Voces y susurros
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Voces y susurros - Rafael Peñuelas Cervantes
Voces y Susurros
Primera edición: junio 2023
ISBN: 978-607-8773-59-6
© Rafael Peñuelas Cervantes
© Gilda Consuelo Salinas Quiñones
(Trópico de Escorpio)
Empresa 34 B-203, Col. San Juan
CDMX, 03730
www.gildasalinasescritora.com
facebook Trópico de Escorpio
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Distribución: Trópico de Escorpio
www.tropicodeescorpio.com.mx
facebook Trópico de Escorpio
Diseño editorial: Karina Flores
HECHO EN MÉXICO
pg005aA mi esposa Leonor Martínez Gutiérrez
A mis hijas Lorena y Vanessa
A mis maestras Cristina Harari, Karla
Carrola y Gilda Salinas
Y al mundo, al que agradezco su universalidad,
sus cátedras, sus amarguras y placeres
pg007aVoces y susurros es un libro escrito con sentimiento, con humor y honestidad, que nos lleva y trae entre ubicaciones geográficas y situaciones a veces terribles, a veces amables; con personajes bien perfilados que deben enfrentar algún conflicto; incluso los animales tienen perfil y conductas creíbles.
Así que al deleitarse con el libro, el lector se encontrará con algún sacerdote perverso, varias cucarachas, una viuda muy alegre y decidida a quedarse viuda, seres extraterrestres y su guerra intergaláctica, un asceta que muere de hambre, varios asesinos, algunos pagan por su crimen y otros no; un par de cadetes del Colegio Militar, un par de demonios internos y una virgen convertida en empacador de supermercado, porque aquí y allá el autor salpica un poco de realismo mágico.
Esto en cuanto a la prosa que conforma la primera parte y tiene como título Voces. En cuanto a los poemas agrupados en Susurros, el lector encontrará amor, erotismo, sensualidad y a la mujer como ideal complementario; incluso hay humor con ritmo y un oficio acariciado y ejercido durante mucho años con amor.
Un libro para entretenerse y por qué no, para meditar un poco en la sociedad de la que formamos parte, donde hay de todo, como en botica, y también, siempre, un ojo atento que va compilado los hechos para luego transcribirlos en un relato o en una poesía comprometida y bien escrita, lo que convierte a Rafael Peñuelas Cervantes en un escritor con toda la barba.
Gilda Salinas
pg009apg011aEn el patio común de una vecindad, sobre dos bancos de madera de tamaño desigual, descansa un ataúd ecológico construido con cartón sólido y terminado en colores gris y negro con matices empobrecidos, en él yace sin derecho a un mejor trato, el cadáver mal amortajado de Inocencio Torquemada.
Tencho, como lo llamaron sus amigos, Mencho para sus críticos y el Cuernos para sus detractores, por oficio fue reparador de zapatos, por deporte mujeriego y por convicción borracho hasta la muerte. Muy joven contrajo nupcias con Adela, bailadora del Bar Okey Club, gentil damisela, hermosa, pródiga, coqueta y anhelante; él, con su característica hidalguía, la aceptó con un embarazo resultante de una farra con el Dandi, antiguo valet parking del centro nocturno.
Nadie conoce las causas de su repentina muerte; la viuda, estimando ahorrarse el compromiso del gasto para la comida, invitó a sus amigos al velorio a partir de las tres de la tarde; detallista por costumbre, recibió a las visitas estrenando, en su mejilla izquierda, un coqueto lunar de azul intenso. En la recepción la acompaña Ninfa, la hija solterona, opulenta de carnes y labios voluptuosos, quien además de no hacer nada es de lenguaje insultante e incapaz de controlar a sus vástagos, un par de mellizos latosos y harapientos que han crecido sin padre.
Madre e hija acordaron ocultar a cemento y varilla la causa de la muerte del zapatero, pero ante la duda, el sospechosismo circula de boca a oído, todos sabemos que es común en los vecinos tornar la desinformación en una guerra fría, donde todos sin exclusión, se asumen cronistas y amos de la verdad absoluta.
Entre los asistentes destaca Hortensia, alias la Locutora, quien aparte de su adicción a verter chismes y especies, vende elotes cocidos frente a los Billares la Metralla, una guarida de vagos y tahúres, ubicados en la contra esquina de la vecindad.
En tan sórdido ambiente, los asistentes al velorio observan con curiosidad cómo la elotera se desplaza por el patio y coloca bajo el sarcófago una bandeja con vinagre de manzana y chilacayote y, después, juntando lo más posible su rostro marchito por mil arrugas al del difunto, vocifera en tono sentencioso, con la intención de ser escuchada por todos.
—¡Quien conozca la verdad sobre Mencho, que la confiese antes de que se le suba el muerto!
A media voz, una rezandera sentada en la cocina contesta con ironía:
—¡Mejor que se nos suba Atilano el fontanero!
Una carcajada extensiva rompe los protocolos, la viuda, pide respeto para el difunto y exige a la elotera abandonar el lugar, sin embargo, la esposa de Atilano, molesta por el comentario, corre y propina un puntapié con pellizco a la hocicona, quien sobándose la espinilla clama en su defensa.
—Si no le gusta, ¡amarre a su gallo, porque hay muchas gallinas sueltas! —vocifera señalando a las mujeres.
La respuesta y las risotadas obligan a concluir el santo rosario; con enfado, la viuda se percata del incremento de asistentes, quienes pretextando pena y dolor, comen y beben lo que encuentran, los mismos que más tarde, con visibles signos de una ebriedad temprana, agandallan y estrujan, entre babeantes besos y asfixiantes apapachos, los cuerpos frondosos de la viuda y la exótica huérfana, sin excluir del piropo malicioso a las obesas y esqueléticas ahí presentes.
Pasado el tiempo, el lugar es un amontonamiento de personas, colillas de cigarro, envases y latas de cerveza vacíos, muchas caras desconocidas, que sin embargo juran ser clientes y amigos; cerca de los lavaderos, se observan algunos gorrones curiosear el interior de la caja sin omitir tomar nota de lo que viste, porta y calza el muertito.
Al caer una hermosa tarde, que refracta orgullosa sus coloridos arreboles, el lugar disfruta su máxima animación: una inesperada seguidilla de silbidos y piropos atrevidos rompen la inercia del lugar y a bombo y platillo entra la Güera, la atractiva hermana de la viuda, quien sin recato, con mórbido andar, hace su arribo luciendo nuevas y prominentes bubis; llega ataviada con un elegante traje sastre color negro, combinado con blusa roja de pasión intensa. ¡Prendas gringas de paca! Cuchichea una voz en el anonimato, la recién llegada no se altera con el comentario, enfoca a todos con mirada retadora, acaricia la rubia y brillante cabellera y en un descendente recorrido sus manos se deslizan con lentitud sobre el perfil hermoso de sus reparados senos, luego, dibuja una espléndida sonrisa, guiña un ojo y lanza un beso beisbolero a Dante, su profesor de gimnasia, quien corresponde invitándola a sentarse sobre sus piernas. En el trajín del va y viene, se distingue el andar cansino de Sabina, la anciana que pide limosna en el atrio de la iglesia, quien, sin dejar de persignarse, ora en un intento por alejar a los demonios que han contaminado ese recinto familiar.
El sol se ha puesto, las sombras ocultan con malicia los pardos y agónicos aspavientos del final del día. En el velorio hay dos docenas de vecinos, la mayoría, parecen zopilotes, los cuales, como hojarasca impulsada por el viento, sobrevuelan con lentitud a la caza de su potencial víctima. La noche es temprana, los ánimos de los briagos eructan en cada trago el instinto primitivo que los reduce a bestias. En ese tránsito y con ánimo complaciente, todos y todas beben con igual ritmo, y mientras el cuerpo de Inocencio yace arrinconado en el olvido, la viuda atiende con especial esmero a Brayan, cantador de rap, mientras Ninfa, para no quedar en rezago, no cesa de abrazar la acharolada figura de Alexis, un cubano desempleado que llegó con los médicos durante la pandemia.
Entre el transcurrir del llanto, del monótono sonsonete de la