Cuentos a las finas hierbas
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Cuentos a las finas hierbas - Lina María Pérez Gaviria
La mujer de la Ruta 825
… llevaban grilletes en las manos, invisibles,
desde luego, pero imposibles de romper…
¡Lo horrible necesita su carcajada!
Helada. Thomas Bernhard
Todos los días, a la misma hora, la plantilla de pasajeros irrumpe en la pantalla de mi ordenador con su condenada uniformidad. La mía es la Ruta 825 de la Línea Azul, que va desde la estación periférica hasta la Central. Así, entre un enorme chorizo de lata con ventanas panorámicas que en otros tiempos mostraban ciudades coloridas y gentes sonrientes. Hoy, calles sucias, edificios extenuados, grises, personas de afán, monótonas y predecibles. En la mañanas, un sentido, por las tardes, el contrario. El calor no se ve pero sabemos que está ahí, acechando con su amenaza calcinante. A la mujer le asignaron mi ruta según las estrictas normas de transporte. La muy atrevida se entrometió en mi estrecho mundo ocho meses y cinco días atrás. Concentrada en la música de su teléfono desdeña a los demás pasajeros. Mi mirada agridulce intenta protegerla de las curiosidades ajenas. Ni sus zapatos de tacón siete y medio ni el reloj en su muñeca izquierda ni el aroma de su perfume podrían existir en otra mujer. Está desnuda, como todos. No me acostumbro, me perturba, me volveré loco. El maletín de ejecutiva en el asiento de al lado es su única compañía. No necesita otra. Ella es ella y se basta. Sentada en la tercera fila de la derecha, impasible y templada a la vez va, como todos, hacia su trabajo. Es la mujer de mi ruta. Su serena indiferencia muestra el contagio de la pasividad, una peste masiva.
El caos callejero y los ruidos asordinados flotan en el bochorno. Ciudad inexpresiva, inerte. Ella mira al vacío, fijamente, como si me leyera el pensamiento. Ni siquiera se altera cuando suben los cuatro pasajeros de la estación V-34. Un vaho de calor insoportable se cuela por la puerta produciendo un leve cataclismo hirviente, y la mujer reacciona con un gesto de sofoco. Una hora más tarde, después de cinco paradas, el bus estará a reventar. De vez en cuando ella consulta el reloj, o parpadea, o pasa la mano para acomodar el pelo ajustado en la nuca. Hoy nadie piensa en el régimen totalitario, muchos ni lo conocieron; apuesto a que ella no se entera de las circunstancias que dieron paso a la orden dictatorial de la desnudez. Las normas y el poder para implantarlas tomaron su cauce, y terminamos por acostumbrarnos.
Sintonizo un ojo al frente y el otro en el espejo retrovisor para enfocar el asiento de la mujer. Mientras el tráfico se inmoviliza pienso en cuánto cambió la vida desde la expedición del Decreto. Antes de él, yo iniciaba el recorrido metiéndome en mi rutina con buen ánimo. Han pasado treinta años, y yo era rumbero, un tipo simpático que recibía a mi gente con una sonrisa.
La medida drástica del maldito Decreto fue vergonzante para los que treinta años atrás éramos jóvenes. Tuvimos que adaptarnos a la fuerza, primero por el pánico, y luego por el calor insoportable, los ahogos, el infierno. Lo peor de aquellos días fueron los cientos de personas que caían muertas en la calle, completamente deshidratadas. Las autoridades reprimieron las protestas iniciales.
Miro a la mujer con el deleite morboso que no me pueden prohibir ni reglamentar. La contemplo en la tercera fila de la derecha con incertidumbre, sin saber qué hacer con el pulso acelerado y otras señales más evidentes de excitación.
Su belleza no es estridente. Sus atributos, apenas normales, con algunas imperfecciones; su piel joven y pálida escalofría mi cuerpo. La espalda inclinada, los hombros huesudos, un seno, el izquierdo, ligeramente más grande que el otro, la cintura estrecha y la cadera ancha. Pero el conjunto y el desafío de su treintañés equilibran su porte distinguido y ferozmente atractivo. Unas gotas de sudor resbalan detrás de sus orejas, y se convierten en tormento para mí. Conduzco alterado. Imagino mi lengua acariciando la nuca húmeda mezclada con perfume, mis manos ávidas recorriendo su tremenda desnudez. Ella ignora mis pensamientos y el agobio de mi piel. A pesar de la climatización, el bus es un horno al que nos acostumbramos con resignación.
Las otras mujeres no suscitan mi curiosidad como ella. Tendrían el mismo derecho a ser deseadas, a sentir que motivan miradas y caricias. En la estación de control el auditor de turno irrumpe escoltado por una corriente infernal que casi se puede rozar. Su único oficio es el de verificar que ninguno de los pasajeros se haya atrevido a romper las normas del Decreto. No se crea que han bajado la guardia, al contrario, vigilan con sevicia. Una sola persona que infrinja la ley puede iniciar un caos, una hecatombe peor que la del calor. El tipo detiene sus ojos en la mujer, pasa saliva y desciende. Y yo, imbécil, reprimo un retortijón de celos, siento como se eriza mi piel. Acelero. No habrá otras paradas, no se colará otra maldita ola ardiente.
Desde la autopista se ve a lo lejos el complejo de edificios del centro. El sol asciende detrás de ellos con su color naranja y su amenaza calcinante. Más tarde solo se verán nubes plomizas, enfermas. A esta distancia la ciudad parece un mecano de juguete; se presiente el infierno que será al