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Ciudades a la deriva II: Ariagni. El Cairo
Ciudades a la deriva II: Ariagni. El Cairo
Ciudades a la deriva II: Ariagni. El Cairo
Libro electrónico388 páginas5 horas

Ciudades a la deriva II: Ariagni. El Cairo

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Información de este libro electrónico

En 1943 El Cairo se asienta en un laberinto de encrucijadas de guerra. En el segundo volumen de Ciudades a la deriva, Manos llega a esta trampa llena de bullicio y maquinaciones políticas, para continuar su travesía en compañía de las Brigadas Griegas con el propósito de recuperar aquello que la guerra les arrebató. Asimismo, un viejo conocido, el doctor Robbie Richards, intenta participar en las intrigas en favor de los ingleses, pero se encuentra atrapado en la prisión de su propia identidad y deseos prohibidos. Alrededor de ellos, Ariagni, una mujer altruista y honorable, teje una red protectora que los ayudará a escapar de entre los callejones sin salida.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 oct 2022
ISBN9786071675972
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    Ciudades a la deriva II - Stratís Tsirkas

    portada

    COLECCIÓN POPULAR

    832
    CIUDADES A LA DERIVA
    II. ARIAGNI

    STRATÍS TSIRKAS

    Ciudades a la deriva

    II. ARIAGNI

    El Cairo

    Traducción

    AURORA ESPERANZA LÓPEZ LÓPEZ

    Fondo de Cultura Económica

    Primera edición en griego, 1962

    Primera edición, 2022

    [Primera edición en libro electrónico, 2022]

    © 1971, Éditions du Seuil

    Título original: Ακυβέρνητες πολιτείες. Αριάγνη / Cités à la dérive

    D. R. © 2022, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México

    www.fondodeculturaeconomica.com

    Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. 55-5227-4672

    Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

    ISBN 978-607-16-7232-2 (obra completa-rústica)

    ISBN 978-607-16-7544-6 (vol. 2-rústica)

    ISBN 978-607-16-7597-2 (vol. 2-ePub)

    ISBN 978-607-16-7377-0 (obra completa-ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    ÍNDICE

    Nota de la traductora

    Advertencia

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    XII

    XIII

    XIV

    XV

    XVI

    XVII

    XVIII

    Mapa de Oriente Próximo

    Obras citadas

    NOTA DE LA TRADUCTORA

    Ariagni es la segunda parte de la trilogía Ciudades a la deriva de Stratís Tsirkas (seudónimo de Yanis Jatsiandreas). La traducción tanto de ésta como de las otras dos partes que la integran —El Círculo (primera) y El murciélago (tercera)— se basa en el texto establecido por la filóloga Jrisa Procopaki para la editorial griega Kedros.

    Jerusalén, El Cairo y Alejandría son los escenarios de estas tres novelas, todas inmersas en un mismo horizonte histórico: la segunda Guerra Mundial y, en particular, el tiempo de los llamados Acontecimientos de Oriente Próximo en la historia moderna de Grecia, esto es, el periodo que va de junio de 1942 a abril de 1944. Debido a la complejidad de este panorama histórico, y a la gran variedad de personajes que aparecen a lo largo de la trilogía, esta traducción se acompaña de una serie de notas al texto, dirigidas al lector hispanohablante, que enriquecen la lectura y arrojan luz sobre las numerosas referencias culturales, religiosas, literarias y artísticas que se entrelazan en las páginas de Tsirkas. Para su elaboración fue de gran ayuda el trabajo filológico realizado por Procopaki en las ediciones mencionadas.

    Quisiera agradecer a las y los traductores del griego moderno en América Latina y en España que izaron primero las velas y trazaron el rumbo a seguir, así como a mis maestras y maestros de lengua y literatura griega moderna en México, Grecia y Chipre, y a mis amigas y amigos greco-parlantes, en especial a María Apostolidi y a Constantinos Theojaridis, por su invaluable y generosa ayuda para desentrañar el difícil y maravilloso lenguaje de Tsirkas. Gracias también a Vicente Flores Militello por sus precisiones y sugerencias, a Miguel Ángel Palma Benítez por su ayuda en la investigación bibliográfica y su traducción de los fragmentos en francés, y, finalmente, a José Manuel Betancourt Linares, sin el cual estas palabras quizá no existirían.

    ADVERTENCIA

    Ciudades a la deriva fue desde el principio el título de este trabajo algo experimental que tendría como escenario Jerusalén, El Cairo, Alejandría, Atenas o París, y como marco temporal la última guerra, o algunos años después. Sin embargo, en nuestros días, la fragmentada vida del alejandrino no permite ya hacer planes ni comprometerse con promesas. De ahí que la primera parte circulara sencillamente como El Círculo. Ésta fue, en buena medida, una obra completa en sí misma, al menos lo suficiente como para proteger al escritor de la acusación de que, acaso por motivos de circulación, no hubiera informado de manera correcta a sus lectores.

    Otra idea del autor fue añadir la advertencia que Aragon colocó en su Semana Santa: Ésta no es una novela histórica. Cualquier parecido con personajes que vivieron, cualquier similitud de nombres, lugares, detalles, sólo puede ser resultado de una mera coincidencia, y el autor se deslinda de cualquier responsabilidad en nombre de los inalienables derechos de la imaginación.¹ Al final, sin embargo, la abandonó, convencido de que el clásico término novela dice lo mismo y de manera más lacónica.

    S. T.

    (de la edición de 1962)

    […] y los caminos de salida a través de las salas y los rodeos a través de los cortijos, siendo muy variados, presentaban diez mil maravillas para quienes pasaban del cortijo a las recámaras y de las recámaras a los pórticos y de los pórticos a otras salas y de las recámaras a otros cortijos.

    HERÓDOTO, II, 148¹

    Con todo, hay que considerar hacia qué avanzamos

    no como querrían nuestras penas, ni nuestros hambrientos hijos,

    ni el abismo entre nosotros, ni los compañeros que gritan desde la otra orilla.

    YORGOS SEFERIS,

    Un viejo a la orilla del río

    El Cairo, 20 de junio de 1942²

    I

    A CIENTOS de millas detrás del Octavo Ejército, el sargento Mijaíl Saridis y yo nos apresuramos para alcanzar —en aquel nefasto domingo del 13 de diciembre de 1942— a la Primera Brigada griega, e incorporarnos a ella antes de que comenzara su ascenso por la orilla occidental del Gran Sirte.¹ Rommel estaba en continua retirada.² Para evitar el encuentro con Montgomery³ hacía todo tipo de maniobras; éstas, marcadas sobre el mapa del cuartel general, recordaban a cada minuto cuánta razón tenían los beduinos cuando hacía unos seis meses lo apodaron el zorro del desierto. Pero íbamos demasiado lento. Ni la experiencia como mecánico de Mijalis, ni mi propia resistencia lograban que nuestro medio de transporte avanzara mucho más allá de cien millas por día. Era increíble cuántas cubetas de agua consumía diariamente este baúl de hojalata que por su forma y su color recordaba a un sapo, y, por su paso, a una tortuga. Si los empresarios de Milán, decía Mijalis, le hubieran dado a Mussolini muchas de estas carcachas para remolcar sus antitanques, entonces la medalla de la resistencia pasiva no la llevarían solamente los trabajadores antifascistas de la Fiat.

    A nuestra derecha teníamos el Mediterráneo, luciendo sus mejores galas. Desde anteayer teníamos unos días alciónicos, aun cuando los Aliados, en sus comunicados, informaran sobre las pésimas condiciones climáticas en Túnez para justificar el cese del avance. Una o dos veces tomé la cubeta con la intención de bajar por el acantilado hasta el mar para traer agua, pero Mijalis me detenía: No vale la pena, mi estimado Simonidis, ¡entiéndelo! En media hora el radiador de esta lata estará para la basura. El Fiat era su botín personal, de El Alamein.⁴ Él le había cambiado los pistones, parchado las llantas y reparado el agujerado depósito; además le había sacado un permiso oficial para la Brigada, gracias a lo cual ahora yo también me colaba por los puestos aliados y ahogaba mi impaciencia por llegar al frente, por reencontrarme conmigo mismo. La dilación de nuestra gente en Jerusalén me había arruinado la oportunidad de participar en la batalla de El Alamein. Afortunadamente, de contacto en contacto, caí con Mijalis: ¿Al frente, dices?, para allá voy yo también. Por eso ves que la arreglo, a esta desvergonzada carcacha. La charla se había dado en Marsa Matruh, debajo de las casuarinas de la calle que da hacia los lagos de sal. Nos viene bien que usas tus charreteras y tu quepis. Los Aliados no son como los nuestros, ellos sí respetan a los oficiales. Eh, bueno, se necesita también un poco de faroleo. Yo voy a hacerla de tu chofer, y ellos creerán que la pequeña limusina salió del garaje expresamente para transportar al señor subteniente hasta el frente.

    Al principio no me dejaba el volante por ningún motivo. Me la vas a estrellar con tus exabruptos. A ella le gusta que la traten con dulzura, y a ti parece que te hubieran metido aguarrás. Si tienes prisa ve y súbete con alguno de los Aliados que te inclinan la cabeza. Y en verdad, polacos, ingleses, australianos, franceses libres,⁵ en limusinas, en camiones y toda clase de vehículos, apenas nos veían agachados sobre el motor del Fiat, se detenían y sugerían llevarme con ellos. Pero Mijalis sabía que yo no podía hacer eso. Se necesitaría un rato para sopesar a cualquiera de ellos. Subirme así, a ciegas, al primer automóvil que se apareciera sería una imprudencia. Finalmente, cuando le entró en la cabeza que si no corríamos incluso durante la noche no alcanzaríamos nunca a la Brigada, se soltó a poner condiciones. Le prometí de todo. Me dejó manejar alrededor de una hora como prueba, y luego echó para atrás la cabeza y así, sentado, se quedó dormido.

    Era una noche sin luna, pero iluminaban las estrellas. La arena alrededor brillaba como polvo de gis y el camino se distinguía claramente: una cinta negra e interminable. Apenas percibíamos algún vehículo, le encendíamos las luces bajas de color azul para que no se nos viniera encima, mientras que a nuestras espaldas brillaba ininterrumpidamente una lamparita, como punta de cigarro encendido, señal para aquellos que se acercaran por atrás con prisa. Sin embargo, me atormentaba el frío, y más tarde el sueño. No estoy seguro pero puede que por primera vez me haya dormido con los ojos abiertos, empuñando el volante. Junto al Fiat, un robusto cruzado caminaba con paso lento, arrastrando por el piso su armadura y su coraza. Clavó la mirada en mí y levantó defensivamente la espada con el brazo izquierdo. Yo había visto su armadura colgada sobre la gran chimenea de la torre construida por algún excéntrico francés de Alejandría en el desierto, ubicada a unos sesenta kilómetros antes de llegar a El Alamein. Ahí me habían dado como contacto a otro francés, herido gravemente en Bir-Hakeim,⁶ quien me llevaría lo más cerca posible de la frontera. Lo encontré sentado en un viejo sillón en la sala de ceremonias, degustando cada minuto de los días o las horas que le quedaban de vida. Levantó sus febriles ojos hacia la armadura y después los posó sobre el escudo de armas con la Cruz de Lorena,⁷ que adornaba el mármol de la chimenea. Quién lo diría, camarada. Nosotros también somos cruzados, sólo que en esta ocasión la causa es verdaderamente sagrada. Le dije que venía de Jerusalén. Qué camino, qué camino…, dijo, meditabundo. "Hace algunos años yo era monárquico, un seguidor de Charles Maurras…⁸ Afortunadamente el Guernica… No el acontecimiento, sino el cuadro de Picasso en el Pabellón Español. Asentí celebrando con ese gesto sus palabras, para no interrumpirlo. Me sonrió satisfecho de ver que yo comprendía. Así es como estamos hechos nosotros los intelectuales. De vez en cuando es necesaria una experiencia intensa para que sintamos la esencia de las cosas… La Victoria Alada de los tuyos, en el Louvre... ¿recuerdas sus alas rotas? Desde aquí, desde este sillón, las escuché cimbrar con su aleteo los cimientos del mundo. Fue a las 9:40 de la noche del 23 de octubre, cuando los ochocientos cañones de El Alamein… Guardó silencio. ¿Para qué te digo a ti estas cosas? Tengo mucha fiebre. Mejor aprovechemos el instante que se desliza por el cuello de la clepsidra…" Levantó la naranja que sostenía en las manos y aspiró profundamente su aroma, con devoción.

    Mientras intentaba recordar su nombre, seguramente las capas más profundas de mi inconsciente se removieron porque salí de la ensoñación. Desde ese momento, apenas volvía a escuchar la armadura arrastrarse por el piso, ¡Manolis, te dormiste de nuevo!, me gritaba a mí mismo, enojado, y volvía a despertar.

    Esto, durante la noche del viernes y del sábado. El domingo amanecimos en algún lugar de la Cirenaica, entre Derna y Apolonia. Avanzábamos sobre un camino ancho y asfaltado, al borde de una accidentada ribera, mientras que a nuestra izquierda se elevaban las colinas, completamente verdes, del Jabal al Akhdar. De repente la cabina se llenó de humo y de un olor a aceite quemado. Menos mal que el que iba conduciendo era Mijalis. Se estacionó a la derecha, cerca de una casita derrumbada debajo de una acacia salvaje. Apagó el motor, bajamos rápidamente y abrimos el cofre.

    —Esto me había temido —dijo.

    Y a los niños beduinos que se acercaban corriendo:

    ¡Yala, ruj! —les gritó en árabe.

    Se detuvieron sobre un pequeño promontorio y se quedaron observándonos sin decir palabra.

    —¿Sabes qué es lo que harás ahora? Encontrarás un rincón en medio de esas ruinas y prenderás un fuego para que hagamos té. Desde ayer estamos en ayunas. Después puedes echarte una siesta o, si gustas, bajar a nadar al mar. Por mi parte tengo trabajo para cinco, seis horas, pero no te quiero de ayudante. Solamente conseguirás desesperarme.

    —¿Cinco o seis horas? —exclamé con desesperanza—. Todo está perdido.

    —¿Pero qué dices? Quedé con un amigo de llevarle un remolque porque se quedó con un cañón huerfanito, y se lo voy a llevar, ¡así sea lo último que haga! Con que lleguemos a Bengasi nos basta. Ya estando ahí seguro encontramos repuestos.

    No dio pie a más discusiones. Preparé el agua para el té y se lo llevé caliente. Salió de abajo del Fiat, apesadumbrado y cubierto de manchas, y así como tenía los dedos, llenos de aceite, agarró el paximadi¹⁰ que le ofrecía y lo sumergió en el té. Lo dejé y comencé a bajar con cuidado hasta la playa. A la mitad del camino me senté sobre una roca y encendí un cigarro. El mar suspiraba suavemente, verde como esmeralda, bajo el sol dorado. Arriba en lo alto, me pareció que cantaban alondras; pero ¿serían de verdad alondras? Más allá los peñascos formaban un anfiteatro. Vi a una pareja de gaviotas sobrevolar, después tomaron impulso rumbo al mar que a lo lejos comenzaba a tornarse índigo.

    El mar de invierno suspiraba debajo de mí, haciendo un poco de espuma alrededor de las enormes y deslumbrantes piedras. ¿Por qué, Manos, por qué? ¿Quién hablaba? ¿Quién me reprochaba así, tan amargamente? ¿Qué estaba yo buscando, qué perseguía en estas playas de mármol de otro mundo hecho pedazos? ¿Me reencontraría conmigo mismo si alcanzaba a la Brigada? ¿Pero estaba yo delante o detrás de mí mientras en realidad huía de mí mismo? Mi pasión… aquellas promesas secretas de que algún día escribiría uno o dos libros para la posteridad, ¿cómo fue que llegué a traicionarlas? Levantaba ahora la espada bizantina entre las brigadas de cruzados: retrasado, dividido, ¡inservible! ¿Por qué inservible? ¿Tenía razón el Hombrecillo cuando dijo que mi lugar estaba frente a la Remington, mecanografiando cosas aburridas? El Combatiente… En El Cairo me dieron su último número, el cual escondía ahora Mijalis en el bolsillo de su chaqueta militar manchada de aceite.

    ¿Qué te parece?, me preguntó al dármelo aquel hombre pecoso y de torso pequeño al que todos llamaban Fanis. En ese número venía una apología del papel de la Primera Brigada griega en la batalla de El Alamein, conmemorando a nuestros muertos y haciendo mención de heroicas acciones de soldados y oficiales. La nota del editor, breve y sencilla, terminaba con algunas frases que, de tan claras y calibradas, persuadían de inmediato. Sin embargo, en la página de atrás, alguien daba noticias sobre la situación de la Segunda Brigada en Palestina. Un texto largo y confuso, un poco nota de corresponsal, un poco artículo, otro poco parte del día, en un tono de desbordado entusiasmo. Reconocí el mascullar del Hombrecillo. Fanis, sentado frente a mí, esperaba respirando con aquel silbido de los hombres que han padecido de un pulmón colapsado. Miré sus dedos, entrecruzados sobre el mármol de la mesita de la pastelería del barrio. Tenían la flaccidez del desnutrido por tuberculosis. Le dije mi opinión, lo positivo y lo negativo, agregando que, ahora que el periódico no salía ya en Jerusalén, textos como ése dejarían de aparecer poco a poco. Fanis se rio escandalosamente; su rostro grasiento se llenó de arrugas pequeñísimas propias de aquellos que han soportado grandes aflicciones; en su isla natal debía de haber sido pescador o campesino. Se nota que no lo tragas ni un poquito, dijo, y sus ojos se tornaron serios de golpe. Yo había hablado de manera impersonal. Mis diferencias con el Hombrecillo las había comentado un par de veces solamente con Garelas. Para que Fanis pudiera entender de inmediato a qué me refería, significaba que estaba enterado. Me disculparás, le dije, yo nada más veo lo que está ante mis ojos. Después de los honestos sacrificios que se describen más arriba, este texto desentona. Me da la impresión de alguien que se sube a un pedestal en algún lado y se exprime el seso para sacar frases prefabricadas con el objetivo de hacerme sentir más pequeño. Habla y habla, como cabeza hueca, pero no cree en nada. Ten cuidado, me dice Fanis, puede ser que crea, pero que no sepa cómo expresarse. No todos tuvimos la educación que tú tuviste. No te confundas, le dije, "así como ves las cosas, así las escribes; eso eres. Aquí no hay espacio para atenuantes. El estilo es el criterio más inequívoco de tu postura frente al otro, frente al ser humano. ¿Cuánto te importa, cuánto lo respetas? Eso se hace evidente. Fíjate en Macriyanis…"¹¹ Lo conozco, me interrumpió. Lo leímos en la cárcel. Al final, disgustado y a regañadientes, reconoció que, de vez en cuando, el Hombrecillo buscaba mostrarse a sí mismo más alto de lo que era. Camina entonces de puntitas, por eso luego cojea.

    Nos hubiéramos quedado hasta tarde esa noche pero él tenía que encontrarse con algún político refugiado y nos separamos. No tenía ganas de despedirme de él, aun cuando hablara tan poco. Más que nada escuchaba, preguntaba, dudaba, se cuestionaba, sopesaba, volvía a preguntar, y así, sin que te dieras cuenta, te ponía —y se ponía a él mismo junto contigo— sobre el camino correcto. Sin chirrido de dientes, ni maldiciones al prójimo. Caminando a solas más tarde, me sorprendí a mí mismo silbando en aquellas altas horas de la helada noche. Había dado una vuelta alrededor de la estatua de Ibrahim bajá,¹² y ahora me encontraba observando la fachada gris de la Ópera. Recordé a mi padre, que muy joven estuvo aquí y asistió a una representación de Eleonora Duse. ¡Cómo había odiado a D’Annunzio, que no tuvo ningún pudor en pavonearse con aires de amante calabrés por el palco del jedive! Y después, el delirio de los italianos, de los levantinos, de los griegos, cuando soltaron a los caballos del landó de la diva, y lo arrastraron hasta el Shepheard’s Hotel —no muy lejos, en realidad—. Los gritos y las rosas pisoteadas entre la mierda de los caballos. Nada había cambiado. He ahí el exterminador de Morea¹³ en su caballo, dándole la espalda a la Ópera; ahí los abrevaderos empotrados para que beban los caballos que jalan las carrozas de los comerciantes, el ruido de sus herraduras sobre la piedra, esporádico, seco, como cuentas de komboloi¹⁴ que se caen una sobre otra mientras se espera; y el dulce aroma del trébol, de las aguas estancadas de la pileta, y más allá el otro aroma, exótico y huidizo, que proviene de las acacias árabes y los sicomoros del Ezbekieh… Me deshice de dos soldados ingleses, perdidos de borrachos, que pedían prestado, y corrí hasta la cama que me esperaba en la casa de una pareja de viejos icariotas.¹⁵ De repente me detuve. ¿No sería él, Fanis, el que había convencido a los nuestros en Palestina de que mis tesis sobre los oficiales eran correctas? ¿Estaba, sin embargo, desde entonces aquí en El Cairo? Yo le había planteado mis tesis en febrero y la respuesta llegó hasta junio; entonces fue cuando el Hombrecillo me informó que las habían adoptado y que la equivocada resolución había sido revocada. ¿Cuatro meses para ir de Kfar Yona¹⁶ a El Cairo y de regreso? A menos de que el Hombrecillo las hubiera retrasado. Puede ser, pensé para mis adentros. Su silueta, su voz, su olor, me ensombrecían el horizonte.

    Nos vimos algunas veces más, Fanis y yo, y un día le solté mi dilema personal: la Remington o el frente. Comenzó a hablar, lentamente y en voz baja, enumerándome las necesidades de uno y otro ámbito. Para cada una iba doblando un dedo de la mano: Eh, ahora, mira y dime cuál de estas cosas puedes hacer tú. Pensé un poco y le respondí. Sin perder el tiempo me dio un contacto en Alejandría. Quédate con ellos una semana o un poco más; los camaradas de la Marina también desean sacar su propio periódico. Enséñales todo lo que sabes y luego agarras camino, ya que tanto lo deseas. Nos despedimos sencillamente, como si nos fuéramos a volver a ver pasado mañana. Pero cuando estaba a punto de doblar la esquina, me llamó de nuevo: Esas diferencias que tienes con el camarada ¿las discutiste alguna vez con él, frente a los otros? No, le contesté. Eso fue un error, me dijo. Lo sé, dije, me sentiría más tranquilo si lo hubiera hecho, por más que no se hubiera llegado a nada. No comprendió muy bien el porqué de esto último, y tuve que explicarle el asunto a detalle. Para no estar en medio de la calle, nos metimos a un cafecito. Fanis llevaba encima un penetrante olor a salvia, chasqueaba la lengua y me miraba a los ojos: Muchas de esas cosas que dices son serias. Pero pierden su valor porque las dices tú, que sé que no soportas al camarada. Se necesitan otros testimonios. ¿Qué podía decirle? Haz una investigación y si resulta que yo soy parcial, tomen medidas contra mí. Cerró los ojos y reflexionó un poco. Tenemos otras cosas de las que ocuparnos ahora, amigo. ¿De dónde vamos a sacar el tiempo ahora para asuntos como éste? Y, además, se necesita algún tipo de consejo para tomar resoluciones. Se le tendría que notificar también a él mismo. De cualquier forma, el asunto tiene que aclararse con participación de los interesados, si vivimos. Guardé silencio. Toma tu camino, me dice, vas a perder el tren. Sin embargo, en Alejandría, la semana se convirtió en un mes. Algo no terminaba de resolverse en el aparato del partido. Quédate para Navidad, me decían. Y mientras tanto la Brigada corría detrás de Rommel. Hasta que un día me enfurecí y di un par de gritos. Aceptaron enviarme en una nave de desembarco de la Marina que iba a zarpar rumbo a Tobruk. Sin embargo, la misión tropezó en el puesto de control. Apareció un fascista en la escalera: ¿A dónde va ése? ¡Venga para acá, camine! Por un pelo y tenemos pérdidas. Después me enviaron con el oficial francés de Bir-Hakeim, que se llamaba…

    Se me había ido el tiempo ahí, encima de la roca. Me estiré para desentumecerme. El sol había entibiado mis huesos. ¿Qué sucedía con Mijalis? Llevaba puestas unas botas militares amarillas de gamuza con suelas de caucho, por lo que escalar sobre las rocas era pan comido. Llegué rápidamente hasta la carretera, debajo de la acacia silvestre. Mijalis no estaba en ningún lado. Lo llamé con un grito.

    —Acá —me contestó una voz entre las ruinas—. Estoy rasurándome.

    —¿Te arreglas para una boda? —le pregunté, pero enseguida me arrepentí porque durante los días anteriores había sido yo quien le insistía en estar siempre rasurados.

    —Déjalo. La vuelta a Bengasi no me la ahorro. Las bielas necesitan cambiarse. Me subiré a algún carro aliado y de regreso pediré que me traigan los de servicios médicos.

    —Bengasi está a doscientas millas de aquí —le dije—. Vas a tardar. Y luego puede que se te complique la cosa y entonces sí al traste con todo.

    —No te preocupes, lo lograré. Antes de que anochezca me verás de regreso. ¿Tú que vas a hacer?

    Lo pensé. Lo volví a pensar.

    —Te esperaré aquí —le dije.

    —Está bien —me dice—. Eso es lo más prudente.

    —¿Por qué no le pedimos a alguno de los que pase que nos remolque?

    —No estás bien de la cabeza —me dice—. Apenas se den cuenta de lo arruinada que está esta carcacha, le darán una patada para que termine entre los cacharros viejos.

    Y, ciertamente, ahí donde la costa formaba un anfiteatro había algunos carros aliados derribados oxidándose.

    Mijalis bajó al mar y comenzó a tallarse con algunas piedras pómez para limpiarse el aceite y las manchas. Después se volvió a vestir, se ciñó el capote, se colocó el casco bajo el brazo y se puso a esperar a que pasara algún automóvil aliado. No sin antes asegurarse, sin embargo, de que yo tuviera conmigo identificación.

    —Vivales —le digo—. Ya te veo esta noche dormir abrazado mientras yo me congelo acá completamente solo.

    —Ten cuidado —me contestó—. No enciendas fuego después de la puesta sol; no sea que suceda alguna desgracia. Los aeropuertos de Creta están a un paso al norte de nosotros.¹⁷

    —A sus órdenes, mi general —le dije.

    —Ya te advertí —me dice.

    Pasó una camioneta australiana cargada de barriles. Les gritó: "Greek,¹⁸ Bengasi, y enseguida lo recogieron. En el momento en que iba a saltar a la parte de atrás de la camioneta, se detuvo un segundo y me miró. Comprendí. Yo estaba pensando lo mismo. La camioneta australiana me podía llevar también a mí, nos acomodaríamos. ¿Pero quién cuidaría entonces del Fiat? Le correspondía a él decidir. Si me dijera ven con un gesto, ni siquiera lo discutiría. Sin embargo, mientras se alejaba, lo vi primero despedirse de mí con el saludo militar, y luego señalarme el suelo, como para decirme esta noche".

    Los niños beduinos que le habían llevado agua a Mijalis para que se rasurara, me gritaban: Maguia. Les di la cubeta. Se fueron corriendo todos juntos por entre los árboles de la pendiente, al otro lado de la carretera. Al poco rato regresaron con el agua. Me mostraron que era potable. Al tomar un trago sentí como si una pinza me atenazara los dientes: estaba helada. Me dirigí al rincón donde había calentado el agua para el té, reuní algunas ramitas, hice con ellas un montón en medio de dos ladrillos, traje un poco de gasolina del Fiat y lo salpiqué. Encendí el fuego.

    —Té, té —gritaban los niños, y aplaudían.

    —Tengan un poco de paciencia —les dije en griego.

    Mientras se calentaba el agua acerqué mis utensilios de rasurado, el espejito, el pocillo, las cajitas con el azúcar y el té. Los niños se mantuvieron de pie a mi alrededor y observaban. Cuando inflaba las mejillas para que agarrara mejor la Gillette, inflaban también ellos las suyas. Después me vertieron agua para que me lavara, y cuando se los indiqué con un gesto, se sentaron con las piernas cruzadas y esperaron. Puse una cantidad generosa de azúcar en el pocillo; sabía que les gustaba oscuro y dulce, casi acaramelado. Cada uno le daba dos sorbos fuertes, le pasaba al de al lado el pocillo y se sobaba la panza para darme a entender que le había gustado. Fui y les traje un poco de paximadi. Nos hicimos amigos.

    Más tarde, sin embargo, se me volvieron unos diablos. Pedían que les diera cigarros, gritaban cosas que no entendía, se levantaban sus chilabas y orinaban alrededor mío soltando carcajadas. Cuando se treparon al Fiat comencé a lanzar maldiciones.

    ¡Yala, ruj! —les grité yo también.

    Se quedaron quietos, dudando de si hablaba en serio. Hice como si recogiera piedras. Me dieron la espalda, decepcionados, y se fueron mostrando gran dignidad. Después de un rato los escuché pelear abajo, en el mar, y perseguirse unos a otros. Luego los perdí. Entonces me cubrió el aburrimiento. No quise quedarme sobre la carretera, no fuera a ser que pasara alguno de la Policía Militar y empezara a interrogarme con sus cómos y sus porqués. Me senté dentro del Fiat, oculto por la casita en ruinas. Recordé que habíamos encontrado un viejo periódico de Alejandría. Busqué dentro del compartimento de la puerta, decidido a leer hasta la novela por entregas que me había saltado. Sin embargo, di con un paquete de cartas. Apenas leí el inicio de la primera, me fijé en la firma. Le escribía a Mijalis su madre: Ariagni Saridis. Las cerré enseguida y las puse de nuevo en su lugar.

    Ariadni, lo corregí la primera vez que me dijo el nombre de su madre. "No, lo estoy diciendo bien: Ariagni, de Naxos. De ahí es originaria. Un helenista inglés que vive en nuestro vecindario me aseguró que mi madre pronuncia su nombre mejor que los estudiosos."¹⁹ ¿Y tu padre cómo se llama? ¿Teseo?²⁰ No, Dionisos. Pero ¿de qué te ríes? ¿Cómo explicárselo? Me había imaginado al inglés sumido en ensoñaciones en caso de darse tales coincidencias, y me pareció gracioso. Lo compuse diciendo que conocía a cierto Dionisos cuya nariz estaba siempre roja a causa del vino.²¹ "El mío también se emborracha, pero prefiere el ouzo.²² Sabemos cuando está borracho porque se vuelve un cabrón y se pelea con todo el mundo. Su padre era mesero, un viejo sindicalista, incluso había sido herido con una bala en el muslo durante una huelga. Vivían en un barrio popular de El Cairo, cerca del Palacio del pachá. Cuatro muchachos y dos muchachas, gemelas. La madre se había casado joven, a los dieciséis años. Y, por Cristo, mi buen Simonidis, no es porque sea mi madre pero aún a sus cuarenta y cinco llama

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