Un motivo para vivir
Por Ruth Langan
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El periodista Adam Morgan había estado en los lugares más peligrosos del mundo. Finalmente, después de haber estado en el sitio equivocado en el momento equivocado, había acudido a La Ensenada del Diablo para curar las heridas de su cuerpo y de su mente. En las aguas del lago Michigan encontró la tranquilidad que tanto necesitaba... Y en los brazos de la pelirroja Sidney Brennan encontró una razón para sonreír, para reír y para amar. Pero no podía dejar que la pasión de la bella artista lo distrajera de los peligros que lo acechaban...
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Un motivo para vivir - Ruth Langan
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Ruth Ryan Langan
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un motivo para vivir, n.º 218 - agosto 2018
Título original: Retribution
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9188-890-1
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
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Prólogo
La Toscana - 1998
Sidney Brennan trabajaba rápidamente para capturar los últimos rayos de sol que se desvanecían y extendían sobre el paisaje pálido. La distante villa, con sus paredes de escayola y techo de tejas, estaba enmarcada con esas largas hileras de viñedos que allí crecían con tanta profusión. Mezcló las pinturas en la paleta hasta conseguir la tonalidad perfecta.
Al final abandonó la paleta y se tomó un momento para evaluar su trabajo. Aunque había captado la naturaleza del lugar en el que se alojaba, los cuadros no la conmovían. De hecho, la dejaban vacía.
Como su vida. Como su corazón. Como su futuro.
Lo mejor que se podía decir del cuadro es que era simplemente aceptable. No había pasión. Fuego. Cualquiera que lo contemplara reconocería ese lugar. Pero ¿experimentaría el deseo ardiente de vivir en él?
Ella sintió otro deseo. Se llevó una mano al estómago y comprendió que había olvidado comer. Otra vez. Recogió el lienzo y las pinturas, el caballete y el taburete, cargó con ellos y los guardó justo al otro lado de la puerta de la villa antes de dirigirse a la cocina en busca de comida. Media hora más tarde, estaba sentada en la pequeña terraza, comiendo queso y pan, acompañados de vino, mientras veía cómo el sol se ponía sobre las gloriosas colinas bañadas en tonalidades púrpura.
Esa hermosa villa de la Toscana tenía que haber sido su refugio mientras su corazón sanaba y ella se sumergía en la gran pasión de su vida. Había viajado a ese lugar siguiendo un sueño. A cambio, se había convertido en su prisión. El aislamiento con el que siempre había disfrutado en ese momento estaba lleno con de soledad absoluta. La acosaban los recuerdos. Recuerdos que habían empezado a afectar su trabajo. No podía negar que las obras que realizaba eran, en el mejor de los casos, mediocres.
Mientras bebía el vino, cerró los ojos a la belleza que la rodeaba y rememoró el mes anterior a graduarse en el instituto.
Unos globos plateados flotaban encima de la cama de hospital, anclados a un cubo de hielo pintado con una cara feliz. En el hielo se enfriaban champán y copas largas. El prometido, demasiado débil para ponerse de pie, estaba rodeado de almohadas. Llevaba puesta la chaqueta de un esmoquin por encima de la bata de hospital, con un capullo blanco de rosa sujeto a su solapa. Junto a la cama se hallaban sus padres, que intercambiaban miradas ansiosas y preocupadas.
Toda la familia Brennan se encontraba presente. El juez Frank Brennan, quien ejecutaría la ceremonia, estaba de pie junto a su esposa Alberta, a quien todos llamaban Bert. Su nuera, Charlotte, de sobrenombre Charley, se encontraba con sus nietas e hijas, Emily, Hannah y Courtney, vestidas con unos trajes de un rosa pálido que hacían que parecieran reinas del baile de fin de curso del instituto.
Por el intercomunicador sonó la marcha nupcial, y los pacientes y las familias se asomaron a las puertas de las habitaciones para ver cómo la joven prometida avanzaba lentamente por el pasillo del brazo de su padre, el doctor Christopher Brennan. A medida que se acercaban a la cama del novio, los que se hallaban en la planta de cardiología y que no tenían problemas para moverse los seguían, hasta que la habitación y el pasillo quedaron a rebosar de espectadores curiosos.
La novia se acomodó en el borde de la cama, al lado de su futuro marido, y le entregó el ramo a su hermana, Emily. Cuando la música finalizó, la joven pareja juntó las manos.
El juez carraspeó.
—Queridos presentes —se tragó el nudo que amenazaba su voz y se obligó a continuar con tono fuerte y claro—. Nos hemos reunido para celebrar una de las ocasiones más jubilosas. La unión de este hombre y esta mujer en santo matrimonio —cerró el libro y miró alrededor—. Sidney y Curt han escrito su propia ceremonia y sólo piden que compartamos este momento y les ofrezcamos nuestra bendición.
Con un gesto de la cabeza dio pie a la joven pareja, que se miraba con expresiones equiparables de amor y maravilla.
Primero habló el novio, con voz vacilante, deteniéndose a menudo para respirar hondo. A su lado, un aparato emitía beeps a juego con los latidos de su errático corazón.
—Sidney, la primera vez que te vi, con ese cabello rojo flotando al viento y esos ojos tan verdes como tréboles, tomé la determinación de llegar a conocerte. Pensé que no tendría ni una posibilidad, ya que eras la estudiante más popular del campus. Pero después de un encuentro, supe que anhelaba algo más que amistad. Percibí que estabas destinada a ser mi esposa.
Sidney sonrió.
—Eso puedo superarlo. Yo me enamoré de ti antes incluso de verte. Recuerdo contemplar una escultura de bronce de tres crías de pato. Uno acababa de caer por un brocal y los otros dos daban la impresión de que iban a seguirlo pronto. Quedé tan encantada con el trabajo, que permanecí contemplándolo una hora o más, maravillándome del hecho de que casi podía sentir sus plumas suaves y oír sus pequeños graznidos de angustia. Y una semana más tarde conocí al artista y supe que había conocido a mi espíritu afín.
El novio se llevó la mano de ella a los labios.
—No es así precisamente como yo había planeado nuestra boda. Y desde luego, no lo que había esperado para nuestro futuro. Pero doy las gracias por el tiempo que hemos tenido —cerró los ojos, como si incluso ese pequeño esfuerzo le costara mucho—. Le has dado sentido a mi vida, Sidney. Conocerte, amarte y saber que tú me amabas es suficiente para una vida entera.
Le soltó las manos y la suya cayó sin fuerza a un lado. Sidney se inclinó para darle un beso fugaz en los labios y sintió la falta de reacción. Al mismo tiempo, un aparato junto a la cama comenzó a emitir un beep continuo. A oídos de Sidney, fue el sonido más frío que jamás había oído.
El doctor Christopher Brennan se acercó a la cama y apoyó una mano en el pecho de su paciente. Al alzar la vista, se encontró con los ojos de su esposa.
Ella rodeó los hombros de su hija y la abrazó mientras Christopher movía la cabeza.
—Lo siento. Pensamos que podría haber tiempo suficiente. Pero es… demasiado tarde.
La madre de Curt lloraba mientras su padre permanecía al lado de ella, con aspecto perdido e impotente.
Una enfermera comenzó a llevarse a los demás fuera de la habitación.
Antes de que la familia pudiera salir, Sidney agarró el brazo de su abuelo.
—Espera, Poppie. Di las palabras. Necesito… necesito oír las palabras que nos habrían convertido en marido y mujer.
El anciano enarcó una ceja y miró a su esposa. Al ver el leve gesto de asentimiento, él carraspeó. Olvidado quedaba el libro que llevaba en la mano. En ese momento, simplemente improvisaría, y esperó que pudiera encontrar algo que decir que pudiera mitigar el dolor del momento para todos ellos, en especial para su dulce y querida nieta, quien siempre había parecido más delicada, más frágil que el resto de las hermanas.
—Todos hemos sido testigos de cómo os habéis jurado amor el uno al otro. Poco importa que no tuvierais la oportunidad de quedar unidos como marido y mujer, sino que vuestras intenciones fueran sinceras. No importa que un corazón se detuviera, pues el otro es fuerte por los dos. Y por eso declaro, por el poder que se me ha otorgado, que el juramento realizado este día será recordado por todos los aquí presentes, al igual que quedará registrado, estoy seguro, en el corazón de ambos para toda la eternidad.
Sidney abrió los ojos. El paisaje de la Toscana en ese momento se hallaba sumido en sombras. El aire había refrescado, obligándola a pasarse un chal por los hombros.
Había ido allí porque ése había sido el sueño de Curt. Era de lo único de lo que había hablado. De la graduación de ella, de su matrimonio y del año que pasarían en ese lugar exuberante y hermoso, viviendo en una villa antigua que pertenecía a un amigo de la familia, mientras estudiaban el máster.
Poppie solía decir que los planes eran lo que hacían las personas mientras la vida real se manifestaba a su alrededor.
Y entonces lo comprendió. No podía continuar viviendo el sueño de Curt. Debía vivir el suyo. En el mundo real.
Necesitaba regresar a casa, con su familia. De vuelta a La Ensenada del Diablo. A pintar las cosas que siempre le habían encantado. La naturaleza. La fauna silvestre. En especial las aves acuáticas. ¿Acaso no había sido eso lo que primero la había atraído de Curt?
Por primera vez en un año, sintió que la esperanza renacía. De vida. Curt estaba muerto y el dolor de esa pérdida jamás la abandonaría. Pero el sueño continuaba. Sólo que en ese momento tenía que ser su propio sueño. Su propia elección. Su propio futuro.
Debía encararlos sola.
Capítulo 1
La Ensenada del Diablo - Presente
Lo sé, Picasso. Siempre tienes prisa —Sidney miró al chucho flaco de pelo gris y duro que hacía que pareciera un cruce entre un estropajo de acero y un cepillo de metal. El invierno pasado lo había encontrado asustado en el bosque y quedó encantada cuando su anuncio en el diario local no dio resultado de encontrar alguien que lo reclamara como propio, pues la verdad era que ese perrito desastrado le había robado el corazón—. ¿Por qué no puedes estar sereno, como Toulouse?
El objeto de su alabanza, un gato atigrado de color negro y blanco que había aparecido meses atrás y se había establecido en su casa, estaba ocupado trazando ochos entre las patas del perro. Era extraño que esos animales tan distintos hubieran formado un vínculo instantáneo. Como si cada uno reconociera en el otro a un espíritu afín. Los perdidos y solitarios, buscando el amor y el calor del hogar, a alguien que cuidara de sus necesidades.
Pero mientras los cuidaba, Sidney también comprendía que ellos llenaban una necesidad en ella. Quizá fueran dos animales, pero eran alguien con quien hablar en el silencio del día. Cuerpos cálidos en la oscuridad de la noche. Compañeros a los que podía confiar sus secretos más íntimos, sin temor a que alguna vez se los revelaran a otros. La compañía que le daban mitigaba la soledad forzada que se había convertido en una parte necesaria de su vida.
—De acuerdo. Ya sé que es hora de irse —con un suspiro, vació el resto de la taza de café y la dejó en el lavavajillas antes de recoger el caballete y el lienzo, el estuche de madera que contenía sus pinturas y pinceles y un pequeño taburete plegable. Todo eso lo colocó en una vieja carretilla de madera.
En cuanto abrió, el perro y el gato se lanzaron a la carrera, listos para otro día de aventura.
Riendo, Sidney cerró la puerta de la pequeña cabaña que ya había empezado a considerar su hogar.
Al regresar a La Ensenada del Diablo había vivido en Los Sauces, la hermosa mansión frente al lago Michigan que pertenecía a su familia desde hacía más de cincuenta años. Ahí era donde vivían sus abuelos y donde su madre había pasado la noche de bodas con su padre. Era allí donde habían criado