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Letra de Médico
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Libro electrónico252 páginas3 horas

Letra de Médico

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La letra de médico tiene fama de ser algo que no se entiende, pero este libro es todo lo contrario. Carlos Presman escribió una memoria profesional amena, fascinante, que estaba faltando. Así lo demuestran más de veinte ediciones y veinte mil ejemplares vendidos.La edición completa de esta obra se divide en "Historias personales", "Cuentos clínicos" e "Historias a su salud". Con relatos breves y muy buena pluma, Presman nos pasea por los desafíos de la relación médico-paciente, saca de la galera las anécdotas más interesantes y redondea, en definitiva, uno de los mejores retratos contemporáneos de la ciencia y el arte de curar.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento16 may 2022
ISBN9788726903331

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    Letra de Médico - Carlos Presman

    Letra de Médico

    Copyright © 2011, 2022 Carlos Presman and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726903331

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont a part of Egmont, www.egmont.com

    PRÓLOGO DE PREVENCIÓN

    ¿Qué diferencia hay entre Dios y los médicos?

    Dios no necesita creerse médico.

    Construir una identidad con mis propias palabras, de eso trata este libro. De mi ejercicio profesional como médico, docente y colaborador en diferentes medios de comunicación; pero también de mi vida como hijo, amigo, esposo y padre.

    Se incluyen los relatos publicados en Letra de Médico 1 y 2 con textos nuevos que completan una narrativa sobre la salud y la enfermedad. Fueron divididos en tres secciones, pero dude de los límites entre cada una de ellas, no son muy fiables: Historias personales, Textos para su salud y Cuentos clínicos.

    El eje es la preocupación por la salud, sostenida en un elemento esencial: la equidad entre los individuos. Un cuestionamiento a la figura omnipotente del médico y un rescate del profesional, que consciente de sus miserias y limitaciones, intenta apaciguar el sufrimiento del otro, de un semejante que por motivos culturales se define paciente.

    Otro elemento común es intentar despojar el concepto moral que se asocia al de enfermedad, que en sí misma no es un castigo, ni su ausencia un premio, sino simplemente un anuncio transitorio o definitivo de que somos mortales.

    La enfermedad es una construcción personal y social que puede afectarnos de manera particular según quien la padezca. La enfermedad es muda, el que la dota de contenido y expresión propia es el sujeto, el individuo, el ciudadano, el paciente.

    Estos textos intentan demostrar la falacia del fin de la clínica médica o del arte de curar a través de la tecnología y los medicamentos. Se pretende reafirmar la vigencia de la relación médico-paciente que se sostiene en el lenguaje, y la potencialidad de alivio o daño que conlleva la palabra.

    Al incluir la ficción, el humor y el cuento, invito a leer a todos aquellos predispuestos a reflexionar y emocionarse, sabiendo que, en general, todo lo aburrido resulta inútil.

    Este libro es también una celebración de más de tres décadas como médico clínico en consultorio. Desde mi egreso trabajé en el Hospital Nacional de Clínicas de la Universidad Nacional de Córdoba, haciendo asistencia y docencia. Una década transcurrió en la Unidad de Terapia Intensiva. Fui testigo y protagonista de la atención a miles de pacientes; viví momentos sublimes y otros de infinita tristeza. La enfermedad, la vida y la muerte.

    Es mi expreso deseo que lo disfrute y pueda, como yo, sonreír y llorar.

    Prof. Dr. Carlos Presman

    HISTORIAS PERSONALES

    EL ARTE DE CUIDAR

    Lo más triste, sin dudas, es el sinamor, el miedo de no amar ni ser amado.

    Daniel Salzano

    Tendría ocho años cuando empecé a acompañar a mi papá a ver pacientes a domicilio. Salíamos de noche, al terminar el horario de consultorio, en su Rambler Ambassador con levantavidrios eléctrico. A él lo recibían como a un pariente que viene del exterior y a mí me invitaban golosinas y me prestaban juguetes. En algunas ocasiones, mi padre se encerraba horas en la habitación del paciente. Cuando salía, los familiares lloraban, agradecían, y regresábamos a casa. Sin hablarnos, sabíamos que ese paciente había muerto y sin embargo no estábamos tristes. Él trabajaba y yo aprendía que ese desenlace era natural. Así comprendí que, a diferencia de mis fantasías, la vida no era infinita.

    A mis diecisiete, cuando terminaba el secundario, mi padre me invitó a caminar y me dijo que había sufrido un infarto y tenía pocos años por delante. Como si fuera médico de sí mismo, me explicó su pronóstico y dijo que tendría que aprender a vivir sin él.

    Estudié Medicina y comencé a trabajar en el Hospital Nacional de Clínicas el 1° de mayo de 1986. Al día siguiente, mi papá me encontró saliendo de la guardia y confesó que verme allí con guardapolvo de médico había sido el sueño de su vida. Murió una semana después. Por un expreso pedido suyo, lo enterramos en el sector disidente del cementerio San Jerónimo y con este texto en la lápida: Tiempo de vivir y tiempo de morir.

    En la facultad nunca nos enseñaron a acompañar a un paciente próximo a la muerte. El paradigma universitario era curar enfermedades. El ejercicio de la profesión me enseñó a atender enfermos.

    Recuerdo una guardia de terapia intensiva en la que asistimos a la madre de un amigo. Salí a dar el informe de rigor y le dije que no podíamos hacer más nada. Mi amigo, con los ojos húmedos, me increpó: ¿cómo que no se puede hacer más nada?

    En ese instante reviví mí desesperación de hijo en la puerta de la terapia intensiva donde falleció mi papá. Recordé su figura, cómo les hablaba a sus pacientes, la forma en que los acompañaba, la manera de transmitirles tranquilidad, y un nudo en el estómago me hizo sentir su ausencia. Soportando la mirada de mi amigo, conmovido y con la voz entrecortada, atiné a responderle que no había más nada que hacer. Al borde del llanto, él me preguntó: ¿y no me vas a dar un abrazo?

    Recién ahí comprendí cabalmente las enseñanzas de mi padre. Que la medicina es fundamentalmente acompañar y que el enemigo no es la muerte sino el sufrimiento.

    En la década del noventa empezamos a hablar de cuidados paliativos y sus finalidades: alivio del dolor y otros síntomas; no alargar ni acortar la vida; dar apoyo psicológico, social y espiritual; considerar la muerte como algo normal; reafirmar la importancia de la vida y que sea lo más activa posible; apoyar a la familia durante la enfermedad y el duelo.

    Resulta un sarcasmo hablar de muerte digna. A lo sumo aspiramos a no agregar indignidad al hecho de morir, intentamos que sea en un ámbito decoroso, que no desdiga lo que fue la vida del paciente, que sea en compañía de los seres queridos y en el entorno en que ha vivido. Morir suele ser un proceso complicado, salpicado de incidentes. El punto final no puede predecirse con exactitud, aparecen las miserias, las angustias existenciales, la historia familiar, y el estado de conciencia de quien muere convierte estas líneas en pura retórica.

    La relación médico-paciente adquiere en estas circunstancias su máximo sentido, ponerse en el lugar del otro y asumir la propia muerte resulta condición indispensable para acompañar al paciente terminal.

    Todo esto aplicaba mi padre desde los años cincuenta y me lo enseñó cuando yo era un niño. Más que el arte de curar se trata del arte de cuidar. A sus pacientes y a mí. Podemos vivir muriendo o morir viviendo, esa es la cuestión.

    In Memoriam Celia Gaglietto

    MAESTRO

    Es difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre.

    Marguerite Yourcenar

    Memorias de Adriano

    El celular sonó el mediodía del 25 de diciembre. Como soy médico y no creyente, el llamado auguraba cualquier cosa menos un deseo navideño. La voz de Miranda, angustiada, me decía que Osvaldo, el Tano, había tenido una hemorragia cerebral, que estaba en la terapia intensiva del Hospital Córdoba y agregaba, en tono de disculpas: Carlitos, si podés, vení a verlo.

    Es increíble el escaso tráfico que hay en esos días. Manejaba y repasaba en qué me había equivocado.

    El Tano, el chef más querido de Córdoba, tenía la tensión arterial controlada y tomaba toda su medicación, incluida la aspirina. El último control de colesterol había sido normal, fumaba uno o dos cigarrillos diarios cuanto mucho, se mantenía delgado y había comenzado a caminar más. Sin embargo, tuvo un accidente cerebro vascular (ACV). Mi soberbia médica se derrumbaba ante la evidencia lapidaria de la enfermedad. Repasaba la historia clínica y me repetía que tenía todos los factores de riesgo controlados. No podía incorporar a mi práctica el azar y la fatalidad.

    Entrar aquella tarde a esa escenografía de cables, respiradores y monitores no fue más que una rutina, después de diez años de trabajo en terapia intensiva. Osvaldo estaba hemipléjico, delgado, con el pelo totalmente blanco. A los ochenta años, un ACV pone a prueba la capacidad vital del paciente. Me reconoció y apenas logró saludarme con su inconfundible ¡dottore!

    Afligido, le dije que tenía una noticia mala y una buena. Pidió primero la mala. Estás con la mitad del cuerpo con parálisis y llevará un tiempo volver a hacerla funcionar, le dije; la buena es que te afectó el hemicuerpo izquierdo y sos diestro, así que la semana que viene estás cocinando de nuevo.

    Tres meses después, cuando lo visité en el centro de rehabilitación, los demás pacientes observaban deslumbrados cómo Osvaldo se daba maña para amasar la pizza. Miranda lo alentaba a enviar sus recetas a Buenos Aires para la reunión aniversario de los gastronómicos. En la mesada, la pizza, que a la derecha mostraba morrones, anchoas y aceitunas negras, en la mitad izquierda no tenía nada. La ceguera blanca de Saramago.

    Fueron meses de internación y vuelta a casa, pero con la intimidad rota; tres enfermeras, un fisioterapeuta, bastón, silla de ruedas, medicamentos y mis visitas periódicas. La receta era siempre la misma: rehabilitar la marcha, comer generosamente, hablar con la familia y cocinar como el maestro que era.

    Los sábados por la tarde sus amigos lo visitaban y celebraban un ritual en el que los protagonistas eran el afecto y la discreción. Tomaban el Martini como en Turín, sostenían largos silencios o bromeaban porque el Vaticano no se afligía por las uniones civiles gay sino por su posible divorcio.

    En septiembre, con la inauguración de un restaurante italiano, se organizó un homenaje a la trayectoria de Osvaldo. Hicieron un video, seleccionaron sus recetas más conocidas para convocar a los amigos y al ambiente gourmet de Córdoba. Recordé unos fideos cortados a cuchillo con salsa putanesca que durante una consulta domiciliaria tuve el privilegio de ver preparar en su cocina. Me contó que ese plato era el preferido de Agustín Tosco y surgió apodarlo Macarrones de energía. Miranda y Osvaldo accedieron a la recomendación de incluirlo en el evento y él me pidió que lo comentara; acepté encantado, sin darme cuenta de lo que significaría para mí.

    Cinco días antes de la esperada inauguración, un domingo, Miranda me llamó porque Osvaldo no respiraba bien. Sospechaba algo alérgico pero prefería que lo controlase para quedarse más tranquila. Es notable cómo se pierde la objetividad con los afectos, se minimizan las tragedias, se toleran las miserias y el futuro parece una certeza. El Tano estaba con un edema agudo de pulmón. El resto era conocido: llamar al servicio de emergencia, no encontrar cama por la obra social, volver a la terapia intensiva y además cargar con la sombra del inminente homenaje.

    Se recuperó increíblemente rápido y el miércoles estuvo en su casa.

    El jueves llegaba su hijo único Paolo, el pintor, que había cumplido con el deseo del padre de ser artista en Milán y al que no veía desde antes del accidente. El viernes era el día de la inauguración. Demasiadas emociones juntas para la fragilidad del Tano, pensé.

    Esa noche de miércoles yo no pude dormir por un dolor precordial. No podía dejar de pensar en el evento: primero que no le pasara nada a Osvaldo; después, lo que iba a comentar de ese plato; luego, lo que dirían en el entorno si llegaba a tener algún percance médico. Semidormido, con el vértigo de ideas incómodas, apareció mi viejo llevando de la mano a un niño que debía ser yo, un sábado por la mañana a la Pizzería Roma. El mismo recorrido había hecho con el Tano unos años atrás y me había enseñado los secretos de la levadura de la masa, las proporciones y la temperatura del horno. Mi padre, que también era médico, falleció cuando me recibí y la última vez que estuvo lúcido en la terapia intensiva fue categórico: estos médicos no saben nada, me tienen acá encerrado sin dejarme ver a la familia, conectado a todo este cablerío inhumano, con este dolor precordial, y encima no me dejan tomar mate. Recién ahora lo asocio a ese pasaje del cuento de Carver en el que el escritor Antón Chéjov agonizaba en compañía de su esposa. Ella decide llamar al médico en la madrugada y éste pide el mejor champagne del hotel; los tres llenan sus copas. Chéjov termina de beber y antes de cerrar definitivamente los ojos, dice: hacía mucho que no bebía un buen champagne.

    Amanecí el jueves pensando que a Osvaldo no le faltarían cosas gratas, en especial a él que había vivido creando gustos, gozando, disfrutando de la vida. Nunca jugó su tiempo cuidando un empate. Ese tano me resultaba cada vez más parecido a mi padre.

    Darse cuenta de lo que a uno le pasa es la mejor forma de superar un dolor, sobre todo si no es un infarto.

    El jueves por la noche lo llamé y por primera vez Osvaldo me contestó con estas palabras: estoy chocho, vino mi hijo Paolo, el artista. Con Miranda repasamos los últimos detalles, el apoyo de enfermería, el traje, los movimientos en el salón y nos saludamos ansiosos con un ¡tutto andrà bene!

    El viernes por la noche estaba radiante, de fina corbata, mirada atenta y con la blanca cabellera bien peinada. Con esa actitud, lograba disimular hasta la ausencia su hemiplejía y la silla de ruedas. Yo estaba tan nervioso como cuando tuve que defender mi tesis doctoral ante el tribunal universitario. En el evento homenaje, la tesis que se jugaba era la actitud médica ante mi paciente y dije algo más o menos así: tengo el privilegio de que el Tano me haya elegido para que sea su médico clínico y el honor de comentar uno de sus platos, los macarrones de energía. No soy un crítico de comidas y puedo llegar a confundir ravioles con lasaña, pero les aseguro que el plato que tengo ante mis ojos es un Osvaldo auténtico porque yo vi cuando él lo cocinaba. Después vino la descripción somera de los ingredientes y me dediqué a enumerar las personalidades que habían probado su inspirada creación: Atilio Lopez, René Salamanca, Agustín Tosco, el editor de los poetas, Burnichon, el escritor Andrés Rivera, los pintores Pont Vergés y Carlos Alonso, el abogado de los sindicatos Cuqui Curutchet y los chicos de la calle. La memoria de Córdoba hecha presente en su arte culinario, personajes signados por la pasión, los ideales, la injusticia y la muerte cruel.

    El vapor que venía de la cocina generaba una atmósfera onírica y daba la impresión de que había ánimas entre nosotros. Sobre el final agregué: desde la medicina intento acercarme en lo posible al arte de curar, y es así que Osvaldo para mí no es un paciente sino un artista, más allá de la edad y de las adversidades que le impone la enfermedad, se salva intacto en su condición de creador generoso. Su esencia vital es la que hoy homenajeamos, él hace realidad su deseo de que todos tengan para comer y es así como honra su vida.

    Allí sonaron los acordes que identifican esa magnífica canción de Eladia Blázquez, Honrar la vida. Nosotros, emocionados, llorábamos y reíamos para adentro, en una genuina celebración.

    El sábado, Osvaldo estaba mejor que nunca. Sus amigos de visita recordaron el encuentro y su hijo, mientras Miranda lo acompañaba al dormitorio, lo saludó con un ¡addio, maestro! Nos quedamos en el palier, nos miramos en silencio y les comenté el afecto con que el Tano agradecía esas visitas regulares que lo alentaban a continuar. Pasaron unos segundos interminables y el hijo se animó a preguntar cómo iba a seguir. Me pareció que insistir en su fragilidad y enumerar académicamente sus patologías era una forma cobarde de refugiarme en la biblioteca de medicina donde la ausencia del paciente-persona es absoluta.

    El silencio volvió a hacerse intolerable. Mientras sus amigos coincidían mirando el piso, continué: ¿Quién puede creerse qué para responder cómo vamos a seguir? En honor a la realidad, todos vivimos inventándonos un futuro.

    Nos saludamos con la sentida emoción de sabernos vulnerables y me subí al auto para volver a casa.

    ¿Por qué su hijo lo saludaba con un adiós, maestro? ¿Cuánto tenía él de mí? ¿Cuánto de mi profesión se lo debía a mi viejo? El mismo Paolo, el viernes de la presentación, había dicho que Renoir ataba los pinceles a los muñones de sus manos con artritis, Spilimbergo pintaba con vendas por el eccema que llagaba sus extremidades y Picasso había declarado que si lo hubieran puesto preso y con los manos atadas habría pintado con la saliva de la lengua en el piso de su celda. Creo aprender que no hay nada más sano que el testimonio vivo de una ilusión creativa.

    Detuve el auto y me sorprendí hablando solo: celebremos la vida el 20 de noviembre con el libro del maestro Osvaldo.

    La mañana siguiente a la presentación de su legado, el Tano no despertó.

    ELECTROCARDIOGRAMA

    Memoria, verdad y justicia.

    Reclamo popular

    Qué misteriosa brisa de la memoria trae aquel recuerdo del 85. Estaba recién egresado, haciendo la residencia en el Clínicas. El paradigma universitario de diagnosticar y curar pesaba como un mandato: salvar vidas. Cada día de atención significaba un desafío angustiante entre lo que podía tener el enfermo y mi capacidad para resolver el problema. Me creía un dios. Nada más exigente y solitario. Con el tiempo aprendí que simplemente acompañamos, tratando de aliviar el sufrimiento, una relación humana que la cultura denomina de médico-paciente, en ese orden.

    Los viernes hacíamos consultorio externo. La secretaria me pasó el listado y celebré que la

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