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Siva's heaven
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Libro electrónico201 páginas3 horas

Siva's heaven

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Desde su cama de hospital en Cuernavaca, México, B, fundador de Médicos Sin Fronteras, agoniza, víctima del Síndrome de Korsakoff, una extraña encelopatía que lo arrastra al olvido, contra el que B lucha con desesperación tratando de llenar los vacíos de su mente con historias que está convencido sucedieron. Ha olvidado hasta su nombre, pero recuerda su participación, como médico, en conflictos que marcaron el siglo, desde la Segunda Guerra Mundial, en la que reconstruye la participación del conde sueco Karl von Rosen, a quien conoció, así como a su amigo K, durante sangrienta Guerra de Biafra.
Con K, reconstruye, desde el bar Siva's Heaven, en la Phnom Penh de los meses previos al golpe de Pol Pot, las aventuras del combatiente Von Rosen, sobrino político del criminal de guerra Göring, a quien conoce durante su infancia en su castillo de Suecia. En Siva's Heaven conoce también a una antigua miembro de los famosos corps de ballet del príncipe Norodom Sihanouk, Siap Nip, con quien mantiene una profunda relación que no se atreve a llamar amor.
Los escenarios de la guerra se hacen presentes en el curso de la novela con el seguimiento de las batallas que libra el conde sueco, Von Rosen, un personaje real y uno de los combatientes por la libertad más ignorados del siglo XX, y que la novela trata de reivindicar. En el centro de esta historia lo que vemos es la crueldad de las guerras y las maneras en que afecta a los seres que alcanza, como K o como el mismo B.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 dic 2023
ISBN9788411818711
Siva's heaven

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    Siva's heaven - Gilberto Meza

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Gilberto Meza

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1181-871-1

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    «He olvidado los hombres que antes fui».

    Borges

    DILUSIÓN

    .

    Phnom Penh, 1973. Abril

    —Me hubiera gustado que el barón conociera El Cielo de Siva —dijo K.

    Apenas sonreí.

    Cuernavaca, 1989

    Me pregunto si habré recibido carta tuya.

    Me temo que me las niegan, las ocultan tal vez. Ya no recuerdo cuándo recibí la última.

    Tal vez, en realidad, jamás he recibido cartas tuyas, y es el deseo el que habla a través del recuerdo.

    Cuernavaca, 1989

    Tip, tap, tip, tap.

    Las palomas picotean los tiestos de begonias, geranios y violetas. ¿Se llamarán así, serán como la rosa de Shakespeare? En realidad, no importa, pues, como siempre, la cita no es textual y las palomas me ignoran. Lo agradezco. Me pregunto si ella también sería tan fragante con otro nombre.

    Uyo, Biafra, 1968. Noviembre

    Los MiniCoin vuelan bajo, rozando la selva. Evitan los radares.

    Ratatatatá, rugen cuando encuentran su presa. Ratatatatá, el barón sonríe otra vez cuando por fin baja de su pequeña nave artillada. Les llama sus Biafra Babie’s, sus consentidos.

    Phnom Penh, 1973. Abril

    —Era conde, no barón —corrijo otra vez a K.

    —Cierto —me dice—, aunque era claro que quería emular, superar incluso, las hazañas del Barón Rojo sobre el valle de Somme o el mar del Norte. Solo que aquello era Biafra, y los enemigos a derribar eran los temibles Migs soviéticos y sus bombarderos Ilyushin. Como su tío.

    »Le gustaba decir que su vida inició —¿recuerdas?— en los Escuadrones de la Libertad, en la guerra de España, donde combatió bajo las órdenes de Malraux, quien no era piloto pero dirigía el escuadrón de la República, con sus vetustos Potez y Bréguet, que enfrentaban a los Messerschmitt, los novísimos cazas alemanes, la estrella de la gran guerra que se ensayaba en España, justo antes de pilotear contra los fascistas italianos en Abisinia, como le gustaba llamar a la Etiopía de Haile Selassie.

    »Lo más curioso, solía decir, es que aquello parecía un pleito familiar, una especie de aclaración de viejas cuentas. Malraux no era parte de ese malentendido, dijo: Malraux peleaba su propia guerra, una muy personal.

    »Porque el líder de la Legión Cóndor y el mariscal preferido del jefe de la Lüftwaffe, la que combatía en España, era nada menos que Wolfram von Richthofen, su primo, y que el jefe de la Lüftwaffe no era otro que Göring, su tío. Tío político, cierto, pero tío al fin.

    »Quizás lo hubiéramos podido arreglar en casa, decía. Nos hubiéramos ahorrado la destrucción de Guernica.

    Y también decía que si él no hubiera dado el paso a un lado, no dudaba que él, y no su primo Wolfram, hubiera sido el preferido de Göring, como lo fue en su niñez en Suecia, en la casa familiar, en el castillo de Rockelstadt, donde lo conoció. Hasta donde entiendo era broma, pero ilustraba perfectamente su propia consideración como un gran piloto.

    —A K le gustaba que le contara del Barón Rojo, historias de la Gran Guerra. Pero no, te equivocas —me decía el conde, recuerda K—. Yo no lo conocí —al Barón Rojo, se entiende—. Quien sí lo conoció fue Göring, quien era el segundo al mando del escuadrón, el mítico Circo Volador, y a su muerte lo sustituyó al mando y logró obtener, como el barón, las mismas envidiadas condecoraciones por valor: la Cruz al Mérito y la Cruz de Hierro. Richthofen era su nombre, y al igual que yo o que mi primo Wolfram, pertenecía a la realeza; el Barón Rojo a la alemana y nosotros (mi primo y yo) a la sueca, pero Göring también fue parte de la nobleza sueca, por matrimonio, pues casó con la baronesa Carin von Rosen, mi tía. Muy tarde, cuando Alemania fue derrotada, la nobleza sueca reculó de ese honor. Eso parecía un destino, murmuraba en secreto. Pero Göring no parece haber recurrido al título nobiliario que luego le escamoteó la realeza sueca. Mucho antes de la guerra se convirtió en el segundo hombre más poderoso de Alemania durante el nazismo, solo detrás de Hitler. Como verás, una familia bien avenida, aunque con poco roce social.

    Cuernavaca, 1989

    Miro la fecha de un calendario muy visible sobre el escritorio, pero ese tiempo no me dice nada. El mío, siento, se relaja. Pone orden en mis ideas revueltas. Mi cerebro no me permite descansar, así que me asomo otra vez a ese fondo cenagoso donde a veces rescato antiguas formas, redomas olvidadas, ya sin aroma; perlas que el deseo arrojó allí, y una que otra palabra que a veces busca mi nombre. Sé que nadie me escucha, pero ya tampoco importa.

    Algunas ocasiones podría jurarte que estuviste allí, pero quizás mentiría, cómo podría saberlo. Puedo, sin embargo, ajustar los hechos a mis deseos. No es una novedad, lo hacemos siempre. Y a nadie le importará.

    Cuernavaca, 1989

    Pocos sobrevivieron. Hoy recobré una parte de esa memoria colectiva que buscaba sentido en palabras, acciones, deseo (horizonte que cada día se aleja más de mis pasos).

    Fue en ese entonces, imagino, que la memoria se hizo colectiva, que dejamos de ser individuos para ser humanidad. Así era como lo sentía. K y el conde solo me miraban cuando les confiaba mi teoría.

    —El hombre es un animal solitario —decía K.

    —Y cruel —secundaba el conde.

    —Un animal que no descansará hasta acabar consigo mismo —insistía K.

    —Y nosotros contribuimos —secundaba el conde. Porque eso es lo que hacemos aquí —agregaba convencido, aunque todos sentíamos que actuábamos para acabar con la guerra.

    Era una sátira cruel, sentía yo, que entendía sus razones, pero pensaba que lo que hacíamos en Biafra tenía que ver con la convicción de atender las necesidades humanas como un todo.

    Pero eso también lo perdí, lo extravié en alguna vuelta olvidada, y con ello se perdió lo que nos daba sentido, ese dejo de esperanza, ese titilar de las estrellas que nos permitía imaginar un universo más allá de nuestra falibilidad. Hoy sabemos que nos agotamos en un esfuerzo vano. Con nosotros, el siglo habrá dado fin a la utopía, agotada en sí misma, agostada porque los seres humanos no estuvimos jamás a su altura. Tal vez sea mejor así. He visto lo que hacen los hombres. Lo que hace el poder.

    Me atraviesan los sueños de otros hombres. Me aterra pensar cuántos murieron persiguiéndolos porque, a fin de cuentas, eran los sueños de otros. Unos soñaban y millones morían. Nuestro siglo es eso, un largo sueño donde la muerte se enseñoreó por sobre la utopía de un puñado de iluminados.

    He visto de cerca a algunos de ellos. O por lo menos sus acciones, los estropicios en el patio del vecino. Miro de lejos los millones de cadáveres sembrados en los campos de Camboya, los niños famélicos de Biafra; imagino los gulags de Siberia, la crueldad de tantos que se creyeron Hermano Número Uno.

    Pienso en Siap Ni. Su imagen me envuelve en esta pesadilla donde me aferro a un par de recuerdos mientras yo mismo me hundo en el olvido de mí.

    Mismo día. Horas después

    ¿Se puede corregir el pasado? ¿No es lo que hacemos todo el tiempo? No porque me avergüence o por resultarme desagradable en algunas partes, que ya sería razón suficiente para hacerlo, sino porque sería más bien molesto explicar las razones que me llevaron a actuar de ese y no de otro modo. En fin, que ya no existirá ese inconveniente. Corregimos el pasado a nuestra conveniencia porque la vida solo tiene sentido si los hechos que vivimos tienen sentido para nosotros. Y estos, en su crudeza y cercanía, no lo tienen. No vemos la vida como un camino que nos lleva a un destino, sino como campo abierto donde nos desplazamos a tientas. Solo el tiempo nos brinda la perspectiva que buscábamos, y entonces los hechos cobran sentido. Necesitamos ver el final, como en una película donde las distintas líneas narrativas se cierran e iluminan. Entonces comprendemos. Y podemos continuar, satisfechos de entender al menos un instante de lo que vivimos, con sus porqués y sus objetivos, con sus tramas de misterio, con su deseo manifiesto. La vida, nos decimos en esos momentos, tiene un objetivo, un sentido. Nos gusta engañarnos.

    Quizás solo personas como el conde pudieron decidir la vida que vivieron, una especie de destino abierto pero certero, es decir, uno que podía aceptar cambios ligeros de dirección pero que se mantenía siempre cierto en su función. Como las veletas, que sirven para indicar la dirección del viento, y no para ninguna otra cosa.

    El conde deseaba la guerra, la buscaba, dondequiera que estuviera, y luego decidía desde qué bando combatiría. Era lo que entonces se llamaba un soldado de fortuna. Algunos le llamaban también mercenario, lo que no le molestaba pues no peleaba por dinero, solía decirnos, sino por la justicia, como los personajes de las historietas.

    Él tuvo la suerte de vivir el tiempo correcto, el siglo de las guerras que lo llevaron de uno al otro lado. Nosotros también fuimos afortunados.

    Aunque a mí me faltó esa ambición.

    Mi vida está llena de huecos que es imposible llenar. No sé por qué hacía tal o cuál cosa, no sé si imaginaba la justicia, el sufrimiento. No sé si yo era capaz de sentirlo porque miraba la vida pasar sin conmoverme. Era un observador anónimo pero activo. Alguien a quién era difícil justificar, justificarse. Un observador sin objeto. Miraba la vida pasar. Y no aprendía nada de ella.

    ¿Pensaba que lo que vivía era histórico? ¿Que tenía sentido? No lo sé. Solo miraba, escuchaba a los demás justificarse sin aceptar sus derrotas, sin reconocerlas, mientras colocaba cánulas, administraba quinina, suturaba heridas, atendía alumbramientos. Pensaban que había que triunfar a cualquier costa. No sabían lo que yo aprendí muy pronto: que nadie gana en realidad una guerra. Que en una guerra todos pierden.

    Debo confesar que nunca tuve tan claro como ahora que no se trataba de triunfos o derrotas, sino de algo más profundo, algo que apenas puedo balbucir.

    Saigón, 1973. Enero

    Su nombre aparece de la nada, y con su nombre la sensación de que con ella podría entender el significado, el sentido de estar en la tierra. Sarouen. Siap Ni.

    K me escribió a mi refugio de Saigón.

    «Tienes que venir», decía el telegrama. Y yo entendí justo eso, que tenía que ir.

    Crucé como pude por el delta del Mekong y pude llegar a Phnom Penh luego de tres días de piquetes de mosquitos en las barcazas de los marineros que comercian por las riberas de ese río desconcertante. Los caminos eran inseguros, me advirtieron las autoridades vietnamitas, que eran las que controlaban las fronteras.

    No me constó trabajo encontrarlo. Había estado allí dos meses antes, en la inauguración, muy cerca del viejo Club de Corresponsales, y sí, ahí estaba, a apenas unas cuadras del palacio del príncipe, resguardado por un enorme castaño rojo y grandes macetones de plantas locales entre las que apenas se adivinaba la palabra Siva’s Hea… Pero era ahí, no cabía duda: Siva’s Heaven, El Cielo de Siva.

    Conocí a K a mediados de 1968, pocas semanas antes que a Von Rosen. Era miembro de una partida de ingenieros que exploraban las riquezas petroleras en esa pobrísima región, donde batallábamos contra la malaria. Yo había llegado a Biafra como parte del grupo del doctor Kourchner. Fue una de nuestras primeras misiones, si mal no recuerdo. De hecho, la primera. Y él trabajaba para una petrolera holandesa, una de las Siete Hermanas que empezaban a saquear el continente.

    Y Otto se interesó en nuestro trabajo, tanto que abandonó a sus compañeros cuando empezó el conflicto armado. Se puso una casaca de enfermero y a trazar mapas y planos, a interesarse en ayudar contra la hambruna. Y entonces apareció, como de la nada, el conde Von Rosen, quien empezó como solía hacer siempre, es decir, transportando suministros y medicinas.

    Nos habíamos visto en el campamento que improvisó la Cruz Roja en Uyo, en la ribera del río Cross; nos habíamos saludado y simpatizamos desde el primer momento.

    Le pregunté a K qué lo había llevado a abandonar una vida que le prometía más que comodidad, si no es que hasta riqueza, como petrolero.

    —Debe ser el hartazgo —me dijo—, la uniformidad, la monotonía.

    Y creí entender. Era un poco lo mismo que yo había experimentado al unirme a la Cruz Roja y al proyecto de Kourchner, Médicos Sin Fronteras. La búsqueda de un motivo que diera sentido a mi vida. Como si se tratara de una tierra prometida.

    —Claro que esto no se parece al Jardín del Edén —ironizaba K.

    Otto nació en marzo de 1925, en Viena. Tenía 42 años cuando la guerra de Biafra lo alcanzó. Había logrado escapar de la Gran Guerra, y de las que vinieron después, lo que no quiere decir que no las sufriera. Esta tampoco la había buscado, pero aseguraba: «Esta será mi única guerra», a sabiendas de que tal vez mentía. Me recitaba entonces La isla del lago, un poema del viejo Ezra:

    Oh, Dios, oh, Venus, oh, Mercurio, patrón de los ladrones,

    dame a su debido tiempo, te lo ruego, una pequeña tabaquería,

    con las pequeñas cajas brillantes

    apiladas en los estantes con cuidado

    y el suelto fragante tabaco

    y el picado,

    y el brillante Virginia

    suelto en las cajas de brillante vidrio,

    y un par de pesas no muy grasientas,

    y las putas cayendo para una palabra o dos al paso,

    para un chiste picante y arreglarse un poquito el pelo…

    Solo que lo que él pedía no era una tabaquería, sino más bien un bar. Sí, El Cielo de Siva, ya había decidido el nombre, desde entonces. Un hombre persistente si los hay. Tenía ahorros, me decía, de sus años de ingeniero. Solo le faltaba decidir dónde, es decir, el lugar donde quería vivir. No lo sabía aún.

    Se lo recordé a K justo cuando nos encontramos en Phnom Penh.

    —Decidí corregir el pasado —le dije entonces.

    Él me miro, no dijo nada. Esperó a que continuara.

    —Porque no quiero dar más explicaciones.

    —Todos lo hacemos —dijo K, seguro de sus palabras.

    —De paso, llenaré los huecos.

    —Eso será lo mejor de todo —siguió.

    —Chateaubriand decía que para triunfar en la vida hacen falta dos cosas de las que ambos carecemos —sentenció K—: la ambición por el dinero y por la vida eterna.

    Me pregunté si la cita era exacta, pero no dije nada.

    —En realidad —continué—, pienso ahora que la vida no se trata de triunfos o derrotas. No sé de qué sí, pero estoy seguro de que de eso no.

    —Una vez dijiste que del amor deben tomarse solo los frutos maduros, los sin esperanza de redención. Solo hay que estar seguros de que no es demasiado tarde para llevarlos a la boca; de otra manera amargan.

    —Es la mejor manera de protegernos del desamor, y de la decepción.

    —Ya hace tiempo me di cuenta de que me había convertido en un cedazo que ya no retenía nada, que se limitaba a filtrar todo lo que pasaba a través suyo.

    —Es el tono del cinismo, lo sabes

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