A pesar de todo
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A pesar de todo - Bertha Olga Ospina Duque
PRIMERA PARTE
… Llueve,
detrás de los cristales, llueve y llueve sobre los chopos medio
deshojados, sobre los pardos tejados
sobre los campos, llueve…
«Balada de otoño»
JOAN MANUEL SERRAT
1
ESCUCHO ATENTA EL LÁNGUIDO compás de mi respiración.
¿Cuánto tiempo ha pasado? No puedo mover las manos. Tampoco el resto de mi cuerpo. Estoy presa. ¡Cuánto silencio! Soy como una estatua yacente sobre esta cama blanca y fría.
¿Qué ha sucedido con mi libertad de movimiento? Nadie me ha atado, pero mis brazos inertes desearían poder agitarse. No llevo una mordaza, pero es como si mis palabras hubieran sido atajadas dentro de mi boca.
¡Cuántos claustrofóbicos existirán en este mundo! Gente aterrorizada en cabinas de teléfono, en buses, estaciones de metro, camas solares, bañeras, ascensores, cuevas, aviones, saunas, cabinas de TAC (Tomografía Axial Computarizada), túneles. También en discotecas, en conciertos…, en salas de cine. Ellos no temen al espacio cerrado en sí mismo, sino a las posibles y fatales consecuencias como quedarse encerrado para siempre, o a la asfixia, al suponer que no existe aire suficiente en ese lugar. Una pesadilla en la que su destino es quedarse atrapados eternamente. ¿Al final todo el problema es el aire? A lo mejor sí, pero en mi caso no es tan sencillo. Continúo en una posición rígida en este espacio cerrado. Nadie me escucha. No estoy dentro de un calabozo, ni en un cuarto oscuro, pero esta es, sin duda, la más monstruosa versión de una celda. Puedo pensar, recordar y escuchar; sin embargo, estoy paralizada, incapaz de comunicarme. Estas palabras que ahora se extienden por mi mente no pueden ser escuchadas allá afuera por nadie. Sólo aquí dentro. Sólo dentro de mi cabeza.
Estoy enclaustrada dentro de mi propio cuerpo.
¿Encontraré el camino de salida? Únicamente quienes lo han experimentado en carne propia conocen la realidad y el horror de este estado. La gente siempre menciona pesadillas de catalepsia, y en verdad son terribles, pero a lo que vivo nada puede comparársele. La posibilidad de quedar ciega fue el principal motivo para operarme, así es que compruebo si realmente puedo ver. Sigo en la clínica. A mi favor: no tengo miedo al ruido interior. Dentro de mí no residen odiosos fantasmas dispuestos a hacerme la vida imposible.
Me siento muy débil.
Aun así, el mundo no se detiene.
Me han hecho una traqueotomía y las enfermeras han venido a limpiar la cánula. Una corriente de aire helado circula por mis pulmones. Sí, lo recuerdo, es invierno. A través de la ventana puedo entrever la lenta caída de la nieve. Al menos puedo ver. Cierro un ojo y compruebo que veo por el otro. Repito el ejercicio y sé que mis ojos funcionan, sólo que percibo todo doble.
Mis conocimientos, mis gustos y disgustos, mi pasado y mi presente, mi existencia como persona, todo esto continúa intacto aquí dentro.
Los médicos y las enfermeras comentan sobre mi estado, puedo escucharlos, ellos saben la teoría de los síntomas, pero no pueden siquiera imaginar lo que es hallarse en medio de este hermetismo. Las palabras no alcanzan para describirlo. El lenguaje se vuelve pobre al intentar expresar el repertorio de sensaciones que produce una enfermedad. Sobre todo, una como esta.
Ahí están ellos. Son mis hijos.
Un médico se acerca, se ubica justo en frente de mí. Me habla en inglés, mirándome directo a los ojos.
—Le voy a hacer varias preguntas; por favor, dos parpadeos significan «sí», un parpadeo significa «no».
—¿Su nombre es Bertha Olga?
Dos parpadeos.
—¿Tiene usted cincuenta y un años?
Dos parpadeos.
—¿Está usted en San Francisco?
Un parpadeo.
—¿Está en Boston?
Dos parpadeos.
—¿Estamos en el año 2005?
Dos parpadeos.
—¿La operaron?
Dos parpadeos.
—¿Tiene tres hijos?
Dos parpadeos.
—¿Los tres son hombres?
Un parpadeo.
—¿El menor es hombre?
Un parpadeo.
—¿Los nombres de sus hijos son Juan Fernando, Andrés y María Olga?
Dos parpadeos.
—¿Está casada con Christopher Morrison?
Dos parpadeos.
El examen termina, lo apruebo sin problemas. Mi memoria no ha fallado. Tanto mis hijos como el médico parecen bastante complacidos con el resultado. Y no es para menos. He comprendido todo lo que me han preguntado.
Platón dijo: «El cuerpo es la cárcel del alma inmortal», y como nunca, esta frase cobra sentido. Ya que el cuerpo es materia, todo lo material es circunstancial, voluble, desordenado; y eso ahora, debo aceptarlo. Mi mente puede volar, recordar, pero estaré aprisionada en mi propio cuerpo…, no sé por cuánto tiempo. Por ahora parece que no tendré más remedio que «hablar con los ojos».
El concepto de vida interior también me parece ahora mucho más comprensible. Es una fortuna esta capacidad que tengo de conservar la fantasía y la memoria. Mi cuerpo no me obedece, pero continúo siendo la dueña absoluta de mi mente. En medio de la oscuridad hay un destello tenue. Son caras, voces, sensaciones y evocaciones que me dan una mirada retrospectiva de mi paso por esta realidad. La soledad del encierro nos va enseñando una cara más franca del mundo.
A todas luces, lo único a lo que puedo dedicarme en este estado es al sencillo oficio de destilar todo aquello que valga la pena traer de vuelta al lúcido escenario de mi cabeza, es decir, recordar.
2
DE NIÑA FUI LA MÁS CONSENTIDA de mis padres, un incansable ingeniero antioqueño y una brillante abogada huilense. Soy la mayor de sus seis hijos, tres mujeres y tres hombres.
Nací en Bogotá, una ciudad que para 1954 aún no contaba con autopistas ni puentes. En aquel entonces, la gente vivía en casonas de un piso, con anteportón y jardines, donde la mayoría en sus ratos de ocio se dedicaba a escuchar radionovelas. El presidente Rojas Pinilla acababa de inaugurar la televisión en Colombia, cuya primera señal en blanco y negro fue de tres horas y cuarenta y cinco minutos; para descontento de muchos sólo se pudo apreciar en Bogotá y Manizales.
Cuando era niña soñaba con agua, a lo mejor por mi fascinación e identificación con el mediterráneo, por alguna inexplicable razón siempre he creído que soy más mediterránea que de este lado, del caribe. A veces se me ocurre pensar que me he equivocado de lugar de nacimiento, son ideas caprichosas a las que no se les puede dar una explicación racional. Despierta soñaba que algún día podría convertirme en Presidenta de la República, y al mismo tiempo, llegar a ser una bailarina de cabaret de mala muerte. Dos profesiones que para la mayoría serían mutuamente excluyentes, pero jamás para una niña de diez años tan imaginativa. En el colegio mis materias favoritas eran Literatura, Geografía e Historia, mi inclinación por las humanidades era evidente.
Yo era una alumna juiciosa y ejemplar, que se dejó llevar tempranamente por el amor al conocer a Fernando Corredor, un bogotano siete años mayor, dueño de un estupendo sentido del humor, que me había visto durante las fiestas de San Pedro en Neiva. Allí quedó prendado al verme por primera vez. Como el más audaz de los detectives enamorados, investigó sobre mí, esculcó acerca de mi vida entre conocidos comunes hasta dar con todas las pistas que lo llevarían hacia mí un día en la Feria Internacional de Bogotá. Allí me abordó con la intención de entregarme una carta de amor, que, sin lugar a dudas, funcionó. Cómo no iba aceptar hablar con él, si dicen que quien no cree en el amor a primera vista, jamás ha visto la belleza de la certeza más profunda en su corazón. La conquista y el noviazgo duraron tan sólo un año. Mientras tanto, y a punto de terminar el colegio, me inclinaba por Ingeniería y Derecho, es decir, las profesiones de cada uno de mis padres. Cuando todo revelaba que me decidiría por la Ingeniería, finalmente me incliné por Derecho. Mi papá todavía no me lo perdona, pero no podrán decir que no fui una alumna aplicada, me destacaba. Habría podido graduarme cinco años después de terminar mi bachillerato, de no haber sido porque a los dos meses de ingresar a la facultad, y apenas con diecisiete años, decidí casarme. En los años setenta era bastante común entre las mujeres casarse sin haber cumplido la mayoría de edad, eso no es un secreto para nadie.
Nos casamos en 1972, en Bogotá, donde nació mi primer hijo, Juan Fernando, quien durante una temporada llegó a pensar que su padre era nuestro escolta, todavía desconozco los motivos, pero me resultaba divertido. Poco tiempo después Fernando comenzó su carrera como diplomático lo que nos llevó a la ciudad de Estocolmo. Más adelante nos trasladamos a Londres donde nació Andrés, mi segundo hijo. Cuando Fernando cumplió con su misión diplomática, en 1979, regresamos a Bogotá.
Mi familia nos recibió con los brazos abiertos poco después. Nos mudamos a una casa en Guaymaral, al norte de la ciudad. En aquella época comenzó una discusión y un replanteamiento del rol de la mujer dentro de la familia y la sociedad, nació un despertar, en todo el mundo, de mujeres que soñaban con una vida más allá de la maternidad. Dentro de mí una fuerza y una voz me anunciaban que podía desempeñarme estupendamente como madre y profesional al mismo tiempo. Llevada por mi deseo de ser profesional, retomé la carrera en la Universidad del Rosario con el claro objetivo de continuar y terminar lo que había dejado pendiente casi cuatro años atrás. Con esa perseverancia de los que persiguen sus sueños, logré concluir mis estudios de Derecho.
En 1982 nació mi tercera y última hija, María Olga, y cuando ella tenía cinco años, vino la separación matrimonial. Todo fue tan complejo y doloroso, que lo único que deseaba era dejar Bogotá, irme muy lejos. Deseaba un cambio inmediato, una experiencia de vida completamente diferente. Ese cuestionamiento personal me indicaba que había llegado al final de un ciclo. El cambio llegaría entonces como un llamado a la transformación de mí misma. Me invadió, como nunca antes, una apremiante necesidad de trasladarme a otro país. No se trataba de huir, sino de cambiar de vida, de descubrir nuevas oportunidades para mis hijos y para mí.
Entonces no dudé en pedirles ayuda a mis papás. «Quiero irme de Colombia, por favor, ayúdenme a salir de aquí», les dije con toda sinceridad. Me sentía como en una pecera, a la vista de todo el mundo y, sobre todo, muy cansada.
Mi anhelo se convirtió pronto en realidad, y en el año 1987 me nombraron cónsul en Boston. Ya tenía otro destino que cumplir, entonces inicié con una enorme ilusión, los numerosos preparativos para esa nueva vida que nos esperaba en los Estados Unidos. Lo más urgente era hacer un primer viaje para buscar nuestra casa y el colegio de los niños. Decidí llevar a María Olga conmigo y todo salió muy bien, ya comenzaba a encontrar una parte de la nueva vida que nos esperaba.
Al principio, Fernando propuso que Juan Fernando y Andrés se quedaran a vivir en Bogotá, con él; pero de algo estaba muy segura y era que no iba a separar a mis hijos, de ninguna manera. Los niños crecerían juntos, con su padre o conmigo, pero todos juntos. Se lo manifesté y Fernando aceptó sin reparos. Qué gran alivio. Sabía muy bien que una vida en el exterior con los tres niños no sería fácil, pero asumí el reto.
En ese viaje de «ir a ver», no tardé mucho en hallar los colegios, la casa donde residiríamos y toda la adecuación para nuestra nueva vida que comenzaría muy pronto.
Pocas semanas después, cuando ya todo estaba dispuesto, llegaron Juan Fernando y