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La Sociedad del Conejo Blanco
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Libro electrónico276 páginas3 horas

La Sociedad del Conejo Blanco

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Andrew tiene quince años. Lo han enviado a quedarse con su abuela durante el verano mientras sus padres terminan su divorcio, pero el verano ya pasó y todavía está atrapado en Wisconsin. Y su mejor y único amigo es un monstruo.

Sombra vive debajo de un mirador en el parque. Ella tiene un cuerpo hecho de piezas de repuesto, parece ser omnipotente, y le gusta jugar al ajedrez. Andrew no le cuenta a nadie sobre Sombra. Nadie lo escucha de todos modos.

El tío Paul de Andrew viene a la ciudad. Andrew no sabía que tenía un tío. Paul sabe sobre Sombra. Paul sabe muchas cosas. Algunas de ellas son cosas que no debe saber; algunas de ellas son cosas que nadie debería saber. Y él está interesado en enseñar.

Desafortunadamente, Paul no se detiene solo para decir hola. Lo persiguen personas interesadas en sus secretos. Las personas interesadas en Sombra. Y pronto, gente interesada en Andrew.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 mar 2018
ISBN9781547520602
La Sociedad del Conejo Blanco

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    La Sociedad del Conejo Blanco - Brendan Detzner

    CAPÍTULO 1

    #

    Paul se propuso dormir sólo por un momento en caso de que el anciano fuera a vigilarlo; era todo lo que podía hacer para quedarse quieto. Su corazón latía como un martillo. Había estado así todo el día; cuando se despertó por la mañana, mientras desayunaba y mientras barría el piso de la biblioteca. Hoy era el día, hoy lo era.

    Abrió sus ojos. Su habitación estaba toda oscura con excepción de los brillantes números verdes de su despertador. Las diez cincuenta y nueve se convirtieron en las once en punto. Hoy era el día, esta noche era la indicada. Era el momento.

    Salió de la cama. Ya había empacado libros y ropa en su maletín, todo lo demás lo llevaba en los bolsillos de su chaqueta. Se arrodillo y acercó su rostro a la perilla. Había un glifo tallado en el latón; nueve círculos pequeños y uno grande rodeándolos. Sacó una hoja para trazar y un pedazo de tiza amarilla de sus bolsillos, presionó el papel contra la perilla y siguió el patrón con la tiza. Presionó su mano contra el papel y pronunció la palabra mágica. Las yemas de sus dedos se calentaron; podía sentir la electricidad fluyendo por todo su cuerpo hasta sus piernas y punta de los pies. Cuando alejó el papel, el símbolo ya no estaba en la perilla. El metal estaba liso, como nuevo. 

    Se levantó y abrió la puerta, la cerró y la abrió de nuevo tratando de escuchar pasos bajando al pasillo. Nada. Sonrió tanto que pudo sentir la tensión en los bordes de su boca. Se escabulló dentro de la habitación de nuevo, tomó su maletín y bajó al pasillo que conducía a la biblioteca.

    Paul podía escucharlo mientras caminaba hacia dentro, crujiendo a través de la chimenea, fluyendo invisiblemente como un líquido o una avalancha de un lugar a otro. Se sentía frío y húmero al tocar su pie, después cálido y espinoso como unas cerdas vegetales al alcanzar su pierna. Sacó una bolsa de plástico llena de polvo blanco de sus bolsillos y lo tiró al suelo. La creatura invisible la estiró y el polvo blanco desapareció lentamente, drenando de arriba hacia abajo. Paul bajó al suelo y lo sintió, una masa que cambiaba con suavidad bajo sus dedos, felizmente insensible.

    ‒Tú vienes conmigo, amigo‒ Abrió su maletín y puso la temblorosa masa dentro.

    Tomó un par de libros más de los estantes, los deslizo a lado de los que ya estaban ahí y cerró el maletín. Dejó la biblioteca y bajó las escaleras. Caminó despacio, colocó sus pies desde el talón al dedo del pie a lo largo del borde de cada uno. El sótano era un pasillo de hormigón largo con una fila de puertas de metal idénticas en cada lado. Había catorce puertas, todas cerradas y con llave. Había personas caminando en la tierra que habrían muerto por un vistazo a lo que había detrás de cada una de ellas, sólo para saber que estaban ahí, para saber que no estaban locos. Paul sacó una llave del bolsillo opuesto del que tenía la bolsa de plástico. Abrió la puerta, la cerró y la abrió nuevamente, esperando el sonido de unas pisadas fuertes subiendo las escaleras. Nada.

    Paul ya estaba sonriendo. El anciano probablemente había protegido esas puertas con cada truco que conocía, probablemente las había programado para freír el cerebro de cualquiera que intentara entrar, pero nunca pensó que alguien simplemente se podía robar la llave.

    Situado en el piso dentro de la habitación, estaba un frasco de cristal lleno de arena. Paul lo miró de cerca. Había algo que se levantaba desde el punto medio donde la arena se nivelaba, una figura del tamaño de la punta del dedo de Paul, como una pequeña torre de agua vuelta al revés. Paul sacudió el frasco de arriba a abajo y de un lado a otro. La figura subió lentamente de debajo de la arena hasta que todo volvió a su lugar.

    Dejó la casa con el frasco en una mano y el maletín en la otra. Pasó junto a la piscina, adentrándose al bosque. Había una valla de alambre con púas rodeando la propiedad. Paul sacó una píldora blanca del bolsillo, la puso entre sus labios y después la tragó. Cerró sus ojos, esperó hasta que se fuera, y los abrió de nuevo. Flotando en el aire, unos metros por encima de la valla, se encontraba una cadena de luces azules. Paul se agachó, tomó una vara del piso y la lanzó sobre la valla. El aire se llenó de una luz cegadora y la vara se desvaneció sin dejar rastro.

    Sacó una barra de metal de su chaqueta y un par de cortadores de alambre del bolsillo de su pantalón. Sostuvo la barra por uno de los extremos y alcanzó y tocó la cadena de luces con el otro. Sus rodillas se sacudieron, mordió su labio. El metal estaba lo suficientemente frío para quemar y cortar. Pronunció la palabra mágica, pero nada sucedió. Su mano temblaba. La pronunció de nuevo; la gritó una y otra vez hasta que dolió mucho y arrojó la barra y cayó al suelo. Miró hacia arriba. Las luces se habían ido. Sacudió la mano, arrojó el maletín sobre la valla, metió el frasco de arena debajo de su barbilla y subió. Cortó el extremo del alambre de púas más cercano a él y lo apartó de su caminó. Se sentó a horcajadas en la parte superior de la valla por un segundo antes de saltar.

    El piso golpeó sus pies y el frasco cayó. Paul lo atrapó con ambas manos, sin darse cuenta de lo que había hecho hasta que lo hizo. Miró hacia atrás. Las luces azules habían regresado como si nada hubiese pasado. Por un momento se preguntó cuánto tiempo había tenido para hacerlo, pero sólo por un momento. Estaba afuera, lo había logrado.

    Caminó sobre la autopista. Las casas se acercaban cada vez más hasta que estuvo en el pueblo, justo en la florería y la peluquería, la tienda de abarrotes y la de zapatos; todas ellas cerradas a esta hora de la noche. Todos los semáforos estaban en rojo.

    El parque estaba iluminado por las farolas y su sombra de en medio. La hierba se elevaba y caía suavemente como una pintura inmóvil en el océano. Había un mirador en el lado norte del lote, bordeando el centro. Paul se abrió camino hacia él. Subió la rampa hasta el escenario y se arrodilló sobre las tablas del suelo. Dejó el maletín, desenroscó la tapa del frasco y lo volteó. La arena cayó a través de las grietas de las tablas del suelo y desapareció.

    La voz del anciano resonó en su cabeza, la conferencia completa regresando a él. Se preguntó si siempre sería así, si algún día realmente lograría escapar.

    ... es inusual que mientras pasa la mayor parte de su ciclo de vida en el otro lado, cuando viene a nuestro mundo lo hace de forma tan natural. La mejor analogía en la que puedo pensar es en la de un anfibio que vive en tierra pero que deja sus huevos en el agua. Vienen aquí y toman una forma física de donde se pueda para protegerlos mientas se desarrollan. La combinación de potencia y maleabilidad es lo que los hace tan peligrosos para...

    Sí, Paul pensó para sí mismo. Peligroso. Algún día regresaría aquí. Estaba por comenzar, su vida, su vida de verdad. Podría hacer planes. Mientras tanto, había un autobús que viajaba hacia Chicago en una hora. Tenía suficiente dinero para pagar por el boleto y unos veinte dólares más.

    Habían pasado quince años.

    #                                                        

    La primera semana de agosto, los padres de Andrew lo habían llevado a casa de su abuela en Branville. Se suponía que sólo estaría ahí por un corto tiempo; una semana, después dos, luego un mes hasta que la escuela comenzó. Entonces se decidió que quizás debería quedarse un poco más. Sus padres estaban peleando; por un momento estuvieron a punto de divorciarse, pero quizás no lo hicieron. Necesitaban un tiempo para ellos mismos. Y Andrew estaba pasando por un momento difícil, no le iba bien en la escuela. Podría ser bueno para él tener un cambio de aires.

    Todas estas cosas fueron acordadas sin que la abuela de Andrew, Cinthya, estuviera de acuerdo. La primera vez que vio a Andrew en su sala entró en pánico.

    Verlo en Chicago, sentado bajo el árbol de navidad o en la mesa en acción de gracias, por alguna razón aún no lo asimilaba, pero al verlo ahora, una bola de fuego resonaba en el fondo de su mente.

    Andrew era claramente un miembro de su familia, tenía cabello rubio que aún a veces aparecía, manos grandes y brazos largos; nariz lisa y la barbilla pequeña. Su rostro le recordaba a alguien más, algo en lo que aún no podía pensar. Sin embargo, aún si no lo hiciera, él la habría asustado de todos modos. Eran sus ojos, su expresión. Ella lo miraba y no sabía si había alguien mirándola a ella. Este niño está roto. Tiene quince años, debería verme, debería regresarme la mirada, debería decir algo. Es como un vegetal. La imagen la golpeó, como transmitida a través de la amplitud de su mente, como una imagen en una pantalla. El señor cabeza de papa. No lo dejen aquí, está roto. Tiene una papa como cabeza. Lo siento, sé que no hice un buen trabajo con ustedes. No fui lo suficientemente buena, lo sé, lo siento, pero por favor no lo dejen conmigo. Tiene una papa como cabeza y no sé qué hacer.

    Cynthia no dijo ni una de esas palabras. Se sentó en la sala de estar con los papás de Andrew y bebió del café que ella hizo, comió pastel de café y habló sin contradecir ni una de las cosas que ellos dijeron; y cuando ellos se fueron, Andrew se quedó.

    Ella era capaz de movilizar las cosas haciendo bocadillos, pero dentro de poco los bocadillos se terminaron y ellos se quedaron inmóviles el uno al lado de otro. Ninguno de ellos sabía qué decir. La casa estaba llena de fotografías, figuras y muebles viejos. Había un par de ventanas que daban hacia la calle con cortinas que la abuela de Andrew siempre mantenía cerradas. Todo olía como artículos de limpieza. Andrew lo notó y dejó de hacerlo.

    Andrew preguntó si podría salir a caminar. Ella lo pensó por un momento. Le dijo que no era un buen vecindario y que necesitaba ser cuidadoso, pero que si lo deseaba podía ir al parque o a la biblioteca. El parque estaba más lejos de la casa, así que fue el lugar al que se dirigió.

    Fue al mirador tan pronto como lo vio y corrió escaleras arriba, golpeando la madera, sintiendo la sangre acelerarse en sus rodillas. Había estado acorralado en la parte trasera del auto toda la mañana de camino a aquí, escuchando la radio y contestando las preguntas de sus padres. Estaba listo para irrumpir, derribar las paredes y romper las ventanas. Con el corazón latiendo y los pulmones pesados, se levantó con fuerza y esperó a que las plantas de sus pies golpearan contra la plataforma.

    Se cayó.

    Aterrizó fuertemente en el duro concreto. Abrió sus ojos, estaba oscuro. Yacía en los cimientos del mirador, había un agujero lleno de raquetas viejas de tenis a lado de su pie. Levantó la mirada y vio la luz del sol penetrando a través de las grietas en las tablas del piso; miró de nuevo hacia abajo e inmediatamente comenzó a toser. El aire estaba tan sucio que apenas podía respirar o ver las cosas frente a él.  Un espantapájaros o una máquina. Vio su forma por primera vez a través del polvo, como una torre de agua volteada de seis pies de altura. No se le ocurrió que podría estar vivo. La cosa se movió. Su cabeza comenzó a girar y el polvo fue empujado al suelo por una fuerza invisible.

    ¿Hola?

    Deseó que no estuviera tan oscuro. En el momento en que aquel pensamiento cruzó por su mente, el aire de la habitación se llenó repentinamente con el olor de la playa, entró y salió en menos de un segundo, dejando nada detrás. La luz salió de la nada; podía ver todo dentro de la cámara como si fuera la luz del pleno día.

    Miró de nuevo al monstruo.

    ¿Tú hiciste eso?

    No obtuvo respuesta. La cabeza del monstruo había dejado de girar, y estaba tan quieta como al principio.

    Debo irme. Mi abuela se va a preocupar

    Comenzaba a darse cuenta de que esto era algo que, de hecho, le importaba. No sabía por qué, y jamás lo hubiese esperado. Los sentimientos de Andrew por lo regular lo tomaban por sorpresa.

    ­  ¿Podrías abrirme camino para salir?

    La pared justo a la izquierda de Andrew desapareció, revelando una sección transversal de la tierra debajo del parque. Había una franja de cielo en la parte superior lo suficientemente grande para pasar por ahí.

    Gracias – dijo Andrew.

    Al acercarse, vio que el cuello de aquella cosa se doblaba de repente y con brusquedad, como un tallo de diente de león en un jarrón. No sabía lo que eso significaba, pero se sintió obligado a decir algo.

    Me gustaría regresar. Acabo de mudarme aquí y no conozco a nadie a excepción de mi abuela.

    El cuello de la criatura se enderezó.

    Sí, la criatura era extraña. No, no parecía seguir las reglas que Andrew había aprendido sobre cómo se rige el mundo. Aquella noche, mientras cenaba en silencio con su abuela en una casa desconocida, pensó en decirle lo que había encontrado, pero al final decidió no hacerlo. Ella pensaría que él estaba loco. Quizás lo estaba. Tampoco le molestaría mucho si lo estuviera, pero podría empeorar las cosas si las personas lo supieran. Andrew no quería arruinar las cosas, no quería mover las aguas.

    Al mismo tiempo, sabía que quería regresar. La idea de tener un secreto lo emocionaba, aun si no era real, aun si estaba loco. Y lo que de verdad lo emocionaba era que estaba muy seguro de que no lo estaba, que eso realmente estaba sucediendo. Esto era un secreto, algo desconocido para las fuerzas que habían decidido dónde iba a vivir y qué era lo mejor para él. No era aburrido.

    Andrew regresó al siguiente día, y el día después de ése. Sus visitas se acomodaban bien con sus salidas a la biblioteca a leer comics y libros de ajedrez, caminar a la orilla del río, hacer las compras de la despensa de su abuela y jugar pinball en el boliche. Habló con él; sin estar seguro de cómo llamarlo, usaba el nombre y género del perro que tenía en su antigua casa, el cual había muerto no hace mucho.

    En poco tiempo, Sombra comenzó a contestarle.

    #

    Paul rodeó el hotel dos veces antes de entrar, la primera vez en el carro y la segunda a pie. Entró. El tablero de anuncios decía que la Sociedad del Conejo Blanco se reunía en la habitación Jefferson en el sótano, en el pasillo del bar.

    La puerta a la habitación Jefferson estaba cerrada. Él la abrió, se deslizó hacia un lado y la cerró tan rápido como pudo. Dio la vuelta.

    Nadie dijo ni una palabra. Todos lo miraban. Una decena de chicos mayores que él. Trajes arrugados, suéteres llenos de migas. Falta de cabello o cabello desordenado, estilos que pasaron de moda hace décadas. Rostros desgastados, ojos hambrientos que aún sospechan de la comida.

    Paul había conocido a alguno de ellos y escuchado de algunos otros. Todos tenían dos nombres, nadie un apellido. Luke el Bastardo, Gordo Rob, Jerry el Caballero.

    ‒Fui invitado- dijo Paul, no muy seguro de si eso es lo que se dice.

    Hay muchos tipos de silencio. Puede empujar, y puede tirar. Puede tener olas como el agua, empujando o girando. Puede ser superficial, puede ser profundo o puede enviar un mensaje.

    No sabemos quién eres decía aquel silencio.

    Paul puso un libro boca abajo en la mesa. Tenía una cubierta de cuero y páginas con bordes amarillos. La habitación se desplazó en dirección a la mesa como el cabello hacia un globo por la estática. Paul no habló, pero fue escuchado: Ahora me conocen.

    Capítulo 2

    #

    Las grandes convenciones no eran cosa de todos los días. No podían serlo, sería demasiado arriesgado, las personas dejarían de asistir. Por eso Paul aún pasaba la mayor parte del tiempo siguiendo las pistas. Anuncios antiguos en revistas extrañas, rumores, números de ochocientos cuyas contestadoras tenían un mensaje diferente conectado a ellos cada semana hasta que un día de la nada dejaron de funcionar.

    Paul se reunía con un chico en el bar Tiki. El chico decía que había algunos libros. El letrero decía que el bar no estaría abierto hasta la tarde, pero cuando empujó la puerta de enfrente ésta se abrió.

    Estaba oscuro adentro. Paul entró. El lugar aún olía a jugo de piña, incluso a las once en punto de la mañana.

    ‒ ¿Eres Paul?

    Había un hombre muy bajito de hombros anchos parado en la parte trasera del bar.  Hasta que Paul pudo dar un paso hacia los lados y la luz cambió, el hombre parecía no tener cuello. Aquel hombre llevaba un abrigo de invierno sin razón aparente y sostenía una postilo. La señaló en dirección a Paul.

    ‒Lo que sea que hayas traído –dijo – lo haré yo, por los principiantes.

    Una botella se rompió en alguna parte trasera del bar.

    ‒Mire detrás de usted – dijo Paul.

    ‒ ¿De verdad crees que soy lo suficientemente estúpido para...

    #

    Septiembre llegó. Acostumbrarse a una nueva escuela se llevó gran parte del tiempo de Andrew, por lo cual no pudo ir a ver a Sombra hasta el viernes por la tarde. Dejó su mochila en casa de su abuela, la encontró en la sala viendo las noticias en la televisión, y le dijo que saldría a caminar. Ella no le contestó, no desvió su vista del televisor.

    Andrew trotó hasta el parque, subió corriendo las escaleras del mirador y descendió.

    Jugaban ajedrez. Andrew le había enseñado a Sombra las reglas, pero ella enseguida demostró ser mejor que él. La cabeza de Sombra estaba hecha de concreto; tenía tres lados, tres rostros idénticos pintados de tres colores diferentes; blanco como la pintura del mirador arriba, naranja como las hojas en el otoño y café como las raíces de los árboles. El cuello de Sombra se apoyaba en el aire por una longitud de tubo de cobre que conducía a una pila de

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