A merced de Dios
Por L. L. Fine
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Un rabino de Nueva York, Jeremiah Neumann, descubre la existencia de su hermano gemelo perdido y queda atónito al enterarse que su gemelo idéntico es un sacerdote. Ambos hermanos viajan a Polonia para descubrir quiénes son realmente y revelar el terrible secreto de su sangre.
Polonia, Segunda Guerra Mundial.
Una angustiada joven judía sacrifica su vida para salvar a sus bebés gemelos. Varias décadas después, en Nueva York, el rabino Jeremiah Neumann descubre la existencia de su hermano gemelo perdido. Corre impacientemente a conocerlo, pero se lleva una gran sorpresa al descubrir que su gemelo idéntico es un sacerdote católico.
Ambos hermanos viajan a Polonia para descubrir quiénes son realmente. Página por página van revelando el terrible secreto de su aterradora herencia reviviendo un antiguo y terrible mal que de nuevo amenaza con llevarse la vida de los gemelos. ¿Sobrevivirán esa nueva tormenta?
A Merced de Dios es un libro cautivador que no podrá soltar. Le llevará a las profundidades de la maldad humana, donde la crueldad y el coraje se encuentran, y donde la fe y el destino son uno solo. Su escalofriante trama embiste contra los cánones de la religión y hace fuertes preguntas acerca de la naturaleza humana, la fe y la existencia.
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A merced de Dios - L. L. Fine
A Mis difuntos abuelos
Helena y mendel faintuch,
y mis otros 6 millones de parientes
––––––––
Contenido
Tiempos de guerra
Hermanos
Reunión
Tish
Pesadillas
Nabradosky
Fantasmas
Mentiras
Revelaciones
Réquiem
Epílogo
––––––––
AGRADECIMIENTOS
Primero que nada, quisiera agradecer a mi editora, Julie Phelps, por sus sabios consejos, gran habilidad y conocimiento; a mi esposa, ya que sin ella nada de esto sería posible; y a mis hijos – por brindarme esperanza en tiempos de oscuridad. Todos los eventos, nombres y lugares descritos aquí son completamente ficticios.
Tiempos de guerra
De la boca de los niños y de los que maman, fundaste la fortaleza, a causa de tus enemigos, para hacer callar al enemigo y al vengativo...
(Salmos 8:2)
––––––––
Aún podía lograrlo.
Quizás.
Las ramas congeladas de los árboles la azotaban, pero no la detenían. Podía lograrlo. Lo haría. Derecha, izquierda, derecha, izquierda. Pum pum, pum pum.
Sus pies se sumían hondo en la nieve, golpeando contra las ramas caídas. Dolía, pero quizás aún tenía una oportunidad. La guerra había terminado y la zona era... ¿amigable?
Si corría lo suficientemente lejos, lo suficientemente rápido, tal vez podría salvarse a sí misma. Y a los niños. Era lo más importante.
Derecha, izquierda, derecha, izquierda. Pum pum, pum pum.
El aire le quemaba al respirar y el pequeño cesto de mimbre en donde llevaba a los gemelos fatigaba sus manos, sus hombros, su espalda. Reposicionó sus manos, se llevó el cesto al cuerpo y lo sujetó con más fuerza. Cerca de su pecho, cerca de su alma.
Pum pum, pum pum. Derecha, izquierda. Pum pum.
Sus brazos adoloridos, sus manos gritando. Pero ella no escuchaba. No cedió ante las suplicas de sus manos, sus piernas o sus pulmones. No había tiempo para eso. Aún no. Ahora solamente había una meta: llegar al otro lado del bosque. Escapar. Escapar.
Deliberadamente escogió la ruta más larga e intrincada. Deliberadamente renunció a la tentación del camino más fácil que también era el más apropiado para sus zapatos ligeros. Y ahora se encontraba entre el salpicar de las hojas y el suelo congelado, corriendo cada vez más y más lento, cuidándose del golpe de las ramas y las raíces traicioneras. No debía caer. No debía detenerse. Detrás de ella...
Pero ella no miraba hacia atrás.
*
La Muerte iba tras ella, persiguiéndola con un certero rifle de cazador. Se trataba de un hombre vestido con botas de campesino, pantalones grises de lana bien confeccionados y un grueso abrigo de cuero. La Muerte no sabía moverse en este bosque tan bien como la fugitiva, pero aun así lo suficiente para darse cuenta hacia dónde huía.
El camino. Trataba de alcanzar la seguridad del camino.
Él siguió, maldiciendo los últimos tres años en los que había descuidado su entrenamiento diario y formado, en su lugar, una barriga de granjero.
Ocasionalmente veía destellos de un camisón azul entre las ramas y sabía que se estaba acercando a ella.
Para empezar, ¿cómo se me pudo haber escapado?
No quería admitir la respuesta, no quería ni siquiera pensarlo. Él era la Muerte, su meta era la muerte, nada más importaba ahora. Sabía lo que tenía que hacer.
Derecha, izquierda, derecha, izquierda, pum, pum, pum, pum.
La persecución continuaba.
*
El eco de los disparos aún resonaba en sus oídos, especialmente aquel estallido que pasó por su rostro al salir de la cabina. El mismo estallido que laceró parte de su mejilla. ¿Aún sangraba? No lo sabía. Derecha, izquierda, derecha, izquierda, pum, pum, pum, pum.
Respirando con dificultad, miró a los gemelos y ellos, a su vez, la contemplaron con una mirada redonda y confiada. ¿Por qué su madre los llevaba a correr al bosque? No lo sabían. Y permanecían así, lado a lado, mirando a su madre jadeante de dolor y pensando aquello que piensan los bebés en el polaco fragmentado que comenzaba apenas a formarse en sus mentes.
Derecha, izquierda, derecha, izquierda, pum, pum, pum, pum.
¿Ya lo había perdido?
¿Acaso la Muerte había vagado hacia otra dirección en el bosque gélido?
Hacía algunos minutos que no escuchaba la voz de la Muerte. Decidió de pronto, algo que sus silbantes pulmones le agradecieron, bajar el ritmo y detenerse a escuchar. Silencio.
*
La Muerte miró a su alrededor, derecha e izquierda, y escuchó también.
Solamente árboles congelados, todo en silencio.
No había ningún rastro de sonido, ni siquiera un atisbo del camisón azul.
¿Dónde podría estar?
El bosque estaba callado, mirándolo con una calma apabullante. Maldijo al aire y dio unos pasos más. De pronto se hallaba en un lugar completamente desconocido. ¿Hacia dónde estaba el camino? ¿Dónde estaba Helena? ¿Dónde estaban los niños?
¿Hacia dónde debía ir?
Calma.
Silencio
Ni rastro de algún sonido, ni un atisbo de aquel camisón azul.
Por un mero impulso, la Muerte amartilló el rifle en sus manos.
*
El disparo lastimó violentamente el oído de los gemelos, quienes de hecho habían estado disfrutando bastante del extraño paseo hasta ahora. Con su madre petrificada, tratando de contener lo que le quedaba de aliento, reaccionaron de la única manera que los pequeños responden al dolor.
Helena los miró con horror creciente. A punto de desfallecer, los colocó sobre su regazo y trató de calmarlos.
¡Silencio! ¡Los escuchará!
Pero fue en vano. Su rostro angustiado, suplicando silenciosamente, solamente les hizo llorar con más fuerza. Lloraron y lloraron, largo y tendido. De pronto se dieron cuenta de que algo estaba mal. El paseo no era sólo un paseo. Lloraron porque hacía frío, porque estaba oscuro debajo de los árboles. Lloraron porque habían llorado y lloraron por que la Muerte estaba muy cerca.
Un fugaz pensamiento cruzo la mente de Helena...
No hay esperanza... ¿quizás puedas salvarte a ti misma? Quizás si los dejas... y corres por tu vida, hacia la libertad, hacia...
Sacudió ese pensamiento y comenzó a correr de nuevo con los gemelos en sus manos, sollozando, gritando y llorando.
Pum, pum, pum.
*
La Muerte la seguía de cerca. La veía cada vez más entre los árboles, el azul de su camisón resaltando entre gris y verde. Aceleró el pasó y acortó la distancia rápidamente.
Y podía escucharlo detrás de ella, olerlo, sentirlo acercarse. Un depredador.
El camino estaba cerca, pero no lo suficiente. La rapidez con la que corrió al principio se había convertido en un renquear desesperado. Dentro de sus sandalias rotas los pies comenzaban a congelarse y entumirse. El sudor hacía que el camisón se le pegara a la piel, paralizándola del frío.
Y sus pisadas tras ella. Tan pesadas, tan cercanas.
Derrotada, se detuvo.
A unos metros antes de la orilla del bosque y el inicio de la vida, cayó sobre sus rodillas, con el cesto todavía aferrado al cuerpo, apenas respirando, resoplando de dolor.
La Muerte se detuvo tras ella, ligeramente agitado. Sonriendo un poco. A través de la mira de su rifle pudo verla levantarse lentamente y darse la vuelta. Ella lo miró, y como una súplica desesperada, levantó el cesto un poco.
¿Se atrevería a hacerlo? ¿Podría...?
Él sacudió la cabeza casi imperceptiblemente. Lenta y dolorosamente ella se dio la vuelta una vez más y se tambaleó hacia la orilla del bosque, al camino abierto.
Por unos segundos acarició la idea de saltar hacia la luz, incluso escapar, pero en su corazón sabía que no tenía oportunidad. La Muerte podría llegar pronto y llevarse a los tres, no sólo a ella.
*
El sol brilló por un instante entre las nubes, iluminando los rostros de los gemelos como un halo radiante, acallando su llanto y sonriéndoles. Y ellos también le sonrieron, llenando a Helena con una oleada de amor puro e infantil. El leve brillo de la cadena que su madre llevaba atrajo su atención. Nunca antes habían visto esa Estrella de David dorada.
Helena besó suavemente a cada gemelo en la frente, despidiéndose de ellos por última vez con una bendición y los colocó gentilmente sobre el camino. Les dio un último vistazo, con el corazón en pedazos, y regresó al oscuro bosque. Hacia la Muerte, quien la esperaba con el gatillo listo.
Helena se le acercó con firmeza, sin preocupación y sin miedo. Decidida. Incluso a sólo cuatro metros, una distancia que antes habría sido suficiente para hacerla retractarse, ella siguió acercándose, obligando a la Muerte a retroceder un paso. Sus ojos negros quemando el rostro del hombre mientras continuaba acercándose, un paso tras otro. Él retrocedió, casi asustado, incapaz de mirarla a la cara. Otro paso y otro paso...
*
Un fuerte disparo resonó en el oscuro bosque de nuevo, una parvada de aves escapó de la cima de los árboles.
Y cerca del camino, solos en su cesta, los gemelos comenzaron a llorar una vez más.
Hermanos
Me dijo Jehová: Del norte se soltará el mal sobre todos los moradores de esta tierra.
(Jeremías 1:14)
––––––––
Muerte.
Para la mayoría de las personas ésta ocurre sólo una vez en sus vidas.
Pero para el Rabino Jeremiah Neumann, las cosas eran un poco diferentes. ¿Cómo podrían no serlo? Él era el principal responsable de las muertes en su comunidad. Era el Gran Rabino a cargo de cientos de buenos judíos, abarcando varias cuadras al sur de Brooklyn. No para los judíos ortodoxos, ellos tenían su propio hombre a cargo de las muertes; tampoco de los conservadores o reformistas, sino de los ortodoxos no practicantes
. Claramente no se trataba de gente religiosa, pero que aun así necesitaban la presencia de un rabino en sus vidas.
Y en sus muertes, por supuesto.
¡Y vaya que se morían! Aparentemente los judíos se mueren por montones, Jeremiah solía bromear al respecto consigo mismo. Pero fuera de bromas había una verdad no tan dulce. Su comunidad estaba envejeciendo, disminuyendo. Cada persona, al morir, se llevaba a la tumba una pequeña porción del alma de Jeremiah, sus memorias, su vida.
El viejo vecindario iba quedando gradualmente abandonado. Los edificios de ladrillos rojos eran lentamente desocupados por sus habitantes judíos. ¿Hacia dónde habrían migrado? Manhattan, Long Island, incluso Nueva Jersey atraía a los jóvenes y viejos. Bueno, los viejos van a donde van los viejos.
Así sucedía aquel último día de invierno del fin del segundo milenio. Por enésima vez, Jeremiah estaba de pie bajo la lluvia, rezando y orando por otra persona que había muerto. Otro pedazo de historia que desaparecía, otro capítulo en su vida que llegaba a su rotundo final.
"El malei rachamim..." clamó esa desgarradora oración fúnebre hacia el cielo nublado, extrayendo el dolor y sollozos de la audiencia que acompañó al honorable difunto en el trayecto hasta su última morada.
"... Shochen bameromim... "
El cántico de oración luchaba ferozmente contra el viento, y las antiguas palabras hebreas llenaron los alrededores con una atmósfera sagrada de profunda pena, así como de rápido desahogo, de aceptación del destino.
Jeremiah lo tenía bien practicado, pero nunca era capaz de parar las lágrimas que brotaban de sus ojos. Eran reales, sus lágrimas, tan reales y tan amargas que seguido se preguntaba de dónde venían. Pero, ¿dónde se hallaba ese pozo del cual extrae el alma sus lágrimas y el hombre su pena?
Jeremiah no lo sabía.
Pero continuaba dirigiendo el servicio fúnebre, cantando en voz alta la última oración con una clara voz de tenor mientras sus lágrimas se mezclaban con la lluvia que corría por la orilla de su sombrero y humedecía su barba canosa.
Y la ceremonia continuó.
Y la ceremonia murió.
Finalmente, cuando los últimos familiares permanecieron, llorando, de frente a la nueva tumba, Jeremiah se permitió entrar al edificio principal de la funeraria, donde se lavó las manos y el rostro, se purificó y salió al estacionamiento.
Su automóvil, un Honda Civic de hace dos años, lo esperaba solitario en medio del estacionamiento. La lluvia se había intensificado mientras caminaba, así que Jeremiah aceleró el paso y finalmente entró escurriéndose y cerró la puerta de golpe contra la lluvia.
Lanzó un vistazo al asiento junto a él. Sí, la cinta seguía ahí, esperándolo junto al sobre militar dentro del que había llegado hace unas cuantas horas. Jeremiah suspiró suavemente. De todos los días posibles... ¿Qué no podían haber asaltado su auto hoy? Qué mundo... lo que daría en ese momento para que esa cinta desapareciera de ahí, de su vida, que desapareciera de... no importaba. Encendió el auto y avanzó lentamente sobre el asfalto húmedo de la entrada. Contempló por un instante la cinta en su mano, mirando las pocas palabras escritas en ella, una y otra vez.
A mi padre.
Puso la cinta en el reproductor y comenzó a escuchar.
*
A varios miles de kilómetros de distancia, en una de las bases de entrenamiento más grandes del ejército estadounidense, Eva empacaba algo de ropa dentro de una pequeña maleta. Dobló cada prenda con movimientos vigorosos y breves, totalmente consciente de la intensa mirada de Miguel sobre ella. Eva sonreía para sí misma. Amaba el efecto que su cuerpo desnudo tenía sobre Miguel. Era tan... notorio.
Rápida y eficientemente colocó un poco más de ropa en la maleta, empacó champú, un cepillo de dientes y par de zapatos extra. ¿Suficiente? Sí, decidió, y comenzó a vestirse. A pesar de estar a mediados del invierno, no se cubrió de ropa abrigadora. Amaba el frío y funcionaba muy bien en él, mucho más que Miguel, por ejemplo, quien lograba moverse cómodamente sólo a cierta temperatura. Incluso ahora pudo notar que no había salido de debajo de las cobijas, sólo la miraba juicioso.
¿Estás segura de que quieres volar hasta allá?
Ella prefirió no contestarle y continuó escogiendo su ropa. Sus pantaletas se ajustaban perfectamente sobre su trasero y un sostén deportivo le cubría los pechos. Ahora sólo quedaba el asunto de los pantalones. ¿Los marrones?
No te contestó, ¿verdad?
Era verdad. Ella había esperado por lo menos una llamada telefónica de su parte, diciéndole que había escuchado, que entendía o que no entendía, que la invitaba a venir o que simplemente se podía ir al carajo. Pero la llamada nunca llegó y eso le molestaba. Estaba preparada para discutir con su padre, pero el hecho de que la ignorara. Ese era un golpe bajo.
Recordaba lo difícil que había sido escribirle aquella carta. Lo estúpida que fue al hacerlo. Recordaba cómo el papel absorbió todo el resentimiento, toda la emoción, hasta que la pluma simplemente se rehusó a seguir escribiendo. Recordaba cómo arrugó el papel y decidió grabarse en su lugar. Eso no había sido fácil. Aunque, después de todo, ¿qué le había dicho? ¿Que se había graduado de la escuela de medicina? ¿Que ahora era un oficial médico del ejército y planeaba especializarse medicina de urgencias? ¡Eran noticias tan inocentes! Era lo natural (¿a quién engaño?) para una madura chica estadounidense que quiere entrar a una profesión fascinante y anunciárselo a su familia...
A su padre.
Así que agregó algunas cosas más a la cinta. Unas cuantas cositas más... pero tan importantes. Confía en que tu papá, el honorable rabino, sabrá escuchar entre líneas. Sabrá escuchar acerca de Miguel, acerca de Alemania... no puedes ocultárselo. Ella no quería ocultárselo.
Así que siguió vistiéndose.
Miguel continuó evaluándola con esos ojos marrones, investigando. Se levantó pero permaneció sentado en la cama, no estaba listo para levantarse. De cualquier