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Crónica de un suceso
Crónica de un suceso
Crónica de un suceso
Libro electrónico149 páginas2 horas

Crónica de un suceso

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¿Lograrán Imelda y el inspector Varela resolver el caso de la desaparición de la abuela Etelvina?

Una mañana la señora Etelvina Orrego desaparece de la casa de reposo donde vive, por voluntad propia, desde hace dos años. Esta situación moviliza a la familia y a la policía, quienes se apresuran a buscarla por todos los medios posibles. Los principales acontecimientos los relata Imelda Rodríguez, el ama de llaves. Sin embargo, otros personajes involucrados en la situación nos entregan datos que permiten ir conociendo el desarrollo de esta historia.

En esta novela encontramos distintas voces y recursos literarios: racconto, diarios de vida, diálogos y recuerdos que se mezclan y combinan, logrando así la tensión necesaria para que la historia se desarrolle con un ritmo dinámico y ágil.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento28 sept 2018
ISBN9788417533748
Crónica de un suceso
Autor

Sylvia Gabriela Neira Lermanda

Sylvia Gabriela Neira Lermanda ha publicado los libros de relatos Cuentos Tardíos (2004), Pasión a primera vista y más cuentos (2007) y Muerte en el departamento 108 (2016); las novelas Encrucijada (2010), Una vida en palabras(2016), y el ensayo Tenochtitlán. La otra historia (2013). Su labor ha sido premiada y seleccionada en diversas antologías. Pertenece al grupo literario Los Gerontes y al Círculo de Escritores de la Quinta región, en cuya revista colabora. Crónica de un Suceso es su tercera novela.

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    Crónica de un suceso - Sylvia Gabriela Neira Lermanda

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    Crónica de un suceso

    Primera edición: septiembre 2018

    ISBN: 9788417533274

    ISBN eBook: 9788417533748

    © del texto:

    Sylvia Gabriela Neira Lermanda

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    «Un escritor no escoge sus temas,

    son los temas quienes lo escogen».

    Mario Vargas Llosa

    «La memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos; y, gracias a ese artificio, logramos sobrellevar el pasado».

    Gabriel García Márquez

    No recuerdo cómo sucedieron los hechos realmente. Intentaré relatarlos lo mejor posible, es decir, como mejor los evoco.

    Fue en la fría mañana del jueves 13 de junio. Desde mi cuarto escuché carreras, gritos y, al parecer, llantos. Esperé unos minutos y, como el alboroto iba creciendo, fui a ver qué pasaba. Solo alcancé a asomarme al salón…

    —¡Ay, Imelda! Mi abuela, mi abuela —me recibió llorando la niña Laurita.

    —¿Qué le pasa a tu abuela? —pregunté sorprendida.

    —Desapareció.

    —¿Cómo que desapareció?

    Lloraba con tal desconsuelo que la abracé y no pregunté más. Era la menor de los hermanos, mi preferida, y la regalona de su abuela.

    Doña Etelvina, la abuela, era una mujer de ochenta y cinco años que vivía en una casa de reposo desde hacía dos años. Fue una decisión propia. Aunque la familia no estuvo de acuerdo, ella impuso su voluntad, como siempre. La conocí cuando tenía sesenta y cinco años y a todos los gobernaba, desde su hijo hasta el último de los nietos, incluida la nuera y el personal de servicio. Yo creo que la obedecían porque la respetaban con algo de temor. La verdad es que no me extrañó que desapareciera, apostaría a que se aburrió y se mandó cambiar quién sabe adónde. La niña se fue calmando poco a poco y yo aproveché para acercarme a los dueños de la casa. Don Fermín, el hijo, hablando por su celular, tartamudeaba; se le entendía poco. Su esposa, doña Ester, llorosa, a su lado. Los dos hijos mayores, también con el celular en la mano, tratando de comunicarse no supe con quién. La situación era caótica. Parecía que todos estaban en shock. No atinaban a nada, salvo don Fermín. En eso escuché: «La policía viene para acá», y partieron todos a vestirse.

    Entonces yo me puse nerviosa porque me acordé de cuando se llevaron preso a mi tío Pedro; «por subvertir el orden público», dijeron. Pregunté qué significaba eso y me respondieron: «Cuando crezcas, lo entenderás». Tuvieron razón, después lo entendí: a las personas que no están de acuerdo y reclaman se las llevan presas.

    Ahí estaban los tres policías haciendo preguntas y don Fermín respondiendo. «Mejor que la familia se encargue con ellos de todo este asunto», pensé. Por suerte, el matrimonio había vuelto de uno de sus viajes de negocios recién el día anterior.

    Yo era una especie de ama de casa o supervisora. Tenía a cargo toda la administración de la casa: el personal de servicio —cocinera y aseadora—, el jardinero y el chofer. En realidad, eran dos matrimonios que llevaban mucho tiempo trabajando con la familia Troncoso Valdés. Ellos ya estaban allí cuando yo llegué. En ese momento no supe por qué me contrataron, pues todo funcionaba perfectamente. Al tiempo, me di cuenta de que los dueños querían que alguien se hiciera cargo también de los hijos, lo que me convirtió en la institutriz de ellos.

    La conversación con los policías ha terminado. Don Fermín, doña Ester y los niños suben al auto. Antes de partir, me gritan: «¡Imelda, vamos al hogar!».

    Hace años atrás acompañé a mi madre a buscar un hogar para ancianos o casa de reposo —así suena mejor—. Necesitábamos llevar a mi tía Victoria a uno de esos. Los recorrimos casi todos, desde los más baratos hasta los menos caros. Como son privados, todo depende del precio. Es increíble cómo cambian unos de otros: los más baratos parecen una pensión de cuarta categoría; los más caros, hoteles de cinco estrellas. Nosotros no podíamos dejar a mi tía en uno o en otro. Optamos por uno intermedio. ¡Pobre tía! Aún recuerdo los ojos de desconsuelo con los que nos miraba. Creo que nunca nos perdonó el haberla dejado en ese lugar. Me propuse visitarla a menudo. A veces, acompañada de mi madre, otras, iba sola, y la encontraba en su cuarto sentada en el sillón que le habíamos regalado. «Hola, tía», le decía abrazándola. «Hola, sobrina», me contestaba. Eso fue al principio; después todo cambió porque ella se fue deteriorando poco a poco.

    Mientras volvía la familia, fui al comedor de diario a conversar con el personal de servicio: Lucía, la cocinera, y su esposo Fidel, el chofer; Natalia, la mujer del aseo, y su esposo Fernando, el jardinero. Me gustaba platicar con ellos, me entretenían porque contaban anécdotas muy divertidas. Llegaron a trabajar con la familia durante el cambio a ese inmenso caserón, cuando necesitaron más personal. «Nos contrataron porque traíamos recomendaciones impecables y nosotros aceptamos por el sueldazo», decían entre risas. Ambos matrimonios no se conocían, pero allí hicieron muy pronto buenas migas. Ahora las circunstancias han cambiado y el tema fue la desaparición de la abuela.

    —No creo que esté muy lejos —dijo Fidel.

    —Ojalá la encuentren luego para que vuelva la tranquilidad —apuntó Natalia.

    —¿No creen ustedes que esta señora se aburrió y se mandó cambiar no más? —pregunté, y todos me miraron con asombro primero y luego con cierto aire de complicidad.

    —Es posible —contestaron a coro y ahí empezó lo mejor de la espera.

    Como ellos llevaban más tiempo que yo con la familia, conocían muchas anécdotas sobre doña Etelvina. Contaban que le gustaba organizar fiestas y en ellas bailaba hasta el amanecer; su esposo había fallecido «antes de tiempo», según decía la viuda, así que tenía prohibido que se hablara de él, porque nunca le perdonó que se enfermara y muriera. Desde entonces fue «la viuda alegre»; viajaba mucho, ya que el esposo le dejó una fortuna que «pensaba gastar en su totalidad». A veces invitaba a sus hijos o nietos mayores, pero le gustaba partir sola, sin previo aviso, con grupos de amigos con el fin de pasarlo «realmente bien».

    —Parece que aquí era donde mejor estaba, ¿por qué se fue a ese hogar? —quise saber.

    Empezó a discutir mucho con su hijo, la nuera y los nietos hombres, no así con la niña, a quien siempre le demostró un especial cariño. Acostumbraba a tomar sus propias decisiones sin preguntar, y eran irrevocables: una mañana en el desayuno informó a la familia de que se iba a una casa de reposo que ya tenía contratada, «y, por favor, no discutan y tampoco lloren, solo acepten mi decisión», les dijo ante el asombro de todos, me contó Lucía. ¿Y qué pasó? Por supuesto que ocurrió lo que ella no quería: su hijo, apoyado por su esposa, le dijo que de su casa no se movería; los niños, que la echarían de menos; la niña lloraba y gemía: «No te vayas, abuela». Fue tal el alboroto que doña Etelvina se levantó de la mesa y, sin decir una palabra, abandonó el comedor. Al día siguiente, aprovechando la ausencia de todos ellos, llamó un taxi y se fue al hogar. Esa misma tarde los llamó para informarlos de dónde se encontraba. Se volvió a armar un gran alboroto y partieron a traerla de vuelta, pero todo fue inútil, doña Etelvina no aceptó que revocaran su voluntad, terminaron de relatarme Fidel y Natalia. «Así que esta doña se las trae», pensé.

    Todo estaba listo y preparado para el almuerzo cuando llegó don Fermín y la familia. No traían noticias muy alentadoras, según me dijeron. En el hogar se dieron cuenta de la ausencia de la abuela cuando la echaron de menos en la mañana; fueron al dormitorio, estaba vacío, y la buscaron por todo el recinto sin encontrarla. Ante tal situación llamaron a la familia. Nadie sintió nada y se suponía que doña Etelvina partió después de la cena con una pequeña maleta, todo muy bien pensado para no llamar la atención. Don Fermín dio cuenta a la policía, entregando los datos y las circunstancias en que había desaparecido su madre. En el comedor reinaba un silencio inquietante. Antes de terminar el almuerzo, todos se retiraron a sus cuartos.

    Yo también me fui al mío. Me gustaban las dependencias que me habían asignado. Se llegaba a ellas por un corredor que quedaba al final de la casa, en el primer piso. Era un cuarto amplio, luminoso, calentito en invierno y fresco en verano, con vistas a uno de los jardines. Era un lugar muy acogedor, cómodo y tranquilo que me permitía descansar, leer y escuchar música. Esa tarde, mientras dormitaba, se me ocurrió una idea, al comienzo, descabellada, pero después no tanto: ¡escribiría la historia de la desaparición de la abuela! Lo haría sin un plan determinado, sino a medida que ocurrieran los hechos, yo los escribiría, solo eso, y después veríamos el resultado; será una historia muy entretenida porque el personaje lo es.

    La primera vez que quise escribir cursaba el quinto básico. La profesora nos pidió que contáramos algo que nos hubiera impresionado. Ese fin de semana estuve tratando de recordar alguna cosa importante, pero nada se me venía a la cabeza. Ya me estaba dando por vencida cuando escuché a la vecina:

    —Venga, Luchita, la Chola está dando a luz.

    —Voy de inmediato —contestó mi madre, y yo fui detrás de ellas.

    La Chola era una perra callejera que un día se había colado en la casa vecina y nunca se fue de ahí; era humilde y cariñosa, como todo ser abandonado. Se ganó el cariño de todos ellos y de nosotros también. Un día se les arrancó y volvió embarazada, nos dijeron, y ahí estaba teniendo el fruto de un día de placer. La miramos desde cierta distancia, sin intervenir; lentamente fueron saliendo unos seres que parecían ratones, envueltos en algo gelatinoso que, a mis cortos años, no me gustaron para nada. Me volví a mi casa y pensé que esa sería la historia que contaría, porque ver a la Chola pariendo me había impresionado muchísimo. Le puse harto color al relato, fue tanto el éxito que todas mis compañeras quisieron conocer a la Chola y sus seis cachorros. Algunas se llevaron un ejemplar, yo ya había escogido el mío, uno café con blanco, con una pequeña cola. Le puse

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