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Inquilinos
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Libro electrónico191 páginas3 horas

Inquilinos

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La vida en una casa de inquilinos puede ser un pequeño infierno. El descubrimiento de un cadáver una mañana cualquiera no sorprende al narrador. El señor Espejo, la víctima, no era precisamente santo de la devoción de ninguno de los habitantes de la casa. Mientras tanto, los días transcurren en medio de la desconfianza, la envidia, las disputas cotidianas, porque el agua nunca está caliente en el baño; porque el menú de las comidas deja mucho que desear. Hasta los escasos momentos de alegría que comparte a veces el grupo, ¿alegría?, queda teñido por el ambiente de mezquindad que introduce el narrador en su descripción de caracteres y situaciones.
En la segunda historia de este libro, "El espacio entre A y B", la narradora reflexiona sobre el derecho a la pereza como estilo de vida. Mientras logra hacerse un espacio en un mundo donde todos trabajan arduamente, se ve involucrada en el caso peculiar del señor Morib, un hombre que está a punto de morir.

IdiomaEspañol
EditorialAmira Armenta
Fecha de lanzamiento6 feb 2019
ISBN9780463994702
Inquilinos
Autor

Amira Armenta

There is no greater pleasure in life than reading good books, watching good movies, and meeting friends for dinner. And then discuss with them about politics, books and movies ...

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    Inquilinos - Amira Armenta

    Prólogo

    Este libro consta de dos novelas breves: Inquilinos, escrita en 1989, el año en que llegué a vivir a Ámsterdam; y El espacio entre A y B, escrita en 1996, cuando me mudé a los Estados Unidos, a la ciudad de Washington DC.

    Desde entonces he cambiado repetidamente de ciudad y de país, pero siempre llevaba conmigo, guardados en una vieja carpeta, los dos manuscritos, con la vaga intención de, quizá algún día, sacarlos a la luz.

    Hace algunos meses me decidí a desempolvar esa carpeta, a releer, revisar y corregir las dos novelas breves, y dárselas a leer a algunas personas que saben de literatura. Sus opiniones fueron decisivas para lanzarme en este pequeño proyecto. Aprovecho para agradecer al escritor cubano, Amir Valle, quien con sus detallados y puntillosos comentarios me hizo caer en cuenta de las debilidades y fortalezas del texto. También al escritor chileno en ciernes, y amigo, Rodrigo Bastías, con quien he pasado mucha horas hablando de libros. Y a la traductora holandesa, Mariolein Sabarte-Belacortu, especialista en literatura latinoamericana, persona con buen ojo para reconocer las calidades de un texto.

    INQUILINOS

    1. Un cadáver en casa

    Hace cuatro días que murió el señor Espejo. Lo encontraron muerto en su cuarto, tirado en el suelo, junto a un vómito que ya comenzaba a secarse. Este crimen, porque Espejo murió envenenado, no le va del todo mal al ambiente raro que se vive en esta casa desde hace cosa de un año. Disgustos, disputas continuas entre los inquilinos. Al menos yo, que llevo casi cinco años viviendo aquí, puedo asegurarlo: la vida monótona y apacible que se hacía en la residencia de doña Leticia se acabó desde hace cierto tiempo, desde que empezaron a pasar cosas desagradables. La muerte del señor Espejo es, por lo pronto, el último hecho funesto.

    La policía ha venido varias veces. Nos han interrogado a todos y a cada uno de los habitantes de esta residencia, y nada más por la mirada que pone el detective de la gabardina —ese que tiene un aire de teniente Columbo que seguramente ya le habrán hecho notar, y que él parece explotar haciéndose el desentendido— yo sé que ellos no saben nada. Que hasta el momento no tienen ni la más mínima pista. Nada. El único que sabe quién cometió el crimen es el propio asesino: yo, y no se lo pienso decir a nadie.

    Dijeron que la dosis de cianuro que se encontró en la taza de chocolate instantáneo del señor Espejo era como para eliminar a diez caballos. Por eso se consideró la posibilidad de un suicidio. Después de todo, no habría sido el primero de la casa. Sin embargo, no fue tal. Espejo alcanzó a escribir en el margen de la página 117 de La Segunda Fundación de Asimov: Creo que me han enven…. Era el libro que estaba leyendo esa noche. Yo lo sabía y así se lo dije al teniente Columbo cuando me interrogó. Que no hacía ni ocho días, el señor Espejo me había mostrado los tres ejemplares de la trilogía de las Fundaciones de Asimov, comprados de segunda mano en el mercado de las pulgas. Era un apasionado de la ciencia ficción. Yo también, pero mucho menos que él que no leía sino esto, y casi a diario. En menos de una semana, ya había despachado los dos primeros volúmenes y, por lo visto, se encontraba en la página 117 del último. Leía y releía los libros cuando le gustaban mucho. Asimov le apasionaba. De Arthur C. Clarke lo tenía todo.

    Espejo me prestaba con frecuencia sus libros y me tenía prometidos los tres Asimov, y eso que yo le había dicho que por ahora no iba a tener tiempo, por lo ocupado que ando con mi tesis. Tengo que presentarla antes de julio del año próximo. Además, yo ya había leído la Segunda Fundación hace tiempo y no estaba seguro de querer leerla de nuevo. Pero cuando al viejo se le metía un tema…

    Por otro lado, no me extraña en lo más mínimo que Espejo, en los últimos segundos que le quedaban de vida, hubiera comenzado a escribir una frase diciendo, creo que…. Si no hubiera escrito estas dos palabras, habría alcanzado a terminar la palabra ‘envenenado’. Claro que, de todos modos, este punto no tiene mucha importancia porque ‘enven…’ ya es lo suficientemente explícito. Pero de haberse ahorrado esas dos palabras —e incluso las dos siguientes, qué necesidad tenía de escribir me han, con la sola palabra ‘envenenado’ habría bastado— habría podido escribir el nombre del asesino. Mi nombre. A menos que sospechara de alguien más, pero no lo creo.

    Y digo que no me extraña este gesto del viejo, porque yo sé bien la importancia que él le concedía a las cosas del lenguaje. Era gallego, y como buen español, a pesar de que hacía más de treinta años que no había vuelto a España, hablaba siempre en pasado compuesto y conservaba su acento como si no hubiera salido nunca de su tierra. Por eso para él, me han envenenado era la manera más corta de enunciar correctamente el hecho. Es casi seguro que ni siquiera tuvo que pensarlo, sino que le vino así, por costumbre.

    Todo esto es material de mis propias deducciones. Se las comenté al detective de la gabardina, pues no creo que ese detalle de la personalidad de la víctima le ayude mucho a descubrir al culpable.

    Por lo pronto, la vida parece seguir como si nada en esta residencia. Doña Leticia, la dueña, sigue haciendo el mismo ruido espantoso de puertas y ventanas que se abren y se cierran, y muebles que cambian de lugar todas las mañanas muy temprano, desde que se levanta. Parece que le da rabia que los otros duerman mientras ella ya está levantada. Su sobrina me contó una vez que su tía tenía la costumbre de jalarle los pies al marido y quitarle las mantas cuando ella se levantaba. No soportaba verlo dormido. Yo no lo conocí. El pobre hombre murió de un cáncer en el hígado poco antes de que yo viniera a vivir aquí. Ahora, a falta de marido, doña Leti la ha tomado con los inquilinos. A quien no le guste, que se vaya, le contestaba a Espejo cada vez que éste protestaba por el ruido. Hay mucho trabajo en una casa como esta, decía, y ella no podía esperar a que se despertara el último de nosotros para comenzar. ¡Cómo sería eso, por Dios! Ella siempre añade, por Dios, cuando le parece que las circunstancias son graves.

    Blanca, la cocinera, es otra. Desde las seis se instala en la cocina con el transistor sintonizado en el primer radio-periódico de la mañana. Después viene el comentario de las noticias, la entrevista con el personaje del día, el programa sobre los problemas que afronta la familia de hoy, los adolescentes, las mujeres profesionales… Y así hasta que dan las doce, hora del segundo noticiero. Después, vienen los consejos médicos, que es su programa preferido, y las canciones. ¡Afortunadamente existen los programas deportivos! Durante esa hora y media, Blanca apaga el aparato. A las seis en punto de la tarde, el mismo locutor comienza el tercer informativo de la jornada. Y yo, que puedo perfectamente dormir con la bulla que monta doña Leticia con puertas y ventanas, en cambio soporto menos bien la radio de la cocinera. Porque, ¡cómo puede uno leer a Wittgenstein con un transistor chillándole a pocos metros de las orejas!

    Ayer pensé proponerle a doña Leticia que me diera la habitación del señor Espejo, que está en el segundo piso, lejos de la cocina, pero no lo voy a hacer. Solo hace cuatro días que murió ese señor y ya ella puso un anuncio en el periódico anunciando el cuarto. Además, vi que está pidiendo bastante más de lo que el viejo le pagaba. Mejor ni intentarlo.

    2. Espíritus

    Como dije, hace cosa de un año se instaló en esta casa un ambiente desagradable. Exactamente, el día en que llegó Emperatriz Robles. ¡Emperatriz! ¡Vaya un nombre pretencioso! Fue lo que pensé la primera vez que lo oí. Llegó una mañana muy temprano, a una hora en la que, aparte de la dueña y la sirvienta, el único que está levantado es el profesor García, que tiene que estar en el colegio a las siete en punto. Es profesor de matemáticas en un colegio femenino del norte de la ciudad. Fue él quien me lo contó, porque en el momento en que ella llamó a la puerta y que entró con los dos enormes baúles que traía, además de varias cajas de todos los tamaños, el profe acababa de sentarse a la mesa y se disponía a desayunar. Con la llegada de la señora, tuvo que dejar enfriar el huevo cocido y el café con leche, que ya no estaba caliente, para ayudar a la nueva inquilina con el equipaje.

    Una mujer en su cincuentena hace ratos comenzada, con bastante colorete en las mejillas y los labios. El cabello profundamente negro, teñido, por supuesto, para ocultar las canas que al cabo de cierto tiempo comienzan irrevocablemente a mostrarse en las raíces del pelo, y la tez del rostro muy blanca. Siendo justos, yo diría que bastante conservada para su edad. Esa mañana, el trajín de las maletas de Emperatriz Robles hasta la habitación que ocuparía en el tercer piso, añadió una nota más de estrépito al habitual alboroto matutino. Traía tantas cosas, que el profesor García dudaba de que le fueran a caber todas en el cuarto.

    Por la tarde me encontré con Blanca que volvía del mercado. Me informó que la señora nueva era espiritista, una de esas personas que invocaba espíritus y se comunicaba con el más allá. Me lo dijo en voz baja, como con miedo de que alguien la fuera a oír. No me extrañaba que la sirvienta creyera en esas pendejadas.

    No había pasado ni una semana cuando ya Emperatriz Robles había organizado, con el permiso de la dueña, por supuesto (quien, además, como el resto de las mujeres de la casa, estaba encantada con la idea), una sesión de espiritismo en la mesa del comedor. Edith, la sobrina de doña Leticia, vino a preguntarme si quería asistir, pero yo obviamente me negué. Para sorpresa mía, al otro día me enteré de que tanto el profesor García como el gordo Yepes habían asistido a la sesión. Según me contó este último precisamente, los había dejado bastante impresionados. De las mujeres de la residencia, la única que no estuvo presente fue Loly. Claro, ¡cómo iba a estar allí la señorita Loly, tan exquisita y refinada como es ella!

    En la residencia de doña Leticia, el almuerzo se sirve entre doce y media y dos de la tarde, y la cena, entre siete y ocho y media. Quien no esté en casa a esas horas, se queda sin comer, a menos que le haya avisado a la cocinera con anticipación sobre el retraso. A excepción de los que por su trabajo no tienen tiempo de venir al mediodía a almorzar, como el profesor García y la Loly, que es representante de cosméticos de una casa importante, y Juan Pérez, que es corrector de pruebas en un periódico, los demás inquilinos solemos estar muy puntuales a la hora del almuerzo.

    Al día siguiente de la tal sesión de espiritismo, sentados en el comedor mientras transcurría el almuerzo, Emperatriz Robles, pintarrajeada de colorado como se la ve a toda hora, me dirigió expresamente la palabra por primera vez:

    —… y, dígame, Miguel, ¿a qué se dedica usted exactamente?

    —¿Usted quiere saberlo e-x-a-c-t-a-m-e-n-t-e? —le contesté remedando de una manera exagerada la forma como ella había pronunciado la palabra ‘exactamente’.

    —Bueno, es una manera de decir, ¿no?

    —Miguel es filósofo. Está escribiendo una tesis para la universidad, —dijo enseguida Edith dándose cuenta de que no me había gustado la pregunta de la señora.

    —¡Qué interesante! ¿Sobre qué es la tesis? —siguió preguntándome la Robles, como si hubiera sido yo, y no Edith, quien hubiera respondido antes.

    —Mire, es un poco largo y complicado de explicar en este momento —le dije con un tono de desdén, mientras me metía un trozo grande de papa a la boca para impedirme hablar en los próximos segundos.

    Tengo que confesar que lo que más me molestaba era tener que referirme una vez más al tema de mi tesis delante de Carlos, el bizco, que estaba también allí. Carlos es estudiante de último año de ingeniería electrónica y por eso se cree el gran hombre de ciencia que lo sabe todo y es capaz de explicarlo todo de manera racional. En realidad, solo es un gran imbécil que menosprecia, porque ignora, los asuntos de la filosofía. Varias veces nos hemos enredado en inútiles discusiones que solo sirven para ponerme de un humor de todos los demonios.

    —Dígame al menos cómo se titula su tesis —insistió la mujer. —Porque tendrá título, ¿no? Es nada más por curiosidad.

    —Teoría del conocimiento y epistemología. De Kant a Wittgenstein —respondí sin mirarla y me volví a meter otro trozo de papa en la boca.

    —Suena complicado, en efecto. Tendrá que leer mucho para escribir sobre eso, me imagino.

    —¡Hum! —hizo Blanca, que en ese momento entraba al comedor con otra bandeja de arroz. —No hace otra cosa.

    ¡Esa cocinera entrometida! Yo no soy precisamente santo de su devoción. Y todo porque le digo que, por favor, le baje el volumen al radio que no me deja trabajar. Pero se le ha metido en la cabeza que lo que yo hago no es trabajo, que no soy sino un vago que me paso el día encerrado en mi cuarto sin hacer nada.

    —A mí me gusta mucho la filosofía, ¿sabe? He leído algunos libros —dijo la señora Robles como si estuviera buscando no perder el tema de la conversación.

    —¡Ah, sí! ¿Cuáles? —me sorprendió oír la voz del bizco preguntando eso con un tono de perplejidad mal disimulado, como si fuese imposible que esa señora pudiese leer algo, y menos un libro de filosofía. Además, me pareció que Carlos me lanzaba de soslayo una mirada cómplice, pero no estoy seguro porque, como es bizco, con él nunca se sabe. En todo caso, esa habría sido la única vez que él y yo hubiéramos estado de acuerdo en algo.

    —Oh, hace mucho tiempo… algo de Bertrand Russell, y de los otros ya ni me acuerdo. Eran libros de mi marido.

    Es viuda. El marido, que era abogado, murió hace un par de años, y no tuvieron hijos, me informó sin que yo se lo hubiera preguntado.

    —… así que ahora me encuentro sola y retirada del mundo, llevando como se dice, la vida de una señorita vieja.

    Apenas dijo eso se arrepintió, porque en el momento en que terminaba la frase, dirigió la mirada de manera inconsciente hacia Edith, quien lo notó y desvió inmediatamente la vista hacia otro lado, como haciéndose la desentendida.

    ¡Edith! ¡La pobre Edith! No los aparenta, pero yo sé que el pasado mes de junio celebró sus cuarenta y un almanaques. ¡Pobre muchacha! Cuando pienso en ella no puedo evitar hacerlo con la palabra ‘muchacha’, y eso que yo soy seis años y medio menor que ella. Pero es que es tan frágil, tan desvalida, tan inocente, tan bajita de estatura, tan con ese aire de desprotección que a veces me hace pensar en un perrito abandonado, o en una pobre huerfanita. Lo que prácticamente es, pues todo el mundo sabe que vive a expensas de su tía Leticia, quien, cada vez que se le presenta la oportunidad, le echa en cara todo lo que le da sin importarle quién esté presente. Claro que no por huerfanita la sobrina de la dueña deja de tener su carácter. Yo bien sé que la indefensa Edith también tiene algo de lobo cubierto con piel de oveja.

    Y volviendo a la Robles, no sé qué es lo que más me molesta de esa señora. Yo creo que todo, en definitiva. Pero hay algo que me desagrada en particular —en realidad, nos desagrada a todos—,

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