misteriosas de la época de la ocupación española recreaban su imaginación.
Los fines de semana había tomado como costumbre visitar los pueblos de alrededor, las zonas arqueológicas tan abundantes allí y los lugares de aguas termales, tratando de conocer e imaginar cómo habían vivido nuestros antepasados, mientras caminaba entre los muros y cruzaba los dinteles de piedra de sus casas y templos ya silenciosos. Lugares misteriosos, esperando que alguien escuchara el bullicio del aparente silencio de los Andes.
Uno de aquellos días de trabajo, durante el almuerzo, conversaba con mis colegas sobre las monumentales construcciones de los incas, de los conocimientos de ingeniería y astronomía alcanzados por esa civilización, así como los mitos y las leyendas de nuestra cultura. Y aproveché para mostrar a mis amigos un par de rocas rectangulares del tamaño de la palma de la mano, con símbolos misteriosos en alto relieve que me habían llamado fuertemente la atención y que habían sido compradas hacía poco, el fin de semana anterior, en la plaza de Yauri.
Les comenté que me la había vendido una bella chica que me había impresionado por su amabilidad y por su mirada penetrante, que me hicieron temblar de emoción. Ella me había explicado los supuestos poderes de esas rocas y que me traerían mucha suerte.
Recuerdo que cuando observaba las rocas para comprarlas, y mientras las tomaba entre mis manos y apreciaba los extraños símbolos, un súbito palpitar estremeció mi pecho, y empecé a temblar. Esos símbolos los había visto frecuentemente en sueños, en una región selvática inhóspita y extraña: compré las piedras para desentrañar su significado.
De pronto una fría ráfaga de viento levantó el manto que llevaba la chica, y pude ver un tatuaje de la imagen del Sol en su bronceado hombro izquierdo. A pesar de la curiosidad, no me atreví a indagar más detalles al respecto, sólo le pregunté si continuaría en la plaza durante los siguientes días. Me respondió que sí, me despedí de ella llevándome impregnada en mi mente su jovialidad y su belleza enigmática.
Miguel Yupanqui era mi asistente, un muchacho de veinte años, tez trigueña y estatura mediana. Se me acercó después de la cena, mientras me dirigía a la plaza mayor de Yauri a caminar un rato. Me comentó que le había interesado la conversación que habíamos mantenido con mis colegas de trabajo el día anterior, y sobre todo el tema de las rocas rectangulares que yo había comprado. Dijo que esas figuras en alto relieve le traían a la memoria unos dibujos en la chacra de propiedad de su abuelo Vicente, en una pared rocosa de un cerro cerca de su casa, y que le habían hecho recordar las historias que contaba siempre su querido abuelo a la familia y a la gente del pueblo cuando se reunían ocasionalmente. Quería contarme dos relatos que guardaba especialmente y saber mi opinión.
Miguel conocía muy poco de la civilización andina, como mucha gente, sólo contaba con la escasa información de los textos escolares y con las historias escuchadas en visitas a lugares arqueológicos en los alrededores de su pueblo.
Miguel empezó con el primer relato. Dijo que en la chacra que habían ido heredando sus ascendientes de generación en generación, al sur de la mina Tintaya, había un escarpado cerro rojizo cubierto de ichu. En ese cerro había una chinkana
que era un túnel; tenía una abertura de dos metros de alto y un metro veinte de ancho, podía pasar una sola persona parada. En la parte inferior izquierda de la boca del túnel, se apreciaba pinturas rupestres y símbolos extraños grabados en la roca viva, algunas eran idénticas a las que estaban dibujadas en las rocas que yo había comprado: una figura, la más llamativa en la pared del cerro, representaba a un hombre con una recua de llamas llevando su carga; esa figura señalaba la entrada del túnel.
Hacía unos años habían entrado al túnel dos muchachos, que decían ser estudiantes de Antropología. Para algunos eran buscadores de tesoros, aquellos jóvenes demoraban en salir, causando murmuraciones entre los habitantes del pueblo; pero la verdad es que después de un tiempo los dieron por desaparecidos. Un mes después apareció uno de ellos cerca del lugar, con la ropa raída; estaba desnutrido y tenía la mirada perdida. Hallaron en su mochila una mazorca de oro de tamaño natural.
El muchacho apenas balbuceó unas palabras y se desmayó. Los comuneros lo llevaron al curandero del pueblo. El joven empezó a temblar y a sentir una fuerte fiebre, deliraba y agitado decía: ¡Corre, Iván! ¡Corre, Iván!...
. Así estuvo durante tres días…, cuando desapareció la fiebre, sólo recordaba que había entrado con su compañero al túnel, y nada más. Quienes lo hallaron le explicaron lo sucedido, pero el muchacho no lo creía y menos haber perdido al amigo. Cayó en una profunda aflicción, no quería hablar con nadie; de un momento a otro, desapareció del pueblo.
El segundo relato se refería a su tío abuelo Camilo, quien era comerciante y viajaba mucho. En uno de sus viajes a la selva de Madre de Dios, Camilo y un amigo encontraron al borde del camino a un hombre casi moribundo y con vestimenta extraña, quien les dijo que había sido mordido por una víbora en su pierna derecha. Recogieron al hombre y lo llevaron al curandero del pueblo más cercano llamado Tambopata.
Después de revisarlo, el curandero dijo que el desconocido estaba grave; que no tenía el antídoto y que en cualquier momento podría ocurrir lo peor. Camilo y su amigo lo reanimaron, para averiguar qué le había ocurrido. A pesar de su estado, consiguieron que el hombre hablara con ellos largamente y les contara lo sucedido, que los dejó asombrados. En su relato hablaba del gran Paititi
, la Ciudad Sagrada, en pleno corazón de la selva, a la