Desde mi habitación (volumen II): Proyecto RELAT-hos
Por Antonia Castro
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Un ejercicio de creación que hace que la estancia en un hospital tome otro significado.
Escribir desde la emoción, con los ojos cerrados, en un lugar donde lo sencillo pasa a ser sublime, donde las alegrías se celebran por dentro, donde una buena noticia te hace disfrutar lo infinito, donde una sonrisa es el mayor regalo.
En un espacio tan reducido, la espera es interminable y el sufrimiento desgarrador, pero también aquí lo bueno es más bueno, lo bonito es más bello y lo simple se convierte en importante.
Antonia Castro
Antonia Castro es enfermera asistencial del Hospital Universitario de Bellvitge. Docente colaboradora en la UB y UAB. En el año 2009 recibió el premio COIB por el proyecto «Promoción de la salud desde el ámbito hospitalario en los medios de comunicación social», con la participación de profesionales del hospital en programas divulgativos de radio y TV desde el año 2007 al 2014. Es autora y coordinadora del proyecto RELATH-Hos y del primer volumen Desde mi habitación.
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Desde mi habitación (volumen II) - Antonia Castro
Prólogo
Estimado lector y/o estimada lectora, o, mejor dicho, estimada persona, este libro le va a permitir adentrarse en el corazón y en el alma de cada uno de sus autores y autoras. Su lectura no es sencilla y esconde mucho más de lo que a priori pueda parecer, a veces pequeñas frases ocultan grandes logros, y eso es lo que realmente importa, lo que supone o ha supuesto para ese escritor novel enfrentarse a su enfermedad ante una hoja en blanco que nunca pensó que escribiría. No es fácil, ellos lo dicen, y ante todo requiere un ejercicio de reflexión profunda que hace que su estancia en el hospital adquiera otro significado, escribir libera el pensamiento que queda dentro, que te preocupa y te angustia. Escribir desde la emoción, con los ojos cerrados, en un lugar donde lo sencillo pasa a ser sublime, donde las alegrías se celebran por dentro, no vaya a ser… donde una buena noticia te hace disfrutar lo infinito, donde una mala noticia te descabalga el alma, donde una sonrisa es el mayor regalo, donde una visita inesperada te alegra el día… Todo se vive en superlativo, todo se magnifica. En un espacio tan reducido, lo bueno es más bueno, lo bonito es más bello, y lo simple pasa a ser importante, pero también el dolor se hace inaguantable, la espera interminable y el sufrimiento desgarrador.
Para los profesionales sanitarios y no sanitarios de un hospital, es una lectura de humildad, y conocer la importancia que cobran cada uno de nuestros hechos y gestos, de nuestra relación con la persona ingresada, nos ha de fortalecer y nos confirma que pasamos a ser parte de su historia, la escriba o no.
El arte de la escritura y la lectura, tal y como la desarrolla el Proyecto RELAT-hos, es esa nueva visión: ofrecerlo como un valor añadido para mejorar la estancia de las personas ingresadas y sus familias, desde un punto de vista emocional. Lo tenemos a disposición del paciente, como se tienen los últimos avances tecnológicos y los mejores profesionales, que van a permitir diagnosticar con precisión, para ofrecer el mejor tratamiento y los mejores cuidados, para curar, mejorar y aliviar el proceso de enfermedad del paciente hospitalizado.
El proyecto ofrece la oportunidad de proporcionar «esa hoja en blanco» para escribir, para tomar distancia, para construir su propia realidad, su visión y su modo de afrontar la enfermedad, desde la ficción o desde el más puro realismo, o desde esa mezcla creativa y artística que, sin lugar a dudas, todos y cada uno de ellos han demostrado tener.
Regalar el libro al paciente hospitalizado también ha supuesto un antes y un después. Los pacientes manifiestan, de entrada, sorpresa, y posteriormente comprueban que no es un regalo cualquiera. Este libro es algo más, es emoción en estado puro, ningún relato nos deja indiferente y nos permite comprobar cuánto hay de agradecimiento, de amor, de ternura, de esperanza y también, no nos olvidemos, de optimismo y buen humor. Es un libro que nos ha dado y nos dará muchas alegrías.
Tienen ustedes en sus manos un segundo volumen del libro Desde mi habitación. Disfrútenlo como estamos disfrutando el primero. Este último es una recopilación de cincuenta y tres relatos, escritos por otras tantas personas que en un momento dado sufrieron un parón en sus vidas o, mejor dicho, en sus agendas, porque su vida siguió entre esas cuatro paredes y ellos han tenido la valentía de contárnosla.
Gracias a todas y a cada una de estas personas que nos hacen sentir, que sin proponérselo nos ayudan a ser mejores profesionales, a ser mejor familia, a ser mejor paciente. Gracias infinitas.
Antonia Castro
Oportunidades
La experiencia de un ingreso hospitalario no es más que una oportunidad para encontrarnos con algo a lo que solemos temer: nuestra esencia vulnerable.
El que busque en estas líneas tortura, dolor o detalle morboso, puede pasar al siguiente relato sin reproche alguno.
Mi historia me ha puesto frente a esa oportunidad en muchas ocasiones, más de las que hubiera deseado, pero seguramente las necesarias para aprender pequeñas cosas. Así, creo que lo más responsable por mi parte es agradecer cada uno de los días que he estado en un hospital.
Nunca he hecho el cálculo. En efecto, nunca me había venido tal cosa a la cabeza, ha sido justo al ponerme ante el papel en blanco. Diría que, si juntara todos mis ingresos y todas mis citas médicas, de mis cuarenta y cinco años es muy posible que al menos cuatro, sino más, los haya vivido en el hospital. En mi caso, en el de Bellvitge.
Somos vulnerables, todos, pero es en el momento en que necesitas a quien sea para cualquier cosa que hasta un minuto antes te parecería ordinaria cuando experimentas qué es eso.
No os diré que en mi primer ingreso con mis dieciocho recién estrenados lo viera como lo cuento hoy. Este aprendizaje solo es un camino en el que ha habido mucha ira y aún más miedo. Miedo a no sobrevivir, de ese miedo hablo. Experimentar ese miedo hace que todo tome muchos más matices, que cualquier detalle sea como un regalo, que cada día, aunque a las seis de la mañana vengan a hacerte una extracción, sea literalmente un regalo.
En un hospital aprendes muy bien que no siempre querer es poder, que no siempre puedes con todo, pero también aprendes algo muy importante: ¡No estás sola!
Al principio es un camino arduo, pero con el tiempo he entendido que es sencillo. Tanto como pedir… pero qué mal se nos da, ¿eh?
Durante mis estancias en ese lugar donde todo puede pasar, también he visto cuáles son nuestros mayores temores.
Para mí, son: sentirte sola, sentir dolor y sentirte incapaz. Mucho más que morirme o quedarme de tal o cual manera.
Tanto ingreso ha hecho que haya tenido que convivir a menudo con la muerte de alguna compañera que te ha tocado de manera arbitraria, pero que, como por arte de magia, en dos minutos, no más, parece que forme parte de tu vida. Es esa necesidad de compartir, de sentir que otro puede entender por lo que estás pasando, la necesidad de no sentirte solo, lo que reafirma ese vínculo.
En la experiencia de la muerte, cuando la persona abandona esa conciencia, solo he visto paz. Otra cosa es el miedo que nos provoca la idea… pero el hecho… el hecho solo contiene paz.
Retomo: Entre sentirte sola, sentir dolor y/o sentir incapacidad hay una palabra en común: «sentir».
El dolor, la soledad, la incapacidad, por sí solas tienen una definición bastante abstracta. Al tamizarlas por tus emociones es cuando cobran el verdadero significado para ti.
No voy a entrar mucho en lo de sentir dolor porque es algo que, personalmente, por más teoría que le ponga, no acabo de gestionar bien, y quizá es con lo que más hostigada me he sentido ahí dentro, pero bueno… lo que tenga que aprender de ello espero no hacerlo ingresada, la verdad sea dicha.
Pero en cuanto a sentirme sola o sentirme incapaz, creo haber dado algún paso adelante.
Y vuelvo a la idea de pedir.
Cuando resolví que no podía estar cabreada con el mundo cada vez que me ingresaban, descubrí que el mundo parecía caminar también a mi ritmo. Quizás hasta entonces estaba ciega de ira.
Cuando llegaba la enfermera, contestaba, y un buen día empecé a sonreírle. Y también le sonreía a la persona que limpiaba, a mi familia, a la familia de mi compañera accidental y así, tras el funesto golpe de: «Sí, tú eres vulnerable», vinieron, una tras otra, muchas lecciones aprendidas.
Por ejemplo, un «hola» hace que el otro siga con un «¿te ayudo?», «te acerco la medicación?». Y, ¡sorpresa!, te sientes menos inútil porque tú, por suerte así ha sido en mi caso, puedes tomarte la medicación sola, pero con tanta máquina no eras capaz de alcanzarla.
En esa expresión sencilla se disipan dos variables: la de la soledad y la de la incapacidad. Y es en ese momento cuando te das cuenta de que solo tu actitud puede cambiar esa experiencia.
No seré yo quien alabe estar en un hospital, lo siento, pero no. Pero en el caso de tener que estar, aprovechemos para aprender a ser pacientes, primero con nosotros mismos y así poder serlo con el resto, porque señor@s ahí les dejo una verdad absoluta: los demás no nos leen la mente. Así que anímense a pedir.
Hay algo que me asombra y me fascina de la vida en el hospital: los vínculos. A menudo te encuentras con personas con las que, de otro modo, no habrías ni tomado un café, seguramente. En cambio, sin esfuerzo, cuando la vulnerabilidad se hace patente, cualquier relación, que en otro contexto sería inverosímil, surge desde la naturalidad.
He tenido la suerte de contar siempre con mi familia próxima, la extensa, y con multitud de amigos, y entre todos me han facilitado mucho las cosas. Pero siempre hay ese rato en el que te encuentras tú y tus circunstancias. Es justo entonces cuando apareces tal cual eres. Y ese es el momento en el que necesitas algo y justo aparece alguien, ya sea enfundado en su ropa de trabajo, en formato de acompañante de tu vecina de cama, de reponedor del vending o de lo que sea.
A mí, mis ingresos me han abierto el camino a poder conocerme mejor, a entender que somos todos parecidos, casi iguales, pero únicos e individuales.
Ha sido y es un viaje que por suerte hoy continúa fuera del hospital, pero que, desde luego, sin esos ingresos no se hubiera dado, al menos de la misma manera.
¿Saben qué descubrí? Que no hay mayor logro que poder ser justo eso tan único que cada uno somos, vulnerabilidad incluida.
Si se tratara de una receta, quizá podría ser así:
—Una taza de flexibilidad para adaptarnos.
—Una taza de empatía que nos permita entender que el otro no tiene porqué saber por lo que estoy pasando.
—Retirar o pulir cualquier juicio sobre mí misma, como si se tratase de un tallo al que le quitamos lo que lo hace duro. Que hay un pensamiento negativo hacia mí, lo cambio por uno positivo, porque todos tenemos algo que nos gusta, seguro.
—Finalmente, tantas risas como se pueda. Y es que también he aprendido que no hay nada que fulmine más contundentemente a cualquier miedo que la risa, la de verdad, la que te deja sin aliento, la que te sale del alma.
Así que, por mi parte, gracias.
Merche Yll Escot
La voz
Miro hacia atrás por el retrovisor de la vida y tengo la certeza de que las incertidumbres vividas pasaron ya facturas más o menos caras. Oteo el horizonte y la inseguridad me acecha porque el futuro se escribe en un lenguaje ilegible y con el valor de una incalculable mezcla de hábitos, genes, decisiones y azar.
Salgo al patio a recrearme pasando por encima de grandes hechos: infarto, paradas cardiorrespiratorias, es difícil descontarme, son 4 y, siguiendo con números, 20 minutos reanimándome, 1 operación complicada, 3 bypass en mi único corazón, 1 vena safena de mi pierna izquierda que acabó siendo inútil y 1 pierna conquistada por millones de bacterias que acabó amputada, palabra dolorosa de imaginar, de ver, de leer y también de vivir. Ese mismo año, en noviembre, 1 neumonía en los 2 pulmones, 2 días en urgencias y 5 en la UCI.
Todo eso son números y hechos, y cuantifican realidades, aunque no detalles. Casi 45 días intubado y sondado sin comer ni beber, alimentado por la nariz.
Todos estos números empezaron el 6 de febrero del 2018 con un ingreso en Bellvitge, 5 días antes yo pensaba que sufría ansiedad por exceso de trabajo, rebajé el ritmo laboral pero el cansancio me podía, me ganaba, me derrotaba.
La vida parece jugar con nosotros, nos reta, nos lleva al límite. Como en la montaña rusa, la vagoneta empieza a subir hasta llegar a la cima y de repente miras hacia abajo y gritas: «¿Por qué me he subido aquí?»; solo que en la realidad muchas veces no decides subir, y también puedes gritar: «¿Por qué a mí?». Sin embargo, por mucho que escuches, no hay respuesta, o tal vez no te guste lo que tengas que oír. ¿Cuántos por qué a mí habrá en el mundo? Y ¿a cuántos tocamos por persona? ¿Cuántos me quedan? ¿Cuántos te quedan a ti?
La vida y su rueda de la fortuna o de los infortunios giran sin parar, no hace falta comprar papeletas, es gratis, de las pocas cosas que quedan gratis hoy en día.
El mismo día, el 6 de febrero, en que se cumplía un año de mi primer ingreso en Bellvitge, tuvieron que operarme de las cuerdas vocales. Estaban lesionadas y no permitían que entrara mucho aire, y sentía ahogos fácilmente, así que volví a Bellvitge, mi segunda casa, pero lo gracioso es que volvía de mi tercera casa, la residencia sociosanitaria donde hacía rehabilitación para aprender a andar con mi pierna de Robocop, aunque también podemos leerlo de otra manera, con más números: el 6 de febrero de 2018 salí de casa a las 08:15, camino del ambulatorio, y todavía no he vuelto.
La operación era sencilla, a través de la boca. Si había suerte, con un láser limaban mis cuerdas vocales, aunque a veces son locas vocales o consonantes, si no, tocaba traqueotomía.
Yo imaginaba Star Wars en mi garganta, con el sonido de aquellas espadas.
Al entrar en quirófano, aquellas luces inmensas como las de Encuentros en la tercera fase, de nuestro querido Spielberg, eran más pequeñas, pero eran dos. El otorrino, con una sonrisa realmente endorfínica, me dijo: «Hola, David», y yo pensé: «¡Qué bien estar en manos de esa sonrisa!» El anestesista se presentó y, no recuerdo por qué, le dije: «Tú no pareces anestesista», y nos reímos, y él, con una sonrisa malévola, bromeó: «No lo soy». Yo, siguiendo la famosa Otra vuelta de tuerca de Henry James, continué su juego: «Pareces carnicero». Él sonrió y me pinchó certeramente en la vena, mientas el otorrino volvía a la carga: «Calla, que ayer asustaste a una abuela y tuvimos que calmarla». Qué a gusto se siente uno en su casa. Cerré los