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El intruso: Los sueños de Lumière
El intruso: Los sueños de Lumière
El intruso: Los sueños de Lumière
Libro electrónico374 páginas5 horas

El intruso: Los sueños de Lumière

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Información de este libro electrónico

¡Ven y conoce la terapia de los sueños!

Lumière es una chica de diecisiete años que después de haber sufrido un accidente ha sido confinada en su propio cuarto. No puede salir. No puede comunicarse con nadie. Su voluntad ha sido anulada a tal punto que ya ni siquiera quiere intentarlo.

El terapeuta Serge Villain es contratado para atender su caso, ya que tiene la extrañísima habilidad de entrar en los sueños de las personas. Su objetivo es explorar la mente de Lumière y ayudarla a mejorar su estado psicológico, el cual no parece nada estable.

¿Cuál será el resultado de este peligroso tratamiento? ¿Qué esconden los sueños de Lumière y cuál es el verdadero motivo de su encierro? ¡Anímate a descubrirlo en esta enigmática novela de fantasía onírica!

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 may 2020
ISBN9788417856564
El intruso: Los sueños de Lumière
Autor

Valentina Carvajal Leiva

Valentina Carvajal Leiva nace en 1992 en Viña del Mar, Chile. A temprana edad su abuelo le enseña a escribir y desde entonces no ha dejado de hacerlo. Cuando no está creando mundos trabaja como psicóloga clínica de enfoque holístico, complementando su labor con terapia narrativa. Se especializa en escribir historias de temática fantástica y suele profundizar en la psicología de sus personajes.

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    El intruso - Valentina Carvajal Leiva

    El intruso

    Los sueños de Lumière

    Primera edición: 2016

    Segunda edición:2020

    ISBN: 9788417856069

    ISBN eBook: 9788417856564

    © del texto:

    Valentina Carvajal Leiva

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    © de la imagen de cubierta:

    Kara Mokita

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Anoche me vi bajo el manto de un sueño. Un sueño en el que apenas podía respirar.

    Ahí estaba yo, andando en bicicleta sobre la cuesta pavimentada del barrio donde crecí. Pedaleaba con fuerza luchando contra la pendiente, sumido en una desagradable sensación de apremio y abrazado a recuerdos desechables. Nadie me perseguía y el paisaje no variaba sin importar cuán rápido avanzara, solo conseguía distinguir la inconfundible puesta de sol que el horizonte me ofrecía.

    Pero, por más similar que fuera, ese lugar no me correspondía.

    De pronto me pregunté: «¿Bajo qué cielo me estoy ocultando? ¿Por qué no puedo volver a avanzar junto a mi propia puesta de sol, aunque sea en sueños?».

    Raro. ¿Me estaré volviendo viejo? ¿Más quisquilloso? ¿Más deprimente?

    Entonces me dije: «Si muero en un sueño que ni siquiera es mío, quisiera tan solo saber por qué ni el estudio ni el piano ni las personas me hicieron tan feliz como la época donde andaba en bicicleta por las cuestas más altas de la ciudad, solo, captando la tenue luz del atardecer».

    El sonido de las ruedas de mi bicicleta al girar, el viento golpeándome vertiginosamente el rostro con cada pedaleo. Una sensación tan eufórica como esa solo podría compararse con el momento en el que decidí adentrarme en las profundidades de su mente. La mente de la única mujer que no he podido olvidar.

    Ya, en serio, ¿me estaré volviendo viejo?

    —¿Qué se supone que debo hacer? —preguntó al cabo de varios minutos, deseoso de romper con aquel prolongado silencio que parecía haberse adueñado de la conversación. La mandíbula le tembló ligeramente al hablar. Murmuró con voz áspera, un poco más suave de lo usual. A la altura del diván.

    —Dormir —le respondió el contrario sin apartar la mirada de su cuaderno de notas.

    —¿Me dolerá?

    —Ni un poco.

    La serenidad del terapeuta le exasperaba. ¿Cómo pretendía que durmiera a plena luz del día y en medio de una habitación a la cual asistía por primera vez? Además, aun cuando le había hecho una breve entrevista inicial en esa misma hora de consulta, Serge Villain resultaba ser un completo desconocido. Llevaba bastantes meses planteándose si debía o no confiarle su salud mental a un tratamiento tan poco fiable como aquel. Pero ya estaba ahí. Sería un derroche de dinero si se retractaba.

    —No puedo. Estoy nervioso —confesó.

    —Fue usted quien aceptó este tipo de terapia —le recordó el psicólogo sin variar en lo más mínimo aquel tono neutral, casi desinteresado.

    —Lo sé, pero es complicado…

    Ante la indecisión de su paciente, Villain levantó la vista hacia él, permitiéndole observar con mayor claridad los surcos dibujados bajo sus tristes ojos oscuros. Tenía una apariencia cansada y deplorable. De no ser por el título colgado en cierto rincón de la recepción, nadie hubiera creído que un hombre así estuviese capacitado para tratar los problemas de otras personas.

    —Le conseguiré pastillas con mi colega, no tardo —resolvió el terapeuta mientras abandonaba el asiento situado estratégicamente junto a la cabecera del diván. El sujeto con el que compartía la consulta era un psiquiatra de dudosa moral que solía regalarle medicamentos sin razón aparente. Sin embargo, a su paciente no le agradó la idea.

    —¡No! Por favor, no me gustan esas cosas. Prefiero intentarlo.

    Ante esta reacción, el psicólogo se vio obligado a detener su paso. Entornó los ojos antes de volverse hacia él y decir:

    —Cierre los ojos y recuéstese.

    El hombre obedeció.

    Villain caminó en dirección hacia el interruptor junto a la puerta y lo giró de manera que la luz fuera bastante más tenue, un elemento que promovería la somnolencia. Hecho esto, regresó y se dejó caer pesadamente sobre el sitial que le correspondía, manteniendo las piernas abiertas y un esbozo de informalidad en su postura, encorvado hacia adelante y con los brazos caídos sobre sus rodillas.

    —Solo recuerde cuán duros han sido estos días. Piense en todos esos errores cometidos, en las injusticias que ha tenido que soportar, en esas personas que a diario le dificultan el tráfico, en aquellos que no lo dejan avanzar. Sobre sus hombros yace el peso de vivir. Usted está cansado. Necesita una siesta —dijo de forma pausada, sirviéndose de un tono profundo.

    —Sí —musitó su paciente, identificándose fácilmente con aquellas palabras.

    —Por favor, no tema refugiarse en esas ideas. Ambos nos sentiremos libres.

    —Sí.

    —Dormiré a su lado, espero que no le moleste.

    —¿Eh? ¿Qué? ¿No se supone que debe curarme? —Saltó el hombre de inmediato, incorporándose sobre el diván y volviendo su mirada perpleja hacia Villain.

    —Esto es parte de la terapia. Vuelva a recostarse, por favor —pidió encarecidamente el terapeuta en un murmullo igual de apagado que los anteriores.

    Para sorpresa del paciente, su psicólogo yacía en la misma postura de hacía unos momentos, con la cabeza gacha y los ojos caídos. No alcanzaba a comprender el protocolo de esa sesión tan particular. Había buscado al respecto en internet, pero poca era la información que aparecía. Ni las bases de datos más amplias ni los libros podían describir con certeza el misterioso procedimiento terapéutico del que iba a ser sujeto. Sabía que guardaba semejanzas con la hipnosis por el comienzo tan característico de la charla y el ejercicio de relajación, pero no parecía ser lo mismo.

    Al cabo de unos minutos en los que supuso que Villain dormía, decidió dejar esas reflexiones para otro momento, determinado a abrir una demanda si la famosa cura resultaba ser una estafa. Quería cooperar en esta ocasión y suponía encontrarse bajo el cuidado de un profesional, así que, obediente, volvió a acomodar su cabeza en el almohadón, permitiéndose caer en un profundo sueño que tardó en llegar.

    Metodología de la terapia de los sueños

    1.Tanto paciente como analista deben estar dormidos durante la terapia.

    2.El analista debe encontrarse a una distancia máxima de cincuenta metros de su paciente. Este rango puede crecer con la experiencia.

    3.La conexión psíquica es realizada por el analista mediante hipnosis. Esto no es estrictamente necesario, pero suele hacerse como protocolo al inicio de la terapia, sobre todo durante las primeras sesiones donde no se ha establecido un lazo de confianza entre terapeuta y paciente.

    4.La conexión psíquica también se puede realizar en contra de la voluntad del paciente. La ley permite esto solo bajo la autoridad de un familiar directo.

    5.Una vez iniciado el trance, el analista capacitado transporta su propia consciencia a la mente del paciente con el fin de identificar el origen inconsciente del problema que lo aqueja.

    6.La intromisión en el mundo de los sueños dura entre veinte y treinta minutos, tiempo en el que se desarrolla la fase del sueño del movimiento ocular rápido —sueño MOR o REM—, que es cuando se producen las ensoñaciones.

    7.Los mecanismos defensivos son los métodos utilizados por la mente del paciente para expulsar al analista y pueden variar de persona en persona. Algunos bloquean recuerdos, otros se defienden mediante alucinaciones y/o elementos de la propia vida interna.

    8.La mayoría de los analistas de los sueños desarrollan una especialidad o «poder» que les facilita su tarea. Serge Villain, por ejemplo, tiene la capacidad de cambiar a gusto su apariencia e identidad.

    9.El analista solo puede ser expulsado del mundo de los sueños mediante el despertar del paciente, el término de la fase MOR o la muerte física de alguno.

    10.En el mundo de los sueños todo lo imposible es posible.

    11.En el mundo de los sueños toda muerte es ficticia.

    12.En el mundo de los sueños todo dolor es real.

    Capítulo 1

    Paciente

    «Comenzamos».

    Sintió cómo su existencia se suspendía en un espacio oscuro y uniforme, sin un suelo tangible ni una delimitación. Cayó a un ritmo pausado, como si se hundiera bajo agua y las altas tensiones lo obligasen a perder el dominio de sí mismo. Permaneció con los ojos cerrados y la mente centrada en los números, repitiendo la secuencia una y otra vez. Uno, dos, tres, cuatro. Cada pensamiento se diluía con el paso de los minutos, abandonándole. Debía desechar todas las ideas preconcebidas que tuviera del paciente, de sí mismo y de la terapia. No debía enfrascarse en la mera especulación ni en el prejuicio. Confiaría en el contenido de ese misterioso y nuevo mundo que se abría bajo sus pies.

    El terapeuta levantó la mirada durante un instante, apreciando los bellos colores que dibujaban a su alrededor las ondulaciones que impedían la vigilia, un fenómeno físico completamente invisible para el ojo humano.

    Tardó al menos cuarenta y cinco minutos en tener ante sí el esbozo de un sueño. Las imágenes que comenzaron a trazarse a su alrededor lo situaron en lo que parecía ser un autocine. Bastó un brinco para adentrarse desde su actual posición hacia el interior del panorama ofrecido, percibiéndolo vívidamente. Sus sentidos se llenaron del exterior, de los cálidos rayos del sol y del bullicio de la gente.

    Su caída al mundo de los sueños fue suave como el descenso de una pluma.

    —¿Y? ¿Cómo estuvo la sesión? —preguntó la secretaria al ver que el paciente ya se había retirado—. Leí los antecedentes y parecía ser un caso difícil.

    —No lo era —murmuró el psicólogo poco antes de recibirle el café y llevárselo directamente a los labios, error que corrigió de inmediato al captar su elevada temperatura.

    —Ningún caso es lo suficientemente difícil para usted —comentó ella, risueña—. Aunque debe ser porque cuenta con una gran ventaja. No todos pueden entrar en los sueños de las personas y adivinar por qué sufren.

    «¿Ventaja?», repitió Serge en pensamientos. Desvió la mirada hacia el silencioso vapor que escapaba de la taza con el fin de ocultar su molestia.

    Abandonó la consulta con un cigarrillo en los labios, un bolso negro pendiendo de su hombro derecho y una expresión adormilada, enferma y llena de amargura. Las calles ya estaban colmadas de gente, parisinos y extranjeros que luchaban a diario contra la hora punta. Siempre ocurría lo mismo, siempre acababa abalanzándose contra las puertas del metro para llegar a su hogar sin mayor novedad. Detestaba tener que presionar su cuerpo contra una gran variedad de desconocidos al punto de no poder respirar. Le resultaba desagradable no tener un grado mínimo de espacio personal, y más si debía compartirlo con ciudadanos desaseados, cansados e irascibles, pero nunca como él. Su malhumor no podía compararse con el de un trabajador promedio que contaba con sus reponedoras horas de sueño durante los fines de semana.

    Serge Villain era un tipo extraño de melena azabache y rizada, usualmente abultada y en desorden, una altura de un metro setenta y ocho, mirada penetrante y grandes ojeras. Su piel solía ser comparada con la de un anémico o un cadáver, analogías que él consideraba pertinentes. No daba la impresión del psicólogo prestigioso que se suponía que era.

    Aun cuando vestía un abrigo largo y una bufanda rodeaba su cuello, sentía los músculos entumecidos. La tarde helaba más de lo normal, como si fuera el anuncio de la llegada del crudo invierno que se cernía cada año sobre la ciudad. A ratos se distraía con el murmullo citadino y el fascinante color que adquiría el cielo al atardecer. Detalles como esos le hacían recordar su infancia, sin quererlo, como un condicionamiento irreversible. Lo que más extrañaba de esa época era poder dormir tranquilo, sosegado en el regazo de su madre sin el temor de perder sus pensamientos en los sueños ajenos.

    Una maldición. No existía mejor forma de describir aquel «poder» tan envidiable.

    La academia de psicología parisina había fundado recientemente una especialidad enfocada en uno de los descubrimientos científicos más polémicos de la década: la terapia de sueños. La técnica consistía en mantener a terapeuta y paciente en un estado de sueño profundo, de manera que las habilidades del primero le permitieran introducirse psíquicamente en los sueños del segundo. Como resultado se obtenía una especie de desdoblamiento que mantenía el cuerpo físico en la realidad tangible y la consciencia en el mundo onírico, lo cual permitía al terapeuta indagar más profundamente en la psique de su paciente.

    El campo clínico utilizado consistía en un auténtico claustro: un ex psiquiátrico remodelado por inmigrantes orientales que se encontraba apartado de toda civilización. Este sitio estaba especialmente diseñado para entrenar a los profesionales del área de la salud mental calificados para adquirir la habilidad. La especialidad tenía dos años de duración, pero en promedio solo aprobaba un estudiante y, en ocasiones, ninguno.

    Serge nunca creyó tener lo necesario para clasificar, pero, aun así, decidió intentarlo con la joven ilusión de convertirse en el héroe de los neuróticos, de tocar aquel sustrato inconsciente e inaccesible para la gran mayoría y salvarlos de sus más negados deseos. Anhelaba cambiar la vida de alguien a costa del sacrificio que eso significaría. Inesperadamente, acabó siendo el único egresado de su promoción. Muchos especialistas en el área lo consideraban un dotado, a pesar de tener menos de un año en el rubro.

    Pero no era así. No podía controlarlo. No podía controlarse. Carecía las facultades necesarias para frenar su intromisión en los sueños de otros. Sin desearlo mezclaba su mente con la inconsciencia del primer soñante que atrapara en su perímetro. Leía pensamientos, anhelos, recuerdos…, todo en consecuencia de dormir un momento. Es por eso que se mantenía despierto la mayoría del tiempo, apegado a la regla de dormir únicamente en el trabajo en beneficio de sus pacientes y de sí mismo. Detestaba la idea de perderse en las mentes ajenas y no poder soñar por su cuenta. Adquirir aquel talento lo había privado de sueños, reposo y control. Su vida actual estaba restringida al designio de su poder.

    Tenía la certeza de que tarde o temprano lo descubrirían y acabaría enclaustrado en algún sitio lejano, por lo que no quería dar a conocer la situación a sus profesores. Temía ser tomado como un caso anómalo que merecía estudio y experimentación. «¿Ventaja? —volvió a recordar las palabras de su secretaria—. Más que ventaja, es una maldición». Así Serge Villain caminaba por la ciudad con una risotada a medio reprimir en los labios.

    No sentía deseos de lidiar con el tumulto humano que día a día se le aparecía en el vagón del metro. Optó por desviar su camino y dirigirse hacia una de esas aderezadas avenidas comerciales que tanto caracterizaban París. Hizo una pausa antes de acomodarse la bufanda alrededor del cuello y estudiar minuciosamente las vitrinas de cada tienda, decidido a darse un gusto o dos si encontraba algo que mereciera la pena comprar. Al cabo de unos minutos una elegante galería techada llamó su atención y decidió adentrarse en ella con la esperanza de prolongar su vigilia. El constante zumbido de la multitud se perdía, siendo gradualmente reemplazado por ecos específicos, frases cerradas y audibles.

    De pronto, Serge se detuvo y volvió la vista hacia una amplia pecera que decoraba la mitad de la galería. En su interior nadaban peces de todos tamaños y colores, encerrados en su propio mundo, incapacitados de cambiar o luchar. Poseído por el encanto de estos animales, el terapeuta se acercó para observarlos con atención.

    Fue entonces que encontró miradas con una persona ubicada al otro lado del cristal. Se trataba de una joven, seguramente estudiante. Se observaron a una distancia prudente, mediada por el tamaño del estanque. La transparencia del agua le permitió vislumbrar su silueta con mediana claridad. Era una muchacha menuda de cabello largo, oscuro y trenzado. Vestía de un modo femenino y primaveral, en contraste al frío que de seguro le calaba los huesos. Villain no tardó en seguir el rastro de un elegante cardumen que se deslizaba lentamente de un costado a otro, convencido de que la desconocida mantenía su atención fija en ellos. En eso estaba cuando notó que los ojos de la niña seguían clavados en el mismo punto, en «él». Rehuyó a su mirada como por reflejo, intimidado por el repentino fulgor de aquellos ojos oscuros que se mantenían fijos.

    De un momento a otro ella apoyó ambas palmas sobre la superficie de la pecera, consiguiendo espantar a los peces que circundaban ese sector. Serge se volvió a mirarla con recelo, encontrándose con la sorpresa de que ella le estaba enseñando la lengua. Un gesto lleno de indignación surcó su antes impasible rostro. Tras esto se retiró irritado, pero ella no tardó en detenerle:

    —¡Espere! ¡Solo estaba jugando! —le escuchó decir—. ¡Espere! —Villain se detuvo y volteó con fastidio. La menor se precipitó hacia él—. Dis-disculpe, ¿usted es Serge Villain? —quiso saber observándole con gran interés y expectación. Un breve silencio se coló entre ambos.

    —¿Por qué sabes mi nombre? —preguntó él, desconfiado.

    —Lo he estado buscando. Usted es el famoso psicólogo que puede entrar en los sueños de las personas, ¿verdad? —Serge no respondió—. Perdone por lo de antes. Solo quería llamar su atención. Lo vi un tanto… ¿distraído? —agregó dubitativa.

    —¿Qué se te ofrece? —Villain respiró hondo, conteniendo la hostilidad que su falta de sueño propiciaba. Pero antes de conseguir relajarse la jovencita volvió a turbarle con sus palabras:

    —Mi nombre es Noire Devries y quiero contratarlo.

    —Devries. ¡¿Contratarme?!

    —Sí, seguramente conoce a mi papá. Se llama Claude Devries.

    Claude Devries era un cirujano especializado en cirugía estética y reconstructiva, famoso por su supuesta participación en proyectos ilegales relacionados con la transgénesis humana. Villain había escuchado a sus colegas hablar de él en más de una ocasión.

    —Si tienes un trabajo que ofrecer, trae a tu papá. No puedo negociar con una menor de edad —objetó mientras apremiaba la marcha.

    —¡No puedo! —exclamó Noire con mucho ímpetu—. Por-por favor, lo necesito. Sé que soy joven, pero no sé a quién más acudir.

    —Es una cuestión de ética —sentenció él con firmeza. Esa niña lo hastiaba y no descartaba la posibilidad de estar siendo engañado por ella. Pero, cuando finalmente decidió dejarla, ella se aferró a su brazo.

    —¡Le pagaré todo! ¡Por favor! —pidió mientras aprovechaba la cercanía para tomarle la mano. El contacto directo bastó para detener a Villain en seco—. Si ha escuchado de mi familia, debe saber que no tenemos problemas financieros. Por favor, confíe en mí. —La voz de Noire pendía de un hilo, débil, al borde del llanto, pero la tenacidad de su agarre era tal que parecía estar a punto de arrancarle el brazo.

    Por más ligeras que fueran sus ropas, los dedos de la muchacha quemaban como metal caliente. Sus ojos lo observaban frenéticos, obsesos y colmados de vida. La creía tan irreal como un sueño, tan intensa como la realidad. Nunca había experimentado sensación semejante. Su tacto era pura presencia y deseo.

    —Si no traigo a mi papá es porque no quiero que se entere de esto —insistió ella—. El tratamiento no es para mí. Es para mi hermana gemela, Lumière. Ella está muy mal. No está comiendo, no habla con nadie. Sé que necesita ayuda psicológica, pero en su estado no puede llevar a cabo una terapia normal.

    —¿A qué te refieres? —quiso saber él.

    —Hace un año Lumière tuvo un accidente. El auto en el que iba chocó contra un camión, originando un gran incendio. Ella fue la única sobreviviente, pero acabó con quemaduras muy graves. —En ese momento Noire decidió soltarle, esperando poder retenerle con sus palabras—. Nuestro papá se ha esforzado en buscar una solución, pero los tejidos están muy dañados. Su piel no volverá a ser la de antes, y su rostro está irreconocible… —Con esa información develada Villain podía hacerse una idea de por qué Claude Devries estaría interesado en la transgénesis humana, aunque dudaba que Noire tuviera conocimiento de ello. Como médico y padre era de esperar que pusiera sus últimas esperanzas en los avances de la ciencia.

    —¿Y por qué no quieres que tu papá se entere?

    —Después del incidente ya no es la misma persona. Se ha vuelto completamente loco. Como ningún tratamiento ha funcionado, no quiere que nadie examine a Lumière. La mantiene encerrada en una pieza sin ventanas, apartándola de su propio reflejo y del mundo exterior. También le quitó el teléfono y el internet. Ella no puede comunicarse con nadie. Pasa todo el día leyendo, viendo películas, escuchando música o simplemente duerme.

    »Mi papá le compra cada tontería que necesita, la alimenta bien y la cuida, pero mantiene la casa bajo un estricto reglamento: no se le puede hablar, no se le puede mirar, la puerta de su pieza no se abre a menos que él lo ordene —Noire hablaba de manera precipitada, ya sin pensar lo que decía—. No sé por qué mi papá está haciendo todo esto, pero definitivamente no está bien.

    Villain paseó su mirada por la galería cada vez más inhóspita, convencido de estar siendo observado por más de un curioso. Se volvió a observarla con recelo, estudiando cada gesto suyo como si le supusiera una amenaza.

    —Tú ganas. Veré lo que puedo hacer. —Aquellas palabras iluminaron el rostro de la joven, quien ensanchó una amplia sonrisa al escucharle.

    —¡Muchas gracias! —exclamó, agradeciéndole con la sinceridad remeciendo su espíritu.

    Al parecer resultaba imposible que Lumière asistiera a la consulta, por lo que Serge tendría que atenderla a domicilio. Noire no tardó en indicarle cómo llegar a su casa, además de comentarle que no podrían comunicarse por teléfono debido a que su padre se lo había quitado.

    —Sobre eso —agregó la niña—, procure llegar a las tres de la tarde y retirarse antes de las siete. La sirvienta tiene prohibido acceder al piso de Lumière a esas horas a menos que ella misma utilice el citófono para llamarla. Si usted toca el timbre toda la casa, se dará cuenta de su presencia, así que utilice las llaves de emergencia para entrar al sótano. Estas se encuentran ocultas bajo el jarrón izquierdo de la entrada principal. Yo estaré esperándole allí y lo guiaré hasta la habitación.

    —Espera, no me dijiste que tenía que parecer un ladrón —espetó el mayor.

    —La sirvienta es una chismosa, no quiero confiarle el tratamiento de mi hermana a una mujer como ella —repuso Noire con obstinación—. Además, si mi papá se entera, todo este plan se irá a la basura.

    Estaba claro que no resultaría sencillo infiltrarse en la casa de los Devries. Por más que las reglas de convivencia dictaminaran no visitar a Lumière en el horario estipulado, siempre existiría el riesgo de un error. Villain podía ser descubierto en medio del tratamiento.

    —No sé si has escuchado acerca de esta terapia, pero necesito que Lumière esté durmiendo. ¿Crees poder encargarte de eso? —Un leve atisbo de impresión empequeñeció las pupilas ajenas. Estaba claro que Noire no estaba al tanto de ese pormenor.

    —Pues tengo entendido que ella duerme la mayor parte del día, creo —balbuceó—. La verdad, no estoy segura.

    —Entonces, ¿crees que puedas hablar con tu hermana antes de mi visita?

    —Lo intentaré.

    —¿Lo intentarás? —Serge enarcó una ceja.

    —No es fácil hacerlo, ¡usted no conoce a mi papá! Si me ve hablando con ella, creerá que la estoy provocando a salir o algo así. Además, ella no siempre me hace caso cuando le hablo.

    —¿Lumière tampoco puede salir por su cuenta? ¿Ni para ir al baño?

    —No, las llaves y todas sus posibles copias las tiene mi papá —explicó Noire, observándole con incomodidad. Sus mejillas adquirían gradualmente color, como si poco a poco estuviera siendo consciente de la enfermiza situación que se vivía en su hogar.

    —Será todo un desafío —comentó Serge, realizando un gesto poco elegante con los labios.

    La despedida entre ambos fue breve. Bastó un cruce de miradas antes de alejarse el uno del otro, unidos por la promesa de volverse a ver en unos días.

    Las noches que siguieron a ese encuentro tan singular involucraron un cúmulo de pesares y recuerdos que propiciaron el desvelo. No existían vestigios físicos de aquel contacto, pero definitivamente las manos de Noire habían dejado una marca. Por más largas que fueran las horas, Serge fue incapaz de renunciar al recuerdo de esa sensación, de esos dedos tan finos que sin habla le gritaban: «Estás vivo, vive».

    El constante golpeteo de la lluvia atizando el pavimento conseguía relajar en parte su creciente ansiedad. El gran día finalmente había llegado y ni Serge Villain podía encontrarse en absoluta calma. El taxi doblaba insistentemente de una esquina a otra, buscando la dirección que el terapeuta le había dado. Tardaron bastante en llegar a destino, y es que los sectores lujosos de París se encontraban apartados de la ciudad misma. Adentrarse en una de las islas del Sena se asemejaba al acceso a un nuevo mundo y, en lo particular, la isla de Saint-Louis se caracterizaba por ser un barrio más lujoso que cualquier otro que Serge hubiera visitado antes. Allí era donde residía la familia Devries, rodeada de altas fachadas antiguas y arbustos minuciosamente podados. Era un condominio abierto en las afueras de París con un mercado propio y una gran iglesia. Los muros que rodeaban los palacetes eran usados por mera decoración y las calles principales estaban aderezadas con elegantes arboledas.

    Tal y como Serge había indicado, el coche aparcó a unos cuantos metros de la casa. El psicólogo pagó su viaje y salió a la calle con una sombrilla negra bajo el brazo, la cual abrió sobre su cabeza antes de que una cortina de agua lo empapara por completo. Se acercó con cautela a la entrada de la fachada y, esperando a que el taxi se retirara, dio con la copia de la llave oculta en el interior de las decoraciones terrosas que rodeaban la puerta principal. Era una casona enorme, blanca, de aire romántico y antiquísimo. Y en París todo lo antiguo costaba una fortuna. Agradecía que el clima le permitiera pasar desapercibido entre la bruma y las cortinas bajas. Con la llave en su poder rodeó la casa y se precipitó hasta la entrada trasera tal y como Noire le había indicado.

    Tuvo dificultades para moverse entre el lodo mojado y las altas hierbas, víctimas y beneficiarias de esa lluvia torrencial. Buscó la puerta que cumplía con la descripción de Noire y, apenas dio con ella, cerró el paraguas e introdujo de forma pausada el pequeño objeto dorado en la cerradura. Escuchó el sonido del cerrojo ceder la primera vuelta con delicadeza, pero al cabo de unos prolongados segundos la ansiedad se apoderó de él, por lo que acabó destrabando lo que quedaba del pestillo con un dejo de agresión. Empujó la puerta y dio un primer paso hacia el interior de la oscura bodega, incapaz de ver el interior.

    Ella estaría allí, esperándole. O eso quería creer.

    —¿Noire? —la llamó desde el umbral, ansiando verla aparecer.

    Serge se adentró a paso lento, procurando hacer el mínimo ruido al cerrar la puerta. Lo que menos quería era ser descubierto y verse en la

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