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El criado y otras historias de aflicción
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El criado y otras historias de aflicción
Libro electrónico148 páginas3 horas

El criado y otras historias de aflicción

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Un magistrado engañado por una mujer termina por transferir su ira a un indefenso animal; un ama de casa frustrada se desplaza kilómetros solamente para descubrir, bajo el sol y las palmeras, el vacío de su propia existencia; un poeta anónimo, una infestación de piojos en la cabeza de una niña, el veneno de las redes sociales, los fantasmas de la escritura y de la vida, de lo que quisimos ser y no pudimos. He allí algunos de los elementos que recorren estos siete relatos en los que la existencia, aunque en compañía, se camina siempre a solas, a la velocidad de un suspiro, con sus pequeñas miserias y alegrías a cuestas, sin que nada quede de ella, al final, sino el polvo de la muerte y el vago eco de lo que fuimos.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 may 2020
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    El criado y otras historias de aflicción - Alma Mancilla

    Un magistrado engañado por una mujer termina por transferir su ira a un indefenso animal; un ama de casa frustrada se desplaza kilómetros solamente para descubrir, bajo el sol y las palmeras, el vacío de su propia existencia; un poeta anónimo, una infestación de piojos en la cabeza de una niña, el veneno de las redes sociales, los fantasmas de la escritura y de la vida, de lo que quisimos ser y no pudimos. He allí algunos de los elementos que recorren estos siete relatos en los que la existencia, aunque en compañía, se camina siempre a solas, a la velocidad de un suspiro, con sus pequeñas miserias y alegrías a cuestas, sin que nada quede de ella, al final, sino el polvo de la muerte y el vago eco de lo que fuimos.

    El criado y otras historias de aflicción

    Alma Mancilla

    Para N., que un día tendrá sus propias historias.

    La tortuga

    Que se vaya al diablo, pensó el magistrado Henríquez mientras cerraba con violencia la puerta de su apartamento en el cuarto piso de cierta populosa avenida de la ciudad. Era un apartamento bello, con muchos ventanales, varias habitaciones y un enorme salón comedor. Los cuadros que colgaban de sus muros eran casi en su totalidad piezas originales de un famoso pintor local; el magistrado los había adquirido a buen precio gracias a ciertas conexiones que nunca estaba de más desdeñar pero cuyos nombres, por discreción, era mejor no mencionar. Al principio, apenas pasada la conmoción, eso fue lo primero en lo que el magistrado fijó la mirada: en los soles y lunas y mares de insospechados colores, estridentes al punto de resultar dolorosos y como mandados a hacer para una escena así. Pensar que proyectaba llevarla a la playa en las vacaciones, se dijo mientras aguzaba el oído por si de pronto ella se arrepentía y volvía a subir. Como casi siempre, el magistrado iba vestido de traje y corbata, y la adolorida expresión de su redonda y sonrosada cara le daba el aspecto general de un pupilo en uniforme, un enorme niño castigado por alguna correría o por su falta de atención.

    Todavía apesadumbrado cruzó el amplio recibidor y se dejó caer, pesado como era, sobre el sillón de piel del gran salón. Se estremeció cuando de pronto, a la distancia, creyó distinguir el sonido casi imperceptible de unos pasos en la escalera; pero era imposible saber si estos subían o bajaban y, al final, pasaron de largo frente a su puerta y se alejaron, despiadados, en dirección hacia la calle, donde no tardaron en dejarse de oír. Qué lástima, se dijo con un suspiro. La verdad es que la habría perdonado sin rechistar. El olor del perfume de ella todavía impregnaba casi al punto de lo insoportable el aire de aquella habitación. Se trataba de un perfume muy caro, de esos que sólo usaban las grandes damas, pero en ese momento al magistrado le pareció el aroma de algún lejano lupanar, de una de aquellas casas de citas a las que hacía tanto que no acudía: una esencia que hacía pensar no en grandeza sino en depravación, en putas, en gente de poca monta y menor dignidad.

    Dejó escapar un pesaroso vahído y, pese a que era un hombre más bien friolento, se levantó y de un manotazo abrió de par en par las dos ventanas que daban a la calle. El aire frío del mes de febrero inundó el apartamento y, por un instante mínimo pero tangible, el magistrado sintió en el pecho una oleada de energía viril. El sentimiento, no obstante, fue momentáneo y, apenas pasados unos segundos, otro frío más interno lo abrumó: ella se había marchado y eso era innegable. Sobre eso no había vuelta atrás. En vez de un magistrado de la corte municipal se sintió uno de esos globos que vendían en las ferias, un juguete que, aunque recién inflado por los insuficientes esfuerzos de un niño o de un anciano, se veía ahora obligado por las penosas circunstancias a volver a su estado inicial, de cosa inerte, inservible y falta de vigor.

    ¿Por qué se le trataba así? No era justo. Se acordó que él mismo le había comprado a ella aquel perfume haría cosa de seis meses, cuando con suma alegría la invitó a mudarse con él. Estarás mejor, le había dicho. La casa y el barrio donde vives no van bien con una señorita como tú. El motivo por el que le hiciera aquel regalo se le escapaba ahora, y lo más probable es que no hubiese habido ninguno. Lo más probable es que se tratara de uno de tantos obsequios que él le hacía porque sí, para adularla, para convencerla, pero también para hacerle saber cuán importante era para él. Y el cielo sabía que en cuestiones monetarias o materiales, como también en todo lo demás, el magistrado había querido tratarla bien. Era cierto que en el juzgado le temían; que tenía por todas partes fama de implacable. Pero con ella no había tenido más que amabilidad.

    Y venir a hacerle esto. Venir a pagarle así…

    Con todo, quizá se lo debió esperar. Ya se lo decían sus amigos: Te estás metiendo en problemas, Paolo. Esa muchacha se ve que es de armas tomar. Él mismo lo había pensado, cómo no, aquella noche, la primera, cuando la conoció en el atestado bar que solía frecuentar, un sitio caro en el que, según decían, abundaban las acompañantes de buen ver. Esta es una buscona, le había susurrado al oído su minúscula vocecita interior mientras bailaba con ella al son de una canción popular. Esta no se va a tentar el corazón. De más está decir que el magistrado casi nunca le hacía caso a aquella voz, que encontraba de lo más latosa y, para cuando empezaron las melodías románticas, él ya estaba en su poder. ¡Era tan hermosa! ¿Cómo no languidecer de amor ante algo tan bello? ¿Quién, por Dios santo, lo podía culpar?

    Había durado sólo unos meses, es verdad. Él, que no era ningún adolescente ni tampoco tenía un pelo de ingenuo, siempre había sabido que lo que le sobraba en poder y en dinero le faltaba en atractivo y en encanto y, por eso mismo, nunca, ni por un segundo, se ilusionó de más. O tal vez sí. Tal vez ese había sido el problema. Tal vez él había esperado lo que ella en modo alguno estaba capacitada para ofrecer. Con todo, ¿por qué tenía que engañarlo con un subalterno? ¿Y en sus narices? ¿No era suficiente la sola humillación del abandono? ¿No bastaba el dolor de la derrota amorosa en sí? Ah, tristes verdades de mi alma acongojada, se dijo, aunque por más que intentó no supo de dónde le venía aquella frase, cursi como la que más. ¿La había leído en un libro? ¿La escuchó por ahí?

    Pensaba aún en todo esto cuando, de pronto, su mirada reparó, distraída e indolente, en el tanque que descansaba sobre una cómoda al fondo de la habitación. Era pequeño, de apenas unos cuarenta centímetros de largo. Estaba lleno de agua hasta la mitad y dentro de él flotaba, como una boya oscura, una pequeña tortuga de agua color verde oscuro. Las manchas ligeramente marrones de su caparazón le daban un leve aspecto militar, de diseño de camuflaje. Llevaba mucho rato inmóvil en el fondo del tanque, quizá intimidada por la presencia de aquel hombrezón, y sólo ahora, al constatar que no había peligro, se paseaba yendo y viniendo de un lado a otro, libre y pizpireta dentro del limitado espacio del que disponía para vivir. A veces rebuscaba en el fondo cubierto de grava multicolor, o sacaba la cabeza del agua, estirando mucho el cuello, como si algo en el foco que pendía de la cubierta metálica le llamara enormemente la atención.

    El magistrado la estuvo observando un momento, como sin entender de dónde había salido ese animal, hasta que su rostro se torció en una expresión indescifrable: La hija de puta la había dejado. Él mismo le había dado dinero para que la comprara hacía cosa de un mes, ahora lo recordaba. Y conste que no había salido barato: el tanque, la lámpara, los filtros, el alimento, había que ver la de cosas que podía necesitar un animal. Sin contar, desde luego, el precio del pequeño bribón. En un principio, cuando ella se lo solicitó, él no había querido. ¿Una tortuga? Qué espanto. Esos animales no eran buenos ni para el zoológico, mucho menos para tenerlos en la casa. El apartamento tampoco era una mansión, y un animal así sin duda iba a producir malos olores. Ella enseguida le aseguró que no, de ninguna forma: se trataba de animalitos muy simpáticos, y lo del olor siempre se podía controlar. Bastaba un poco de higiene y ya.

    Al final en aquello, como en todo lo demás, ella se salió con la suya. Vaya que sabía ser persuasiva, cómo no. Me hará compañía, había sido su argumento final, ése que al que al último minuto lo convenció: Paolo, querido, estoy tan sola aquí. Tú te pasas todo el día en la oficina. Ya ni siquiera te gusta que vaya yo sola al bar. Pues sí. ¡Y qué compañías se buscaba ella!, pensó el magistrado con amargura mientras se acercaba al tanque y miraba al quelonio con desinterés. Con la de tiempo que ella pasaba en la calle, o en las tiendas, váyase a saber con quién. Mentira, todo mentira. La prueba estaba allí, en que ahora ni siquiera había tenido la decencia de acordarse del bicho. No que le hubiera faltado tiempo, claro que no. Bien que había vaciado los cajones, y de su armario se había llevado hasta el último alfiler. Un problema más del que ocuparse, pensó el magistrado con dolorosa resignación. Una cosa más que resolver.

    Aquella tarde se marchó al juzgado todavía de muy mal humor, sintiéndose agotado y abatido, falto de energía como si lo aquejara una súbita enfermedad. Al otro día pensó fugazmente en la tortuga mientras desayunaba en un local cercano al tribunal, pero luego, en el transcurso de la tarde, entre papeles, oficios y querellas, la olvidó por completo. No volvió a reparar en su presencia sino hasta la mañana siguiente, después de comer, justo antes de volverse a marchar al tribunal. Pasaba por el apartamento a recoger un documento olvidado y era inevitable toparse con la pecera. Estaba a oscuras, pues nadie había prendido la luz. Y el animalito tenía hambre, sin duda, pues escarbaba con ánimo de poseso entre las rocas del fondo. Algo iba a tenerse que hacer.

    Al principio, el magistrado pensó en regalarle la tortuga a alguien, pero no se le ocurría a quien. De sus conocidos no había uno solo que tuviera pinta de amante de los animales, mucho menos si estos eran verdes y venían dotados de caparazón. En su opinión, estas eran cosas de adolescentes, y él mismo no tenía sobrinos o hijos, o amigos con hijos a quienes aquello hubiera podido ser de interés. Le pasó por la cabeza regresarla a la tienda, pero tampoco tenía idea, esa es la verdad, de en cuál había sido comprada, y descubrió que tampoco le interesaba saber. Así, y tras breve reflexión, el magistrado sencillamente decidió dejarla morir. Después de todo, aquella tortuga no era su problema. Y un animal muerto siempre era más fácil de tirar que uno vivo, eso de más está decirlo. En cuanto al resto del equipo, la pecera, las lámparas y todo lo demás, bueno, algo se tenía que perder. Algo se perdía siempre, cada día; la vida misma, se dijo, no era después de todo más que una pérdida sin fin. Descubrió que las cosas se le iban a facilitar cuando, por mucho que miró alrededor, no pudo dar con la comida del animal. Quién sabe. Tal vez ella la trajera en su bolsa. O tal vez se la hubiera llevado pensando en revenderla, o sólo Dios podía saber para qué.

    La vida del magistrado siguió su curso normal, es decir, el curso normal de cuando ella no existía en su vida, que es lo mismo que decir que siguió el curso al que él había estado habituado casi siempre, a excepción de aquellos pocos meses, de pronto tan lejanos, en los que la tuvo por efímera compañía. En ocasiones, cierto, el recuerdo de ella lo abrumaba, pero el magistrado se obligaba a no pensar. Además, su trabajo lo mantenía ajetreado y,

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