Sentencia de vida: Historias y recuerdos: la jornada de una médica contra el virus que cambió el mundo
Por Marcia Rachid
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Sentencia de vida - Marcia Rachid
Pensando aquí en mi rincón
¿Cuál sería la definición de vida? Tal vez una balanza que equilibre dolor y placer. Perder y ganar. Vivir y morir. Ni siquiera sé el propósito de lo que sentimos.
La deseada profesión se ha alcanzado con gratificaciones. Por otro lado, han sido incontables las muertes que he presenciado aún tan joven - y sin haber recibido enseñanzas que me protegieran del dolor o me impidieran las lágrimas.
Mucho ha quedado por el camino, incluso el casamiento, precozmente deshecho en aquella fase tan impar en el inicio de la carrera. Lamentarse no cambiaría las cosas.
He creído (y aún creo) en la posibilidad de transformar esta larga historia de miedo repleta de estigmas.
Una carta que recibí en 1978 decía: Giras alrededor de tu mundo lleno de curiosidades, un mundo que aún se está descubriendo. Vive, lucha, camina firme y hazte presente por aquellos que te rodean. Sube escalones infinitos. Sé un todo dentro de mucha nada que existe
.
Sin percibirlo, fui siguiendo así. Me he acostumbrado a andar sola en diversas fases, con mi familia, algunos amigos y los aliados en esta lucha incansable.
En diciembre de 1982, conmemoré mi graduación en una de aquellas fiestas tradicionales y no imaginaba cómo sería toda esta jornada.
Han sido muchas situaciones, cada una con su especificidad. Mucho afecto involucrado. Mucho llanto también. He llorado de tristeza y de alegría. Emociones tan fuertes que casi llego a sentir cada una de ellas cuando me quedo pensando, aquí en mi rincón, o cuando relato hechos ocurridos con tantas personas que han entrado y se han quedado en mi vida.
Abriendo la puerta
Al entrar en aquella sala a la izquierda, nuestras miradas se cruzaron. Esperaba de pie. Quizá la ansiedad no le permitía sentarse. Oyó un ruido en el pasillo, viró la cara y nos vimos por primera vez.
Tras una larga conversación y un examen físico cuidadoso, no tuve dudas que presentaba infecciones oportunistas (resultado de la inmunidad baja). Fiebre, ganglios, pérdida de peso y otras manifestaciones clínicas. La prueba que detecta anticuerpos para el VIH, el Virus de la Inmunodeficiencia Humana, era ciertamente reactiva (positiva), pues se la había hecho fuera del país.
Estábamos en diciembre de 1986. Vinieron los resultados de los análisis e, como había pensado, confirmaron tuberculosis ganglionar.
La sintonía inicial fue fundamental para los próximos pasos. Le encantaba contar historias. Relataba detalles de sus viajes.
Los síntomas retrocedieron. La fiebre no demoró a reaparecer, acusando otra infección.
Sin más ni menos, me preguntó si mi pasaporte estaba válido y se quedó parado mirándome boquiabierto cuando le respondí que nunca había sacado ninguno. Insistió en el asunto y me dijo que habría una conferencia en Washington y que yo debería ir. Esta vez fui yo quién lo miré sin entender.
Él repetía que una conferencia internacional era diferente. Yo no sabía lo que pretendía con la insistencia. Se puso serio y añadió:
- Voy a morirme y nada puede hacerse. La conferencia será un regalo para que nunca desistas de esta lucha.
Consiguió convencerme. Era grande su experiencia con viajes y lo organizaría todo.
Empeoraba velozmente, y le dije lo que me angustiaba. ¿Cómo viajaría viendo su estado clínico? Oí la respuesta:
- Voy a esperar hasta que vuelvas.
Era mayo de 1987 cuando me vi embarcando hacia lo desconocido.
Difícil describirlo. Sentía ganas de gritar que me habían regalado el viaje y me venía al pensamiento la extensión de su enfermedad. Era una mezcla de sentimientos.
La conferencia fue impecable. Nunca imaginé que hubiera un evento con aquel número enorme de participantes. Sería imposible olvidarme de él y del regalo. Jamás tendría cómo agradecérselo.
Cuando volví, estaba gravísimo. Sonrió y me dio un abrazo tan fuerte que lo tengo en mí para siempre. Con la voz débil y jadeante, murmuró:
- Casi no pude esperar.
Fue una sensación de alivio aquel reencuentro. Él me afirmó que estaba vivo porque así lo habíamos acordado. Ni sé lo que sentiría se fuera de otra manera. Vivió algunos días más. Días impactantes.
El día que murió, en agosto de 1987, me quedé a su lado un largo rato. Era domingo. No me dejaba irme. De repente, me pidió que saliera. Creo que no quería que presenciara su muerte. Entré en el auto y lloré. No lo vería más.
Más tarde, presentí el instante de su muerte. Confirmé que había sido en aquel horario.
La mañana siguiente, al llegar al hospital para trabajar, encontré a un amigo. Me desahogué diciéndole que no continuaría en aquel trabajo para evitar sucesivas pérdidas. Me sugirió que fuera para casa en vez de ir para la clínica.
Al virar el timón del auto para salir del lugar donde estaba estacionado, unas palabras me resonaron en la mente, cada una de ellas haciéndome pensar en la razón de aquel regalo y en cuánto había aprendido. Volví, estacioné y fui a