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El coma que parecía punto final: Shit happens... but... miracles too
El coma que parecía punto final: Shit happens... but... miracles too
El coma que parecía punto final: Shit happens... but... miracles too
Libro electrónico171 páginas2 horas

El coma que parecía punto final: Shit happens... but... miracles too

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"El coma que parecía punto final" es una inspiradora obra que nos recuerda que todos los días son un milagro lleno de oportunidades.
El propósito de este libro es recordarles a las personas que la vida es frágil, pero que también está llena de caminos y opciones, por lo que hay que vivirla de la mejor manera y disfrutarla al máximo.
Julio Antonio E
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 ene 2022
ISBN9786072918665
El coma que parecía punto final: Shit happens... but... miracles too
Autor

Julio Antonio Escalante de la Piedra

Julio Antonio Escalante de la Piedra es un joven y carismático conferencista especializado en temas de liderazgo, motivación, trabajo en equipo, emprendimiento y ventas. En 2015, Julio era un simpático universitario fiestero, como muchos de su generación, sin embargo, una noche tuvo un evento desafortunado en el cual casi perdió la vida: luego de un malentendido, le reventaron una botella en la cabeza desde la espalda y cayó al suelo. En ese momento se apagaron las luces de su vida, pues llegó al hospital en estado de coma con un riesgo muy alto de perder la vida en la primera operación. Fue sometido a tres operaciones de cráneo muy riesgosas y era muy probable que en estas perdiera la vista, el habla y el control de la mitad de su cuerpo, entre otras funciones. Con la invaluable ayuda de su familia y amigos, Julio logró recuperarse y superar todos los obstáculos que se le cruzaban en el camino aunque esto parecía prácticamente imposible. En la actualidad, tras mucho esfuerzo, entrega y pasión logró romper con todo pronóstico, recuperando el 95% de las funciones de su mente y cuerpo, por lo cual es un ejemplo de constancia, fe y determinación.

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    El coma que parecía punto final - Julio Antonio Escalante de la Piedra

    PRÓLOGO

    Cuando recibí la noticia de que mi primo Julio estaba en coma, yo terminaba una rotación en el servicio de urgencias de un hospital público de provincia como parte de mi internado médico. Inevitablemente, imágenes de dolor y espera se hicieron hueco en mis pensamientos y se mezclaron con todas las experiencias que había vivido hasta ese momento. Como médico en formación, me fue imposible imaginar otro tipo de desenlace del que había sido testigo tantas otras veces. Tras un viaje de cinco horas de vuelta a la Ciudad de México, me reencontré con mi familia en el hospital y vislumbré lo que tanto temía: mi primo tendido en una cama de terapia intensiva, conectado a un respirador artificial y sin mostrar respuesta alguna. Después de una corta charla con el neurocirujano, llegué a la conclusión de que tal vez lo mejor sería que no despertara: el daño cerebral era demasiado extenso y, en el mejor de los casos, terminaría con un severo retraso psicomotor, necesitado de cuidados especiales por el resto de su vida y sin la capacidad de desarrollarse plenamente como persona.

    Lo que acontecería después puede llamársele de muchas maneras: un caso clínico excepcional, una historia de superación personal o, para muchos, un milagro médico. No planeo imponer una valoración crítica de lo sucedido, y no porque carezca de una posición al respecto, sino porque lo que estás por leer en las siguientes páginas va más allá.

    Podría afirmar que producto de aquellas noches de incertidumbre nació mi interés por el estudio del cerebro, y más en específico, de los desórdenes de la conciencia. Durante mis estudios de posgrado, he participado en investigaciones sobre los distintos niveles que prosiguen al coma, como el estado vegetativo y el estado mínimo de conciencia. He trabajado con distintas técnicas para entender qué trae a una persona de vuelta, si dentro de ese hondo silencio puede escucharse una voz o, incluso, dónde reside el yo. Sin embargo, en este intento de comprender cómo levantarnos de ese sueño profundo, hemos olvidado algo fundamental, que Julio viene a recordarnos: qué podemos hacer nosotros, los que ya estamos despiertos.

    Sin buscar una explicación causal sobre los hechos que sucedieron durante esos meses, Julio nos regala su fórmula para los días venideros. En una prosa evocadora, concisa y sincera, Julio se muestra transparente y más que relatarnos una experiencia, nos enseña un modo de vida. Aceptándose primero a sí mismo, con todos los errores y las virtudes que conlleva una juventud como la de cualquiera, comienza tras su traumatismo una larga travesía hacia su recuperación. No en términos de una recuperación física, que en sí es extraordinaria, ni en el sentido etimológico de algo añorado que se ha perdido, sino en la capacidad de retomar el mundo como posibilidad abierta, como puerta a nuevos horizontes trazados desde la valentía. Consciente de que no tiene sentido elaborar un relato moralizante, Julio se sumerge palabra a palabra dentro de sí mismo, en un viaje hacia el interior de un hombre que se levanta y nos permite acompañarlo en su camino. Una historia donde se combinan la culpa, la ansiedad y el miedo; una historia sobre el perdón al pasado y a nosotros mismos.

    Aquí no solo se juega la vida de un individuo, que tras salvar el componente material de su existencia, toma el valor de buscar su personal propósito: se juega la vida de todos nosotros ya que, en el espejo de esta historia, se reflejarán las preguntas sobre quién realmente somos y en qué podemos convertirnos.

    El filósofo francés Jean Paul Sartre dijo una vez: Cada hombre es lo que hace con lo que hicieron de él. Por esta razón, la historia de Julio nos traspasa. Como seres que hemos sido arrojados al mundo por nuestras circunstancias, individuos que no hemos decidido sobre nuestro lugar de origen, lengua materna o entorno sociocultural, estamos obligados a reinventarnos, a tomar lo mejor y lo peor de nuestras circunstancias y definirnos por lo que hacemos con ellas. De muchas maneras, la existencia es ese espacio indefinido donde se vierten todas las casualidades. Ese tremor entre dos oscuridades al que buscamos otorgarle sentido. En algún momento o a partir de algún momento, tenemos que ser responsables de nosotros mismos porque somos lo que elegimos ser. No elegimos el mármol, pero sí el pincel con el cual tallamos nuestro destino.

    En términos de otro escritor, que tras un traumatismo se percató también de que perdía la vista, Jorge Luis Borges expresó: Todo hombre debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento; todas las cosas le han sido dadas para un fin. Todo lo que le pasa, incluso las humillaciones, los bochornos, las desventuras, todo eso le ha sido dado como arcilla, como material para su arte; tiene que aprovecharlo. Esas cosas nos fueron dadas para que las transmutemos, para que hagamos de la miserable circunstancia de nuestra vida, cosas eternas o que aspiren a serlo.

    Con Julio, incluso expresiones como la anterior quedan cortas. Su arcilla y su arte han sido sus enseñanzas. Lo prefiero en sus propias palabras: Somos lo que damos. Una premisa sencilla pero reveladora, cargada de su personalidad y que nos muestra que, al final, no solo somos lo que hacemos de nuestras circunstancias sino lo que le  damos a los demás con lo que obtuvimos de ellas. Inimaginable para la mayoría, Julio atravesó todas las capas de la esencia humana, desde lo mísero hasta lo sublime, todo esto para que, en cuatro palabras, nos muestre lo que nos cuesta toda una vida comprender: nos define nuestra relación con los otros. Por eso este libro es también un regalo. Su ejemplo es una comprobación de que siempre puede existir un nuevo comienzo; de que la vida a veces se nos escapa por otros lados y que la verdadera consciencia, el auténtico despertar siempre es posible y está dentro de nosotros mismos.

    Mario de la Piedra

    LA VIDA NORMAL

    ¡Estaba llegando tarde a clases! Combinar los estudios y al mismo tiempo levantar una pequeña empresa de venta de café tostado parecía una tarea casi imposible. Casi siempre estaba corriendo, llevando algún pedido o cobrando facturas, y sí, ocasionalmente me ocupaba también de los trabajos en equipo y las tareas de la universidad.

    Aunque estaba ya en el penúltimo semestre de la licenciatura en Administración de Negocios Internacionales, en ese momento todavía dudaba si había sido buena o mala idea elegir esa carrera, pues lo que deseaba era conseguir un título, que me dijeran licenciado y pasar al mundo de los grandes negocios. El estudio no era de mi particular interés y obtener una licenciatura no me provocaba ningún tipo de pasión.

    En realidad lo que más disfrutaba de asistir a la universidad eran los tiempos entre las clases, mas no las materias. Me gustaba hacer planes con los amigos sobre qué haríamos en la tarde o cómo nos divertiríamos el fin de semana. Reconozco que lo que sí tenía de favorable la carrera elegida era que no se me dificultaba demasiado, así que podía dedicarme a muchas otras actividades y concentrarme solamente de tiempo completo en la época de exámenes.

    Opino que había elegido dichos estudios porque pensé que era el camino que me tocaba seguir: si mi papá tenía una agencia aduanal, yo tendría que dedicarme a ese negocio de alguna forma y la carrera parecía corresponder con dicho perfil. La verdad es que, hasta ese momento, no me había dedicado mucho a reflexionar sobre mi futuro ni lo que realmente me motivaba. Yo era, como muchas personas de mi generación, solo un seguidor de la corriente, aprovechaba lo que se me iba presentando y no me preocupaba demasiado por otros aspectos.

    ¿Qué era lo que realmente movía mi vida en aquella época? ¡Pues la fiesta! Siempre había sido sociable, pero mi experiencia en la preparatoria hizo que me diera cuenta de lo talentoso que podía ser para las relaciones públicas, a lo que llamaba el poder para conseguir amigos.

    Antes de la preparatoria siempre estuve en el mismo colegio, el Miraflores, de Toluca. Para fines prácticos, eso significaba que había tenido el mismo ambiente y conocía a las personas que me rodeaban desde el jardín de niños. Entre los amigos ya sabíamos cuánto bromear y hasta qué punto, nos aguantábamos las tonterías, los modos, e incluso los maestros conocían nuestras travesuras y las apoyaban. Era un ambiente protegido y seguro.

    Sin embargo, al comenzar el cuarto grado de prepa, no tuvimos más opción que cambiarnos a la sede de la Ciudad de México para continuar los estudios en el mismo colegio, ya que nuestro plantel de Los Encinos solamente llegaba hasta secundaria. Así que aprovechamos la oportunidad para cambiar de rutina, experimentar cosas nuevas y salir de la zona conocida. Algunos de mis amigos habían decidido ir y venir en camión todos los días con tal de vivir tal aventura. Para mí también apareció un nuevo horizonte y experiencias desconocidas hasta ese momento.

    Para los estudiantes aventureros, la nueva escuela significó un cambio radical puesto que, aunque aparentemente era el mismo colegio y similar sistema educativo, el ambiente y los demás compañeros eran muy distintos de lo habitual.

    Quienes nos integramos a este plantel éramos los extranjeros, los que irrumpían en el mundo cotidiano de los que siempre habían estado ahí. Para colmo, veníamos de Toluca y eso parecía inferior. Para evitar contagiase, los de la Ciudad de México decidieron segregarnos y nos llamaban los tolucos cuando se dignaban hablarnos. Definitivamente se sentían superiores y llevaban un estilo de vida distinto al que nosotros estábamos acostumbrados.

    Lo bueno fue que yo no había llegado solo e iba al diario castigo escolar con mis amigos. Juntos enfrentábamos lo mejor que podíamos el bullying de los chilangos. Recuerdo que los tolucos habían decidido socializar lo menos posible con los del salón y mantenerse como un grupo apartado; sin embargo, a mí sí me daban curiosidad los locales. Ellos tenían otro tipo de diversiones, de lugares a dónde salir y, definitivamente, les importaban más las modas, las marcas, los lujos y la imagen de lo que podría importarnos a nosotros, los del equipo visitante.

    Poco a poco empecé a llevarme con ellos. Fui una especie de embajador o, mejor dicho, de enlazador de mundos. Beto y yo iniciamos amistad con los relajientos como Diego, y poco a poco empezaron a aceptarnos y a invitarnos a salir con ellos de antro. Así nuestro círculo social se amplió con gente del colegio y sus conocidos de fuera. También empezamos a tener más oportunidades de conocer a otras chicas y otras costumbres.

    Para los otros tolucos del grupo las cosas eran distintas: preferían hacer una vida más casera, eran tranquilos y no les gustaba salir a los antros de la Ciudad de México. Ellos se perdían un mundo de diversión, pero también eran mis amigos; así que, dependiendo de mis actividades del día, yo salía con el grupo local o con el visitante. ¡Doble oportunidad de pasarla bien!

    A mis nuevos amigos les gustaba mucho la fiesta: tenían una velada competencia por ser el más sofisticado, el más macho, el más aguantador, el más adinerado o el de más pegue con las mujeres. Yo aprendí a camuflarme con ellos. También hacía cosas por aparentar que era "cool y que conectaba con estos nuevos ambientes. Interiormente me daba pánico que pensaran que seguía siendo el toluco" y que no sabía vivir en la ciudad.

    Desde aquella época me concentré en ser aceptado, cuidándome del qué dirán, es decir, me importaba bastante lo que pensaran de mí los demás. Así que mi forma de gastar, mis salidas al antro y ligar chicas tenían como objetivo la diversión, pero también conservar mi imagen. Había que demostrar cierto estatus y simpatía para ser parte de esa élite. Sin embargo, no quiere decir que todo fuera superficial, pues realmente había personas inteligentes y valiosas en mi nuevo grupo. Tuve la fortuna de conocer amistades excelentes y logré tener amigos entrañables en ambos grupos, con los que continué saliendo aún después de dejar el colegio Miraflores y entrar a La Ibero a estudiar la carrera.

    En la universidad, ya con la experiencia adquirida, me fue sencillo hacerme de más amigos, así que podía combinar mis salidas de fin de semana con unos o con otros, con los más nuevos y, sí, también con mi familia.

    Por todo esto siempre estaba ocupado y con una vida social muy intensa. Yo insistía en que nos juntáramos en el bar del edificio en el que vivía para iniciar el precopeo antes de salir al antro. También me especialicé en preparar bebidas, así que en muchas reuniones y fiestas era el barman asignado y el que prestaba el lugar. Realmente me gustaba pasarla bien, beber, ir a ligar, estar con amigos e ir al gimnasio. Del deporte hablaré más adelante.

    El tiempo transcurrió y durante el penúltimo semestre de la carrera, un día se me ocurrió una brillante idea para un negocio. Para probar si serviría le llamé a Elías y le dije:

    —Vamos a coffear.

    A los pocos minutos estábamos sentados tomando café y procedí a explicarle toda mi idea: se trataba de comprar

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