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Opus Tenebris: Antología Suprema de Terror Profundo
Opus Tenebris: Antología Suprema de Terror Profundo
Opus Tenebris: Antología Suprema de Terror Profundo
Libro electrónico428 páginas8 horas

Opus Tenebris: Antología Suprema de Terror Profundo

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Asombrosa antología de más de 30 cuentos de terror profundo compilados desde 2017 a 2020 y más de 300 folios de emociones extremas.

Sumérgete en las tramas más retorcidas y perversas; descubre fascinantes y remotos lugares reales y protagonistas que repasan increíbles y macabras historias desde la tradición de Guy de Maupassant, Quiroga, King, Allan Poe, Lovecraft, Bécquer o Matheson.
Asombrosa antología de más de 30 cuentos de terror profundo compilados desde 2017 a 2020 y más de 300 folios de emociones extremas.

*La Sequía.

Un ataúd para dos.

*Los Balcones.

La Luna del Oso Negro.

*El Extraño Caso de María Jesús Cabrerizo.

Las Diabolistas.

*La Archidocta Mágica.

La Cordillera de Annam..

*La Sombra de la Luna es Alargada.

Mantén mi tumba abierta.

*Las Hijas de la Silampa.

Moongazer

*La Neonata.

La Armadura de Nemegt

Hasta el cierzo tiene miedo.

*Nieve Bermeja, Nieve Roja.

Arrullo quebradizo para una occisa.

Hay un hombre esperando morir

Llantos Subterráneos.

El Cuervo, La Luna y El Cielo.

*Liber gigantum commorabitur

*Caminos Verdes y Nueva Carne.

*La Hermanastra

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 oct 2020
ISBN9781005451035
Opus Tenebris: Antología Suprema de Terror Profundo
Autor

Rogervan Rubattino

Licenciado en Psicología por la Universidad de Panamá en diciembre de 1999, también cursó estudios en el Conservatorio Nacional de Música de Panamá, y en la Universidad Santa María la Antigua donde obtuvo un Máster en Administración de Empresas con Especialización en Recursos Humanos en febrero de 2001.Fija su residencia en España en el año 2001Es formador de formadores .Obtiene el Grado en Psicología y la Mención en Psicología de la Salud e Intervención en Trastornos Mentales y del Comportamiento en el año 2016 en la UNED.Máster Universitario en Profesorado por la Universidad de Granada en 2018Máster en Trastorno del Espectro del Autismo Universidad de San Jorge de Zaragoza 2020También es estudiante de filología hispánica y antropología social.Rogervan Rubattino en la Red Mundial de Escritores (REMES)Para consultar su trayectoria como músico, compositor y cantautor visita Efluvios y SoundcloudBibliografía:Eximio y Víspero testamento de azares e impares (1990)Las fuerzas siniestras (1992)Centro de albas (1993)Rimas y Preludios Obsesivos (1994)Dios del muerto mar (1995)La Heráldica del Sueño (1996)Turno de Tempestad (1997)Cronos y espías (1999)El inmigrante (2002)Elide (2002)Recuerdos de Otras Vidas en Bosques de Olmos de Bronce (2003)Psicochamán (2005)Durganiel y Azagelia (2005)Moonchild (2006)Psycowitch (2006)Audioman (2006)Audioman Estelar (2007)Audioman Psibernético (2008)Obituario de Atracción (2009)Las Lágrimas del Espejo del Viento (2010)Almirante Victoria (2013)Manual de Esperas (2014)ASPERATUS: Florilegios Incompletos (1994-2014) (2014)Al Señor de la Torre de Juan Abad (2015)Novi Luminis Arpegios (2015)KIMBARA (2015)The Art of Forgetting (2015)IYALOODÉ: El Fuego que Ulula en ti (2015)Las aguas del río Oshún están llorando frío (2016)Los Poetas Merecen Morir (2016)Psicochamán Vititi (2016)Azul Magenta (2016)LA Anciana Ciencia del Cencio (2016)Las Nubes Negras también dan Lluvia Blanca (2017).Ninfomántica (2019)Opus Tenebris: Antología suprema de terror Profundo (2020)

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    Opus Tenebris - Rogervan Rubattino

    Arrullo Quebradizo para una Occisa

    Hay un Hombre esperando Morir

    Llantos Subterráneos

    El Cuervo, La Luna y El Cielo

    Liber Gigantum Commorabitur

    Caminos Verdes y Nueva Carne

    El Ritual de Los Niños Muertos

    Las Plañideras

    El Ángel y El Tahúr

    Las Lágrimas del Espejo del Viento

    La Demonóloga

    La Hermanastra

    Ánimas de Pies Desnudos y Sangrientos

    La Taxidermista

    Diez Cabezas de Cabra

    El Sembrador de Vientos

    Rabat

    El Lanzador de Cuchillos

    Amazonitas

    Nunca conozcas a tus Héroes

    La Zarpa del Irbis

    La Fuente del Cementerio

    El Ventrílocuo

    La Puerta de La Isla Andamán

    Octubre, Ceniza y Cal Viva

    La Bendición Maldita

    Demonios del Árbol Inverso

    Tus Ojos Me Augura el Final

    Sobre el Autor

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    Conecta con Rogervan Rubattino

    La Sequía

    Hace mucho que vivimos en este páramo donde no crecen las lágrimas ni las yerbas. La tierra es un paridero de grietas y colmenas de polvo que buscan cobijo en los ojos hasta hacerlos enrojecer de la aridez.

    Ayer, cuando intentamos enterrar a papá, el suelo era tan duro que nos sangraron las manos ya atestadas de ampollas, y luego de mucho intentarlo (a razón de la fetidez y el calor) resolvimos lapidarlo, para lo que fue necesario retirar aún más el cuerpo de la casa, para evitar los terribles hedores que provenían del cadáver.

    Había dejado de llover desde que tuve uso de razón, y los últimos vecinos del pueblo habían abandonado todo, al menos hacía más de tres meses. Solo la obstinación de papá nos mantenía todavía en este aciago lugar, donde la sequedad era como un color cruel que se clavaba entre los dedos y el paladar.

    Llegamos ocho y quedábamos siete, mamá yacía enferma desde hace diez días y no estuvo para enterrar a papá con el resto de mis hermanas. Tuvimos todas que comernos nuestro asco y tristeza para darle al menos algo cercano a una digna sepultura. Y a pesar de que lo logramos, todas teníamos en nuestras carnes la terrible sensación de que había muerto de sed, pues lo encontramos tullido de camino al pozo, que ya se había secado. Su rostro guardaba la mueca que se queda en los rostros de los finados cuando rosan la locura, esa insania contumaz que nos hizo venir a este lugar que nos iba marchitando poco a poco.

    Joanne ya hacía cinco días que había sufrido un choque de ansiedad, empeorado por la situación, el duelo y el infernal calor. Deambulaba desnuda a todas horas para mitigar la sensación de querer bañarse y refrescarse, y como aquello a los ojos del resto parecía un signo de flaqueza, decidimos secundarle y despojarnos de toda prenda, sobre todo para poder dormir, en las noches que parecían entrañas de brasas y hornos, más que plácidas horas de sueños reparadores.

    Anne, la que seguía a Joanne en edad, cuidaba de mamá, quien sufría de un cansancio repentino y paralizante, que la mayoría achacábamos a la deshidratación. Habíamos racionado siempre el agua de consumo, pero en los últimos meses al advertir la inminente marchitez del pozo, lo hicimos más, al punto que a veces nos turnábamos y pasábamos dos o tres días sin beber.

    Los golpes de calor eran constantes e incluso la sombra era un hervidero insoportable. Los animales que nos daban sustento poco a poco fueron muriendo, y al parecer a parte de la escasez de agua la comida empezó a ser un grave problema.

    Marianne, la tercera en edad, se encargaba de la racionalización de todo y de calcular la cuantía de suministros que nos quedaban. Su último balance nos indicaba que en menos de veinticinco días nos quedaríamos sin provisiones y que quizás solo un milagro salvaría nuestra precaria situación. Ella y sus largas guedejas rojas solo hacían contar, calcular y llegar siempre a la misma penosa conclusión: aquí no hay más nada que hacer.

    Susanne, la cuarta, era la más optimista de todas. Albergaba esperanzas de que algún día cayera un gran aguacero que lo remediara todo; cuidaba a los pocos animales que quedaban y también a algunas plantas de pimientos mustias, que ya no darían fruto en lo absoluto.

    Arianne, la quinta en edad, era sospechosa de haber perdido la razón. Permanecía siempre ausente y era habitual tenerla que ir a buscar, temiendo lo peor. Desde que la sequía se agudizó, dejó de hablar y relacionarse y por supuesto, la muerte de papá no fue un impacto que hubiera sabido encajar de ninguna manera.

    Los días y las noches eran eternas en aquel desolado lugar, en donde todas íbamos como fantasmas, mendigando agua cual ánimas sedientas de una redención que no acababa de llegar.

    Mamá no mejoraba, las altísimas fiebres nos hicieron dedicar más agua a los paños y Marianne ya advertía que debíamos buscar agua o idear otra fuente para refrescarla, ya que la situación no tenía pinta de mejorar. Así que Susanne y yo resolvimos salir en busca de agua planificando una salida más de la habitual para dicho menester.

    Salimos antes del amanecer y una vez más antes de ocultarse el sol para vencer la oscuridad y el cansancio que a esas horas golpeaba más sobre nosotras. Y aunque resolvimos no alejarnos demasiado, no hubo más remedio que ir más allá de los terrenos que ya habíamos explorado hasta la saciedad en busca de agua, con la esperanza de avistar a lo lejos algún pozo, arroyuelo o abrevadero que nos salvara de aquel infierno.

    Luego de mucho andar y de no encontrar nada decidimos volver, y cuando estuvimos a punto de emprender el retorno nos pareció ver a lo lejos un pequeño cobertizo junto a un árbol. Nos detuvimos dubitativas sin ponernos de acuerdo en ir hacia ese lugar o volver, empezaba a oscurecer y de no encontrar nada el cansancio sería muy peligroso de gestionar, por lo que llegamos a la conclusión que sería lo mejor volver al día siguiente con la luz de la mañana y con más fuerzas.

    Yo no pude pegar el ojo en toda la noche con la cabeza dándole vueltas al asunto del cobertizo, y si por casualidad allí pudiéramos encontrar algo o a alguien, que nos pudiera ayudar en nuestra desesperada situación. Elucubraba la posibilidad de que incluso pudiéramos encontrar grano o algún suministro; fantaseaba pensando que habría un pueblo cercano con abundancia de todo lo que nos faltaba, incluso de compañía masculina o cualquier persona que nos brindara ayuda.

    Cuando Joanne se enteró por Susanne de lo que pretendíamos, sus miedos afloraron y atacó con sus ideas paranoides. Nos hizo ver que sería infructuoso ir tan lejos y ponernos en peligro, ya que podía haber animales salvajes u hombres que al vernos desnudas abusaran de nosotras. Cuando le repliqué que podíamos volver a vestirnos, nos señaló con una mueca (que aparentaba sonrisa) un montón de ascuas humeantes.

    No paró a pesar de todo, de volcarnos improperios y razones para no ir a ese lugar, pero Susanne y yo hicimos oídos sordos y partimos sin dilación. Una vez en el emplazamiento nos fue imposible ubicar el cobertizo por más que anduvimos y aproximamos más o menos el sitio donde lo habíamos avistado el día anterior. Y cuando el cansancio hizo su aparición, pensamos que antes del anochecer lo volveríamos a intentar, ya que estaba claro que habíamos desviado el camino. Dejamos una pila de piedras y un rastro de ramas secas y volvimos a casa.

    Fue así como antes del anochecer volvimos siguiendo el rastro, y cuando empezaba a caer la noche, luego de mucho buscar desesperadamente y con la garganta ardiendo cual arena negra, avistamos el cobertizo in extremis.

    No lo pensamos.

    Nos fuimos directo hacia él, tirando a locas ramas secas tras nuestro paso. Íbamos caminando apresuradamente, luego corrimos hasta pegar carrera con el fin de apurar y darle término a la distancia, pero por más que apretábamos el paso el cobertizo parecía estar aún más lejos de lo que aparentaba.

    Exhaustas dimos bocanadas que parecían más estertores que otra cosa, y enseguida nos caímos de bruces, y el terrible cansancio nos hizo detenernos. La oscuridad que era ya casi total nos sorprendió, y arrastrándonos a duras penas nos devolvimos.

    Casi muertas llegamos a casa, solo para ser recibidas con los insultos de Joanne y las lágrimas del resto.

    Mamá había acabado de morir.

    Nuestros cuerpos desnudos y polvorientos por los tumbos y traviesas del recorrido de vuelta se postraron extenuados al pie del cadáver, sentí por un momento una culpa profunda y desgarradora. Susanne se revolvía en el suelo entre traumáticos sollozos. Anne, con la cara desencajada, salió de la habitación uniéndose al club de aquellas que habían recibido ya el cruel ósculo de la fatalidad y la locura.

    Aquella noche se hizo especialmente interminable, como de costumbre, Arianne no estaba; Marianne salió a buscarla, mientras Joanne nos seguía aguijoneando sin misericordia, a pesar de estar ahogándonos en aquella enlutada atmósfera de zozobra y desesperanza.

    Por fin amaneció, amortajamos el cuerpo de mamá como pudimos y entre Susanne y Marianne tiramos de ella por las piernas, mientras yo iba sosteniéndole la cabeza. Dimos voces para que Joanne, Arianne y Anne vinieran, pero ninguna contestó. Ante la insufrible tesitura, decidimos detener el traslado del cadáver. Me quedé yo con mamá mientras Susanne y Marianne fueron en busca del resto.

    Al rato volvió Marianne con Arianne, quien había sido descubierta recolectando orina en unos recipientes que ocultaba en unos arbustos tras los establos. Más tarde Joanne volvía con la cara enrojecida, como si se hubiera manchado con algo y se hubiera intentado limpiar la boca, iba cubierta de un polvo arcilloso de un color muy inusual.

    Juntas seguimos con el traslado del cuerpo con la intención de lapidarlo al lado de nuestro padre. En un tiempo más se unieron por fin Susanne y Anne lo que facilitó la tarea.

    El sol de justicia nos achicharraba los sesos con vehemencia, parecía que no íbamos a llegar nunca y de hecho, estuvimos dando vueltas con el cuerpo a cuestas sin dar con el lugar donde habíamos dado sepultura a papá. Cansadas y contrariadas discutimos amargamente asegurando unas y otras, entre gritos y suspiros, donde era el lugar y sin llegar a ninguna parte. Caímos todas desfallecidas unas sobre el cadáver y otras alrededor fruto del cansancio, el calor y la tristeza.

    Estábamos perdidas.

    Pasadas horas, despertamos en medio de la noche. No habíamos reparado en traer ni una cantimplora, ni algo que nos iluminara. Decidimos por seguridad pernoctar allí mismo tal como estábamos y la mañana siguiente enviar a las dos que tuvieran más fuerza a ir y volver por agua, mientras que una tercera iría en avanzadilla a localizar la tumba de papá e informar que tan lejos estábamos de ella.

    Pasó un día completo, y todavía ninguna nos explicábamos cómo habíamos podido extraviar el sitio donde yacía papá. Susanne, Marianne y Anne no regresaron. Volvió a caer la noche y ya el cuerpo de mamá empezaba a desprender un hedor penetrante a muerte y putrefacción. Al cabo de unas horas, ante la imposibilidad de conciliar el sueño con aquella peste, Arianne y yo nos retiramos unos metros dejando a Joanne, que no consintió en separarse del cuerpo a pesar del macabro cuadro que sugería la noche.

    Me desperté sobresaltada entre las piernas de Arianne, ardiendo en sudor y con una asfixia extraña que me comprimía violentamente el pecho, oí unos ruidos cerca, eran como el sonido de un sorbido cavernoso y deleznable. Me levanté intentando buscar a Joanne y sin poder ni siquiera articular palabra, mi voz paralizada se anegó en un grito ahogado mientras ardiendo en desesperación, sentí como unas manos húmedas me aprisionaron desde la espalda tapándome la boca con fuerza.

    Era Joanne.

    Aterrorizada y mareada me abandoné en sus brazos como si mi cuerpo no pesara de tanto vencimiento, tragedia y pesadilla. Entre fragmentados despertares, sentía como me daban de beber y volvía a dormirme con una pesadez narcótica apabullante. No distinguía el sueño de la realidad, me desperté con un aliento fétido y el paladar pegajoso, el cuello y los pechos igual, llenos de ese polvo extraño que creí haber visto antes en el desnudo cuerpo de Joanne.

    Dijeron que había sufrido un desvanecimiento, el cuerpo de mamá no estaba y todas al igual que Joanne iban con sus cuerpos percudidos de la misma guisa. A pesar de haber dormido tanto, me encontraba muy débil y todo me daba vueltas. Llegué a sentir vértigos terribles y a tener sueños extraños y estrambóticos donde las veía correr entre visiones hacia el cobertizo y hacia los arbustos donde Arianne ocultaba los recipientes con sus orines. Las vi profanar la tumba de papá en medio de la eterna canícula y manipular su cuerpo con pipetas e indecibles artilugios.

    Cuando por fin recuperé las fuerzas vi que anochecía, no se oía ni el viento y ni una estrella se divisaba en el firmamento. Me incorporé y di voces para localizar al resto.

    Nadie respondió.

    Caminé unos doscientos pasos en donde se suponía estaba la casa, pero lo que divisé a menos de cuarenta yardas fue el cobertizo.

    Seguí sin importar la oscuridad ni mi estado ni mi desnudez, ni siquiera las reservas por la pestilencia que despedía de tantos días sin asearme. Fui decidida directo a aquel maldito lugar y a salir de dudas sobre lo que contenía o lo que podía encontrarme allí. A medida que fui acercándome vi huellas de cabras en el suelo, luego unas especialmente grandes y mechones de pelos, parecían cabellos humanos, pero ni siquiera aquellos desconcertantes signos me pararon ni un momento.

    Cuando me fui acercando escuché extasiada un goteo intermitente que provenía del cobertizo, empecé a sonreír posesa de la más desenfadada locura mientras eché a correr a toda prisa. Por fin llegué a la puerta derruida y dando tumbos entre carcajadas y prisas me abrí paso hasta el interior. Un hedor estremecedor me detuvo y me provocó violentas arcadas. En vano intenté cubrirme con mis manos para no sucumbir ante aquel pavoroso hedor.

    Debí tropezar en medio de las sofocantes tinieblas de aquel lugar, me desplomé desorientada y en ese momento escuché los cascos de un caballo o algo parecido que se acercaban con un trote antinatural. Oyéndolo bien no parecía ni un trote ni se escuchaba relincho ni signo que me diera certidumbre del animal que era. Sin embargo, se oía como merodeaba de un lado al otro en el exterior como intentando buscar la entrada.

    La hediondez inicial del lugar empezó a mezclarse con un olor a estro agudo y penetrante. Muy similar al olor que los machos cabríos desprenden cuando están en servicio y montan a las hembras. La magnitud de aquella emanación era soporífera. Sentí entonces que el goteo se hacía más sonoro augurando cercanía.

    Me arrastré así a cuatro patas, tal cual había caído, hasta que sentí en la columna como aquel líquido me iba taladrando las vértebras en su incesante emanación. Me regodeé y aquella situación me hizo darme cuenta de un plural chapoteo de gotas, en lo que parecía a simple escucha grandes barriles que rebosaban de agua.

    El portón derruido finalmente se abrió dejando entrar una brisa recalcitrante y bochornosa, lo siguiente fue sentir casi encima el casqueteo y pezuñeo de aquella bestia.

    Abruptamente sentí un casco sobre mi espalda que me pisaba con violencia y me obliteraba a conservar la lordosis de mi desnudez. Luego de un breve forcejeo, sentí el tupido pelo de la bestia que me dominaba con fuerza hasta que sumisa, me postré sin más resistencia.

    Se me echó encima. Noté que mi vulva empezó a gotear inexplicablemente. Aquella bestia estaba allí para someterme…para poseerme.

    Sentí como sus babas caían en mi espalda. No supe más.

    Abrí los ojos y enseguida me vi colgando del tobillo y al revés. A mi lado dos cadáveres en idéntica posición, oscilando y goteando sangre. La pestilencia era insoportable, intenté zafarme en vano, me meneé de un lado a otro gritando y pidiendo ayuda como una trastornada, pero nadie respondió a mis desgarradas llamadas de auxilio.

    Cuando por fin la indefensión me venció, volteé a mirar con horror, divisando la huesuda cara de papá y la piel lívida de mamá.

    Había barriles de agua y sangre por todas partes.

    Y mientras el viento me mecía allí colgada del tobillo, vi cómo me iba desangrando poco a poco. Goteaba por múltiples e ínfimas heridas mientras iba llenando mi propio recipiente. Enloquecida volví a llamar a todas mis hermanas en un último arranque desgarrador.

    No sé cuánto tiempo pasó.

    Solo me detuve al sentir el goteo de más sangre en mi rostro. Aquel era un goteo más pronunciado.

    Miré hacia arriba como pude y observé con descrédito la boca abierta de Susanne que colgaba unos metros sobre mí, agonizando. En ese instante volví a escuchar los pezuñeos abominables de antes, mientras un terrible ataque de ansiedad se apoderaba de mí.

    Oí unos gemidos apagados en medio de la oscuridad y fetidez. Me sacudí la sangre de los ojos que me nublaba la vista, y entonces, vi un haz de luz que entraba por el portón que se abría.

    El día descubrió la macabra visión de lo que me rodeaba: Marianne sodomizada por aquella bestia babeante, mientras Joanne iba arrastrando a Arianne y a Anne de los pelos como si estuvieran muertas.

    Sonreía enloquecida, mientras tiraba de las otras como si fueran fardos.

    Entonces me quedé quieta…la sangre volvió a cegarme…caía a borbotones.

    Lo último que escuché fue un aterrador balido cavernoso.

    La bestia había consumado…

    Un ataúd para dos

    Calista murió un martes por la mañana, murió virgen y joven.

    Su lozanía no conoció nunca el sol que daba fuera del pueblo, y su huraño comportamiento de autoconfinamiento le hacía tener una piel pálida perenne, que le vestía con una suerte de lividez rígida y decadente.

    Sus padres -decían sus vecinos- iban siempre de viaje largas temporadas por dedicarse al negocio de las mercaderías, y por sufrir ella de un extraño mal que le cubría el cuerpo de llagas si estaba expuesta a la intemperie y el sol como lo pudiera hacer una persona normal.

    Era de poco dormir, o al menos eso parecía, puesto que ostentaba unas ojeras de grandes proporciones que le hacían ver sus opacos ojos como hundidos en dos cuencos de un gris enfermo que asustaba.

    Las Hermanas de la Caridad que le cuidaban por días en ausencia de sus padres, no eran capaces de hacer comer a la chiquilla, cuyo esquelético cuerpo iba arrastrando por la casa donde era incapaz de salir.

    Calista llevaba unas uñas de un largo antinatural que daban un sincero y valiente asco. Pero tampoco había dios capaz de hacérselas cortar.

    Es cierto que entonces se corría el rumor que sus padres habían amasado una enorme fortuna en sus negocios, y por ya alcanzar una avanzada edad y tener a Calista como la única heredera, cualquiera que se hiciera con sus favores tendría la vida resuelta.

    Sin embargo, el errático y estrambótico comportamiento de la muchacha, que casi rozaba la idiocia, echaba para atrás las pretensiones de los más inescrupulosos y ambiciosos pretendientes que al conocerla ponían pie en polvorosa.

    Siempre fue así hasta que Eladio Fuensanta, octogenario y perverso, se dio a la imposible tarea de cortejar a la chiquilla.

    Aquel había ido de viudez en viudez viviendo de sus consortes muertas, pero ya hace más de un año que se encontraba en unas condiciones económicas nefastas, y a pesar de no vivir en el mismo pueblo de Calista, había emprendido un largo viaje con la descabellada idea de conocerla.

    Tenía por supuesto pensado presentarse como uno de los socios comerciantes de sus padres, quienes hubieren querido (en especial encomienda) que él mismo en persona se hiciese cargo de ella y sus necesidades. Las domésticas y las propias de la ausencia.

    Fue así pues, que con esta burda estratagema Eladio, el octogenario advenedizo, fue a parar a la casa de Calista, quien no le recibió, sino que fue Sor Aradia, la que más trataba con la muchacha, quien cayó en el ardid, un poco por alegría de que a alguien más le importara la suerte de Calista, y mucho más por sustraerse de las labores que se desprendían de cuidar a aquella atípica joven.

    Sor Aradia no tendría más que limpiar las defecaciones ni meados que la muchacha iba plantando por doquier o hacer fuerza para soportar de improviso su terrible semblante lívido y huesudo. Sus frustrados intentos por socializar con aquella, o hacerle hablar o comer de modo de convencerse de que era humana.

    Esa mezcla de lástima, repugnancia y zozobra que Calista le producía iba a terminar de una vez por todas. Así que, aunque todo le pareció sobrevenido, ninguna de las mentiras que le vendió Eladio para quedarse le parecieron poco razonables.

    Los santos del cielo habían escuchado por fin sus ruegos, dejaría por fin de ver las horrendas cicatrices de los pellejudos brazos de Calista, las mismas que ella se autoinfligía en las oscuridades de aquella casa pútrida de sombras y olores nauseabundos de ausencia.

    Habían pasado tres días y pudo más la avaricia del viejo decrépito y deforme que la lobreguez de aquella morada exornada en tinieblas. Había sido advertido del carácter huraño de la chica, pero no estaba dispuesto a rendirse hasta conocerle. No podía ser tan terrible todo lo que se decía de ella, y él (tan avieso e insurrecto) no se iba a conmover por una joven fea o desaliñada.

    Después de todo él, su halitosis y sus problemas de granos en su anciana piel (que eran de cuidado) no le hacían tampoco un Adonis, ni mucho menos aquella, que tan poco agraciada se supone que era, iba a poder rechazarle por nimiedades estéticas.

    Eladio disimulaba malamente su labio leporino de nacimiento, su meteorismo y su onicosis. Y hasta poco cuidadoso era con las desmesuradas legañas que no se limpiaba jamás.

    Así que al cuarto día, ya cansado de esperar, decidió adentrarse en los aposentos de aquella casa, que más bien emanaba efluvios de panteón o fosa común. Eladio continuó decidido descendiendo por una escalinata llena de carcoma, notó la presencia de alimañas que reptaban por los peldaños al ir bajando y notó como el aire empezaba a tornarse más enrarecido y espeso.

    Una mezcla de umbrías, polvos y telarañas anidaban por todas partes y la luz se hacía más débil, cuando de pronto el viejo da un terrible resbalón, producto de haber pisado sin cuidado una materia fétida y oscura.

    Eladio fue a parar casi muerto a un hueco donde sus huesos rotos reposaron sobre lo que parecía un lecho de fémures, costillas, tibias y cráneos. El golpe de la caída le hizo perder la conciencia por poco tiempo, la pestilencia de aquel lugar era tal que la misma le hizo recobrar el sentido entre espasmos y arcadas violentas.

    Imposibilitado de poder moverse y escorado como una falange más de aquel protervo agujero, Eladio escuchó que alguien se acercaba bajando, como arrastrando un saco de guijarros o fragmentos de algo desconocido, que producía una cacofonía escalofriante.

    Por más que intentó menearse no fue capaz siquiera de apoyarse en un costado, aquello estaba tan oscuro que apenas fue capaz de ver la violenta dislocación de sus rodillas, y una clavícula que le asomaba abyecta producto de la caída.

    Gimió y gritó con desgarro:

    ¡Calista! ¡Calista!

    Mientras intuía más cerca la presencia de una sombra (no era posible con certeza saber si era un animal o una persona).

    Indefenso y preso del pánico más absoluto Eladio de cagó encima.

    Vio por encima de sí como unas uñas verdes y extremadamente largas y asquerosas le cogían del cuello, de algo parecido a una cabellera, que alcanzó a ver antes de desvanecerse cayeron unas larvas adultas y no pocos gusanos.

    Pasaron los días, y al no saber nadie nada del cuidador de Calista ni de ella misma, una comitiva consternada por la situación o por las garras de la incertidumbre, decidió entrar en la casa de la interfecta para aclarar qué ocurría.

    Fue así que, Sor Aradia, Mateo el cura del pueblo cercano, y otros cuatro, acudieron al desolado sitio.

    Asaltados por el estupor nauseabundo y vomitivo que emanaba de la casa y sus linderos, y tan pronto abrieron la puerta principal, dos de los hombres que iban con los religiosos cayeron desvanecidos por arte de aquel poderoso hedor.

    Poco después se descubrió por fin, en la parte baja, una espeluznante estancia que bien podía ser un cementerio interior o una morgue de vastas proporciones, donde osarios y restos fecales se confundían con las sombras en macabro cuadro.

    Aquella fosa común o lo que fuere, guardaba en su centro un ataúd de mayúsculas proporciones. En aquel escenario enrarecido y tóxico Sor Aradia y Mateo fueron los únicos, que, sobreponiéndose a la conmoción de las circunstancias, se acercaron a aquel inaudito hallazgo.

    Al asomarse constataron como un amasijo pestilente de huesos, pellejos y vísceras se revolvía dando sus últimos estertores de vida. Sor Aradia cayó fulminada al reconocer entre tanta mortandad el atuendo de Eladio pútrido y desgarrado, y Mateo atónito vio con horror como entre los restos Calista iba engullendo con fruición los restos mortales de su necio y octogenario pretendiente.

    Esta vez nadie en el pueblo preguntó, ni se atrevió a ir a buscar a nadie. La superstición o el miedo atroz que estos hechos y desapariciones provocaron pudieron más que cualquier vocación de auxilio de familiares o personas relacionadas con estos nuevos desaparecidos.

    Los padres de Calista nunca regresaron, nadie lloró, nadie habló y las Hermanas de la Caridad o la Diócesis del pueblo al que pertenecía Mateo tomó parte en investigación alguna.

    Lo único que se decía (si alguien ajeno al pueblo preguntaba por la casa) es que era una propiedad de un matrimonio rico que se dedicaba a las mercaderías, y cuya única hija soltera, núbil y excepcionalmente hermosa y erudita, les esperaba siempre estudiosa en la biblioteca de la casa, a la que se podía acceder por unas escalinatas que llevaban a un nivel inferior.

    Los Balcones

    Aquí estamos encerradas otra vez. Mientras todos aplauden mostrando gratitud, a ella la tengo comiéndome el coño. Aquí mismo en el balcón, mientras las sirenas de policías y bomberos anuncian el final de un día más de cuarentena.

    A diario hago lo mismo con Sara, le arrastro afuera, le presiono la cara contra las plantas y me bajo las bragas mientras sonrió y no la dejo hasta que me corro.

    En días como estos, bajo el escenario de todo lo inaudito que nos ocurre, no hay nada mejor que hacer. Perdí mi trabajo y ahora tengo que salir a buscarme la vida.

    Han cerrado los gimnasios indefinidamente y ahora no tengo forma de reinventar el fitness. No sirvo para esas cosas online, lo mío es el contacto físico y el magreo.

    Cuando empezaron a pasar las semanas empeorando la situación por la COVID-19, se me ocurrió atender a las vecinas mayores. La mayoría de las familias de estas mujeres hacían la vista gorda, abandonándolas o visitándolas muy restringidamente mientras yo hacía el resto.

    Para ellas era la chica maja del octavo A, para mí en cambio, eran presas fáciles de mis espolios. Por algún tiempo esta movida me resultó tan lucrativa que al principio de víveres y menudencias pasé a quedarme con efectivo y otras cosas de más valor. Sin embargo, Ana la del quinto ya empezaba a sospechar.

    Me llamó por última vez cuando faltaban solo diez minutos para que postrara a María (la nueva) en la misma posición que llevaba Sara deleitándome la última semana.

    La cuarentena creó en mí el malsano vicio de que me lo comieran siempre a la misma hora y en el mismo lugar. Tanto fue así que ya a las siete y media me goteaba la vagina de lo mojada que estaba, con la expectativa de que mientras todos se aliviaban por sus vidas saludando a la autoridad, yo me corría en sus narices bajo la inocencia de mi buen balcón y de mis preciosas plantas.

    Obviamente, me procuraba bien estos favores y hacia uso del rompope y el trankimazin si era necesario, para someter a las necias o estrechas que a la hora de la verdad titubeaban, cuando veían sobre sus labios mi clítoris erecto.

    Así que podéis imaginar que corte me produjo la llamada de Ana.

    Dejé a María postrada en el balcón desnuda y dispuesta y le prometí que regresaría en nada. No podía dejar que Ana, de ochenta y tres años sospechara a base de pasar de ella, así que bajé con la bata puesta y sin nada debajo, intentando imaginar cuál

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