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Ciudades a la deriva. III: El Murciélago: Alejandría
Ciudades a la deriva. III: El Murciélago: Alejandría
Ciudades a la deriva. III: El Murciélago: Alejandría
Libro electrónico474 páginas7 horas

Ciudades a la deriva. III: El Murciélago: Alejandría

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Información de este libro electrónico

En Alejandría, se vuelven a reunir las Brigadas griegas y una revolución antifascista se prepara durante 1944. En el último volumen de Ciudades a la deriva los intereses políticos y militares por el territorio se enredan entre promesas de libertad. Manos continúa con sus actividades en la organización, se reconecta con sus orígenes y le abre la puerta al amor una vez más. Inicia una última travesía para recuperar lo perdido en esta épica de la segunda Guerra Mundial, en la que un murciélago acecha durante las noches; puede traer luz, pero también vaticina un oscuro final para el héroe de este mito moderno.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 abr 2023
ISBN9786071677914
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    Ciudades a la deriva. III - Stratís Tsirkas

    portada

    COLECCIÓN POPULAR

    832
    CIUDADES A LA DERIVA
    III. EL MURCIÉLAGO

    STRATÍS TSIRKAS

    Ciudades a la deriva

    III. EL MURCIÉLAGO

    Alejandría

    Traducción

    AURORA ESPERANZA LÓPEZ LÓPEZ

    Fondo de Cultura Económica

    Primera edición en griego, 1965

    Primera edición, 2022

    [Primera edición en libro electrónico, 2023]

    Distribución en América Latina en español

    © 1971, Éditions du Seuil

    Título original: Ακυβέρνητες πολιτείες. Hνυχτερίδα / Cités à la dérive

    D. R. © 2022, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México

    www.fondodeculturaeconomica.com

    Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. 55-5227-4672

    Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere

    el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

    ISBN 978-607-16-7232-2 (obra completa-rústica)

    ISBN 978-607-16-7759-4 (vol. 3-rústica)

    ISBN 978-607-16-7791-4 (vol. 3-ePub)

    ISBN 978-607-16-7377-0 (obra completa-ePub)

    Impreso en México • Printed in Mexico

    ÍNDICE

    Nota de la traductora

    Advertencia

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    XII

    XIII

    XIV

    XV

    XVI

    XVII

    Epílogo

    Mapa de Oriente Próximo

    Obras citadas

    NOTA DE LA TRADUCTORA

    El Murciélago es la tercera parte de la trilogía Ciudades a la deriva de Stratís Tsirkas (seudónimo de Yanis Jatsiandreas). La traducción tanto de ésta como de las otras dos partes que la integran —El Círculo (primera) y Ariagni (segunda)— se basa en el texto establecido por la filóloga Jrisa Procopaki para la editorial griega Kedros.

    Jerusalén, El Cairo y Alejandría son los escenarios de estas tres novelas, todas inmersas en un mismo horizonte histórico: la segunda Guerra Mundial y, en particular, el tiempo de los llamados Acontecimientos de Oriente Próximo en la historia moderna de Grecia, esto es, el periodo que va de junio de 1942 a abril de 1944. Debido a la complejidad de este panorama histórico, y a la gran variedad de personajes que aparecen a lo largo de la trilogía, esta traducción se acompaña de una serie de notas al texto, dirigidas al lector hispanohablante, que enriquecen la lectura y arrojan luz sobre las numerosas referencias culturales, religiosas, literarias y artísticas que se entrelazan en las páginas de Tsirkas. Para su elaboración fue de gran ayuda el trabajo filológico realizado por Procopaki en las ediciones mencionadas.

    Quisiera agradecer a las y los traductores del griego moderno en América Latina y en España que izaron prime­ro las velas y trazaron el rumbo a seguir, así como a mis maestras y maestros de lengua y literatura griega moderna en México, Grecia y Chipre, y a mis amigas y amigos greco- parlantes, en especial a María Apostolidi y a Constantinos Theojaridis, por su invaluable y generosa ayuda para desentrañar el difícil y maravilloso lenguaje de Tsirkas. Gracias también a Vicente Flores Militello por sus precisiones y sugerencias, a Miguel Ángel Palma Benítez por su ayuda en la investigación bibliográfica y su traducción de los fragmentos en alemán, y, finalmente, a José Manuel Betancourt Linares, sin el cual estas palabras quizá no existirían.

    ADVERTENCIA

    Para el lector bien intencionado, naturalmente. En cuanto a los otros, como dijera Cavafis en su inédito La intervención de los dioses:

    […] uno hará una cosa,

    el otro, otra; y, con el tiempo, los demás,

    las propias. Y comenzaremos de nuevo.¹

    Ciudades a la deriva es una novela, un producto de la imaginación. No es, para nada, aquello que llaman novela en clave. Si sucede que alguno de mis personajes diga alguna cosa que en verdad fue dicha, o que realice acciones que realmente fueron llevadas a cabo, es porque la fantasía toma su materia prima de aquí y de allá, donde la encuentre; pero la toma entre sus manos y la utiliza a su manera, de acuerdo con sus necesidades, como el escultor que toma de cierto modelo una nariz, de otro más una frente, y de un tercero una oreja, etc., para crear una criatura perfecta, que por supuesto no es el retrato de ninguno de los modelos que utilizó. No existe ningún retrato en Ciudades a la deriva.

    No es una autobiografía, yo no soy Manos Simonidis.

    No es una novela histórica, en el sentido estrecho de la crónica. Muchos de los acontecimientos de Oriente Próximo se dejaron de lado, y muchos otros se elaboraron de acuerdo con las necesidades de la ficción.

    Si, finalmente, el nombre o el seudónimo de alguno de mis héroes resulta ser el de un personaje real, será por mera coincidencia, independiente de mi voluntad y sin ninguna importancia.

    Más o menos con las mismas palabras advertía hace más de veinte años el inolvidable Roger Vailland a los lectores de su Drôle de jeu,² las cuales traduzco arriba, con muy pocos cambios, para adaptarlas a mi caso personal. Recuerdo exactamente dónde (a bordo de un barco, al sur de Creta) y cuándo (primavera de 1949) las leí por primera vez. Que queden aquí, pues, como testimonio de mi familiaridad con una obra, un pensamiento y un ser humano que amé profundamente.

    S. T.

    (de la primera edición, 1965)

    ¹ El poema mencionado fue publicado por primera vez en 1968 por la editorial griega Íkaros. Otra versión al español se encuentra en Constantino Cavafis, Poesías completas, trad. y notas de José María Álvarez, Hiperión, Madrid, 2009, pp. 203-204 [T.].

    ² Roger Vailland (1907-1965), escritor francés cercano al surrealismo. Drôle de jeu fue publicada en español como ¡Valiente juego!, trad. de Arturo Serrano Plaja, Argos, Buenos Aires, 1947 [T.].

    […] la historia se hace de tal modo, que el resultado final siempre se desprende de los conflictos entre muchas voluntades individuales, cada una de las cuales es asimismo lo que es debido a una multitud de condiciones especiales de vida. Así, se trata de incontables fuerzas que se cruzan entre sí, un inmenso grupo de paralelogramos de fuerzas del que surge una resultante: el acontecimiento histórico, el cual, a su vez, puede ser visto en su conjunto como el resultado de una fuerza única que parece actuar sin voluntad y sin conciencia, pues lo que cada individuo desea será impedido por el deseo de alguien más, y el resultado es algo que nadie ha querido.

    FRIEDRICH ENGELS

    Carta a Joseph Bloch,

    21-22 de septiembre de 1890¹

    […] ‘En la oscuridad

    andamos, en la oscuridad avanzamos…’

    Los héroes avanzan en la oscuridad.

    YORGOS SEFERIS, Última parada,

    Cava dei Tirreni, 5 de octubre de 1944²

    ¹ Karl Marx-Friedrich-Engels Gesamtausgabe, vol. 30, Friedrich Engels Briefwechsel. Oktober 1889 bis November 1890, ed. de Gerd Callesen y Svetlana Gavril’čenko, Akademie Verlag / De Gruyter, Berlín / Boston, 2013, p. 468. Trad. de Miguel Ángel Palma Benítez.

    ² Yorgos Seferis, Mythistórima. Poesía completa, trad., pról. y notas de Selma Ancira y Francisco Segovia, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, Barcelona, 2012, pp. 405-406 [T.].

    I

    LEJOS, a la cabeza del tren, se escuchó la válvula de vapor chillar como histérica. Afuera, la tierra del Delta resplandecía bajo la luna. Silueta negra con fondo plateado: una gamuza agachada sobre el canal abreva. Hileras de eucaliptos y, más abajo, de sicomoros. Al lado de una construcción no muy elevada, algunas acacias; la tierra alrededor de ellas está levantada y forma un pequeño vallado hecho de barro. Un lugar de oración; ¿campo de cultivo o tumba? No se ven personas, los poblados se esconden aún en la oscuridad y permanecen quietos. Sólo las palmeras, esbeltas y solitarias, se elevan de entre las casitas de barro, y mueven en lo alto su follaje puntiagudo como abubillas enojadas. En Damanhur, detrás del vidrio de la ventana, apareció la luna, y desde entonces corre junto a nosotros. Se pierde, regresa, su rostro alegre sonríe y calla, hace como si fuera a pasar por encima del tren y después se arrepiente y se queda atrás, como si se hubiera aburrido de todos nosotros, que hormigueamos arriba y abajo sobre el valle, persiguiendo, siendo perseguidos por pasiones, nobles o vulgares. ¿Pero quién podría separar unas de otras, con qué pinzas, entre qué cenizas?

    ¡Va-sii-lis! ¡Ga-ree-las!, Va-si-lis Ga-re-las, dicen las ruedas debajo de mí, mientras el maquinista da todo lo que tiene para que lleguemos con menos retraso. Mi pensamiento se clavó en Vasilis. Si se encuentra en Alejandría, las cosas son sencillas, le preguntaré a él. ¿Qué conveniencia habría en ocultarme la verdad? ¿Qué amistad, qué fidelidad, qué solidaridad pondrá por encima de la lucha? Basta con que esté en Alejandría. Fanis no estaba seguro. Leía y releía la nota. "¿Pero qué quiere decir esto de acá abajo? Garelas tiene obligación de estar en Bengasi, con el Octavo Batallón,¹ ¿cómo le autorizaron irse?"

    Poco a poco el aire dentro del vagón va cambiando; nos llegan ahora algunos olores húmedos, como de pescado y fango. Nos estamos acercando. Tendrá una hora que pasamos Damanhur, sesenta kilómetros, sin duda estamos por llegar. La válvula de vapor volvió a silbar, amenazante. Se presenta un hombre con un arrugado uniforme de subalterno: Sidi Gaber, me dice, en tono ceremonioso. Lo sé, es la parada, a cinco minutos de Alejandría, ahí calculo bajarme. Él me examina. Su rostro va tomando expresiones completamente distintas: severa, temerosa, sonriente. De repente mueve su brazo en un saludo militar, desde la barriga hasta la frente, y luego otra vez a la barriga, incluso me llama bey; luego observa la redecilla del equipaje encima de mi cabeza. No tengo maletas, paquetes, ni siquiera periódicos. Saco dos piastras y se las pongo en la mano, como propina. Se despide con una reverencia, vuelve a mirar la redecilla como si la riñera, y se marcha. En el compartimento de al lado, toca la puerta discretamente: "Sidi Gaber station", dice ahora en inglés.

    Me levanto y hago como si me dirigiera al baño. El tren disminuye suavemente su velocidad, en los pasillos el polvo hace remolinos; a lo lejos, la luna corre sobre una extensión lisa y resplandeciente, no es el mar, ¿tal vez sea el lago, los pantanos? Retrocedo hacia los vagones de tercera clase. Voy dando grandes zancadas por encima de bultos, cajones de embalaje, los pasajeros de pie se preparan para bajar, hablando todos a la vez con grandes aspavientos, recogiendo sus chilabas entre las piernas, doblándolas dentro de las palmas de sus manos y levantándolas en alto para moverse más libremente. Hedor a sudor, cebollas y polvo. Debajo de nuestros pies ruedan ruidos sordos, cadenas se arrastran. Avanzo con dificultad y llego al balconcito del último vagón. Junto con los polizontes y los impacientes, salto yo también hacia la noche. El farolito del último vagón se aleja lentamente, rojo; cien metros más allá se detiene. Dejo que los otros se me adelanten, muchos se van en contrasentido, tropezando con las traviesas, en medio de la oscuridad.

    Salto los rieles. Las bardas son de hormigón. En algún lugar habrá un sitio derrumbado, paciencia. A mi derecha escucho el tráfico del camino, veo limusinas deslizarse con las luces apagadas, y el asfalto brillar a la luz de la luna. A mi izquierda parecen hacer sembradíos, de maíz o de caña de azúcar. Aquellas jorobas de manos colgantes seguro son platanales. Y he aquí la cerca, a treinta metros del farolito rojo; ha quedado su esqueleto de fierro, una barandilla oxidada que forma un hueco. Me deslizo fácilmente, y piso sobre la banqueta de la avenida Abu Qir. Como los polizontes, avanzo dándole la espalda a la estación. Más abajo enciendo un cigarro, hundo las manos en mis bolsillos, y atravieso hacia la banqueta de enfrente. Después, cambio de dirección abruptamente y subo por el camino; me dirijo hacia el hospital. Al otro lado de la avenida, las luces bajas y el movimiento de la estación, las sombras que se apiñan, los taxis que tocan el claxon y se adelantan unos a otros, ¿qué relación tienen con un transeúnte nocturno que regresa tranquilamente a su casa?

    No conocía bien Alejandría, y, sin embargo, ahí había nacido mi madre, ahí la había desposado mi padre antes de llevarla recién casada a Kifisiá. ¿Pero cómo me iba a alcanzar un mes, en otoño del año pasado? Para conocer una ciudad como ésta necesito meses, muchos días libres. Para pasear sin rumbo, tomar calles sin saber a dónde dan, hacer descubrimientos: un patio interior con mosaicos azules de Malta, el diseño de la desvencijada puerta de una reja, una mezquita pequeña, con franjas amarillas y rosas como de playera de fútbol, y a su lado un árbol de tronco reluciente con el follaje lleno de tórtolas turcas. Para detenerme frente a viejas puertas, leer el paso del tiempo marcado sobre la piedra o la madera y soñar despierto: esto no lo alcanzó a destruir el gran incendio,² aquello fue construido en el año en que nació mi madre… Para escuchar los nombres de las calles y que mi imaginación vaya tropezando desde el mundo de Heródoto y Plutarco, hasta el actual de los usureros y los productores de algodón. Para entrar en amplias y deterioradas cafeterías, con sus espejos que anunciaban marcas de vinos y coñac hoy en día olvidadas, con el olor del tabaco para narguile profundamente impregnado en los hundidos asientos de mimbre, en los rasgados fieltros de las mesas de billar, en los estuches para los gises y las esponjillas, con la voz del mesero, barrida y aguda, comunicando las órdenes en griego… Y aún debo de tener libertad para estar entre la gente, con los trabajadores, en el puerto, en los mercados, en sus casas, en los talleres y los centros de reunión, entre luces, a la luz del día. Yo ese mes lo pasé encerrado en una planta baja, en algo así como una comuna o un colectivo de trabajadores navales, en la estación de Cleopatra, en la Corniche.³ Salía en las noches para colaborar en el trabajo con los camaradas, pero arreglábamos el encuentro sólo en lugares donde pudiera orientarme o recordar los nombres de las calles. La conocí, pues, apresuradamente, de noche, y con la cabeza puesta en las noticias que transmitía la radio, la batalla de El Alamein, la retirada de Rommel.⁴ Un poco más al este, en la avenida Abu Qir, estaba el Hospital Griego. Pasé ahí dentro diez días, en enero. Ni siquiera en aquella ocasión se me ocurrió preguntar si vivía todavía algún pariente de mi madre, primos o sobrinos pequeños. Sólo sabía que, si me decidía a hacerlo, debía buscar en algún lugar del barrio del Ramli, en la iglesia del Profeta Elías.

    Y ahora, por tercera vez, de nuevo clandestinamente, de nuevo en otoño, y de noche. Completé sin prisas mi camino hasta el hospital. Por la puertita de San Teodoro me escurrí hasta el muro que rodea el hospital y, caminando pegado a él, llegué hasta el pabellón del personal. Nuestro contacto era un cocinero, hombre de mediana edad y gordo, un poco perplejo, pero muy fiel camarada.

    —¡Hombreee! —exclamó sorprendido al verme frente a él, y me empujó con su vientre hasta un pasillo oscuro—. ¿Te vieron cuando entrabas?

    Lo tranquilicé. Le dije que ni siquiera los soplones de la estación se habían enterado de mi llegada, y le pregunté si seguía funcionando la comuna en Cleopatra.

    —Date prisa —me dijo—. Capaz que alcanzas a la Viuda. Tiene una cita a las diez.

    Le decíamos la Viuda a un tal Tanasis, excomerciante naval, ahora contramaestre primero, que tenía una cara larga y llena de arrugas, como la de una viuda llorando. No paraba nunca de quejarse, todo el mundo tenía la culpa menos él, pero nadie lo igualaba en iniciativa y agilidad. Se escabullía como gato, cuando creías tenerlo frente a ti, se te perdía; al poco rato regresaba con la cabeza baja y a escondidas te pasaba aquello que creías lo más imposible entre lo imposible de encontrar en Alejandría: un tubo corrector para el mimeógrafo, un retal de tela escocesa para los trajes de invierno, unas gotas Merk para el dolor de estómago. ¿Lo robaba, lo pedía prestado o lo compraba? Nunca lo decía. Otra cosa rara: este hombre tan poco agraciado conquistaba a las mujeres por docena, ni siquiera alcanzaba a llegar a las citas; nodrizas, amas de llaves, maestras jóvenes, camareras, griegas y extranjeras.

    Me abrió él mismo. Estaba vestido de civil. Era verdad que se preparaba para una cita. Me hizo pasar al comedor. Foterós estaba ahí agachado sobre algo que leía.

    —Nicos, mira, llegó Simonidis —dijo la Viuda.

    —Como el invierno —contestó el otro sin alzar la vista.

    Seguro me habría reconocido por la voz mientras hablaba en la puerta con Tanasis. Volteó y me miró de la cabeza a los pies. Su calva había crecido y brillaba debajo de la lámpara desnuda.

    —¿Te vas a quedar mucho tiempo? —me preguntó, posando de nuevo su mirada sobre el papel.

    La Viuda se sentó. Nos miraba.

    —La dejaré plantada —dijo refiriéndose a la mujer con quien tenía la cita—. Le hará bien. A menos que no me quieran con ustedes.

    —Siéntate, mi buen Tanasis. Con los importantes asuntos que tenemos que discutir… —dijo Foterós entre dientes.

    —¿Garelas se encuentra en Alejandría? —pregunté.

    —¿Quién, Vasilis? ¿De dónde vienes tú?

    —De El Cairo —contestó por mí la Viuda.

    —¿A Fanis, lo viste? —volvió a preguntar Foterós.

    —Él me mandó para acá. Estuvimos juntos hasta el mediodía.

    —¿Y acaso Fanis no sabe que Garelas no se puede mover de Bengasi? ¿Qué preguntas son ésas?

    —Los tienen como prisioneros —explicó la Viuda—. Prisioneros que custodian prisioneros.

    —Déjalo, hombre; veamos primero qué es lo que quiere —lo interrumpió Foterós.

    Todo eso yo lo sabía, pero la nota que había recibido Fanis parecía dar a entender que Garelas estaba en Alejandría. Por supuesto, habíamos entendido mal. Es decir, yo, porque Fanis desde el principio había dicho que aquello era imposible. Pero a veces ocurre que nuestros deseos desvían nuestro juicio.

    —Eso creímos a raíz de cierta nota —dije, dejando caer la mitad del error en el secretario de la Organización, para quitarme de encima a Foterós.

    El blanco de sus ojos brillaba ahora tanto como su calva.

    —¿Y viniste desde El Cairo porque… creyeron? —preguntó sarcásticamente.

    —No por eso. Vine para tomar a mi cargo la sección de Propaganda. Tengo incluso una nota —dije, y saqué de la correa de mi reloj la autorización escrita por Fanis sobre papel para liar tabaco—. De todas formas —continué—, tenemos contacto con Garelas en Bengasi, ¿no es así?

    —¿Para qué lo quieres?

    Foterós tenía a su cargo toda la Flota, la mercante y la militar. La conexión con Bengasi se hacía a través de los marineros. Tenía, entonces, doble derecho de preguntar. Pero no se lo diría, no se lo diría a nadie. Fanis había sido categórico: Para nosotros, ese tema está cerrado. Se cometieron serios errores, impusimos graves sanciones, punto. Y ahora vienes tú a escarbar en el asunto desde el principio. Y aunque te digo que eso va en contra del procedimiento, insistes. Sea, pero bajo tu propia responsabilidad, yo ya te advertí. Te darás de topes tú solo, Simonidis, piénsatelo bien.

    Sin embargo, yo había tomado una decisión. Pagaría lo que fuera necesario para esclarecer el misterio. No me movía la simple curiosidad, tampoco un rencor personal, como dijo Fanis en algún momento, enojado. Era una sed de conocer, de entender, una pasión de investigador científico. Yo no había vivido los acontecimientos de julio, que terminaron en la disolución de la Segunda Brigada; me encontraba aún en Trípoli, en Siria, de regreso del Éufrates.⁵ La primera explicación que nos llegó de Palestina parecía una broma, no convenció a ninguno de nosotros: Fascistas griegos e ingleses, ocultos o públicamente identificados, toman venganza de sangre por la gran derrota que sufrieron en marzo. Eso no explicaba nada, era una consigna para consumo masivo. Más tarde, sin embargo, nos llegó más información: cómo eran torturados los camaradas en las prisiones inglesas, la orden de nuestro ministro de Guerra de no enviar más soldados griegos ahí, la insistencia del comandante de la Brigada en mandar aún más, sabiendo muy bien que inmediatamente se presentarían comités de protesta ante el parte militar. ¿Enfrenta­miento entre los responsables? ¿Hipocresía del ministro o deliberado sabotaje de su autoridad por parte del comandante? Eso lo aclararía algún día… la historia. Ya fuera que describiéramos el asunto como una trampa, una provocación o una revancha, tan sólo para quitárnoslo de la cabeza, lo esencial estaba en otro lado: ¿Por qué se nos había ido el control de las manos? ¿Por qué habíamos permitido a los soldados cargar las ametralladoras, actuar en contra del comandante, abolir la autoridad? Durante meses habíamos clamado: Atención, vigilancia, ellos buscan cualquier motivo para disolver el ejército de liberación. ¿Y ahora? Estaba, por supuesto, la emboscada que dispusieron algunos mierdas, jugadores de cartas, fumadores de hachís y maricas, coordinados por elementos fascistas de la Policía Militar, estaba además el asesinato de Pigmalión…⁶ ¿Y luego? ¿Fue así como se les fue el control de las manos a probados combatientes, al Hombrecillo y a Garelas, que se encontraban en los puestos de más respon­sabilidad de la Comandancia? Tampoco pude acudir a la asamblea en la que se hizo el balance de los acontecimientos y se les reprochó gravemente a esos dos camaradas: estaba siendo zarandeado por los ingleses en el puesto de guardia ferroviario de Haifa. Necesidad histórica, dijo el Hombrecillo en su defensa, según supe después. ¡Di abiertamente que la jodimos, hermano!, lo interrumpió Garelas. Dimos al traste con todo como un par de novatos, no hay más que decir. La indignación de los soldados, muy bien; pero también nosotros perdimos el control, los tanques ingleses nos rodearon, rendimos las armas, nos las quitaron, y todo terminó, disolvieron la Segunda. Reconozcamos íntegramente nuestras responsabilidades, terminó diciendo, destrozado. Esperaba, como mínimo, ser expulsado del Partido.

    Pero ¿por qué se nos había ido el control de las manos? Eso le preguntaba a Fanis cuando nos encontramos en El Cairo. ¿Qué quieres decir?, me preguntó suavemente, con todo y que las pequeñísimas arrugas alrededor de sus ojos castaños se encogieron. Digo que los fascistas deseaban que se disolviera la Segunda, lo deseaban tanto que si esta provocación les hubiera fallado, seguro habrían intentado otra. El pretexto, sin embargo, se lo dimos nos­otros. ¿Por qué? Ahora Fanis me miraba enojado. Era hermoso cuando su rostro abandonaba ese aire somnoliento que solía adoptar. ¿Quieres decir que alguien les dio el motivo a propósito? No a propósito, no conscientemente. Pero estuvo ausente el buen juicio, el sobrio senti­do de la responsabilidad revolucionaria que en el momento crítico, en el último instante escoge fríamente y con profundidad de perspectiva el ataque, la defensa o la retirada estratégica. Y tenemos, como te dije, dos datos o, si prefieres, las sospechas de que en dos ocasiones la Comandancia se comportó imprudentemente: en lugar de apaciguar los ánimos, los inflamó más. Entonces fue que Fanis habló de mis rencores personales y mis acusaciones no sostenibles. Le preguntaremos a Garelas, le contesté. Es el único, tal vez, que puede aclararnos el misterio.

    —¡Epa, Simonidis! —me gritó la Viuda—. ¿Por qué te callas? Pensé en sentarme con ustedes, por si nos decías alguna cosa de importancia.

    Mentalmente, yo me encontraba todavía en Palestina, debajo del deprimente sol de julio; observaba las mandíbulas apretadas, los ojos llorosos de los soldados cuando, uno a uno, besaban su fusil y se lo entregaban al sargento inglés. Foterós se habría cansado de esperar la respuesta, es decir, para qué quería yo tener contacto con Garelas. Puede incluso que se hubiera vuelto a sumergir en su lectura, haciendo como si no me prestara atención. Cuando dijo que no teníamos asuntos importantes que discutir, quiso dar a entender otra cosa: que era yo quien no era importante a sus ojos, no los asuntos. Nada personal, tal vez en el fondo le simpatizara, puesto que en alguna ocasión me había abierto su corazón; sin embargo, ésa era en general su postura frente a los intelectuales.

    ¡Desde marzo que no nos habíamos visto, Foterós y yo, y cuántas cosas importantes mediaron en ese tiempo, cerca de siete meses! Les están preparando un baño de sangre, me había dicho el difunto Richards. En ese momento, ésa era una hipótesis, la concepción de una mente aguda. Ahora, sin embargo, teníamos hechos. La división de los combatientes en patriotas de primera, segunda y tercera categorías, las purgas, las marchas rumbo al Éufrates, las cárceles inglesas, la disolución de la Segunda Brigada. Querían deshacer lo que quedaba en pie. Querían guardias civiles, pretorianos, no querían combatientes. Podía ser que no se me notara, pero estaba lleno de negros presentimientos. Una nube roja me cubría el pensamiento, algo como un sufrimiento metafísico, no miedo; un pánico profético por desgracias que venían en camino, inevitables.

    —En marzo —comenzó a decir la Viuda, para hacerme hablar—, derramamos bilis porque los ingleses nos metieron a ese Mertakis en el gobierno. Ya entonces algo olía mal. Ahora Venizelos nos bombardea con gases lacrimógenos desde el Iérax para hacernos salir de los barcos de guerra que trajimos con tanto peligro desde Creta.

    —Y el otro pide a los tribunales militares de la Segunda Brigada que caiga al menos una cabeza; de otra forma, les dice, los ingleses no permitirán que ninguno de nosotros regrese a Grecia —completó Foterós.

    —Y aquí, la comunidad griega de Alejandría, ¿qué dice sobre esas cosas? —pregunté.

    —Eh, por lo del Iérax hubo una movilización, algunas jóvenes, muchachitas apenas, y algunos viejos. Pero ¿quieres conocer el verdadero espíritu de los fanáticos de su dirigencia? —preguntó la Viuda poniéndose de pie—. Fundaron una organización política para asegurar la permanencia de los valores de… ¡Trikupis, Theotokis, Tsaldaris y Metaxás!⁸ Leí el manifiesto. Lo hacen circular con la bendición de su Patriarca.

    —Déjalos, hombre, que se maten entre sí. Su fin está cerca —lo interrumpió Foterós, torciendo la boca con desprecio—. Una cesta llena de cangrejos, eso es lo que son todos ellos. Vúlgaris⁹ recibe órdenes de los fabricantes de pólvora, Mertakis¹⁰ transmite las instrucciones de los ingleses, Tsuderós¹¹ dice yes a todo, y a escondidas te confía que los Aliados le pusieron espías que lo siguen; Carapanayotis¹² y Venizelos¹³ no quieren más que acabar con Tsuderós, y Panayotis Canelópulos¹⁴ hace demagogia en torno a… Rumelia Oriental.

    —Inglaterra —dije—. Jala todos los hilos.

    —Yo me he quedado calvo de gritarlo todos estos años —dijo Foterós—. Pero déjala que los jale. Al final, todos caerán por su propio peso. Aquí hablan los hechos. La masa se espesa.

    Eso era seguro. Desde Siria hasta la Cirenaica, desde ahí donde acampaba ahora la Primera Brigada hasta donde el Octavo Batallón —hecho de los antifascistas indeseables de la Segunda— resguardaba desarmado un campo de prisioneros alemanes; pero también en nuestros barcos, militares y comerciales, en la Aviación, en la admi­nistración, en los ministerios y en las guarniciones, dentro de la población de la colonia griega de Egipto, entre sus periodistas, sus científicos, sus artistas, donde existiera la conciencia de ser griego, ahí la masa se espesaba. Un de­seo, una pasión de poner todas las manos a disposición, de bautizarnos de nuevo en el Jordán del helenismo, de salir purificados, como lo exigía la sangre de los asesinados, como lo clamaban las bocas de los hambrientos allá en la patria esclavizada. Una pasión que pusiera de rodillas a generales, alféreces, tenientes.

    A mi lado, Foterós, duro y leal, respiraba lleno de fe y certeza. Extendió la mano y me dio a leer el papel que sostenía. Recién lo había llevado la Viuda. Un capitán de fragata, lleno de condecoraciones, se adhería a nuestro movimiento. Cinco líneas, simple y llanamente escritas. La masa se espesaba.

    —De acuerdo, no tengo objeción —dije—. Pero los agentes ingleses en Grecia están sembrando la división entre nosotros: los representantes de la Resistencia¹⁵ que llegaron a El Cairo se fueron con las manos vacías; Badoglio¹⁶ capituló, se han liberado Cos, Leros, Icaria y Samos, pero los Aliados no nos dejan enviar tropas. No nos quieren libertadores, nos quieren gendarmes o prisioneros.

    —¿Sabes cómo lo veo, Simonidis? —dijo la Viuda—. Terminó la luna de miel con los Aliados. Cuando peleábamos en Albania se dio la fiesta de compromiso, la boda la tuvimos en los difíciles momentos de Stalingrado; pero de ahí en adelante, nuestros caminos se separan, ahora toca el divorcio.

    —Aun cuando sea verdad lo que dices, ¿quién se atreve a decirlo en voz alta? —lo interrumpí—. Hitler sigue teniendo entre sus manos a Europa.

    —¿Qué Hitler? ¿Qué Churchill? —exclamó Foterós con un gesto de asco.

    —Nicos —le dije en un tono amonestador pero suplicante—. No está bien decir así esas cosas. Es necesario ser prudentes.

    —Prudentes somos de sobra. ¿Nos traes alguna noticia?

    —Ven a ver tu cuarto —me dijo la Viuda, que temía que nos peleáramos.

    Era un cuartito al fondo, con una ventana como salida de emergencia, que abría sobre unos escombros. Me dio llave también. Más tarde nos encontramos en la Corniche, para que yo pudiera respirar algo de brisa marina.

    Me instalé en la comuna, releí los últimos números del periódico clandestino Nautilo, y proyecté un plan para su mejoramiento. El contacto con Fanis funcionaba de manera normal. Durante las noches comencé a salir para sumarme a ciertas diligencias. Hasta entonces, todo pasaba por las manos de Foterós; con el corazón encogido soltó todo aquello que caía dentro de mis responsabilidades: el aparato editorial, con la Viuda como ayudante, los vínculos con nuestra gente dentro del ministerio de la Marina, de la jefatura de la Armada, de la autoridad portuaria de Alejandría, del Sindicato de Trabajadores Navales, con los griegos antifascistas de Alejandría y otros, es decir, lo de siempre. Sin embargo, noté que cada vez que yo lograba aportar alguna mejoría, aquél se enorgullecía más y más de mí. En dos semanas nuestras relaciones se allanaron. Así, una noche, por cuenta propia, recordó que tenía un hombre de contacto para Bengasi. De inmediato me senté y le escribí a Garelas. Envolví mi nota con un papel grueso, lo pegué bien, le escribí encima el nombre del destinatario y la leyenda estrictamente personal, imprimí mis iniciales sobre la selladura y lo entregué.

    En El Cairo, en el momento de despedirnos, Fanis me había hecho un rápido recuento: la situación, la línea a seguir, las eventualidades, mi misión en Alejandría, con quiénes me reuniría, dónde me quedaría, dentro de qué límites podía tener iniciativa. De repente, como si se hubiera acordado de algo: Y ahora verás…, me dijo apretando mi mano. La confabulación, la salvaguarda, todo eso está muy bien y así debe ser. Pero, te va a conocer mucha gente, y de muy distinto tipo; nunca sabes quién aguantará y quién se quebrará cuando lleguen los días difíciles. Por eso debes de encontrar de inmediato un refugio de reserva. Con paisanos, con parientes lejanos, con viejos compañeros de estudios; una casa, una recámara con una familia, que no tengan nada que ver con la Organización, gente sencilla pero honorable. Que se preocupen por ti, pero que no te pregunten a dónde vas, qué haces. Algo como la familia de Jatsivasilis que conociste en Jerusalén. Y cuando la encuentres, debes actuar como si te hubieras olvidado de que existe. Que no se enteren de ella ni tus colaboradores cercanos ni lejanos.

    Una tarde de domingo, al atardecer, comencé a poner en marcha la orden de Fanis. Saliendo de la comuna, me topé de frente con un mar rojo y un cielo enrojecido; cualquiera pensaría que el puerto estaba aún en llamas. El sol se había puesto con una magnificencia fuera de lo común. Giré a la derecha para tomar el tranvía hacia el Ramli, y por un momento tuve la sensación de que le daba la espalda al sangriento presente y corría al abrazo de un mundo azul celeste. En el balconcito del tranvía donde me colé apretadamente, hablaban griego, árabe y francés. Grandes y pequeños se apresuraban a llegar a casa después de la función vespertina de los cinematógrafos, antes de que los agarrara en la calle el apagón.¹⁷ De parada en parada, el tranvía se vaciaba. Vi cafeterías de barrio, con sus meseros cargando las sillas y mesitas hacia adentro del local, y disponiendo las oscuras cortinas sobre puertas y ventanas. Me entró el miedo de que me alcanzara la noche y tuviera problemas para ubicarme en lugares desconocidos. Sin embargo, en la parada Zanaclís, donde me bajé, todavía estaba iluminado y pude leer los letreros de las tiendas. Uno de ellos decía en inglés que ahí se lavaba y se planchaba ropa blanca, la farmacia de un tal doctor Mansur, una abarrotería llamada El lago bello. Prasinadelis Thomas y Cía. Tomé la avenida Abu Qir y comencé a subirla; era una hora tranquila, en un barrio tranquilo. Enfrente de una villa un tsaúsis¹⁸ hacía guardia, vestido con su uniforme de verano completamente blanco. Más abajo dos gobernantas platicaban animadamente antes de despedirse, arrastrando adelante y atrás sus carriolas. Y sobre ambos lados de la calle, enormes árboles tropicales, con sus troncos lustrosos y su follaje espeso, como sombrillas. Serían framboyanes. Ah, si los vieras florecidos, camarada. Es como si el mundo se vistiera de fiesta, deliraba un alejandrino que ardía de fiebre, en Raqqa, cuando entre vítores terminábamos la marcha al Éufrates y caíamos en el otro infierno: la estepa con sus escorpiones. Aquel camarada había sido picado además por una araña venenosa, pero se salvó. Mira nada más a dónde va a dar la mente humana, dijo más tarde asombrado, cuando le recordé lo que decía en su delirio. Son árboles hermosos, eso no lo niego, pero ¿dirás que alguna vez me fijé realmente en ellos? Ni siquiera recuerdo que les sacara jamás una fotografía. Tienes que ir a Alejandría en junio, entonces están en su mejor momento. Ahora estábamos en otoño. ¿Vería alguna vez los framboyanes florecidos? Mejor que no alcanzara, que terminara antes la guerra para ver cuántos seguían vivos allá, en la otra orilla.

    Llegué rápidamente a la iglesia del Profeta Elías. Calcu­laba encontrarla abierta, entraría, encendería una vela y preguntaría por el sacristán. Desde el atrio, se hizo evidente de inmediato que no había calculado bien. Alrededor del atrio, había una serie de pequeños cuartos como celdas, con las puertas abiertas de par en par, encalados, relucientes, con macetas frente a ellos; recordaban a ciertos vecindarios nuestros de refugiados. El pope y el sacristán estaban sentados frente a frente, a horcajadas sobre una banca; en medio de ellos habían colocado el tavli,¹⁹ y jugaban bajo la escasa luz que llegaba de los cuartitos. Más allá, algunas mujeres platicaban sentadas en círculo sobre unos bancos. Hice como que me dirigía hacia la iglesia. Me enviaron a un niño, de cabello corto y descalzo, un pequeño griego. Me condujo hasta las mujeres. Decidí ver a dónde me llevaba el giro de la situación.

    —¿Sabrán, quizá, dónde vive Andonis? —pregunté.

    —Eres de los griegos de Grecia, ¿no es así? —me preguntó una de ellas, malintencionada.

    —Así es.

    —¿Y para qué buscan ustedes a Andonis? ¿Eres de la policía?

    —Calma, Fotiní —dijo una ancianita con el cabello completamente blanco, acariciando una frondosa planta de albahaca detrás de su banquito—. Mi buen muchacho, ¿qué edad dices que tiene ese Andonis que buscas?

    El airecito se impregnó de perfume. Sentí una ligera, fina humedad bajar sobre mi espalda junto con la oscuridad de la noche. En mi cabeza calculé la edad de Jatsivasilis, Andonis debía de ser aproximadamente de la misma edad.

    —Alrededor de los ochenta —dije.

    —¡Ja, ja! No busca a Toni, sino a Anduanos, que en paz descanse. Hace años que nos dejó. Ahora estaría llegando a los cien; se ve que no lo conociste.

    —Tiene usted razón —contesté—. ¿Saben de algún pariente de él?

    —Una hija que vive en Puerto Saíd. Viuda con hijos. Ahora verás, ¿cómo se llamaba su marido…?

    —Aquí en Alejandría, ¿habrá alguien?

    —Sólo su sobrino nieto, el policía…

    —¡Qué policía, Fotiní, para ya, por eso se hacen los chismes! —la interrumpió la viejita—. No, muchacho mío, no sabemos dónde vive. Pero yo te diré de alguien más, no le hagas caso a ésta. Tenemos a Parasjos Voliadis.

    —¡Te preguntó por parientes de Anduanos! —la interrumpió ahora la malintencionada—. Nada que ver con los Voliadis.

    —¿Voliadis de El Cairo? —pregunté.

    De nuevo se carcajeó la malintencionada. Una tercera mujer intervino. Ésta hablaba lenta y melodiosamente. El sacristán llevaba rato agitando los dados en su mano antes de tirarlos, y nos miraba de reojo. Le molestaba, al parecer, que siguiera yo ahí.

    —Parasjos es también sobrino nieto de Anduanos. Tienes razón, es de El Cairo, pero ya tiene muchos años viviendo en Alejandría. Lo contrataron en las oficinas de la Joremis-Benakis.²⁰ Pero tú, ¿no será que eres hijo de Amalitsa y no nos lo dices?

    La mujer que hablaba tendría la misma edad que mi madre. Incluso los anteojos, cómo los llevaba puestos y la forma en que echaba hacia atrás la cabeza… Éramos amigas inseparables, me diría más tarde. Es curioso cómo a veces un grupo entero de amigos adquiere la misma fisonomía.

    —No —respondí—. Una señora Jatsivasilis, de Jerusalén, me pidió que preguntara.

    —No la conocemos —dijeron.

    Di las buenas noches y me alejé unos pasos. Miré hacia el interior de la iglesia, como si de todas formas quisiera encender aquella vela. Al fondo, entre las sombras, ardía la llama

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