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Frente a mí
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Libro electrónico154 páginas2 horas

Frente a mí

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Desgarrador testimonio de un oncólogo que se ve aquejado de la enfermedad contra la que lleva toda su vida luchando: el cáncer. A medida que avanza la enfermedad, nuestro protagonista hace un repaso pormenorizado de sus recuerdos, su experiencia y su vida entera. Un relato demoledor en el que se dan cita la profesionalidad, la calidad humana y la literatura de más alto nivel.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento15 jun 2023
ISBN9788728392515
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    Frente a mí - J. Gustavo Catalán

    Frente a mí

    Copyright ©2014, 2023 J. Gustavo Catalán and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728392515

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

    A mi familia.

    Al amigo Avelino Hernández.

    A los colegas.

    Contar... llorar, vivir acaso.

    Juan Ramón Jiménez

    Al día siguiente

    Ignoro si he quedado aturdido tras el diagnóstico y empiezo con las paradojas a falta de lucidez.

    Me extraña estar tan sereno. Ni siquiera se ha alterado el sueño y me digo si seré consciente de lo que está pasando porque, hasta donde me conozco, nunca he sido especialmente estoico. Me acecho por si fingiese, pero no detecto ningún indicio. Pudiera ser que tenga secas las emociones, aunque recuerdo otras veces en que irrumpieron sin previo aviso, tras un largo período de latencia. Tal vez vaya a ocurrir igual: que aparezca la angustia, quizá el llanto, sin anunciarse. Ahora mismo dudo a qué atribuir esta actitud de espectador interesado. No es que me inquiete; simplemente me sorprende.

    No estoy molesto con nada ni nadie. Las cosas son como son e incluso hay un algo de orgullo en exhibir tal control, aunque no quisiera hacer de esto una ficción para la galería. Debe ser algo distinto porque, cuando estoy solo, sigo en las mismas. He pasado, del temor a tener miedo (cuando era sólo médico y no enfermo al tiempo, me preguntaba en ocasiones cómo asumiría un diagnóstico de enfermedad maligna), a decirme si acaso tendré bloqueada la emotividad y esta frialdad pueda ser la mejor prueba; a observarme por si estuviera en el preludio de un tifón que vaya a zarandearme al menor descuido.

    Sin duda, la condición de oncólogo y presunto enfermo de un cáncer de colon es una asociación infrecuente. Porque los oncólogos tampoco somos tantos. Cosa distinta es que la coincidencia pueda justificar unas líneas que ignoro para qué puedan servir, más allá de facilitar el flujo de conciencia: escribir para mitigar la zozobra, obligarla a pasar por la pluma con riendas de palabras para domesticarla y hacerla inteligible también para mí. Si sólo fuera eso, no precisaría de más explicación: reflexiones que surjan al hilo de los hechos, sin otro valor que el terapéutico para el autor. Si hago lo de siempre, quizá termine por convencerme de que nada va a cambiar.

    Pero cuando uno escribe —alguien como yo, con la escritura integrada en su quehacer—, es probable que piense en el lector. Ante su eventual existencia, y aunque si esto termina mal no llegue a saber de él, intentaré poner un cierto orden cuando menos cronológico en esta mezcolanza, y tendré muy presente el peligro que acecha a cualquier autobiografía siquiera fragmentaria: modelarla a medida de la imagen que se quiere ofrecer. Supongo que será imposible soslayar ese riesgo por completo, aunque me empeñaré en tenerlo muy presente.

    Respecto al tema, que obviamente me ha venido impuesto, da razón a Fernando Savater cuando sugería que toda biografía es una disertación sobre la muerte. Narrar los sucesos no la convierte en protagonista, pero los hechos son tal vez menos importantes que sus consecuencias y, en este sentido, está lógicamente convocada.

    En cuanto he sabido que todo apunta a un tumor maligno, he repasado mentalmente las fases que describía Elisabeth Kübler Ross en su célebre trabajo: los diferentes estados de ánimo que suele transitar el enfermo hasta llegar a la aceptación. También he revisado los factores pronósticos del cáncer de colon (parámetros clínicos, analíticos, patológicos tras el examen del tumor al microscopio...) que permiten presumir su evolución más o menos agresiva, pero, ¿realmente lo padezco? Padecer, aunque sea etimológicamente, implica sufrimiento, algún desvío desde el bienestar que procura la salud y yo me encuentro perfectamente; no he perdido peso, la velocidad de sedimentación globular es de 8, no tengo anemia y los marcadores tumorales son negativos.

    La incertidumbre —¿y si no lo fuese?— me asalta a cada rato, por lo que, de acuerdo con la autora, debo estar aún en esa etapa inicial donde se cuestiona el propio diagnóstico antes de asumir el papel de víctima y empezar a interrogarse sobre el por qué, precisamente, me ha tocado a mí. Quizá necesito de la confirmación que sólo da el examen celular para asumir la realidad sin subterfugios que valgan, porque esa es otra: disponemos únicamente de una imagen radiológica altamente sospechosa, pero las imágenes no son nunca confirmatorias. ¿Será eso lo que me mantiene disociado del problema?

    He decidido que, hasta no disponer de una biopsia, la pelota sigue en el tejado, así que nada de autocompasión y, si en algún momento me rozase, ¡fuera con ella!

    La pasada noche me desperté e imaginé qué sucedería si los ganglios, tras la operación, resultaran positivos, es decir, también con células tumorales. Sería, tras la evidencia de metástasis a distancia, la peor noticia. Me inquieté y no pude volver a conciliar el sueño. Ahora pienso que he de asegurar con dos vueltas de llave la puerta que encierra la angustia. Puede tratarse de un error o, de ser un cáncer, estar en un estadio inicial y por tanto curable... La supervivencia, si los ganglios vecinos no muestran alteraciones, está alrededor del 85%. ¿Es mucho o poco? Lo cierto es que no he asumido la posibilidad de morir a consecuencia de esta enfermedad.

    Por el momento, no cabe sino arropar la esperanza para que no desfallezca y su pérdida me arrastre consigo pendiente abajo. Todos los males están contenidos en la caja de Pandora y ya se ha abierto, pero la esperanza estaba en el fondo y, por lo menos en el mito, Pandora consiguió retenerla. La esperanza debería insuflar fuerzas a la humanidad cuando flaquease y hasta aquí ha cumplido, así que conviene cuidarla con esmero y averiguar de qué se alimenta. No creo que guste de mentiras y engañarme sería adelgazarla.

    Si exprimo el argumento, también es posible que la esperanza no pueda distinguir la verdad del engaño cuando el enfermo da por cierta la falsedad, pero mi condición profesional hace difícil un recurso que en otros podría funcionar y al que los médicos apelamos con cierta frecuencia.

    Tal vez vuelva sobre el tema más adelante, pero ahora necesito cimentar la objetividad y ver qué sucede con la esperanza.

    Me gustaría poder afirmar que escribir sobre lo que me ocurre no responde a una idea obsesiva. Me gustaría creer que, de no habitarme un parásito —no me refiero al cáncer sino a la Tenia, a esta Solitaria que es para Vargas Llosa la pulsión de contar—, me dedicaría a menesteres otros que la dimensión narrativa de esta situación y el cáncer, si es que lo es, seguiría sin alterarme en exceso. Pero no estoy seguro. Hoy no lo estoy de casi nada ni acierto con algo mejor que cuidar la objetividad y discurrir con ella, aunque, pensándolo bien, en esta coyuntura mi objetividad puede resultar coja, de modo que tal vez fuera más sensato aferrarse al conocimiento que la respalda.

    La formación oncológica, por lo menos en esta etapa, es píldora tranquilizante. Algo parecido a caer en una selva y saber algunos, muchos, de los riesgos que acechan: dónde anida la serpiente y cómo evitar los pantanales de la magia y el prejuicio.

    Conocer la distinta agresividad de los tumores para una misma localización, sus vías de diseminación o el número de ganglios que es recomendable extirpar para asegurar en qué etapa de la enfermedad hemos actuado, obra en contra del temor sin nombre, de ese horror esencial para el que no hay conjuro porque carece de perfil reconocible, y la dimensión mítica de las enfermedades cancerosas las viste a todas con el ropaje de un asesino irredento en el imaginario popular: un criminal que surge de la niebla (las múltiples causas del cáncer lo hacen impredecible para cada individuo) y golpea al azar sin escudo que valga; una muerte anunciada por encima de estadísticas y buenas palabras.

    Sé de tales peligros y también de los arco iris del alivio cuando se consigue avistar un horizonte. El conocimiento disipa la bruma o, cuando menos, matiza su negro color de amenaza mortal, así que camino por sendero conocido y ello evita que los sentimientos se escapen por fuera de la razón. Decirme que la ciencia consuela es una primera conclusión, aunque no podría afirmarlo categóricamente. Por contra, la ignorancia te cede inerme en manos de terceros, te subordina y, sin embargo, ¡qué descanso poder confiar en la pericia del otro, incluso más allá de lo plausible, y tener fe en su dictamen! Poseer las claves de la interpretación, cual es mi caso, define el problema y minimiza el azar, pero resta también confianza, ¡y es tan dulce depositarla en alguien que te releve!

    Llegado aquí, voy a retractarme. Conocer no supone estar en disposición de controlar todas las variables, muchas de ellas aún por descubrir. Bajo esa óptica, la definición del problema, cambiante de hora en hora, tiene mucho de voluntarismo, con el agravante de que la ventisca de sentimientos que me agita en lo hondo, puede influir al extremo de configurarlo a su medida. No puedo abstraerme de las emociones y, turbado por todas ellas, definir lo que me sucede. Equivaldría a una primera claudicación: engañarme a sabiendas. Y no lo voy a hacer.

    En esta tesitura, creo que soy presa de la confusión; tanto, que he llegado a pensar que la fe —en mis compañeros, que no religiosa— sería buen asidero, porque podrían decirme: ¡Tranquilo, la cosa pinta bien!, y, si tuviera fe, añadiría un plus de esperanza a la que albergo por aquello de que te libera de responsabilidad. No obstante, el sendero del propio razonamiento es, para bien o para mal, un camino sin retorno.

    ¡Claro que apetecería de una omnipotencia salvadora!, pero sé bien que no hay más cera que la que arde y es una nueva ambivalencia. Una más. Por lo menos, evito presumir segundas intenciones cuando dialogo con los que andan a vueltas con el diagnóstico. Trasmiten cuanto saben y no me siento ninguneado con mentiras piadosas. Ni siquiera traicionado por mi cuerpo, que el pobre se está portando.

    * * * * *

    Pasado mañana me van a operar; por laparoscopia (cirugía más conservadora, con menor incisión, lo que favorece una recuperación precoz) o, si no fuera posible, a cielo abierto.

    ¡Hay que ver con la terminología! Decimos a cielo abierto (amplio descubrimiento del campo operatorio, exposición de las vísceras sin tapujos mediante la apertura generosa —¡generosa!— del abdomen), pero podríamos sustituir el cielo por la tumba y hablar igualmente de intervención a tumba abierta, lo que quizá expresara mejor la intención de ir a por todas. Será por no mentar la bicha, supongo.

    Sin embargo, no es la cirugía lo que más me inquieta sino ciertas cuestiones, algunas quizá menores y otras que la operación pondrá sobre el tapete. Por decirlo en corto, no puedo hacerme a la idea de que una estenosis en el colon, una angostura de cinco centímetros todo lo más, vaya a ganarme la partida. La estupidez del engreído tal vez o, con más probabilidad, la ausencia de síntomas. Pero a lo que iba, y es que, junto al pronóstico, se yerguen amenazadores otros espantajos: la pérdida del pelo si finalmente tuviese que recibir quimioterapia, las horas en la UCI, vómitos tras la anestesia y esa higiene íntima a cargo de cualquier enfermera, como si hubieras regresado a tus primeros años y

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