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La esencia de John Dumont: Segunda parte de El hombre que nunca lo fue
La esencia de John Dumont: Segunda parte de El hombre que nunca lo fue
La esencia de John Dumont: Segunda parte de El hombre que nunca lo fue
Libro electrónico320 páginas4 horas

La esencia de John Dumont: Segunda parte de El hombre que nunca lo fue

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Información de este libro electrónico

Acompaña a Allison, la hija de John Dumont, en su aventura con los habitantes del planeta Haytar, en especial con Yrfo, su alienígena preferido.

John Dumont y su esposa fallecen en extrañas circunstancias. Después de sus muertes, Allison, la hija de John, descubre los secretos que inquietaban a su padre: su conexión con seres del planeta Haytar. En Haytar no hay atmósfera habitable como en la Tierra y sus habitantes se ven confinados a un mundo subterráneo. A pesar de vivir en condiciones adversas, han sido capaces de crear una sociedad utópica, basándose en la armonía y bienestar del grupo, muy lejos del comportamiento individual de los humanos.

El deseo de vivir en la superficie de un planeta rico en biosferas, conduce a los haytares hasta la Tierra, colonizándola desde la época del faraón Keops, manteniendo estrechas relaciones con las personas más influyentes y poderosas de cada época. John Dumont estableció una fuerte amistad con un haytar explorador, Yrfo, el cual se convierte en un ser importante en la vida de Allison. Pero Yrfo regresa a su planeta, y dos años después, Allison recibe mensajes anónimos a través de un chat, el mismo que utilizaba su padre para comunicarse con Yrfo.

De nuevo, Allison Dumont iniciará una aventura junto a su pareja Mark Finsch. La última aventura de su corta vida.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento23 dic 2016
ISBN9788491128854
La esencia de John Dumont: Segunda parte de El hombre que nunca lo fue
Autor

SARA GRISSOM

Sara Grissom nació el año 1960 en Barcelona. Trabajó como analista programadora informática hasta 2007. En el año 2004 colaboró en el libro: Café, Copa y Puro, Guía Gimeno del gourmet, creando el software y la adaptación online de la guía que se adjuntaba con el libro, presentado en la Feria de la alimentación en Barcelona 2004. En el año 2012 publicó con la Editorial Mundos Épicos la novela de género fantástico El hombre que nunca lo fue. Ahora nos presenta la última parte de su primera novela: La esencia de John Dumont

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    La esencia de John Dumont - SARA GRISSOM

    Prólogo

    Entre las manos tenía varios papeles. Eran la única herencia que su abuelo le había dejado. Aun así, aquellas hojas llenas de mensajes tenían un valor incalculable.

    Hacía casi ocho meses de la muerte de su abuelo, un hombre sabio que le quería tanto o más que a su propio hijo. Solo se tenían el uno al otro y aunque, eran de generaciones muy distintas, siem­pre se habían entendido a la perfección. Ahora estaba convencido de que el asesino de su abuelo era un perfecto inepto. Seguramente por ello también murió poco tiempo después en extrañas circunstan­cias. Se lo tenía merecido, pensó con rabia.

    En su Samsonite rígida fue introduciendo con sumo cuidado la ropa que había preparado sobre la cama. La mayoría eran pren­das veraniegas, ideales para el clima cálido del que iba a disfrutar. Pensar en el calor del país al que se dirigía no conseguía caldear una mente fría y calculadora como era la suya. A cada prenda le buscaba un lugar en la maleta, organizando las piezas por días, luego por colores, o por texturas. Mientras lo hacía, repasaba con detalle los lugares a los que tenía que acudir. Pensaba cómo llegar hasta las personas que conocían su secreto.

    Había pedido una excedencia de un año en la universidad. De todos modos, la docencia no era lo suyo, y empezaba a estar un poco harto de su trabajo. Tenía claro que aquel viaje no iba a ser una aventura. Para él suponía el inicio de un futuro repleto de éxito y fortuna. A su mente llegaban una y otra vez visiones de la portada de varias revistas científicas, donde él era el gran protagonista del, hasta ahora, el mayor descubrimiento para la humanidad.

    Acabó su equipaje guardando el pasaporte y los documentos en su bolsa de mano. Cerró la maleta dejándola junto a su cama. Echó un último vistazo a la habitación y repasó mentalmente si tenía todo lo que necesitaba antes de partir. Estaría fuera mucho tiempo. En realidad no deseaba volver, nada de aquella casa o de su ciudad le importaba. Apartó de la ventana las cortinas sucias y grises. El taxi que había pedido para ir al aeropuerto estaba en la puerta. Bajó las escaleras y salió al exterior cerrando con llave la casa. Mientras el taxista le llevaba al JFK, pensó en la suerte que había tenido y en el día en que un senador corrupto fue a entregarle a su abuelo su destino escrito en varias hojas de papel.

    Primera parte

    Capítulo 1

    Cómo muchas mañanas, aquel sábado de junio, Allison Du­mont estaba sentada en el mismo lugar en el que su madre solía desayunar. Desde allí veía el jardín a través de la ventana de la co­cina. Entre sus manos tenía una taza de café humeante y la vista fija en el exterior, concentrada en el centellear de las gotas de rocío acariciadas por el sol. Durante esos instantes repetía lo que empe­zaba a ser su ritual matinal. Agradecía, sin saber exactamente a qué o quién, estar en aquel momento y en aquel lugar. Tenía la sensa­ción de levantarse al compás del mundo que le rodeaba y sentirse parte de él. De vez en cuando, se acordaba de Yrfo. Intentaba no olvidar sus ojos verdes intensos y el tacto de sus manos, sin em­bargo, después de casi un año y medio desde su partida, la imagen que le venía a la mente era cada vez más desdibujada, volviéndose una sombra lejana, casi translucida.

    El sonido de los pasos de Mark bajando la escalera la des­pertaron de su abstracción. Sus buenos días y un beso en los labios, acabaron de demostrarle lo importante que era esa hora del día para ella.

    Los dos vivían en la casa de los padres de Allison. Ella quería venderla, pero se resistía a separarse de un entorno que en cierto modo le unía a una vida anterior. Por cuestiones prácticas sería mu­cho más cómodo para los dos vivir en un piso en el centro de To­ronto. Sabía que el traslado era cuestión de tiempo.

    —Recuerda que hoy tenemos dos pisos que visitar —le dijo Mark mientras se preparaba una taza de café.

    —Lo sé. Tengo las fichas guardadas en favoritos de mi explo­rador, creo que una visita es a las cuatro y la otra antes,.. Creo que a las doce del mediodía.

    Esta vez fue Mark quien se dio la vuelta para mirar por la ven­tana de la cocina.

    —Vaya, Walter viene hacia aquí.

    —¿Tan temprano? Que yo recuerde… —Allison dudó un mo­mento—. ¿No habíamos quedado el lunes con él?

    Walter era un tipo bajito, gordinflón, con una sonrisa perenne en el rostro. Llevaba consigo una cartera. En ella tenía los expe­dientes de las casas en venta que tenía la inmobiliaria para quien trabajaba, entre ellas la de Allison. En la otra mano llevaba un cartel para colocar en el jardín que casi abultaba más que él.

    Mark abrió la puerta antes de que Walter tocara el timbre, ahorrándole la maniobra de dejar la carpeta o el cartel en el suelo y colocarse de puntillas para llegar hasta al botón.

    —¿Qué tal amigos? Buenos días. Ya sé, ya sé… es un poco pronto —dijo desde el porche. Luego su tono se convirtió en su­plica—, pero solo quiero dejar clavado el cartel en el jardín. Si me dais vuestro permiso.

    —Usted mismo, ¿quiere una taza de café antes? —dijo Mark.

    —Imposible, tengo la mañana repleta de visitas, por ese mo­tivo he tenido que pasarme por aquí tan temprano —con un tono más optimista continuó— Esto se anima muchachos, creo que la crisis se está alejando y la gente empieza a comprar.

    Walter se fue hacia el centro del jardín, pero antes dio media vuelta para añadir.

    —Por cierto, el lunes tengo dos clientes que están interesa­dos en ver la casa, si os parece pueden venir por la tarde.

    Allison se quedó callada, sabía que tarde o temprano debía dejar su hogar. Al escuchar a Walter se dio cuenta que ya era inevi­table.

    —Me parece bien —acabó diciendo ella.

    —Entonces no les molesto más muchachos. Hasta el lunes.

    Walter colocó el cartel en el centro del césped que había frente a la casa. Se fue igual que había llegado, con sus piernas cortas a paso ligero.

    A partir de aquel día lo primero que vería Allison desde la ventana de la cocina, cada mañana, sería el letrero.

    Después de desayunar recogieron la cocina y Mark se sentó a leer el periódico.

    —¿Has pensado dónde iremos a cenar esta noche con Curt y Jack?

    —¿Qué tal aquí, en casa? Me gustaría que revisaran mi portátil. Quizás ellos sepan averiguar quién está enviando los men­sajes a través del chat. —contestó Allison.

    —Entonces tendríamos que ir a comprar la cena —añadió Mark— ¿es por el cartel que estás así?

    —¿Así, cómo? —dijo Allison.

    —No estás de muy buen humor esta mañana.

    —Sabía que llegaría el día de dejar mi casa, mi barrio, pero no tan pronto —contestó ella.

    —Tendremos un nuevo hogar, algo más pequeño, eso sí, pero más acogedor —dijo Mark pasando la página del periódico.

    —Ya que nos vamos a mudar, he pensado que sería mejor no decir a nadie dónde iremos a vivir.

    —¿Acaso ha ocurrido algo que te haga pensar que estamos en peligro de nuevo?

    —No. Todavía no.

    —¿Todavía?

    Allison se dio la vuelta y miró a Mark.

    —Si no hubiera recibido los mensajes anónimos por el chat LIGHT, estaría más tranquila. Tienes que reconocer que son extra­ños.

    —No sabemos cuanta gente tenía conocimiento de ese chat.

    En un intento de tranquilizarla, sin levantar la mirada al perió­dico que volvía a tener entre las manos, Mark añadió.

    —Podría ser algún colono que quiere ponerse en contacto con nosotros y todavía no se ha identificado. Esta noche Curt te lo aclarara. Estoy convencido.

    Allison suspiró.

    —Espero que tengas razón —dijo apretando ligeramente los labios. No quería seguir discutiendo con Mark.

    Por la tarde, Mark y Allison se dirigieron a Hayden Street, donde habían quedado con un agente inmobiliario para ver dos pi­sos. El primero les pareció demasiado pequeño y a Allison no le gustó la distribución. En la misma calle tenían la siguiente visita. Se trataba de una antigua fábrica transformada en elegantes lofts. La fachada recordaba a una casa londinense, de ladrillo rojo, agujereada por grandes ventanas de madera blanca. El interior era diáfano, sin tabiques ni separaciones, solo dos columnas de acero envejecido se erguían en el espacio luminoso de la vivienda. La pared era mitad ladrillo, mitad estucado en la parte inferior. El pavimento del suelo era de madera, de un color más claro que el del zócalo.

    Los únicos muebles estaban al fondo del piso y eran los de la cocina, con formas rectas y colores uniformes, en blanco y negro. La pared frontal de la cocina estaba pintada de blanco, y la encimera era de mármol del mismo color. Los ventanales eran muy altos e inundaban de luz natural la gran sala. Los antiguos dueños habían dejado colocadas unas cortinas de gasa blanca, muy fina. De vez en cuando la brisa las levantaba, dando un aspecto de frescura al am­biente.

    El precio no era desorbitado. Con la venta de la casa, más el dinero de la herencia de John Dumont, a Allison no le preocupaba demasiado. El piso se ajustaba a lo que buscaban, aun así la mirada de ella seguía transmitiendo apatía. Durante la visita, el agente in­mobiliario intentaba convencerla de la oportunidad que suponía un piso como aquel en el centro de Toronto. Insistía en que estaba muy bien comunicado. Hablaba sin parar, pero parecía que solo Mark atendía a su perorata comercial. Allison intentaba convencerse de que irse de su antiguo hogar sería lo mejor para los dos. No era so­lamente un cambio de residencia, debía ser un nuevo inicio en su vida junto a Mark, borrando el último año y medio que tanto les había marcado. Ante la actitud distante de la muchacha, el vendedor se seguía esforzando enumerando las ventajas del piso, hasta que Allison le interrumpió.

    —Está bien. Nos lo quedamos —dijo Allison.

    —Estupendo… —dijo un poco asombrado el vendedor—, entonces podemos formalizar el acuerdo hoy mismo —añadió más despacio—, si a ustedes les parece bien.

    —¿Estás segura? —le preguntó Mark algo sorprendido ante el cambio de parecer.

    —Sí. Claro, es lo que querías, ¿no es así?

    —Debemos quererlo los dos.

    —No te preocupes tanto —dijo con una sonrisa forzada—. Que sí, estoy convencida.

    Mientras Mark y el vendedor se dedicaban al papeleo, ella se acercó a una de las ventanas, apartó la cortina y se sentó en el al­feizar. Durante unos instantes pensó en su jardín, el que tanto cui­daba su madre. La imaginó en una tarde cualquiera, arrodillada, sembrando con sumo cuidado plantas que florecerían durante la primavera. Intentó apartar de su mente aquellas imágenes. Se de­dicó a observar a los transeúntes: estudiantes, amas de casa, hom­bres con traje y portátiles, algún mendigo, gente de todas razas y condiciones que se cruzaban sin verse. No sabía por qué, pero sentía que su mirada traspasaba los cuerpos de la gente, como si el alma de los desconocidos se le mostrara por algún motivo.

    Regresaron pronto a su antigua casa situada en el municipio de East York. Mark se dedicó a preparar una barbacoa en el jardín. Cenarían con Curt y Jack. Allison se quedó en la cocina cortando algunas verduras para asar y una ensalada con gran cantidad de ingredientes frescos. Sobre las siete, sus dos invitados llegaron puntuales a la cita.

    Hacía meses que no se encontraban personalmente, sin em­bargo, las llamadas telefónicas entre Curt y Allison eran constantes, cada quince días. Era él, Curt, quien le llamaba para saber si nece­sitaban algo o se sentían intranquilos. Esta vez la cena respondía a una llamada de ella tras recibir varios mensajes a través del chat LIGHT.

    Cuando los dos haytares llegaron, Allison abrazó a Curt es­pontáneamente. Todavía recordaba el día en el que él les rescató en Rotterdam. Se sentía en deuda con el policía que ahora era uno de sus mejores amigos. De los dos agentes, Curt era el menos expre­sivo, y ante las muestras de afecto de Allison solo esbozaba una media sonrisa.

    Jack era mucho más hablador e intentaba que la relación con la pareja fuera algo más cercana. Desde que se conocían, él había estado siempre en un segundo plano.

    En cambio la relación entre los dos policías, Curt y Jack, era muy estrecha. Ninguno de los dos colonos se veía viviendo lejos el uno del otro. No tenían pareja, ni tampoco muchos amigos huma­nos. Se centraban en la colaboración con otros colonos, intentando proteger al mayor número de ellos, tanto a los recién llegados, cómo al resto de haytares que ya llevaban algún tiempo en la Tierra.

    Al acabar la cena quedaron sobre la mesa unas cuantas hamburguesas en una bandeja blanca. Solo los cuencos con las en­saladas estaban vacíos, apenas quedaban unos canónigos, humedecidos por el aceite, pegados a los lados.

    —¿Siempre tenéis tan poco apetito? —preguntó Mark, que sí había comido dos hamburguesas y un filete poco hecho.

    —Nuestro cuerpo, aunque es casi totalmente humano, todavía tiene memoria en su ADN, y en Haytar la comida escasea. Nos adaptamos a ingerir lo que necesitamos. Lo más básico.

    —¡Vaya! —Dijo Mark después de beber un trago de su cerveza—. Sería ideal que nosotros llegáramos a equilibrar nuestro apetito con el gasto calórico.

    —Eso no quiere decir que no disfrutemos de la comida — añadió Jack—, pero creo que de un modo distinto al vuestro.

    —¿Qué ocurre Allison? —dijo Curt al observar la ausencia de Allison en aquella conversación y otros silencios que se habían producido durante la velada.

    Ella trató de disimular ante Mark. No quería preocuparle excesivamente.

    —Es por el traslado. Me entristece abandonar esta casa.

    —Deberías saber que aunque te vayas lejos de aquí, tus padres se irán contigo. Allí donde estés, estarán ellos —dijo Curt mirándola a los ojos.

    —No es fácil, dejaré parte de mis recuerdos, de mi infancia, entre estas paredes.

    —Una nueva etapa siempre nos asusta, pero has demostrado que eres una mujer fuerte. Y tienes a Mark a tu lado —dijo Jack.

    —Lo sé. Pero a veces me pregunto cuándo acabaran los cambios, cuándo volveré a ser yo misma.

    —Nunca —respondió tajante Jack.

    Mark frunció el ceño.

    —¿A qué te refieres? ¿Acaso nos escondéis algo? Allison está preocupada por los mensajes, aunque yo ya investigué de dónde provenían y no encontré nada relevante. Llegaban de varios servidores: de Nueva Delhi, de Boston, de Bruselas. Pensé que serían colonos que intentaban ponerse en contacto con ella. Tampoco anunciaban nada importante, solo le preguntaban cómo estaba y poco más.

    —Nosotros no hemos enviado ningún tipo de correo o mensaje a través de chats con Allison. Pero quizás estarías más tranquila si nosotros investigamos a dónde nos llevan y de dónde provienen.

    —Podéis llevaos mi portátil —dijo ella.

    —No es necesario —dijo Curt.

    Se quedaron en silencio. La noche quedó despejada de nubes. Sobre los cuatro se iluminaron las estrellas que parecían sincronizar sus destellos. Allison miró al cielo. Pensó en Haytar, sus pensamientos le llevaron a imaginar un lugar determinado en el firmamento, un punto exacto, repleto de dulzura. Quizás en esos mismos instantes Yrfo también la miraba a través de ondas invisibles. Los ojos de él tenían que estar mirándola, no sabía por qué, pero estaba segura de ello, o al menos así lo deseaba.

    —Debemos irnos, tenemos un día bastante ocupado mañana. —dijo Curt levantándose.

    —Me alegro de haberos visto. Cuando estemos instalados en nuestra nueva casa, esperamos repetir este encuentro. Solo que no podrá ser una barbacoa —dijo Mark sonriente.

    Al despedirse en la puerta, Allison volvió a abrazar a Curt. A él no le sorprendió el afecto que ella le demostraba. En la mirada de los dos se cruzó un largo adiós. De nuevo Allison se sentía incapaz de saber qué ocurría. Sus reacciones mostraban sentimientos escondidos que no entendía, ni porque precisamente en aquellos momentos afloraban descontrolados.

    Cuando se quedaron solos, Mark rodeó con su mano la cintura de Allison y la acercó hacia él, apretando su cuerpo contra el suyo. Ella se sintió arropada, aun así no podía olvidar su preocupación.

    —Seguro que esos mensajes no significan nada. Ellos lo descubrirán. Siempre nos han protegido.

    —Sí. Tienes razón —contestó Allison—, estoy cansada. Tenemos que empezar con el traslado mañana.

    Los dos subieron las escaleras que llevaban a las habitaciones.

    Aquella noche resultó inquieta para Allison, le costó dormirse, pensó que quizás era la tristeza de abandonar su antiguo hogar.

    Capítulo 2

    Aunque su sistema nervioso enviaba la orden a su cerebro para abrir los ojos, sus parpados se negaban a hacerlo. Le pesaban enormemente. Se agotaba al intentarlo. Una y otra vez.

    No tenía conciencia de cuantas horas llevaba inmersa en aquella lucha, ni quien la había atado con unas correas a una cama de unos 80 centímetros, una medida pequeña, acorde al lugar donde se encontraba. Era una habitación muy reducida, con muy poca luz. Lo sabía porque en algún momento consiguió abrir casi totalmente el parpado izquierdo.

    Olía a sal, y el vaivén le confirmaba que se trataba de algún tipo de embarcación. Movió el brazo derecho, dando pequeños tirones con el hombro hacia arriba, tratando de pasar su delgada mano a través de la anilla que la sujetaba al somier. Al hacerlo se dio cuenta que tenía una aguja fina clavada por donde el suero de una bolsa, que colgaba al lado de la cama, le entraba gota a gota. No podía gritar, una cinta pegada en los labios se lo impedía. La ropa que llevaba parecía una bata de hospital, de una tela fina y suave. Le dolía la cabeza y pensó que sería por los fármacos que debían haberle suministrado y que posiblemente todavía entraban en su sistema sanguíneo a través de la cánula. Sentía la cabeza embotada, con un dolor difuso y amplio, acompañado de unos leves pinchazos en las sienes a ritmo de latidos. Notaba el bombeo de la sangre pasando por las venas, a los dos lados de su frente, convirtiéndose después en un eco doloroso dentro de su cráneo.

    Puso toda la atención en cualquier detalle sensorial que pudiera percibir. De vez en cuando oía pasos encima de ella. Sonaban fuertes. Unas veces lentos, otras rápidos.

    El sudor empezaba a empaparle parte de la espalda. Intentaba mantenerse lo más lúcida posible, pero estaba segura que el contenido del suero no le permitiría hacerlo. Las sustancias que llegaban a su sangre debían llevar algún inhibidor que bloqueaban sus sentidos de haytar, no era capaz de captar los pensamientos de quienes la tenían secuestrada.

    Parecía inútil resistirse a aquella situación, pero luchó desesperadamente para traer a la memoria la última noche. Ráfagas de imágenes aparecieron en su cabeza. Había estado en casa de Lucía, cenando, hablando como otras veces de sus recuerdos, y del hijo mayor de Lucía, Tomás, que permanecía más tiempo en la clínica veterinaria junto a ella que ayudando a su madre en el hostal. En las imágenes veía sus propias manos sosteniendo una planta. Quiso sonreír al sentirse capaz, a pesar de su casi total adormecimiento, de reconocer la flor y lo que significaba, pero la cinta en la boca no le permitía hacerlo. La orquídea era una Phalaenopsis, de la plantación que todavía conservaba en el jardín y que Yrfo cuidaba cuando estaba en la Tierra. Sabía que él querría habérsela regalado a Lucía.

    Los gratos recuerdos desaparecieron cuando una gota de sudor resbaló por su frente hasta su ojo derecho, devolviéndola al lugar donde se encontraba. Quiso concentrarse en recordar cómo había llegado hasta allí, pero era incapaz de recuperar esos últimos instantes en su mente.

    Sus parpados volvieron a cerrarse por completo.

    Ya no le quedaban fuerzas para que los pequeños músculos orbiculares subieran una vez más. El cansancio pudo con ella. Pasó de la vigilia a un sueño profundo. Antes de llegar a ese estado, su mente le mostró al Yrfo humano gritándole por su nombre: ¡Amufer!

    Aquel mes de junio, en Puerto Viejo, el calor empezaba a ser insoportable. Los turistas ya ocupaban casi todas las habitaciones del hostal de Lucía. El lugar seguía casi igual que cuando Yrfo se fue. Los colores de las paredes, azul añil y verde clorofila, habían sido repintados durante los meses de invierno, y el viejo mostrador remplazado por otro nuevo. La ducha había sido rehabilitada con unas baldosas azules, pero seguía en el mismo lugar, en la parte trasera de la casa. Todas las habitaciones estaban ocupadas la mayor parte del año por turistas, excepto la que Yrfo utilizó cuando llegó a Costa Rica. Lucía la conservaba vacía. Para ella resultaba un pequeño santuario, dedicado a alguien que no iba a regresar nunca más a su vida. Aun así, no renunciaba a que aquella estancia le recordara las horas vividas con él.

    Durante los últimos meses, su vida había cambiado notablemente. Sus hijos habían crecido y ya no la necesitaban tanto. Tomás, el mayor, todavía estudiaba en San José la carrera de veterinario. Cuando estaba en Puerto Viejo seguía ayudando a su madre en el hostal. El hijo pequeño de Lucía, Abel, iba a la escuela todavía.

    María, la suegra de Lucía, estaba enferma y ya casi no podía ayudarle en el negocio. Diez meses antes tuvieron que contratar a Andrés, un antiguo amigo de la familia.

    Andrés tenía casi la misma edad que Lucía y estaba divorciado de su mujer, con la cual tenía un local de comidas caribeñas en el centro de Puerto Viejo. Tras su separación, él decidió buscar empleo en otro lugar del pueblo. Cuando comenzó a trabajar en el hostal de Lucía, la complicidad entre los dos fue inmediata. Poco a poco la compañía de aquel hombre sustituyó parte del vacío que Yrfo había dejado en el corazón de Lucía.

    La suegra de Lucía conocía a Andrés desde niño y veía con buenos ojos a la pareja. Aunque la anciana seguía en contacto con su hijo, el ex marido de Lucía, había decidido quedarse cerca de Lucía y sus dos nietos el resto de sus días.

    Cuando Tomás pasaba algunos días en Puerto Viejo, combinaba el trabajo del hostal con las visitas a la clínica veterinaria de Amufer. Su madre no se lo tenía en cuenta, sabía que era lo que más le gustaba y que le serviría para su profesión cuando terminase sus estudios. Al muchacho, no solo le gustaba aprender en la clínica, estar cerca de alguien tan especial como Amufer le parecía un privilegio. Él no sabía quién era ella en realidad, ni siquiera que no pertenecía a su mundo. Su madre nunca le confesó la procedencia de Yrfo y Amufer. La decisión de hacerlo correspondería a la

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