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Escapa de las tinieblas
Escapa de las tinieblas
Escapa de las tinieblas
Libro electrónico215 páginas3 horas

Escapa de las tinieblas

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Información de este libro electrónico

Pol Turró es un joven empresario dotado de un carisma especial para las relaciones de amistad y de seducción amorosa. Como tantos jóvenes fuma porros y es inquieto. Tras un largo periodo de euforia le diagnostican una bipolaridad.
En "Escapa de las tinieblas" narra en primera persona todo su proceso vital, sus relaciones familiares, las amigas y amigos, tanto los que siguen siéndolo como los se quedaron por el camino, los médicos y terapeutas que le han ayudado y los que no y hasta las diferentes medicaciones que le han prescrito, así como sus virtudes y defectos.
Varios intentos de suicidio le llevan a recorrer un periplo por hospitales e instituciones dedicadas a la rehabilitación, lo que le lleva a conocer en profundidad la situación de la salud mental en Cataluña y España.
El testimonio de Pol Turró es único, nadie ha contado desde dentro ni lo ha hecho con tanta sinceridad, lo que siente y padece una persona diagnosticada de bipolaridad (hay muchas no diagnosticadas) y simultáneamente adicta al cannabis. Es un desnudo inte- gral, conmovedor, emocionante y trufado de anécdotas que te harán llorar, pero también sonreír.
IdiomaEspañol
EditorialALT autores
Fecha de lanzamiento28 mar 2024
ISBN9788419880239
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    Escapa de las tinieblas - Pol Turró

    PRÓLOGO

    Prepárate para sentir un puñetazo en la boca del estómago. Un golpe seco cuyos efectos se prolongan en el tiempo a medida que lees. Prepárate para asomarte al abismo de un pozo oscuro cuyo fondo no se atisba, y esa negrura aterra. Los seres humanos buscamos experiencias predecibles, incluso aquellas que prometen novedad, pero la sensación de sorpresa controlada no existe en el texto de Pol. Lo suyo es un delirante más difícil todavía en el que lector se sumerge con incrédula estupefacción. ¿Puede un ser humano vivir un infierno tan prolongado? A fe que sí.

    Conozco a Pol desde las sombras, agazapada en mi cariño hacia Joana, su madre, cuyo relato me ha acercado a su enfermedad a largo de estos años. Nunca hubiera hablado de él si este libro no existiera, pues de igual modo que Pol explica que la familia nuclear es esencial en la mejora de la salud mental, la lealtad y la discreción son ingredientes irrenunciables en una amistad; pero ella ha querido que leyera el texto antes del bautismo de su impresión y trato ahora de resumir la huella de su impacto. Me resulta muy difícil no estremecerme. Difícil no empatizar con la madre, la hermana, la amiga… difícil que la sororidad no me conecte con esas mujeres que han amado a un joven cuya cabeza se volvió su peor enemigo, a sabiendas de que ese amor no discierne la perversa dualidad que habita dentro de ella. Existe en el alma femenina una vocación redentora afanada en curar el dolor del ser querido, pero el relato de Pol enseña que no hay amor que redima al cien por cien la tortura de la enfermedad mental y se precisa, en cambio, una maquinaria bien engrasada que la aborde desde todos sus ángulos. Necesitábamos la transcripción sin eufemismos de lo que experimenta alguien diagnosticado con un trastorno bipolar, no por nombrar la patología sino por comprender lo que significa, ya que, como el propio Pol advierte, hemos blanqueado la enfermedad mental, dejando que sean solo los médicos quienes la expliquen. Como si los números no reflejasen historias. Como si los pacientes fueran apestados. Como si al invisibilizarlos, no los viéramos.

    Con un he decidido contar mi biografía arranca Pol, porque la suya es una de esas vidas tan exprimidas que suman muertes y resurrecciones -en su caso, literales-, anticipándose quizá a quien piense que a los 30 no se escriben memorias, salvo que te llames Taylor Swift. Enseguida entiendes el porqué. La enfermedad hace que convivan en él la depresión y el delirio, el fracaso y el triunfo, la desidia y el deseo patológico, como si fuesen compañeros de piso en el reducido espacio de un cerebro en llamas. Siento que la enfermedad ha robado a Pol también los puntos intermedios. Esos grises que nos ayudan a relativizar lo que resulta difícil sin ellos. El libro recoge las voces que hablan, los centros de internamiento, las mil y una medicaciones, las alucinaciones, el martilleo del suicidio entre sus sienes, las cuerdas, los cinturones, las piedras… las veces en que parecía que sí y luego volvía a ser que no. Diría que su escritura fluye, a propósito, con el mismo ímpetu con el que brotan sus estados de ánimo porque Pol evita cualquier giro o expresión que la vuelva cosmética, eso sería tanto como administrar benzodiacepinas al lector. La enfermedad mental libra varias batallas, la interna y la externa, en un historial de dinero malgastado, mujeres, drogas, putas, una película de terror en la que el protagonista a veces entiende y otras no. Así es él, un padeciente, fortalecido al compartir, primero con su terapeuta y su familia, después con el lector, una revelación dantesca a la que cuesta acostumbrarse incluso en la distancia del papel, aunque si buscas conmiseración te equivocarás. Tampoco el mito del héroe que resurge de sus cenizas. En cambio, sí la liberación del alma a través de la escritura y el reconocimiento a quienes no dejaron de amarle, incluso cuando entendieron que el afecto era poca medicina.

    Me viene a la memoria una conversión conversación con Joana, su madre, en uno de sus episodios más críticos, y mi sensación de no saber ofrecer otra cosa que la escucha, porque qué consuelo hay para una madre cuyo hijo agoniza tras un intento de suicidio. Solo hay que leer el capítulo sobre aquel 21 de julio de 2017 para imaginar su desesperación buscando al hijo que teme muerto; es de justicia reconocer que Escapar de las tinieblas hubiera sido imposible sin ella, sin el padre o Carla, la hermana que decide convertirse en médico para comprender esa ecuación repleta de incógnitas que es la mente de Pol. Cierto que la ciencia se aproxima, pero difícilmente predice el amor propio que ha desarrollado como arma sanadora al escribir este libro. No todo el cerebro queda reflejado en un escáner.

    Como ocurre en todos los viajes, uno nunca es el mismo cuando va que cuando vuelve. Una de últimas frases del Pol refleja el rastro que él nos deja: la certeza de que nadie permanece indemne tras la lectura de un libro que busca conectar con la vulnerabilidad, a sabiendas de que ese lugar en el que estuvo el autor es más común y cotidiano de lo que sospechamos. ¿Y si en lugar de apagar la luz para no verlo encendemos el foco y hablamos sobre él?

    Teresa Viejo Escritora y conferenciante. Presidenta Fundación Diversidad.

    INTRODUCCIÓN

    Al comenzar este libro tengo casi treinta años, tengo una bipolaridad diagnosticada y mis crisis maníacas y depresivas me han llevado a extremos asombrosos. No escribo para contar mi vida, aunque daría para una serie. Desde mi posición de paciente, mi testimonio intenta ayudar a todas las personas interesadas en la salud mental, en especial a los familiares directos de los enfermos, que sufren doblemente. Por su enfermedad y por el estigma social que representa padecerla.  

    Repaso los últimos diez años de mi intensa vida sin esconderme, en estado de desnudez integral en cuanto a mis vivencias y con absoluta libertad en la expresión de mis opiniones sobre lo mal que funciona la salud mental en la España actual. Lo detallaré, pero les anticipo que replicar los métodos de la salud física a la mental ha conducido a un desastre que podemos y debemos reparar.

    Además de bipolar soy adicto al cannabis. En la jerga de los centros terapéuticos soy un caso dual, algo que se da con bastante frecuencia. Las adicciones también son enfermedades como las esquizofrenias o las depresiones crónicas. Ambas necesitan largos tiempos de sanación, mucha atención profesional y una fuerte colaboración activa del paciente. Obviamente, esto exige invertir en recursos humanos y técnicos.

    El estigma social de la salud mental tiende a aislar a las personas con problemas. Y así no hay manera de salir del pozo. Por suerte, yo tengo una familia que me sostiene, me acompaña y me comprende. Y me quedan algunos buenos amigos. Puedo entender a los que se alejaron de mí a causa de mi enfermedad, hace falta una buena dosis de empatía para mantener una relación afectiva con alguien diagnosticado.

    Tanto por parte de padre como de madre, mi familia procede de la cultura del esfuerzo y la formación continuada. De natural impulsivo, hice crecer esa semilla y me lancé al campo empresarial. Con un amigo fundé una cadena de restaurantes de comida a domicilio. Fue un éxito fulgurante que me llevó a una vida acelerada, excesiva en todo. Mi físico y el carisma que me atribuyen me llevaron a conquistar y dañar a varias mujeres, algo que lamento de veras.

    Pero mi éxito en la vida no ha sido triunfar prematuramente en un negocio que no se sostuvo mucho tiempo, sino superar mi caída a las tinieblas, a una oscuridad tan dolorosa que me condujo a varios intentos de suicidio por saltos al vacío desde gran altura, que me han conducido a largos periodos de recuperación física y posteriores ingresos en centros terapéuticos. Varias veces me creí recuperado, pero al no haberlo fundamentado en bases sólidas, he recaído. Detallo los porqués y los cómos a lo largo del libro.

    Cumplo los treinta en un espacio de sanación comunitario, rodeado de naturaleza y realizando un profundo trabajo terapéutico individual y grupal, reinventándome en cuanto hábitos, valores y recuperando el control de mi vida que tantas veces di por perdido. Escapo de las tinieblas, veo la luz en mi vida y, poco a poco, con ayuda y en compañía me recupero. Atisbo un final feliz y me aferro a esa esperanza.

    Te invito a leer este libro, que no está basado en hechos reales, sino que cuenta hechos reales y está escrito desde el dolor de unas experiencias traumáticas. Son las memorias de un joven entre los veinte y los treinta años en pleno siglo veintiuno. Un siglo acelerado, el de las redes sociales y las drogas de diseño, un tiempo donde te venden la promesa de vivir meses en días. 

    Te invito a bucear en mi vida, no voy a defraudarte. No vendo humo, soy fuego y mi intención es abrasarte.

    Abrasarte y abrazarte.

    MI INFANCIA

    He vivido toda mi infancia en la casa familiar de Sant Just Desvern, un municipio que forma parte del área metropolitana de Barcelona. Para quienes no conozcan la zona, añadiré que Sant Just es reducido en volumen de habitantes y elevado en lo que toca a renta per cápita. Cuando me emancipé, con veintitrés años, viví de alquiler en muchos pisos, más de diez que recuerde, pero la casa de mi madre siempre ha sido mi referencia de lugar, eso tan importante para las personas que llamamos hogar.

    Estudié en el Colegio Garbí, que está en Esplugues de Llobregat, muy cerca de Sant Just. No creo mucho en las coincidencias, pero aquí van dos: el velero de mi padre, del que hablaré dentro de unos capítulos, se llama igual. Garbí es el viento más típico de la Costa Brava junto a la tramontana. Los barcos y los colegios buscan lo mismo: llevar a sus pasajeros a buen puerto, eso tienen en común Y la segunda: fue en Esplugues donde abrí mi primer restaurante japonés con veinte años. Eso lo contaré también más adelante.

    Algunos amigos del colegio me han acompañado toda la vida, como Adriá, Ángel y alguno más. A Ángel le hice una buena putada, como veréis, pero terminamos por reconciliarnos. Del resto del grupo estoy distanciado ahora. Formamos una bonita pandilla, aunque yo, además de con ellos, me relacionaba con compañeros de lo más variado. Fuera del colegio, en Sant Just solía acudir a un club donde jugaba al baloncesto. Es el momento de indicar que mido uno ochenta y cinco, algo que ayuda en ese deporte aunque no determine. Era y sigo siendo desigual: fui el peor jugador del equipo con doce años, con dieciséis me nombraron capitán por ser el mejor y dos años después volví a ser el peor y arrastrarme por la cancha. 

    Como estudiante me caractericé por sacar buenas notas sin dar ni golpe en las materias que no me interesaban. Me gustaba la filosofía. Es otra coincidencia, o tal vez no, que mi madre estuviera a punto de estudiar esa carrera en la Universidad. Mi filósofo favorito era Diógenes de Sinope, el emblema de la escuela cínica. Llevó tan al extremo su modo de vida austero que su casa era la calle. Por entonces, Maslow no había publicado su famosa pirámide, que Diógenes contradijo al poder realizarse con lo mínimo. Hasta el punto de que, siendo un indigente, era considerado como uno de los mayores sabios en la Antigua Grecia.

    Su fama era tal que el rey Alejandro, el Magno, se empeñó en conocerle. Fue al lugar donde estaba sentado y le dijo:

    — Soy el Rey.

    — Y yo Diógenes, el perro.

    — ¿Por qué te llaman el perro?

    — Porque alabo a los que me dan, ladro a los que no me dan y a los malos les muerdo.

    — Pídeme lo que quieras —le dijo Alejandro, impresionado.

    — Que te apartes de donde estás porque me tapas el sol.

    Aparte de esta anécdota, que me encanta, me interesé por Aristóteles y por Platón y su caverna, donde las sombras reflejadas en una pared consideramos que son la realidad. También me interesó la paradoja del gato de Schrödinger, cómo se puede estar a la vez vivo y muerto, vivo si nadie te observa y muerto en cuanto el mundo interactúa contigo. Tanto el mito de la caverna como la paradoja del gato pueden aplicarse a mi vida, no las he citado aquí para dármelas de trascendente.

    En el terreno de las anécdotas escolares, una vez perdí el libro de Filosofía. Ofrecí una recompensa de cuarenta euros, un dineral para un estudiante, a quien lo encontrara. No apareció y acabé robando uno de un pupitre cercano. También la lie en clase, haciendo destrozos en el aula solo por diversión. En esto también fui premonitorio. Como en esta ocasión no dejé rastro no me pillaron, aunque sospecharan de mí.

    En Historia fui bueno y más aún en Historia del Arte. Los profesores me respetaban y a la vez me odiaban porque me reía literalmente en su cara. Sabían que no estudiaba más que la víspera de los exámenes, a veces incluso el mismo día, y sin embargo tenían que ponerme buenas notas por mis contestaciones. ¿Cómo lo conseguía? Con la ayuda de mis amigos, nunca fui un chaval solitario. Un ejemplo: al profesor de Literatura le dio por hacernos leer Mirall trencat de Merce Rodoreda, Espejo roto. A toda la clase le daba un palo tremendo leerse un libraco de cuatrocientas páginas, pero no les quedó otra que dedicarle horas y horas.

    Yo decidí no leerlo y eso que el profesor nos avisó de que íbamos a pasar un duro examen de comprensión de textos. A mí lo que me importaba era la nota y no tener que estudiar para sacar una buena. Demostrar poder intelectual sin aburrirme, entregando mi esfuerzo a lo que me gustaba. Uno de mis mejores amigos, un tipo muy inteligente, me resumió el libro capítulo a capítulo horas antes del examen. Mientras me lo contaba, yo iba tomando notas esquemáticas de las cuestiones conceptuales y de los personajes y fechas más relevantes. El profesor suspendió a toda la clase menos a tres y mi nota fue la segunda, si no la mejor. Como era público y notorio que no había leído el libro, mis compañeros me odiaron. Por el vacile anterior al examen y por el posterior a la nota.

    En otra ocasión, el profesor de Lengua nos hizo un examen sorpresa de fonética. Tengo que decir que no tenía ni idea de qué era eso. Le pregunté a mi compañero de qué iba y me lo explicó en poco tiempo, pero tan bien que me preparé una chuleta y, aunque nunca he sido partidario de copiar, aquella vez me sirvió para sacar una nota mayor que la suya.

    Además de pedir ayuda a mis compañeros, también socializábamos. Seguramente, no me hubieran prestado tanta ayuda de no haber salido a divertirme con ellos, aunque creo que había en clase más gente que no me soportaba que amigos. Porque si era hábil para sacar buenas notas, tampoco era manco en modo diversión. Yo no me cortaba un pelo con mis colegas, decía lo que se me ocurriera en cada momento sin controlarme demasiado. Cuando acababa la clase del mediodía y tocaba ir a casa, mis amigos y yo corríamos a un bar vasco a comer pinchos y tomarnos una birra o una sidra antes de volver al colegio.

    De mis experiencias al final del colegio con el alcohol, el cannabis y las chicas hablaré largo y tendido a lo largo de este libro, pero por ahora lo dejo aquí para contar mis primeras aproximaciones al mundo empresarial y al universitario.

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