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Historias que trajo el viento
Historias que trajo el viento
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Libro electrónico288 páginas3 horas

Historias que trajo el viento

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En aquellas soledades a nadie se le niega cobijo.

Nacido en la Patagonia argentina, Alejandro V. Casañas supo escuchar la voz del viento y entender la inmensidad de la meseta. A las fantasías de niño se sumaron las experiencias en viajes de juventud por el mundo, y luego la profesión de docente y funcionario judicial lo enfrentó a otra naturaleza: la humana, que el autor, acostumbrado a observar en silencio cuanto lo rodeaba, captó hasta la médula. Las miserias, el dolor, los fingimientos, la nobleza, todo está encerrado en estos cuentos. A veces policiales, otros fantásticos, y siempre humanos hasta la médula, los relatos de Alejandro V. Casañas nunca rozan la indiferencia.

Sesenta y ocho cuentos que dejarán sin aliento al lector. Leer Historias que trajo el viento es abrir en un cofre de sorpresas que el viento, siempre el viento, ha dejado volar.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento30 nov 2019
ISBN9788417947576
Historias que trajo el viento
Autor

A.V. C.D.

Alejandro V. Casañas Díaz vive en la Patagonia argentina desde su nacimiento, en 1960. Residió en España desde 1980 hasta 1987. Es licenciado en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid (España) y abogado por la Universidad Nacional del Comahue (Argentina). Reside actualmente en el norte de la provincia del Neuquen, en la Patagonia argentina.

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    Historias que trajo el viento - A.V. C.D.

    La Banshee

    ¹

    La señora Guelf escuchó entre aterrada y asombrada a su hija. La pequeña le contaba que la noche pasada había escuchado una banshee llorar cerca de la casa familiar. ¿Qué le podía decir? ¿Cómo calmar a la pequeña? Lo más probable era que fuera un desborde imaginativo de la niña, que rememoró viejas historias que le narraron sus abuelos. Sin duda, lo había soñado o recordado esa noche.

    Además, ya era bastante difícil creer en la leyenda de las banshee como para agregarle el detalle de que se hubieran trasladado de Irlanda a la Patagonia argentina para informarles de la proximidad de una muerte. ¿El fallecimiento de quién? Nadie estaba enfermo…

    Durante el transcurso del día les tomó la fiebre disimuladamente a los pequeños. Incluso llamó por teléfono a Deian, el mayor, que estudiaba Sociología en Buenos Aires. Estaba en perfecto estado de salud. Tampoco su marido parecía tener alguna afección.

    La segunda noche ella misma escuchó los lamentos. Eran agudos, de bajo volumen, parecían filtrarse por las ranuras de las puertas y las ventanas. Sentada en la cama, escuchó el extraño gemido. Incluso evocó con nitidez la última vez que lo había escuchado, hacía más de cincuenta años, unas noches antes de que falleciera su abuelo. Su madre tampoco le había creído, o eso dejó traslucir, y ella se sintió culpable por días por haber traído la desazón, porque no le creían, por haber contado lo que escuchaba y, finalmente, porque no pudo hacer nada para evitar lo ocurrido.

    Se puso el raído salto de cama —regalo de cumpleaños de una tía de su marido—, tomó la linterna del llavero junto a la puerta de entrada a la vivienda y salió al campo. Recorrió el granero, el corral; le parecía ver que la sombra de la banshee corría reflejada contra los muros de la casa, pero sin dejar de cantar.

    Le gritó que parara, que le contara. Era inútil, agitada, mojada por la llovizna implacable, comprendió que jamás le habían dicho que las banshee hablaran; además, si lo hicieran, lo harían en gaélico, aunque tal vez habían aprendido el idioma del país junto a su familia.

    Al otro día consideró comentarle lo ocurrido a su marido para ver si se enganchaba en el tema. Qué pensaba él que podía estar ocurriendo. Criollo de ley, Romualdo descreía de mujeres llorando a escondidas en las afueras de las casas. Lo suyo era más nacional, fuegos fatuos, luces malas, lobizones. Finalmente, no trató el tema con Romualdo. Esperaría un poco más, no tenía ganas de escuchar ironías machistas o chistes negros. Ya era bastante compartir la realidad, la vida, con seres fantásticos como para, además, deber soportar las burlas de los descreídos.

    Aquella noche apenas escuchó a la banshee un par de veces. El sonido desapareció, fue tapado por el de unos automóviles que se acercaban a baja velocidad sobre el camino de tierra, en la oscuridad, pero con las luces apagadas. Cuando los perros comenzaron a ladrar, alumbraron con potentes faros y reflectores el frente de la casa.

    Fue hasta el teléfono pensando que quizá algo había ocurrido en Buenos Aires. La línea estaba cortada. Entonces salió a la entrada de la casa a ver quiénes eran los que se acercaban. Les estaba haciendo señas cuando recibió el escopetazo.

    Yacía en el piso cuando advirtió que la banshee la tomaba, subiéndola al techo, cobijándola en su pecho, tapándole los oídos y los ojos para que ni viera ni escuchara.

    Han pasado los años. Los asesinos que se quedaron con la propiedad del campo sufrieron toda suerte de calamidades. Tras un largo periplo judicial la estancia terminó en manos de un sobrino lejano de los Guelf llegado de Irlanda. La casa ha sido tomada por la vegetación. Los vecinos del lugar, que primero cerraron sus ojos y luego callaron, desconociendo que ahí hubiera existido una familia de origen galés, suponiendo que en algo turbio andaban sus moradores originarios, ahora refieren la historia con lujo de detalles, como disculpándose de su inacción, de haber mirado para otro lado.

    Muy pocos hacen alusión al detalle de las dos mujeres que aún son vistas en el techo de la vivienda, junto a la veleta, y sus gemidos se oyen las pocas noches de la Patagonia en las que no corre el viento.

    A. V. C. D.

    2006


    ¹ Las banshees son las hadas irlandesas de la muerte, procedentes de las leyendas y mitología celta.

    La secretaria del Ministerio

    Cristal había comenzado a trabajar en el Ministerio de Agricultura un año y medio antes del golpe de Estado. Un primero de septiembre que con dificultad podía traer a la memoria. Sí recordaba con claridad el día que la habían llamado de la oficina del jefe, don Víctor Villaespesa, para realizarle la entrevista.

    Cuando la hicieron ingresar al despacho, Villaespesa estaba acompañado por un hombre de unos cuarenta y pico de años, de ojos duros y gesto severo. En pocas palabras le indicaron que su trabajo consistiría en seguir realizando las tareas acostumbradas y dar curso a unos expedientes. La ejecución de las nuevas tareas asignadas representaría un aumento de sueldo del cincuenta por ciento. Antes de retirarse de la oficina, como cada tanto hacía con sus empleados, Villaespesa le recordó: «Ver, oír y callar».

    Cada día ingresaba con puntualidad a las siete de la mañana, transcribía los nombres y los ítems adjuntos que le dejaba anotados Villaespesa a unas fichas de cartulina. Luego los entregaba en una ventanilla del segundo sótano, ala norte, puerta doce; después se encargaba de llevar el listado de asistencia del personal de esa secretaría y otras tareas menores relacionadas con estadística.

    Era el trabajo ideal, nada personal, nada interesante. A su jefe apenas lo veía. Algún que otro viernes le pedía que volviera a llenar un nuevo grupo de fichas que había llegado a última hora, tarea que Cristal realizaba con la prontitud y la eficiencia que la caracterizaban.

    Cada jornada, al llegar, ordenaba el escritorio para tomar el té mientras escuchaba Radio Colonia de Uruguay, para ella y la mayoría de sus compatriotas, la única emisora donde podía enterarse sobre lo que en «verdad» ocurría en la Argentina. Cuando concluía el desayuno traía el canasto con las fichas colocándolo a su izquierda, la carpeta donde guardaría las cartulinas a la derecha. Al finalizar las llevaba al sótano y regresaba para proseguir con el resto de las tareas. A media mañana iba a la cocina para matear tranquila. Por lo general lo hacía sola o acompañada por algún portero, porque sus compañeros preferían tomarse unos mates bien temprano, antes de ponerse a trabajar, pero para ella constituía una tranquilidad anímica saber que se había sacado el trabajo de encima, aunque luego le trajeran más.

    Era primavera cuando, al dirigirse a su casa en subterráneo, miró de reojo un vespertino que llevaba un ocasional compañero de viaje y alcanzó a leer el apellido, «Hurench». De algún lado le sonaba. Ella lo había visto u oído… Algo había pasado no hacía mucho. ¿Hurench? ¿Hurench…? Quedó intrigada y antes de subir a su departamento compró un ejemplar del diario. Aparecieron dos nuevos cadáveres en los bosques de Ezeiza. Los occisos habían sido identificados como Gabriel Hurench y Sebastián Pascuale. Le dio un vahído, se le aflojaron las rodillas y a duras penas logró sujetarse de la mesa.

    Recordó los nombres, no hacía más de tres días que los había pasado a la cartulina y entregado en la ventanilla. Incluso había cometido el error de transcribir «Huronch» por Hurench. ¿Casualidad? Evidente. Puro azar, había leído dos fichas que coincidían con los datos de dos asesinados. ¿Qué tenía que ver el Ministerio de Agricultura con los grupos parapoliciales? Nada. Una casualidad. Lo comentaría al jefe cuando lo viera. ¿Y si existía alguna conexión? No eran tiempos de casualidades. Era ilógico, pero podía ser cierto. En esos tiempos donde lo irracional es real parecía que todos corrían a masacrarse alegremente dispuestos a modificar la realidad nacional a costa de cadáveres. Tampoco era lógico, pero era real. Además, cómo lo tomaría el viejo Villaespesa. No la habían contratado por ser curiosa. Él la había elogiado al respecto hacía tiempo: «Es usted muy eficiente, Cristal, pero su principal mérito es su falta de curiosidad».

    Ahora ya no podía preguntar, era contrario a su naturaleza, Villaespesa lo iba a notar. Si era vigilada, o apenas controlada, podía encontrar inusual o extraña la pregunta. ¿Qué podía hacer sin revelar su posición? Poco. Memorizar las fichas, transcribirlas en casa y esperar.

    Al día siguiente realizó sus tareas como siempre. Villaespesa le ordenó que le pasara unos escritos. Ninguno de los dos realizó alguna observación que pudiera generar algo de conversación. Las fichas que llegaron fueron tres pertenecientes a Nelson Cárdenas, Elena Hondl y Marcos Bermúdez. Memorizó las que siguieron los días siguientes, veintiséis en total.

    Cuatro días más tarde Bermúdez pereció en un enfrentamiento, Nelson Cárdenas, prefiriendo el viejo método romano, se había suicidado en su departamento de barrio Norte cortándose las venas en la bañera, y respecto de Elena Hondl se carecía de noticias.

    Nerviosa buscó en la guía de teléfonos el número de la familia Hondl. Caminó a la estación de tren y llamó desde un teléfono público. Alguien contestó, pero no llegó a hablar, colgó sin proferir palabra. Volvió a llamar y la respuesta fue la misma.

    ¿Por qué habían cortado? Porque estaban hartos de que sonara el teléfono, fue la respuesta inmediata. Porque los estaban acosando telefónicamente. Pero los que vigilaban a la familia podrían saber que esa llamada no era de ellos, ubicarla. ¿Cómo justificaría su presencia en la estación? Apresuró el paso. Solo se calmó rato más tarde, no había medios técnicos para localizar una comunicación tan corta, aunque no pudo evitar dirigir miradas inquietas a su alrededor buscando a alguien que la siguiera, algo inusual, rostros vagamente repetidos. Algo pasaba…

    Salió de la estación decidida a caminar sus treinta cuadras diarias, pero comprendió que no podía ir por las calles asustándose por cada persona que la sobrepasara, por cada auto que se acercara a la vereda, por cuanto grito escuchara o agente de policía se cruzara a su paso. Detuvo un taxi y le ordenó que la llevara a la parada de colectivos donde tomaba el 86, que la regresaba a su hogar. Debía retomar la rutina para centrarse, para sobreponerse a sus nervios.

    No obstante, se negaba a formular completamente la teoría. Debía realizar una prueba. Un examen sencillo que confirmara lo que sospechaba, que no estaba ante una serie de curiosas casualidades. Debía poner un nombre en la ficha y ver qué pasaba. Era una idea de locos. Pero confirmaría la hipótesis. ¿A quién elegir? ¿A quién odiaba más?

    Casualidad, destino o imagen evocadora, en ese momento su sobrino pequeño, Nano, entró en la habitación. Nano, que era como su hijo, como el hijo que no tuvo, que le habían quitado, como el hijo que jamás podría tener. E inmediatamente apareció la imagen del candidato elegido para la prueba. Increíble. Varios años habían pasado, pero en un rincón del alma los rencores no se extinguen, sobreviven alimentándose a diario de las penas vividas, de las angustias pasadas, de las alegrías ajenas.

    A la mañana siguiente colocó los datos personales en la ficha. Excitada y nerviosa ingresó la cartulina por la ventanilla. Una extraña inquietud la acompañó el resto de la jornada laboral. Esperaba que en cualquier momento se abriera la puerta, ingresara su jefe y la retara por introducir datos erróneos; o acompañado por algún oficial perteneciente a una fuerza de seguridad, o alguno de civil —lo cual era aún más intimidatorio— le pidiera explicaciones. Tal vez tomaría un expediente ordenándole que acompañara al caballero.

    Incluso cuando bajó a la confitería le extrañó que nadie le realizara algún comentario. Nadie… Se sobresaltaba cada vez que alguien la llamaba, sentía aumentar las pulsaciones de su corazón, como si le estuviera latiendo el cuerpo entero, la acidez quemaba su estómago. Al finalizar la jornada laboral, Juan Ramón, su eterno cortejante de oficina, con quien su relación no había pasado aún de unos ratos agradables en el archivo del cuarto piso, intentó una vez más que se fueran juntos del ministerio al término de la jornada laboral. A punto estuvo de aceptar la invitación, le evitaría regresar a su casa, que la capturaran en el camino de regreso. De cualquier modo, en el hotel alojamiento no podían quedarse más de dos turnos, Juan Ramón debía regresar con su mujer y ella quedaría igualmente al descubierto. Sin dudarlo, se despidió. Tal vez le estaba salvando la vida. Compró un juego de ropa interior, vio dos películas en los cines de la calle Lavalle y al llegar la noche se alojó en un hotel de la avenida de Mayo.

    El regreso al trabajo la mañana siguiente fue insufrible. Decidió asistir para no confirmar posibles sospechas, pero vomitó en el baño el desayuno, unas medialunas medio secas y un café con leche que parecía hecho con porotos tostados.

    Dos semanas más tarde, la llamó por teléfono su amiga Patricia. Se pusieron al tanto de las últimas novedades ocurridas en sus vidas y en las de sus compañeras de secundario.

    —¿Te enteraste de lo de Javier? —le preguntó Patricia, ella supuso que ese era el verdadero motivo de la llamada y sintió que se le daba vuelta el estómago. Adivinó lo que seguía… Tuvo que tomar asiento.

    —Se lo llevaron de la agencia donde trabajaba. Nadie sabe nada. La familia lo anda buscando, pero no tienen noticias.

    Cristal buscó una excusa y cortó inmediatamente. La familia lo andaba buscando, la misma madre que le pagó el aborto, porque un bastardo no le iba a joder la vida a su hijo. El padre que nada hizo… Qué vueltas tiene la vida… En ese momento tomó la determinación: la próxima sería la abortera que casi la mató, que la mutiló de por vida. Más tarde seguirían la madre de Javier, su cuñado Alberto, que la había criado de chiquita y abusado de adolescente.

    Sin esforzarse demasiado notó que las letras que acompañaban a los nombres eran indicaciones sobre el tipo de muerte que le era reservada a la víctima. A significaba accidente; G, accidente automovilístico; B, enfrentamiento; C, limpiarlo sin más; D, desaparecerlo; E, secuestrarlo y que apareciera el cuerpo; F, suicidio. Incluso llegó a desentrañar que la X dejaba la forma de la muerte a elección del ejecutante.

    Hacía tiempo que se había vengado del mundo cuando comprendió que estaba por asumir el Gobierno democrático, que seguramente desaparecería el fichero y que intentarían eliminar a cualquier testigo o participante del sistema. Debía moverse con rapidez.

    Esa mañana colocó el nombre de Villaespesa en la cartulina. Tres días después apareció muerto en la bañera de su casa, con nota de suicidio y todo. Ella lo había ordenado de ese modo por consideración hacia la familia.

    Unos días después del entierro de Villaespesa, apareció por la oficina el hombre que acompañaba a su jefe en la primera entrevista. Le mostró un carné y Cristal, haciéndose la miope, alcanzó a distinguir el nombre y el apellido. El tipo manifestó pertenecer a un organismo federal. Ella imaginó acertadamente que era una patraña. Él habló de temas diversos del trabajo hasta centrarse en lo que le interesaba…

    —Usted prosigue manejando las fichas de la oficina y el «encartulamiento» de inscriptos. —Al escuchar esto, Cristal se mordió la lengua para evitar sonreír por el eufemismo. «Encartulamiento de inscriptos» para referirse a asesinatos planificados.

    —Ya no.

    —Claro, se han dejado de cumplimentar inscripciones…

    —No, de antes —lo interrumpió Cristal antes de que se fuera del tema creyendo que ella todavía manejaba esas tareas.

    —¿Cómo de antes?

    —Sí, el señor Villaespesa me quitó esa tarea hace medio año.

    —¿Y quién la realiza? —El hombre estaba intrigado de no haber sido informado de esos cambios.

    —No me corresponde a mí…

    —Es una orden, ¿quién realiza la tarea? ¿Su secretaria?

    —Exacto. —Excelente, lo mejor es confirmar sospechas.

    —¿Y por qué se la sacó a usted?

    —Creo que tenía más confianza con la otra empleada, usted comprende… —Cristal sonrió interiormente, nada como insinuar detalles pecaminosos.

    —Bien. Seguramente le serán encomendadas nuevas tareas. Hasta luego.

    «Seguramente». O sea, que no era cierto. Había que tomar cartas en el asunto. Jugada por jugada, daba igual.

    Escribió los datos personales del presunto agente federal, Aparicio Martell, en la cartulina y lo bajó inmediatamente a la ventanilla de inscripciones. Al otro día llamó al ministerio, a primera hora, informando de que estaba enferma. Una empleada eficiente como ella estaba fuera de cualquier sospecha. Permaneció en cama, a pesar de leer el terrible accidente automovilístico ocurrido en la avenida Figueroa Alcorta a una secretaria del Ministerio de Agricultura. Ni siquiera concurrió al velatorio, aunque sí colaboró con la compra de la corona de flores. Solo se atrevió a levantarse y a regresar a sus tareas específicas cuando apareció el obituario de Aparicio Martell.

    Nadie le dejó más nombres anotados a mano acompañados de siglas. Dos semanas más tarde la cambiaron de secretaría.

    A. V. C. D.

    2003

    El crimen del puesto de Flores

    El campo de veranada² de los Flores está ubicado en el cajón del Trulei Levú, recostado contra las cumbres de la cordillera de los Andes, junto al límite con Chile. Gilberto se había desplazado hasta el cajón para llevarle alimentos a Honorio Céspedes, el único puestero³ que habitaba esa zona. Los familiares de Céspedes le habían solicitado que les acercaran unos víveres, ya que él pasaba cerca del puesto, cuando iba para su veranada, llevando el piño de chivos y vacas al campo fiscal en el que le permitían pastar.

    Llegó a media tarde. Céspedes se alegró de verlo, hacía más de un mes que no hablaba con nadie. Decidieron matar un chivo para comer esa noche.

    El asado estaba a punto cuando apareció Carmelo Carrillo Carranza, quien acababa de cruzar la frontera con Chile y buscó alojo por esa noche. En aquellas soledades a nadie se le niega cobijo; y al rato compartían el chivo.

    —¿Qué lo anda trayendo por acá?

    —Vengo a ver si compro algo de ganado.

    Ninguno de los hombres comentó nada, pero había cruzado la cordillera solo, poco ganado podría llevar…

    —Y después voy a ajustarle algunas cuentas a Hilario Flores, anda diciendo que nos va a matar a los Carrillo Carranza si venimos por esta zona. Quiénes se creen, nos achacan los robos de ganado, todo porque no somos de acá.

    Honorio dejó de comer el asado, dejó el pedazo de chivo a un costado y le aclaró al visitante mientras se quitaba la grasa de las manos con un trapo viejo:

    —Hay un problema, amigo. Hilario Flores es mi padre.

    Carrillo Carranza se levantó en el acto, desenfundando el cuchillo de doble filo; y comenzó la pelea, que duró poco. De un tajo certero en el hígado Flores concluyó la

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