Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Guerra de nervios
Guerra de nervios
Guerra de nervios
Libro electrónico284 páginas5 horas

Guerra de nervios

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Verónica, tras recuperar el control de su vida será testigo directo del sufrimiento que padece Natalia, todo ello consecuencia de una enfermedad tan desconocida aún hoy en día, a pesar de vivir en el siglo XXI, la cual padecen miles y miles de personas en todo el mundo, causando la sociedad una discriminación en todos ellos de tal envergadura que lleva a que ésta deba ser escondida, y aun sufrimiento que hace al corazón de la autora encogerse de dolor e incomprensión.
La vida de Jorge cambiará de la noche a la mañana, donde sumido en una frustración tan grande hará que aquellos que le rodean sufran a un grado tal que vean su existencia hundida y sin sentido alguno para seguir adelante con aquello que el futuro les tenga reservado para ellos. Será finalmente Natalia la que con su fortaleza interior dé una lección magistral de lo que es realmente importante en la vida, ayudando a Jorge en todo aquello que está a su alcance porque la sociedad no la hará estancarse.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 oct 2020
ISBN9788418552137
Guerra de nervios

Lee más de Mónica Gallego

Relacionado con Guerra de nervios

Libros electrónicos relacionados

Thrillers para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Guerra de nervios

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Guerra de nervios - Mónica Gallego

    Quiero dedicar este libro a todas aquellas personas enfermas, sufran la enfermedad que sufran; se manifieste o no su enfermedad, o permanezca oculta a simple vista por no poder ser mostrada. Quiero dedicárselo a ellos porque son auténticos luchadores en una sociedad donde la desgracia se aplaude y donde el «desconocimiento» ostenta consecuencias graves.

    Indirectamente, a la hora de escribir este libro, que espero que cambie la visión del mundo, he tenido el placer de tratar con personas de gran corazón, enfermas, con trabas que la sociedad, e incluso sus familiares, les ponen a diario sin darse cuenta de que todos somos personas y que todos padecemos una enfermedad u otra, del tipo que sea. Ha sido muy triste escribir esta historia novelada; las lágrimas han caído por mis mejillas más de una mañana o tarde sentada a la mesa de mi ordenador pero, a la par, quien me conoce, quien me ha abierto su corazón, sabe que… ¡lo hago por ellos!

    ¿Te has parado a pensar alguna vez cómo cambiaría tu vida si una enfermedad, fuera la que fuera, tuviera el nombre que tuviera, te fuera diagnosticada de repente? ¿Te has parado a pensar qué harías si la sociedad, e incluso tu familia, te aislara? ¿Te has parado a pensar si serías tan fuerte, como realmente crees, si te marginaran por ser «enfermo», (entre comillas)? Si tu respuesta es nunca, para unos segundos la lectura y piensa el daño que puedes estar haciendo a esa persona enferma que quizás está más cerca de ti de lo que imaginas o a aquel familiar al que aíslas por considerarle diferente a ti cuando realmente no deja de ser persona.

    ¿Te has parado a pensar que el daño que estás haciendo puede provocar que una familia entera sufra las consecuencias de tus actos? ¿Te gustaría que te discriminaran por el color de tu ropa, por el color del pelo que llevas, por la forma que caminas, o por cualquier cosa que se te ocurra en este preciso momento? No juzgues a nadie si antes no te has juzgado a ti mismo, porque quien esté libre de enfermedad que tire la última piedra. Todos sufrimos enfermedades, del tipo que sea, y tu desconocimiento puede hacer que el enfermo se hunda hasta tal punto que su familia sea su vía de desahogo o escape, e incluso provocar una exclusión familiar que puede llevarle al suicidio. ¿Quieres ser el culpable de todo ello? Si alguna vez has juzgado a alguien sin conocerle, has marginado por padecer la enfermedad que tú prefieras elegir de las múltiples que hay en el mundo entero, piensa antes de continuar si no debes cambiar de actitud y abrir tu mentalidad de una vez por todas.

    ¡Están vivos, sienten y padecen!

    ¿Has dejado tu mente en blanco? ¿Has dejado atrás los prejuicios concebidos durante años? Esta novela junta realidad y ficción; vuelve a ser un testimonio de personas que realmente viven la vida con dureza debido a la forma de ser de la sociedad, donde la envidia y la maldad prevalecen ante cosas tan maravillosas como la amistad, la familia o el estar ahí cuando uno te necesita. Te prometo que llorarás, así que ten cerca un pañuelo; si bien, al mismo tiempo, espero que sirva de aliento y esperanza. No pido más. ¿Sería mucho…?

    ¡Cambiar la visión del mundo!

    Jorge se sentía solo; la soledad le embargaba. Mientras los niños y niñas de su barrio jugaban todos juntos en el patio o en los jardines contiguos, independientemente de la edad que cada uno tuviera, a él le aislaban como si de un bicho raro se tratara. Ni al escondite ni al pilla pilla ni al balón, a ningún juego querían que con ellos jugara, ni siquiera en la piscina; hasta el roce de toalla con toalla lo tenía prohibido. Era un apestoso, un marginado, así le llamaban día sí y día también, solo por el hecho de sufrir una enfermedad «no contagiosa» pero que parecía serlo. Epilepsia. ¡Qué más hubiera querido él que no tenerla! Muchos eran los cumpleaños en los que soplaba las velas ansiando que ese deseo se cumpliera. «Que deje de tener epilepsia y sea un chico sano», se decía a sí mismo esperando levantar a la mañana siguiente como un niño al que la sociedad quisiera y no considerara diferente. Ser «normal», como acostumbraba a decirse, aun siéndolo, porque nadie es «anormal» en este mundo. Es más no hay que olvidar que todos estamos enfermos. Sufrimos una u otra enfermedad que arrastramos a lo largo de nuestra vida. Algunas se notan, otras están ocultas y apenas percibimos que la persona que la sufre la padece. A Jorge la epilepsia le sobrevino por sufrir siendo un bebé una fiebre alta que derivó en convulsiones. Se vio obligado a ingresar en el hospital más veces de las que él mismo puede recordar, de las que sin lugar a duda alguna hubiese querido. Como consecuencia de todo ello, con el paso de los años, después de varios estatus convulsivos sufridos, dejaría en su cerebro la dichosa «huella», de la que los neurólogos hablan, y que es tan temida en todos los que padecen esta enfermedad. Las madres de sus amigos tampoco es que tuvieran una actitud distinta a la de sus hijos. Adultos comportándose de una forma incívica. Veían lo que estos le hacían al pobre Jorge sin decirles al respecto que eso no se debía hacer o que era incorrecto el comportamiento llevado a cabo. Ni bronca ni castigo. ¿Cómo iban a hacer algo si ellas mismas le marginaban, apartándose en el portal al verle pasar o incluso no subiendo con él en el ascensor, no fuera que le diera en su presencia una crisis epiléptica? Jorge fue creciendo (obviamente, todos crecemos), viviendo la vida que a cada cual le ha tocado vivir, pero que en su caso era mucho más dura que lo que se puede considerar cotidiano o habitual. La discriminación de la sociedad le rodeaba a todas horas y a cada momento, creando con ello un Jorge muy diferente al que hubiera sido si el entorno le hubiera tratado con respeto y cariño. Gracias a Dios (al menos eso dirían los creyentes en un ente superior, esos que luchan a diario por hacerse un hueco en el cielo, junto a Dios, mejor que mejor), no toda la gente que transita a diario por las calles, o que conocemos, son tan horribles como todos aquellos que le dieron la espalda o le tildaron de «apestoso» o «bicho raro». Hubo gente buena en su vida que estuvo ahí cuando realmente les necesitó; no en un número suficiente, por desgracia, porque para eso habría que cambiar la visión que la sociedad, en general, tiene respecto a esta enfermedad. Digo esto porque, incluso en su madurez, la vida se le tornó complicada, algo que debería considerarse incomprensible entre gente adulta entrada en años, hecha y derecha.

    Será el propio Jorge el que os cuente su vida relatando diferentes etapas de su vida. ¿Estáis preparados para una lección de conciencia? ¿Dejaréis abierta vuestra mente para que cambie vuestro conocimiento, en beneficio de todas las personas que sufren esta enfermedad y la discriminación que conlleva? Espero, de veras, que vuestro corazón crezca. Por otro lado, será su mujer, Natalia, quien os hable de los años que lleva viviendo a su lado, soportando una lacra social que aún hoy en día no llega a entender. Cómo la sociedad humana (no todos, gracias a Dios), puede provocar un daño tan grande en las personas para seguir caminando por la calle tan sonrientes y felices, sin conciencia ni arrepentimiento alguno al respecto. Padecerá junto a su marido lo que esta enfermedad supone, unido al mal trago que día a día ha ido sufriendo y sigue padeciendo por un desconocimiento pleno acerca de lo que es la epilepsia. Por no poder decir libremente, en el caso de Jorge, «Soy epiléptico», y en el caso de Natalia, «mi marido lo es», por miedo al rechazo y a la discriminación, principalmente. Este hecho incrementa el sufrimiento no solo del paciente sino también de la persona que está a su lado, sobre todo en todos aquellos que se hunden al no saber llevar esta enfermedad, pisoteados durante años por la sociedad.

    ¿Queréis, junto a ellos dos, echar un cable de conciencia y humanidad? Leed detenidamente este libro. Deteneos en cada frase, en cada palabra escrita, testimonio real de unas personas cuyo nombre y apellido han sido alterados por confidencialidad. Si con ello se consigue que la epilepsia sea conocida, concienciando a la sociedad… me sentiré orgullosa. Leed hasta el final. No os saltéis nada y, como os digo, tened un pañuelo cerca porque lloraréis. Os lo prometo.

    Capítulo 1

    La primavera estaba a punto de decir adiós un año más. Apenas siete y catorce días restaban para que el verano diera la bienvenida a una Navidad y a una nueva entrada de año que, según los periodistas de las cadenas locales LU 93 TV o Canal 6, aseguraban serían de los más calurosos de la última década. Flores silvestres cubrían los campos y montes de alrededor, con distintos colores, del malva al amarillo pasando por rojos y marrones que hacían a Verónica soñar. Flores que aún no había logrado aprender a identificar por mucho que su amiga Maurine, botánica por vocación, le hubiese regalado su cuaderno de dibujo que con tanto amor pintó a la edad de ocho años en la escuela de pintura de la ciudad, donde una imagen de cada flor con su nombre escrito en la parte inferior dejaba ver la belleza de la tierra desde los ojos de una artista de la calidad de su amiga. Ese que había guardado oculto en el armario de su habitación los últimos cinco años, bajo la ropa que nunca vestía, evitando que su hermano José, doce años menor que ella, lo cogiera pensando que podía hacer garabatos en hojas en blanco que aún al final del cuaderno quedaban vacías esperando que un dibujo las cubriera de una suma belleza que solo ella sabía plasmar, lo mismo que ocurría con cada lienzo en blanco que a sus manos llegaba, convirtiéndose en un paisaje que invitaba a uno a soñar. José no era un gran pintor como lo era ella. Maurine jamás reconocía en público, aunque estuviera rodeada de sus mejores amigas, que podía haber sido artista de haber continuado con su vocación en lugar de estudiar la carrera de periodismo, tal y como su padre ansió desde que la tuvo por primera vez en su regazo, obligándola a la mayoría de edad a cursar tal licenciatura si quería seguir durmiendo bajo el mismo techo que, desde bebé la había resguardado, tanto del calor del verano como del frío cortante del invierno. Siempre que alguien le sacaba el tema, acerca de su afición por las plantas y la naturaleza, de la belleza que ella captaba y plasmaba en cada lienzo, su respuesta no era otra que qué equivocados estaban o que deberían ir a graduarse la vista porque sus cuadros no valían nada. Según palabras textuales suyas, se le daba mejor escribir artículos de opinión en la gaceta del periódico en el que trabajaba que pintar paisajes que los ciudadanos verían a diario en todas aquellas galerías en las que sus obras fueran expuestas. Finalizaba la conversación con una pregunta que dejaba en el aire y de la cual no quería escuchar respuesta alguna: ¿Para qué servía plasmar la belleza del lugar en un lienzo cuando los propios ojos podían verlo? Ella prefería escribir acerca de las plantas que llevaba a estudio en cada una de sus salidas a los montes de San Carlos de Bariloche para que así la ciudadanía fuera un poco más culta en cuanto a la morfología, relación con otros seres vivos del lugar o respecto a los efectos que el turismo estaba provocando sobre el medio ambiente que les rodeaba, tema este último controvertido, que le había llevado en los últimos años a realizar reuniones en el ayuntamiento, casi mensualmente, en aras a evitar que Maurine consiguiera el propósito oculto que perseguía con tanto empeño, que no era otro que el de captar personas con sus mismos ideales para lograr que el turismo fuera controlado en las fronteras, impidiendo la entrada al país en masa como en las últimas décadas estaba sucediendo. Algo sumamente complicado, a la par que descabellado. ¿Cómo iba un país de la riqueza de Argentina a impedir que este fuera visitado por millones de turistas al año que ansían conocer Iguazú o caminar sobre el glaciar del Perito Moreno? A Verónica no le entraba en la cabeza que su amiga no entendiera que el turismo era beneficioso para la zona y, sobre todo, para el país. Eso le había llevado a entablar más de una discusión con Maurine e incluso a estar sin hablarse semanas enteras, por la cabezonería de su amiga, que no toleraba no tener siempre la razón, aun cuando sus ideales políticos fueran distintos a los de la gente que la rodeaba.

    Esa mañana soleada de sábado la hizo sentarse en el porche de casa, en la mecedora de madera que tanto gustaba a su marido Rubén, a contemplar los pájaros volar, planeando como cada día con sus alas extendidas, dejándose llevar por el suave viento que en ese instante soplaba en la zona, apenas perceptible al tacto, al mismo tiempo que avistaba los rayos de sol que se dejaban vislumbrar, como finos hilos de oro a través del blanquecino reflejo que ellos mismos provocan sobre los campos de trigo del vecino señor Domingo, cerrando los ojos unos segundos, respirando la tranquilidad que emanaban las montañas y el lugar, sintiéndose de nuevo agradecida por esa paz buscada y conseguida a miles de kilómetros de su tierra natal. Hacía algo más de un año que no pisaba tierras vascas. El único contacto con la familia y amigos eran las cartas escritas, enviadas o recibidas, así como las videoconferencias a través de Skype en las que siempre las lágrimas hacían acto de presencia recordando lo dura que fue su vida, aun sin merecerlo, deseando ahorrar pronto dinero suficiente para que su familia fuera a visitarla, a saber realmente que bien estaba, a kilómetros y kilómetros de distancia, a la par que conocer la belleza del lugar que la rodeaba. A lo lejos, el ruido característico de la furgoneta de reparto del correo postal la hizo sobresaltarse. La llevó a fruncir el entrecejo preguntándose qué hacía el señor cartero entrando en su finca una mañana de sábado. Nunca antes, en el tiempo que llevaba viviendo en San Carlos, tal día les había visitado. ¿Algo malo había acontecido? Tenía que ser eso. No había otra razón que explicara su presencia. Su corazón se aceleró. ¿Le había ocurrido algo malo a su familia o a alguno de sus amigos más queridos? Pero, pensándolo bien, esa tampoco podía ser la razón que llevara al cartero a visitarla. Hacía tres días que había hablado con su madre por Skype. Con un saludo de buenos días, de inmediato leyó el remitente; Natalia Azcona, su amiga de universidad, le enviaba una carta urgente. Esa con la que no había mantenido contacto en los últimos años le escribía a Argentina. ¿Quién le había facilitado su dirección postal? Pocas eran las personas que sabían qué había sido de su vida y que conocían su ubicación exacta. ¿Qué razón o motivo la había llevado a enviarle una carta con el sello rojo de «urgente» estampado en el sobre? No llegó al porche a sentarse. Lo poco que leyó la hizo detenerse de inmediato, como si las palabras la hubieran conjurado provocando un hechizo maligno que la llevara a convertirse en estatua de piedra petrificada.

    Mi querida Verónica, seguro que te preguntas cómo y porqué te escribo después de tantos años sin saber la una de la otra. Fui tonta al creer lo que Cristina dijo que tú habías dicho de mí, aun viendo lo bien que te comportabas conmigo. No supe estar a tu lado cuando tú me necesitaste. Te di la espalda pensando que eso no iba conmigo. No quería problemas y menos de ese tipo. Te vi sufrir, tú confiaste en mí, te dejé de lado; otra persona hubiera hablado de mí horrores, pero tú, en cambio, fuiste noble. Nada malo dijiste de los que, como yo, te dejamos de hablar por… miedo, vergüenza, por no tener problemas. Quizás el karma ha querido que yo ahora pague ese error de juventud. Quizás haya querido que enmiende, de alguna forma, el daño causado. Hace unas semanas me encontré, de casualidad, con Mónica. Le pregunté qué sabía de ti. Me alegré mucho al saber que por fin eres feliz, aunque sea en la otra parte del mundo. Ojalá alguna vez te vea y pueda pedirte perdón, a la par que darte un fuerte abrazo. Te lo mereces. Fue Mónica la que notó que no estaba bien. Mi mirada. Mi sonrisa obligada. No voy a mentirte. Es cierto, no estoy bien. Llevo muchos meses llorando. No veo una solución a algo que se me escapa. Cada día que pasa es peor, tanto que llego a pensar en lo cobarde que soy porque no puedo suicidarme. Sí, has leído bien. Suicidarme. Voy a la cocina, saco la caja de cuchillos que tengo guardada en el tercer cajón y pienso «córtate las venas, acaba con este sufrimiento». Con el pulgar recorro el cuchillo más largo comprobando así lo afilado que está, aun cuando sé que lo está porque filetea la carne como ningún otro. Lloro, no dejo de llorar, de hacerme un ovillo en el suelo de la cocina. Por mi mente pasan imágenes de gente que me ha dado, y me sigue dando, su amor, de mis animales a los que quiero con ternura. Pero ¿eso es suficiente? El sufrimiento viene de mi pareja. Llevo años sufriendo. Es un secreto que nadie sabe y que supongo que nunca saldrá a la luz. Te estarás diciendo «Dime de qué se trata porque no entiendo nada». Mi marido sufre de epilepsia, una enfermedad tabú que provoca una discriminación muy grande en la sociedad. En los últimos años ha sido un conejito de indias. Sea esto u otras cosas que han acontecido, no sé qué decirte, porque ni los médicos ni yo misma sabemos qué es lo que realmente le ocurre. Se ha alejado tanto de mí, me llega a decir cosas tan horribles, me culpabiliza día sí y día también, que no sé si merece la pena seguir viviendo esta vida que Dios ha querido que viva. Tú lograste salir de una situación que te aplastaba. Seguro que, como yo, en muchas ocasiones viste la oscuridad en lugar de la luz que nos lleva al paraíso. De ahí que Mónica me haya aconsejado que te escriba porque solo tú podrás ayudarme. Nadie conoce mi vida real; nada de esto que hoy te cuento se sabe. En la calle, con los amigos, con la familia, pongo buena cara. Si me dicen «vaya cara que tienes», mi respuesta siempre es la misma, «cansancio», por los largos viajes que me doy por mi trabajo como comercial. La empresa me hace viajar por España vendiendo jabones naturales. Tiene sus pros y sus contras. Paso muchos días fuera de casa, hay días que no sé en qué provincia estoy ni qué día de la semana es; si bien, está requetebién conocer las ciudades gratis. ¿Hasta cuándo durará mi suerte? Espero pronto recibir noticias tuyas. Que no sea demasiado tarde. Me gustaría mucho saber que se puede salir de la tristeza en la que estoy sumida y que es posible dar la vuelta a la tortilla. Quiero mucho a mi pareja, por eso no me he ido, o eso creo, porque realmente ya no sé qué decir si me preguntan si le sigo amando. Vuelvo siempre a casa. Además, siempre hay una pregunta que me atormenta. ¿Cómo voy a dejarle solo?

    Los ojos de Verónica se humedecieron. Podían haber pasado años sin saber de su compañera Natalia. Hacía ya, nada más y nada menos, que más de diez años que no se veían ni se hablaban. Podía haberla dejado de lado cuando la necesitó. En los duros momentos en que su padre la maltrataba. Pero el rencor y el odio no eran dos palabras, no eran dos sentimientos, que el corazón de Verónica conociera y albergara. Ella sufrió mucho cuando amigos y amigas que quería la dejaron de lado en los duros momentos en que más los necesitó, así que no iba a permitir a su corazón abandonar a su amiga Natalia cuando ahora era ella la que la necesitaba. De sus consejos. De su fuerza. Eso la ayudaría a mejorar. Tenía que ponerse en contacto con ella lo más rápido posible. Debía aconsejarla dónde acudir. Debía dejarle claro que no estaba sola, que la vida es maravillosa y merece la pena vivirla, sin olvidar que la de todos es una montaña rusa. Con la carta en la mano, recordando la última vez que vio a Natalia en el metro, y que únicamente se saludaron, corrió a casa a enviarle un mensaje de whatsapp al teléfono que le había facilitado. Una mañana soleada y bella se convirtió en oscura tras la misiva de una carta inundada de sufrimiento que imploraba ayuda, desde un corazón dolorido que urgentemente necesitaba la medicina que solo Verónica conocía. Como si el día hubiese querido acompañarla, las nubes hicieron acto de presencia ocultando al astro sol tras ellas, apaciguando el calor, comenzando a soplar el viento con fuerza, dejando los pájaros de volar y piar, como diciendo que la tristeza estaba a su alrededor, como queriendo abrazarla y darle fuerza para no echarse atrás.

    Entró en casa; se agradecía el frescor del aire acondicionado. En el exterior comenzaba a notarse el bochorno del ambiente. Buscó su teléfono móvil en el taquillón de madera junto a la puerta de entrada. Llevaba varios días sin hacerle mucho caso. No recordaba dónde lo había dejado la última vez que lo usó, así que hizo memoria al ver que no estaba ahí, dirigiéndose a la cocina al caer en la cuenta de que había mandado un mensaje a uno de sus amigos de Facebook a la hora del desayuno. A la par de haberlo usado para hablar con su amiga Maurine, quien la había pedido consejo acerca del último chico con el que se había ido a la cama. Acostumbraba a usar a Verónica como limpiadora de conciencias, sintiendo así que su alma volvía a estar blanca, reluciente, llena de pureza, conservando una posición en el cielo cuando fuera llevada por la muerte al más allá, en el punto final de su vida, dentro de unos cuarenta años si es que un accidente o una enfermedad no le acontecía antes de ese límite marcado, teniendo en cuenta la vida tan alocada que llevaba. Muchos eran los días en que Rubén le chillaba por no tener el teléfono móvil cerca; quería hablar con ella en su tiempo de descanso, y no conseguía que atendiera al teléfono la mayoría de los días en que intentaba esa hazaña. Estaba de vacaciones. Su idea no era otra que atender llamadas y mensajes recibidos a última hora de la noche porque, el resto del día quería desconectar de las redes sociales que tanto enganchan y que tanto se usan en los meses de otoño, invierno y primavera para dedicar más tiempo a una afición aparcada que había retomado hacía apenas unas semanas: las manualidades, algo que la relajaba y le fascinaba. Con listones de madera estaba redecorando su habitación. Construía un cabecero con un paisaje caribeño de fondo, una cama con listones de madera y cajones por debajo donde guardar las mantas ante el calor sofocante del verano, y unas estanterías donde colocar objetos, esos que la llenaban con solo mirarlos, de los que solo ella conocía la historia. El teléfono móvil apareció sobre la mesa de la cocina, de roble macizo, junto al bote vacío de mermelada de fresa. Desactivó la pantalla para comenzar a memorizar en la agenda telefónica el número de Natalia, 575.24.33.81. Memorizado; estaba listo para ser usado mediante el programa líder en chat gratuito.

    Querida Natalia: he recibido tu carta. Me has dejado muy apenada. Ten por seguro que te ayudaré a salir de esto. Siempre hay una luz al final del túnel. Lo único que debes hacer es ser FUERTE. Me tienes y me tendrás aquí para todo aquello que necesites. Mi nombre de usuario en SKYPE son las siglas de mi nombre y apellidos. Añádeme a tu lista y nos hablamos por videoconferencia. Un beso y un abrazo enorme de tu amiga Verónica que te sigue queriendo y que en ningún momento te ha olvidado. PD: Deja atrás el pasado. Es el primer paso que te aconsejo para avanzar en el camino de la vida.

    Pulsó la flecha de envío de mensaje y aparecieron de inmediato las aspas en color gris. Deseaba que no tardasen mucho en ponerse de color azul, señal identificativa de que el mensaje había sido visto y leído. Encendió el ordenador portátil. No pensaba hacer uso de él; los sábados y los domingos los dedicaba a desconectar, a realizar un yoga propio de relajación ambiental. Pero no quería que Natalia llamara y no estuviera disponible en una primera videoconferencia que sería más bien de toma de contacto y de decirse a lo sumo «hola». A Verónica la ayudaron a emigrar al país donde Rubén ansiaba vivir y, aunque pocos fueron los que le

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1