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¿A quién quiero engañar?
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¿A quién quiero engañar?
Libro electrónico115 páginas1 hora

¿A quién quiero engañar?

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Las relaciones de pareja atraviesan estos doce cuentos de Dani Umpi. Parejas de todo tipo: desde las que se mezclan con la lenta cotidianidad del universo familiar hasta las que filman videos porno para vender por internet. En ¿A quién quiero engañar? no existen los roles del tipo femenino/masculino o gay/hetero, existen las relaciones humanas, y cada una se acomoda a sus propios caprichos. Con un ritmo ágil y la presencia permanente del humor, se sale de estos cuentos como quien hubiera estado en una reunión de amigos y hubiera escuchado la historia que cada uno tiene para contar.

El acierto en la construcción de las diversas voces narrativas, libres de artificios grandilocuentes, y un afinadísimo oído para presentar con total naturalidad el registro oral, dotan al libro de una frescura que convierte su lectura en una fiesta, aunque en realidad no hay motivo de festejo, ya que las historias están enrarecidas, como si algo estuviera permanente e inevitablemente desencajado. Hay también un lugar para lo cursi y para la irrupción del desamor en este lúcido catálogo de las formas de la soledad.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 ene 2013
ISBN9789974863392
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    ¿A quién quiero engañar? - Dani Umpi

    Índice

    Cubierta

    Los baches

    El recuerdo del futuro

    Mutílidos

    Dominar la situación

    Comunitarios

    Tío Paco

    Tipo de persona

    Fotografía

    La pasajera estable

    El vestidito transparente

    La represa hidroeléctrica

    El videoarte chileno

    Créditos

    Contratapa

    Los baches

    Yo estaba terriblemente enamorada pero siempre había un pero. Cada vez le encontraba más rarezas a sus encantos y, gotita a gotita, se iba derramando el vaso. No terminaba de darme cuenta, de tragar; estaba enamorada, ciega, no veía bien. Veía el vaso medio lleno. Me encanta eso del vaso. Siempre me gustó la metáfora esa porque es tal cual.

    Él tenía actitudes raras, sí, pero ¿quién no las tiene? La gente linda también tiene cosas raras. Cuanto más lo conocía, más misterios surgían de la nada. Baches que se abrían en cualquier momento. Estuvimos ocho años de novios. Un abismo. Ahora no lo puedo creer. Por suerte estoy lejos y re en otra.

    Comencé a sentir eso de los baches cuando me llevó por primera vez a la casa de su abuela. Me pidió que reconociera los objetos de valor porque yo, supuestamente, era muy criteriosa. Vi algunas cosas interesantes y con una importancia relativa pero eran feas. Tenían pésimo gusto. Todos. Toda su familia. No había nada de diseño. Un dinero muy desaprovechado. ¡Qué tristeza!

    Fui pieza por pieza dándole mi opinión, tasando muebles, alfombras, tapices, lámparas, candelabros de plata, vajilla, cuadros, relojes… Tenían muchos relojes. No eran antigüedades por las que la gente enloqueciera. No se lo quise decir porque desconocía sus intenciones y estaba terriblemente enamorada. No quería herirlo. Mientras hacía mi tarea, él me miraba con cierto amor y las manos en los bolsillos. Se ve que eso le gustaba. Eso de que yo supiera el valor de las cosas o pudiera, al menos, dar un rango.

    En un momento tuve que hacer una llamada por teléfono de apuro y me encerré en el escritorio. Entonces vi al lado del fax una escritura recién salida de la máquina. Era una declaratoria de heredero donde aparecían las pertenencias. La sucesión de la abuela. Por eso yo estaba en esa casa tratando de adivinar cuánto valía un candelabro. Lo que él no sabía es que también tengo un ojo muy rápido para leer escrituras porque desde los diecisiete trabajé un buen tiempo en la escribanía de un amigo de mi padre. Hacíamos títulos de propiedades y me pasaban textos para que llenara un libro muy bonito que tenía que ser manuscrito. Siempre tuve linda letra. Se me entendía lo más bien. Escribía, por ejemplo, datos de la gente y sus propiedades, generalmente campos y apartamentos. Sin querer me volví muy ducha en ese imaginario. Ahí me enteré de que él me ocultaba información, porque desde que lo conocí me decía que solo tenía un campito y no le alcanzaba para nada. Me informaba sin que se lo preguntara. A mí ni me iba ni me venía porque estaba enamorada. En la declaratoria de herederos del fax decía que tenía tres campos más y varios apartamentos con sus montos correspondientes. También soy rápida para sacar cuentas. La herencia ascendía a una cifra millonaria, colosal, escrita en un par de renglones y leída en menos de treinta segundos. Tuve una sensación fea, un bachecito. Me vino un sopor y una sed. Dije «mmm». En ese momento desconfié, no entendí por qué él siempre andaba vestido feo, así nomás.

    Después de coger en la cama de su abuela muerta, lo interpelé confesándole que había visto por casualidad el fax. Él dijo «esos campos son una porquería» y me contó que su mamá le había preguntado, hacía poco, si yo tenía propiedades. Le respondió que yo solo tenía el apartamento que me había dejado mi papá, dato que no recuerdo haberle dado. Quedé medio rara y me vestí rapidito. Ahí vino el primer bache grande, digamos. Me preparé un té que, probablemente, estaba vencido.

    Pasó el tiempo —no mucho— y una mañana, temprano, sin dormir, tuve que ir al aeropuerto de Ezeiza a recibirlo a él y su familia. Quería consolarlo apenas pisara la tierra porque se le había muerto el papá, pobre. Le pedí a una amiga que me hiciera el aguante y me acompañara a recibirlo pero… fijate qué fuerte era todo que me olvidé qué fin llevó, dónde quedó mi amiga. Desde que lo vi llegar con su madre y sus hermanas me olvidé completamente de ella, se me fue de la memoria. Cómo son las cosas, ¿no?

    Estaban de viaje por Marruecos en temporada alta. Él, la madre y las dos hermanas. Al verme me dio un beso bastante bobón y fuimos como grupo comando hacia la calle Santa Fe, sin llorar ni nada. No me trajo ni un souvenir. Estaban muy en la de ellos. Querían hacer toma de posesión de la vivienda del padre antes de que lo hiciera la usurpadora, Martha, la última novia del viejo. También fue la última que lo vio con vida. Estaban en Claromecó, una playa cerca de Bahía Blanca, extremadamente ventosa y llena de aguavivas. Es un pueblo muy chiquito donde va la gente del sur de la provincia a veranear. El tipo estaba ahí, con Martha, cuando se murió y desde entonces de ella no se supo más nada pero, seguro, tenía una llave.

    El apartamento quedaba en Santa Fe y Callao. No tenía portero. Entramos con la llave de mi novio porque, cuando el papá se iba a alguno de sus campos, ese era nuestro bulo. La madre ni se extrañó con eso de que todos tuvieran llaves menos ella. Estaban separados pero no divorciados. Una situación muy delicada. La mujer ya no tenía acceso y volvía a entrar después de cinco años a lo que había sido su hogar, el apartamento que ella misma había elegido, ilusionada como una boluda. Dijo «¡qué fuerte!» y se abanicó con una revista.

    Mi novio, su madre y sus hermanas vivían cerca, en Santa Fe y Araoz, Santa Fe y Pueyrredón, una cuadra de esas, no me acuerdo bien. Eran vecinos. Vivían en el apartamento de la abuela de mi novio, el de los candelabros, el feo. Este también era feo, pero otra onda. Tenía un diseño años ochenta. Como que en los ochenta hicieron la gran inversión y después, nunca más. Fórmica, cuarto con modulares, escritorio, cama y ropero... El concepto modular: cubos y fórmica. Mucho naranja. Los azulejos de la cocina con dibujos de limones. El de la abuela era de los años cincuenta. Cincuenta afrancesado, lleno de Lladró, candelabros… bueno, eso ya lo conté. El punto es que era todo feo y yo no me había dado cuenta hasta ese momento. Eran muy feos. Eran de familia extremadamente religiosa, católica, pero ni siquiera del Opus. Muy mediocre. Lo primero que hicieron fue llamar a un cerrajero para cambiar la cerradura.

    Ninguna lágrima caía y yo me quería ir urgentemente. No me dejaban. Me asustaba la codicia. Comenzaron a darme miedo. Mi función era rara. Nuevamente me pidió que reconociera los objetos, que viera si faltaba algo que Martha pudiera haberse llevado. Yo tenía una visión más selectiva que la de él, tenía memoria visual. Nos fijábamos si estaban todos los cuadros, las esculturas, las armas, los bonos, los títulos de propiedad, los «papeles». A cada rato decía «los papeles», «los papeles». La verdad, ya me tenía bastante harta con el temita y no estaba tan enamorada que digamos. Él y todos me tenían harta. Las hermanas, no tanto. Más la madre, que me odiaba, pero en aquel momento dependía de mí, de mi memoria visual. Asumía que íbamos a ese apartamento a coger y lo conocíamos bien. Me hacía preguntas como «¿segura de que en el escritorio no falta nada?». A mí me parecía que no, que no faltaba nada, hasta que fue al bargueño y gritó «¡mi colección de discos de Leonardo Favio!». Quedó como loca, completamente sacada, con los ojos dados vuelta. Abría cajones como una desquiciada. El cerrajero no podía creerlo. Nos miraba de reojo y se fue sin agradecer la propina. La tranquilizaron un poco y susurró «¡qué sucio que tiene todo esta chirusa!». Yo, no sé por qué, pensé que hablaba de mí.

    Me acuerdo de que cada vez que íbamos al campo ella estaba escuchando a Leonardo Favio. Tenía varios CD pero nunca les di importancia. No me daba cuenta de que Favio era tan significativo para la familia. No distinguía sus canciones. Llegábamos a la hacienda y nos preparaba habitaciones separadas, incluso sabiendo que al otro día íbamos a amanecer juntos. En un momento llegué a rezar el rosario con toda su familia. La verdad es que yo también estaba medio loca, ¿no? Es que en ese momento sí, estaba más enamorada y no me importaban tanto los detalles hasta que, lógicamente, a las horas me entraba una desesperación horrible. Una sensación espantosa de encierro en un lugar tan abierto como es toda esa zona de Trenque Lauquen. Trenque Lauquen es una depresión. Los campos y los pueblos de por ahí me dejan mal, muy para abajo; no son para mí. Todo achaparrado. Nada más arriba del metro y medio del piso. Se suicida mucha gente. Todo alambrado y con perros salvajes. No sé. No me va.

    Tenían un perro pila que me emitía una vibra fea. Yo quería desaparecer, necesitaba aire. Quería caminar y como para el campo no podía ir porque estaban los perros, agarraba para la ruta. Un día, en eso, viene él en una de las camionetas y grita «¡subite ya!» porque un capataz le dijo que yo andaba en la ruta, como

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