Odio a los sanos... y a los optimistas
Por Esther Charabati
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Odio a los sanos... y a los optimistas - Esther Charabati
Una casi siesta
Cerré los ojos para descansar un poco del dolor; de acuerdo con la sabiduría intergeneracional con los ojos cerrados se sufre menos. Siguiendo esta lógica, cuando voy al dentista cierro los ojos, cuando me inyectan o me extraen sangre, también. En cambio, cuando me someto a estudios con descargas eléctricas y agujas, los clausuro.
Apago los ojos y de inmediato aparecen unos albañiles en la sala de mi casa construyendo una torre: hay una escalera, unas bolsas de cemento… Por más que agudizo la vista ‒si así puedo llamar ese ver-con-los-ojos-cerrados para rectificar mi apreciación‒, no hay duda: están en mi casa. ¿Con qué propósito tendría yo una torre en mi casa? Qué extraño (¿será la torre de Babel?); necesito que se vayan y la única forma de lograrlo es abrir los ojos para conjurar el efecto de la morfina, pero me aferro a la idea de seguir durmiendo o dizque durmiendo; no quiero ocuparme del dolor porque ya tomé las medicinas y no tengo más recursos para enfrentarlo.
La torre crece, los albañiles hacen ruido y me urge disipar el encantamiento. Babel no es para mí: soy demasiado racional, sólo tolero la incertidumbre cuando sé cómo escapar de ella. Hago trampas, lo sé, pero si la vida no quiere que le tienda trampas, tendría que cooperar un poco.
Abro los ojos y todo desaparece… menos el dolor que a cada oportunidad vuelve y se instala a sus anchas. Después de un rato, de manera disimulada y a un ritmo análogo al cardiaco –cuando está a segundos de un paro–, los voy cerrando hasta que me veo acostada en el asiento de atrás de un taxi tapada con una tela de peluche café, ¿por qué acostada? ¿Cómo aterrizó en mis piernas esa cobija espantosa que cubre mis piernas? ¿Qué diría Dr. Freud al respecto? ¿Será que el universo me envía un mensaje que no sé descifrar, como afirma Gloria? ¿Serán mis prejuicios de clase, como suele murmurar Sergio, los que me llevan a asociar los taxis con lo kitsch? (En ese caso, estoy dispuesta a defender mi postura con pruebas irrefutables).
Para bajar del taxi y huir del peluche, tengo que desplegar los ojos. Intento una nueva treta: abrirlos rápidamente y cerrarlos a la misma velocidad con la esperanza de recuperar mi casi siesta. La estrategia funciona de una manera inesperada: me veo como una mascada que va cayendo suavemente junto al sofá, planeando sin prisa, de izquierda a derecha, hasta depositarse en el suelo. Abro los ojos: la planta del pie me avisa que el efecto benéfico de la morfina se agotó.
Guía Roji versión 2.0
La dinámica social de la enfermedad es muy peculiar. Cuando los demás se enteran de nuestro padecimiento, la primera pregunta es ¿Qué te pasa? Ante esa expresión espontánea de solidaridad y calidez, acostumbro ofrecer un rápido esbozo para informar sin afectar, pero rara vez paso de la ubicación geográfica: Es la espalda… o Mi cabeza… Una sola palabra activa la respuesta que el interlocutor trae preparada hace meses para cuando se presente la ocasión: Tengo un médico que no falla; Conozco a un acupunturista chino recién desembarcado; Mi cuñada tenía lo mismo que tú: un quiropráctico la salvó; Hazte un bloqueo, Que te cambien la sangre (sí, aunque no lo crean). Ante mi gesto de retirada los apóstoles de la salud pueden perder la mesura y sustituir las sugerencias por exhortaciones: ¡Tienes que verlo! No pierdes nada, haz una cita, Te paso el contacto, lo vas a necesitar. Poco a poco, la oferta médica se ha instalado en mi celular con una Guía Roji de médicos para el dolor. Y así como en los años ochenta giraba una y otra vez la guía de tapa roja tratando de adivinar hacia qué lado debía caminar, hoy reviso la lista de especialistas en la pantalla vertical, la giro para verla en horizontal y la fijo en versión apaisada en mi desesperado intento por acertar.
La segunda parte de la conversación se introduce de manera subrepticia: ¿Te duele la pierna? Fíjate que, yo, desde que me caí, no puedo caminar bien… Sin siquiera responder, quedo atrapada en un aluvión de palabras, lamentos, esperanzas, acusaciones y diagnósticos de cada uno de los bienintencionados que se acercan a preguntar cómo me siento. A la fecha, cuento con el historial médico de decenas de jóvenes y viejos que clasifiqué en tres categorías: los que se curaron, pero necesitan seguir hablando de sus experiencias, expectativas y exámenes el resto de sus vidas para ayudar a otros y quizá para no olvidar. Otros siguen sufriendo y constituyen una amenaza para la humanidad por ser la prueba fehaciente de que la ciencia tiene límites, de que los médicos no saben, de que, como el célebre Dr. House, sólo tratan de atinarle a la causa –o al remedio– de la enfermedad. La tercera categoría reúne a saludables, rehabilitados y enfermos: son los paganos, que rechazan la idea de un dios y se burlan de nuestra creencia fanática en la ciencia. Están convencidos de que los hospitales, seguros médicos, laboratorios, farmacias, seguridad social, son parte de un cártel mafioso que pretende acabar con la humanidad a través de las drogas legales. Su apuesta es por lo alternativo: homeopatía, acupuntura, osteopatía, pero también reiki, qigong…
No estoy en condiciones de juzgar, cada uno se cura como puede. A mí me acaba de avisar la vecina que no hay lugar para estacionarse porque vino un brujo y hay filas esperando para verlo. Estoy tratando de conseguir una cita.
La muñeca fea
Ahora que estoy enferma, mi familia y amigos cercanos traducen su cariño en llamadas diarias para saber cómo estoy, algunos incluso vienen a visitarme, me traen chocolates y chismes. Yo lo agradezco pero, por culpa de Descartes, un pequeño genio maligno al que hospedo en algún lugar de la psique se pregunta si vienen a acompañarme para aliviar mi dolor ‒tarea imposible‒ o para entretenerme un rato y conjurar la amenaza de que los 225 mg diarios de Lyrica despierten en mí pensamientos suicidas, como advierte la