La república de los espantos
Por Santiago López
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Santiago López
Santiago López nació y creció en Cali. Desde muy temprana edad, ha estado apasionado por las criaturas de la noche, el terror, el misticismo y los límites entre lo sagrado y lo profano. De familia católica, desde pequeño se inclinó por la expresión artística y las manifestaciones culturales que le permitieron siempre contar historias. Es diseñador de comunicación, especialista en gestión cultural y durante su vida profesional ha usado diversas formas para narrar e imaginar: El arte visual, la fotografía, la narración escrita, le didáctica de arte, la gestión cultural y la producción de eventos. Ha trabajado en distintos escenarios culturales de la ciudad como museos, bibliotecas y centros educativos, siempre impregnando ese sello de llevar símbolos a las historias e historias a los símbolos.
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La república de los espantos - Santiago López
Prólogo
Donde la tierra se tiñe de rojo ante la masacre, donde los llantos surcan los cielos bajo las alas del cóndor y los cerros se encharcan de lágrimas, donde los pueblos se olvidan y callan las madres y cada día muere una orquídea, donde la muerte espera bailar un bambuco en medio de guerras y artesanías.
En estos campos, cordilleras, valles, costas, páramos y selvas se tejen las voces de los que en vida y en muerte vieron y hablaron. Aquí en la tierra de El Dorado, en la que no alcanzan las velas para enterrar hermanos. Ranas, serpientes, monos, jaguares, guacamayas, iguanas y hombres deambulan por entre sus planicies, rodean los ríos y moran las montañas, habitan incautos un paraíso de gloria e infortunio sin conocer los designios de esta tierra de maleficios.
Esta es la República de los Espantos, la sociedad de los difuntos, la esperanza de los ancestros, la cuna de los espíritus, los bosques de las brujas, el hogar de los fantasmas y la añoranza de los que, vivos, procuramos entender. Enaltecida la República en los gritos de victoria y los clamores de justicia, plagada de los misterios de la carne y de la cruz, postrada de rodillas ante la grandeza de los océanos, la piedad del sol y la inclemencia de la sabana, imploramos que sea permitido a los mortales conocer los secretos de su gente y proclamar por el mundo sus historias.
Nuestras Señoras del Valle
1420
A orillas de la laguna sagrada en forma espiritual de bestias de la selva, se reunieron la Zipa Reina de los muiscas, hija de Huitaca, quien a su vez era hija de Chía y la Alta Sacerdotisa de los Yoruba, hija de Oshun.
Y se regocijaron, bailaron toda la noche embriagadas de éxtasis al ritmo del centellear de los astros y el aullar de los seres vivos. En pleno gozo bañaron sus cuerpos emplumados y escamosos con el rocío de los valles. Y en aquella danza se firmó un pacto sobre oro y bronce, donde consagraron la inmortalidad de la carne y la salvación, y se hicieron las promesas del nacimiento y de la muerte.
Ambas fueron masacradas años después.
1907
Solsticio de verano
El hombre se encontraba bien amarrado con sogas de todas sus extremidades a las barandas de la cama. Tenía en su pecho desnudo, marcados sobre su piel, dibujos de símbolos arcaicos y misteriosas figuras de las que brotaba sangre. Amordazado como estaba, solo se escuchaban sus desesperados quejidos y súplicas no articuladas. Doña Ana Mariela de Castañeda se sentó un momento a su lado, frente a una cómoda que estaba a un costado de la cama, y observó su reflejo en el espejo. Pero qué vieja estoy, pensó. La habitación estaba apenas iluminada con lámparas de aceite, hacía un calor tan intenso que doña Ana tenía un manto de sudor sobre todo su cuerpo.
—Ojalá fuera distinto —dijo en voz alta, dirigiéndose al hombre en la cama. Este, entre alaridos mudos y sollozos, empezó a retorcerse en vanos intentos de escapar.
Doña Ana tomó una daga que se encontraba sobre la cómoda, se puso de pie y empezó a recitar un cántico en una antigua lengua:
—Como rocío es la sangre que riega los valles —terminó y le asestó un golpe mortal en el cuello. La sangre corrió a borbotones y doña Ana se regocijó, la tomó en sus manos y frotó con ella su rostro.
Salió de la habitación, recorrió el pasillo y bajó por las escaleras hasta dar a un solar empedrado. Al girar a la izquierda, llegó a una sala muy fina y elegante, llena de cuadros artísticos, candelabros, sillas y una larga mesa de madera ataviada con un mantel blanco con bordados de oro. Sentadas alrededor de la mesa se encontraban cuatro mujeres: doña Gloria de Castillo, una mujer blanca, canosa, muy delgada y anciana que se sentaba con gran elegancia y llevaba puesto un exquisito vestido esmeralda. Doña Patricia de Artunduaga, mucho más joven que ella y que Gloria, cuya presencia era gloriosa, sostenía su cabello dorado en un bollo recogido hacia atrás, su piel era blanca y tersa, con unos pómulos bien pronunciados y una mirada penetrante con ojos avellana. Las otras dos eran negras. Samira Mosquera, quien se encontraba más cerca de la puerta por la que entró doña Ana, era despampanante. Llevaba su cabello afro en un turbante majestuoso de color ocre y un vestido mostaza con flores variadas en él. Tenía un rostro finísimo, duro, altivo y angular. La otra se llamaba Prudencia Ocaña, muy menuda, delgada, con un peinado de trenzas muy ceñidas.
—Está hecho —anunció doña Ana.
—¡Maravilloso! —exclamó doña Gloria, muy complacida—. ¡Espléndido! Es el momento perfecto para celebrar.
—Glorita, no creo que sea el momento apropiado —respondió la otra.
—Tonterías, Ana, tenemos tiempo suficiente —le increpó su compañera—. Además, no es que haya mucho más trabajo que hacer —Y riendo miró hacia la esquina de la habitación donde se encontraban dos cadáveres desplomados.
—Lástima que esos dos no nos sirven de nada —apuntó doña Patricia.
—¡Pero claro que nos sirven! —Se rio Gloria—. Huesos y carne son buenos ingredientes para...
—¿Quién será el siguiente? ¿Cuándo acabaremos el trabajo? —la interrumpió Samira—. Ya llevamos bastante tiempo escuchando sus falsas promesas. ¿Cuándo seremos recompensadas por nuestros saberes sin los cuales ustedes no hubieran podido empezar la gran obra?
—Todo a su tiempo, jovencita, ustedes las muchachas siempre creen que saben más que una… —empezó doña Gloria.
—Señora, haría mejor respondiendo en lugar de sermonear —la increpó Samira de nuevo.
—¿Cómo te atreves? Negra altanera —dijo doña Ana Mariela, furiosa, y se acercó a la mesa de repente. Samira y Prudencia se pusieron de pie en el acto, desafiantes.
—¡No más! ¡Se acabó! —dijo doña Gloria en un tono autoritario—. No permitiré que entre nuestra clase nos ataquemos de esta manera. Ana, escúchame bien: Samira y Prudencia tienen todo el derecho a querer saber, aunque nosotras también desconocemos todas las respuestas.
—No somos su clase
—apuntó Ana—. No somos la misma clase. Solo tenemos una meta en común, agradezcan que las dejamos comer en nuestra misma mesa —expresó con desprecio.
—Somos tan brujas como ustedes —respondió Prudencia—. Y nuestros saberes anteceden a los tuyos, blanca. Sin ellos, jamás hubieran dado con la gran obra.
—¡Ilusa! ¡Somos descendientes de nuestras hermanas en Salem! ¡De nuestras madres eternas en Segovia y Granada! ¡Somos las hijas de las quemadas en Gales!
—¡Y nosotras somos las descendientes de Mamá Briggite y, antes que ella, de Erzullie y Mami Wata! ¿Hablas de Salem? ¡Tituba era nuestra señora y Marie Laveu nuestra maestra! ¡Ustedes nos lo han quitado todo! No les debemos nada.
Doña Ana temblaba de la ira y se acercó a Samira en posición desafiante. Ella, a su vez, la miraba lista para invocar algún maleficio.
—¡Y todas fuimos elegidas! —alzó la voz Patricia—. Desde Hécate hasta Astarte, desde Venus hasta Minerva, desde Isis hasta Santa Muerte. Todas nosotras hemos sido bendecidas y escogidas por la divinidad eterna, la madre de madres para portar y cargar con sus poderes en el mundo mortal.
—Es cierto, hermana —dijo Prudencia tomando la mano de Samira—, que tu ira se desate sobre este mundo y no sobre esta mortal que nos acompaña en la gran obra.
—Bien dicho —confirmó Gloria—. Siéntate, Ana, y discutamos como gente civilizada. ¿Te parece? —Sonrío y se aclaró la voz—. Muy bien, ¿qué sigue?
—Mañana llegarán los hombres de Ignacio y al ver su cadáver creerán que el culpable fue don Bernardo e iniciarán una nueva pelea de capos. El hermano de Ignacio no descansará hasta vengarse del asesino, y don Bernardo desplegará todo su poder en el oriente para controlar los canales de la droga —indicó Ana, se aproximó a la mesa y tomó asiento.
—Allí entras tú, querida —Doña Gloria miró a Patricia—. ¿Todo sigue en pie con el concejal?
—Mi esposo seguirá oponiéndose a la izquierda y los acusará de terroristas, así pues, usé un conjuro en su voz para que le susurre al alcalde que debe aliarse con los narcos para defender la ciudad de la guerrilla —dijo Patricia, muy satisfecha de sí misma.
—Nosotras seguimos envenenando la comida del arzobispo —dijo Samira—. Una vez empiece a perder la cordura y no nos vigile tanto, será más fácil embrujar las bebidas de los miembros de la arquidiócesis y que empiecen a culpar a los políticos de la pobreza. Así, los feligreses dudarán más de sus mandatarios y la discordia estará sembrada en sus corazones —Esbozó una sonrisa—. Y Prudencia echó un maleficio sobre las cosechas de caña —añadió, complacida.
—¡Fabuloso! ¡Gracias, hermanas! ¡Nuestra gran obra está a punto de ver la luz! ¡El gran pacto será cumplido! —dijo doña Gloria con júbilo—. ¡Nos vemos en seis meses para el siguiente pecador! En el solsticio de invierno. Jueguen bien sus papeles y recuerden: ¡Ave Madre!
—¡Ave Madre! —exclamaron todas.
Dicho esto, se pusieron de pie y salieron de la hacienda por la puerta principal. Samira y Prudencia invocaron a los espíritus de las bestias y tomaron la forma de las aves para elevarse hacia el cielo despejado del Valle del Cauca. Las otras tres las vieron alejarse hasta que se fundieron con las estrellas y, entonces, cerraron los ojos. Cada una de ellas despertó en sus respectivas camas, muy lejos de ese lugar.
Ninguna de las brujas se percató de la bebé que durmió profundamente en la habitación de al lado mientras su padre era asesinado.
1907
Solsticio de invierno
Caía una tormenta sobre la ciudad de Cali. Reinaba un silencio tormentoso en cada esquina, interrumpido miles de veces por los goteos incesantes de la lluvia y el relampagueo furioso de los truenos. En una casa colonial del barrio