Años y leguas
Por Gabriel Miró
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Años y leguas - Gabriel Miró
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Recién llegado a la región, Sigüenza, especie de proyección poética o doble literario del propio autor, viajero que al cabo de veinte años vuelve a contemplar con nuevos ojos un paisaje que le era familiar, y cuya sensibilidad se pone de manifiesto tanto en las descripciones, como en los pensamientos y evocaciones que la contemplación de ese panorama suscita en él, compra una finca y se instala en ella. "Porches viejos donde colgar las frutas; la era delante de la solana; un fondo de álamos en un sendero que se va alejando y cerrando, pequeñito y azul; un pueblo cerca, con su calvario de escalones de cipreses.
Sinopsis
Recién llegado a la región, Sigüenza, especie de proyección poética o doble literario del propio autor, viajero que al cabo de veinte años vuelve a contemplar con nuevos ojos un paisaje que le era familiar, y cuya sensibilidad se pone de manifiesto tanto en las descripciones, como en los pensamientos y evocaciones que la contemplación de ese panorama suscita en él, compra una finca y se instala en ella. "Porches viejos donde colgar las frutas; la era delante de la solana; un fondo de álamos en un sendero que se va alejando y cerrando, pequeñito y azul; un pueblo cerca, con su calvario de escalones de cipreses.
©1928, Miró, Gabriel
©1949, Tipografía Altés
Generado con: QualityEbook v0.72
GABRIEL MIRÓ
AÑOS Y LEGUAS
Obras Completas Vol. 12
PROLOGO
Admirador espontáneo de Gabriel Miró desde que leí sus primeros escritos, transcurrieron aún algunos años antes de que se me deparase oportunidad para conocerle personalmente. Pero ya en 1914 me unió con él, a través de la lejanía, un vínculo afectivo que penetraba hasta lo entrañable. En La Vanguardia barcelonesa y bajo el epígrafe JORNADAS Y COMENTARIOS DE SIGÜENZA, habían aparecido estas reflexiones sobre la actualidad política nacional de entonces:
—En aquellos días de violencia, de odio y de estruendo, no veía Sigüenza la figura del hombre aborrecido. Un humo de hoguera, de polvo, lo cegaba
. Pero muchos rugían: ¿Es que no veis cómo mira, cómo se ríe y alza la frente? Todo en él es reto execrable... Vino el reposo, la claridad del aire. Y aquel hombre ya no estaba. Sigüenza pensó:
—Se han cumplido los anhelos de la multitud, ¿no comenzarán ahora los tiempos de la timidez de las almas felices? Para nuestra dicha sobraba un hombre, el cual ha desaparecido.
—Ha desaparecido —decían algunos—, pero ¿y si volviese?
—Y cómo ha de volver —replicaban los otros—. ¿Por ventura faltará quien codicie y pueda matarlo?
No, no; ellos no deseaban su muerte; pero era tan posible que sucediese, que la aceptaban como un hecho; y el hecho lo naturalmente realizable, tiene una mitigación en la ética de las muchedumbres...
Le parece a Sigüenza que la ausencia, que inquieta y se siente de un modo complejo y agudo y hondo, llega a confundirse con la presencia. Cuanto más se apartaba aquel hombre, más se le miraba y se oían sus pasos y se pronunciaba su nombre. La emoción de este hombre traspasó toda una raza que se cuidaba de él más que de sí misma, y le amaba y le aborrecía, como nos queremos y maldecimos a nosotros mismos.
El hombre a quien aluden esos párrafos, era mi padre. Periférico al igual que Miró, nacido en cuna mediterránea, pero también capaz como él de sentir y de servir desde Castilla la unidad nacional, actuaba en la política española no menos incomprendido que Miró en nuestra literatura.
Fraternizadores así entrambos en ética, en estética, y en infortunio, hubieron de estimarse recíprocamente. Escojo al azar, dos pruebas documentales, entre las varias que piadosamente se conservan en el archivo familiar de los Miró y en el mío, heredado.
Extracto de una carta fechada en Barcelona, calle Diputación, 339, 3.º el 3 de agosto de 1914:
—Sin merecimientos, ni crianza, ni gustos para la política, no he sentido nunca las tentaciones de ella. Si alguna figura de caudillo, digna de ser ungida por toda una raza, quería yo trazarme y sentir con recogida emoción de artista, la suya, señor, era siempre la que se me aparecía en el cielo de España.
Y ahora que los hombres menuditos que bullían a sus pies se han apartado para jugar a grandes y queda Vd. como un bronce glorioso en una soledad histórica augusta, todavía destaca su contorno y se "oye su palabra con más honda pureza.
Han traspasado su vida todos los dolores de la excelsitud en nuestra patria. Los pobres hombres se regocijan cuando llegan a una cumbre. Usted es la cumbre misma.
Precisamente porque ni siquiera yo ignoro que de su nombre se ha formado la más inagotable bibliografía española de encendidos conceptos, de alabanzas y odios, y porque sé que no sirvo para la objetiva aplicación de ninguna buena nueva
, me permito estas líneas devotas...
Devotas, efectivamente, como escritas para un caído en desgracia.
Durante el verano de 1921 el derrumbamiento militar de la Comandancia de Melilla en los campos de Anual, conmueve a España entera, y obliga a requerir el concurso político de Maura, que sólo se echa de menos cuando sobrevienen apuros nacionales. Llega él a la capital urgentemente convocado por el Rey, en la madrugada del 13 de agosto; jura a prima tarde de ese mismo día, por quinta y última vez, el cargo de Presidente del Consejo de Ministros y, con fecha de 14, escribe a Miró este tarjetón autógrafo:
"Querido amigo: Al traerme a Madrid los turbios remolinos de los asuntos políticos, hallé sobre mi mesa el descaminado tomito EL ÁNGEL, EL MOLINO, EL CARACOL DEL FARO, que me prometo leer en los furtivos respiros del oficio al cual he necesitado retornar."
No recuerdo si cumplí o tenía pendiente, en medio de mis veraniegas andanzas de un lado para otro,
el propósito que formé de felicitarle por el otro tomito (Nuestro Padre San Daniel) donde las sequedades, esquinas espirituales, incomprensiones afectivas, y mansas, aburguesadas y decorosas iniquidades del fiero egoísmo humano, aparecen retratadas con implacable fidelidad. Por lo mismo que la fina observación de Vd. extrajo de la cotidiana vulgaridad aquel zumo, y que en delgados hilillos hizo el tejido de aquella historia su pluma de maestro, el efecto es intenso. Salúdale. - A. Maura".
La obra de Miró predilecta de mi padre, fue FIGURAS DE LA PASIÓN. Cuando supo al evocador de ellas víctima zarandeada de la cerril mojigatería sacristanesca, quebrantó su hasta entonces invariable norma de no entremeterse, ni aun terciar amistoso, como director de la Real Academia Española, en polémica ninguna literaria, y escribió y suscribió esta opinión, con destino a la publicidad...
—No me causa maravilla que las personas muy versadas en lecturas piadosas y en meditaciones recogidas y cordialmente efusivas acerca de la Pasión, lean con extrañeza las páginas de Miró y noten como irreverencia el acto mismo de tomar los asuntos por el solo lado estético, aun tratándolos magistral y delicadamente. Paréceme a mí que no se lesiona con esto la piedad de los creyentes, puesto que la pluma profana no pierde el respeto un solo instante; y no acierto a reputar vedada a la pluma una artística reproducción en que los pinceles de los más afamados pintores se ejercitaron siglo tras siglo, por encargo y bajo el patrocinio de las mayores autoridades de la Iglesia
.
Dirigió Maura la Academia Española con prestigio inquebrantado hasta el fin de su vida, porque no puso nunca el ascendiente presidencial al servicio de parcialidad ninguna, ni siquiera de la suya propia. En el concurso abierto para optar al Premio Fastenraht correspondiente al año 1917, compitieron nada menos que veintidós obras, de las cuales sólo dos quedaron finalistas, como se dice hoy en la jerga deportiva. Fue la una, Figuras de la Pasión, y la otra, cierta en verdad muy estimable novela, típicamente galdosiana. Nadie ignoró en la "docta Casa" que el Director otorgaría su voto a la primera; pero no se le sumaron sino cinco académicos más, contra los once que decidieron por mayoría la adjudicación del premio.
Las Academias no son en España, ni pueden ser en ningún país, voltariamente vanguardistas. Cuantos pensadores siguen rodadas tradicionales, ascienden hasta esas Corporaciones mucho más llana y prontamente que los innovadores de ideas estéticas o de modos estilísticos, sea cual fuere el valor personal de cada uno y el mérito de sus producciones respectivas.
Si el modernismo de Gabriel Miró puso en guardia hostil a la grey beata, ¿cómo no había de chocar con la inercia literaria de la generación anterior a la suya, que ocupaba aún las eminencias intelectuales y sociales? Quienes, al par que él, alcanzamos la mayoría de edad en los primeros años de este siglo, no pudimos obtener, ni aun precozmente, medallas académicas sino a lo largo de su segunda o tercera década, y al término de esta última perdimos para siempre al maestro del idioma, de cuya coetaneidad con nosotros tanto nos envanecíamos. El transcurso de un breve lapso más, habría bastado con holgura (aun sin nuevas admirables aportaciones) para que la Academia decana, renovada en la casi totalidad de sus individuos de número desde 1917, llamara a su seno al literato innovador por votación unánime y aun reparadoramente aclamatoria. Puedo afirmarlo así con pleno conocimiento de causa.
Cierto que el daño inferido a las letras españolas por la incomprensión cortical y retardataria de nuestro público lector, era ya irremediable. Defraudado como precursor de una nueva interpretación estética de las SAGRADAS ESCRITURAS, notifica Miró a mi padre su desistimiento, con fecha 10 de marzo de 1918, desde su nuevo domicilio barcelonés en Bonanova, 7:
"Las FIGURAS DE LA PASIÓN —declara allí su autor— no significan para mí un libro más, sino el principio de un estado de conciencia literaria y la primera jornada de un camino nuevo y costoso. Por eso yo no busqué el premio académico como un término, sino como un sostén para seguir caminando. Porfiadamente lo quise y he sido rechazado, de modo que son imposibles más intentos".
Pero no soy poeta ni novelista, sino historiador por vocación exclusiva y sé bien cuán frecuentemente ocurre que los precursores humanos en cualesquiera trayectorias del espíritu o de la acción, sucumban desventurados antes de llegar a la tierra prometida, al punto de que su máximo consuelo se reduce alguna vez a poder contemplarla próxima.
La popularidad trivial, remuneradora de los triunfos fáciles, es moneda de vellón, presto dilapidada. El oro de la gloria no se acuña sino laboriosa y pausadamente en la Ceca del tiempo; y el tiempo extremó con Miró la avaricia cronológica, cortándole la vida en la plenitud de sus fuerzas físicas y de su talento preclaro. Mas como, a fuer de veraz es, a la larga, justo, está retribuyéndole ahora con la merecida gloria póstuma.
No llegué a cruzar la palabra de silla a silla con mi tocayo inolvidable, sino algunos años después de haber sufrido él su consabido fracaso académico. Advertí que todavía no se lo explicaba. Sus ojos, varonilmente claros y serenos, miraban de continuo panoramas y horizontes sin haber reparado nunca, no por miopes ni por présbitas, sino por absortos, en las ineludibles realidades de la existencia. Me apliqué a persuadirle de que la profesión literaria no puede ser ascética, como la religiosa, ni ejercerse lucrativamente desde señera torre de marfil. El místico no necesita sino de Dios, mientras que el escritor ha menester de sus congéneres humanos para zona de reclutamiento de amigos y contertulios, de modelos vivos y de clientela remuneradora. Pero si la tónica divina es perennemente misericordiosa, la del mundo propende a la interpretación peyorativa, e indulgente a veces con la mediocridad, extrema siempre sus rencores con la excelsitud, y no perdona jamás los desdenes de la altivez, por nobles que sean y justificados que estén.
Alguna mella debieron de hacer mis razones en su ánimo (mezclada no obstante con irreprimibles ensueños temperamentales), puesto que el 2 de agosto de 1920 me escribía así, desde su recién instalado albergue madrileño, en Rodríguez San Pedro, 46:
Querido y admirado Gabriel Maura: Acabo de regresar de Barcelona. Creyendo muy remotas mis realidades burocráticas, decidí trocarme en hombre de negocios. No es que la calentura de la llanada de Castilla me haya torrado el cerebro, ni que, a estas horas, me llegue el contagio de las quimeras y ambiciones crematísticas de Balzac; sino que antes de avillanar o de cansar mi Arte, determino emprender una nueva ruta. Seré Agente de Seguros Marítimos, de Automóviles, de Incendios,
etcétera, etc., un año, dos años, y ya casi rico, siquiera con la mediana hacienda del Caballero del Verde Gabán, me apartaré en una vieja casa mediterránea, "con parral y todo, y allí me llamaré, me buscaré a mí mismo, y todavía he de encontrarme.
¿No me dijo Vd., amigo mío, que el estudio de los negocios y de sus hombres, integraban su pulso y su horizonte de observación, sin impedirle el recogimiento emocional de historiador? Vea Vd. cómo ha sido Vd. casi responsable del brinco de mi vida
.
No se logró al poeta mediterráneo transformarse en hombre de negocios madrileño; pero sí en burócrata, inscrito en nómina presupuestaria del Ministerio de Trabajo, primero, y del de Instrucción Pública, después, íntima y acerba rebelión de las potencias de su alma. La voluntad, punzada y dolorida, impuso tenaz a las otras dos el acerbo sacrificio para provecho común, como lo revela este párrafo de una carta del flamante covachuelista, enviada el 19 enero de 1922, a Prudencio Rovira, Secretario y confidente casi filial de Maura:
"Mis libros comenzados, otros recién nacidos, y esos otros recónditos en nuestra sangre, que nos llaman, que nos golpean de sién a sién, esperan que yo me encuentre a mí mismo".
Gabriel Miró, protagonizado por Sigüenza, se encontró al fin a sí mismo, una vieja casa mediterránea, con parral y todo, emplazada en Polop de la Marina. "Polop, moreno y apretado con su torre como un cántaro de asas chiquitinas y la corona antigua de su cementerio".
De la raíz emocional de ese encuentro nació este libro que se titula AÑOS Y LEGUAS. He aquí cómo:
Veinte años de distancia equivalían a la edad sensitiva de este paisaje suyo, porque sólo desde hacía veinte años comenzó este paisaje a pasar y envejecer humanamente referido a su vida. Ahora al verse, se contemplaban en el tiempo y se pertenecían
.
La belleza del terruño natal le entra al ausente recién retomado, por los cinco sentidos. Los nombres de la toponimia comarcana le saben a fruta, fruta que aunque la lleven otros terrenos, no es como la del frutal propio
.
Las flores caídas de un jazminero, dispersas en derredor del tronco, cuajan el aire con su perfume de novia
. "Las sienes y los párpados de Sigüenza se le traspasaban de olor. Se le precipitó la disnea de beber ese olor sensual de castidad. Este cántico de Gabriel Miró al levante alicantino armoniza deliciosamente lirismos pictóricos, colorismos poéticos, auras salobres, regustos epicúreos, voluptuosidad erótica, piedad filial, ecos arcádicos de égloga y toques goyescos de macabro impresionismo.
Pero el hado de este libro le destinaba a ser canto de cisne, y en una de sus páginas late vaticinador el angustioso presentimiento:
Dentro del atardecer le tiembla descuidadamente la vida. Un fino olor de tarde ya cansada; una gracia de flores pálidas; un tacto, una respiración de paisaje que se estremece de delicias, delicias que contienen la inocencia y la sensualidad, la promesa imprecisa y la congoja de la brevedad de la vida; todo sucediéndose sin conceptos. Campo suyo en su sangre, de su sangre antes de que cuajara en su cuerpo de Sigüenza, y después que se parara en su carne ya muerta. Predestinada y tradicionalmente, campo suyo y eternamente
.
Al releer ahora AÑOS Y LEGUAS he vuelto a sentir tan lancinante como el primer día, un dolor inicial de pérdida irreparable. ¡Qué estúpidamente destructora es la muerte cuando aniquila un cuerpo humano dentro de cuya envoltura carnal, alienta todavía un gran espíritu!
Se atribuye a Napoleón este impávido comentario a la nutrida lista de bajas francesas que registraba el boletín de una de sus victorias:
"¡Diez mil hombres!... ¡Bah! Carne de cañón... En una noche de amor lo resarcen las mujeres de París"
La frase me parece cínicamente marcial, y el criterio monstruosamente absurdo. No creo que la cantidad pueda suplir a la calidad en contingencia ninguna; ni que las estadísticas demográficas reflejen con exactitud, por sí solas, las vicisitudes históricas de un pueblo. Cifran ellas acaso, sin error numérico, ni de proporción, las natalidades y las defunciones cotidianas; no discriminan el logro o el malogro del útil rendimiento humano en la vida nacional.
¿Qué sabio matemático sería capaz de calcular cuántos millares de hombres han de nacer en un país cualquiera, e incluso en todo el orbe terráqueo, para que pueda surgir de entre la muchedumbre de ellos un solo Gabriel Miró?
EL DUQUE DE MAURA.
Madrid, 13 de enero de 1946.
DEDICATORIA
Sigüenza se ve como espectáculo de sus ojos, siempre a la misma distancia siendo él. Está visualmente rodeado de las cosas y comprendido en ellas. Es menos o más que su propósito y que su pensamiento. Se sentirá a sí mismo como si fuese otro, y ese otro es Sigüenza hasta sin querer. Sean estas páginas suyas para el amigo de Sigüenza, más Sigüenza y más él.
LA LLEGADA
Camino de su heredad de alquiler, se le aparece a Sigüenza el recuerdo de una rinconada de Madrid. Las ciudades grandes, ruidosas y duras, todavía tienen alguna parcela con quietud suya, con tiempo suyo acostado bajo unas tapias de jardines. Asoma el fragmento de un árbol inmóvil participando de la arquitectura de una casona viejecita.
Por allí se internaba muchas veces Sigüenza. La rinconada le dio su goce a costa del cansancio de la ciudad. Allí se escaparía cuando quisiera, llenándose el corazón y los ojos de todo aquello, como si se llenara, de prisa, los bolsillos.
Promesa de provincia; es decir, de infancia. Detrás de un cantón surge el horizonte de tierra labradora: follajes opulentos de la Casa Real; nieblas del río; senderitos que se tuercen y suben, y se apartan de Madrid, anda que andarás...
...Y al volver la memoria, le parecía a Sigüenza que volviese con recelo sus ojos a muchas leguas de distancia. Porque, ahora, desde la verdad rural, aquel sitio apacible, de consolación, no era sino el principio de la ciudad, un embuste de calma.
Iba Sigüenza montado en un jumento, porque así recorrió, hacía mucho tiempo, sus campos natales. Estaba muy gozoso, como entonces; no había más remedio, para guardarse fidelidad a sí mismo, al que era hacía veinte años. Y se inclinaba tocando la piel tibia y sudada de la cabalgadura, y se miró en sus ojos, gordos, dorados y dulces como dos frutos.
El animal doblaba su pescuezo frisado como si le sofocase tanta solicitud; hasta que se paró.
Entonces, Sigüenza, saltando de la enjalma de piel de borrego, se puso a caminar a su lado. El borrico, en medio del arriero y de Sigüenza, como tres amigos que se van a pasear a su antojo.
¡No tenemos prisa! —lo pensó y lo dijo Sigüenza para que se oyese, creyendo que objetivaba la realidad de su júbilo, porque veía sus palabras desnudas en el silencio, silencio desde su boca hasta las cumbres.
Y mirando en su torno toda la tarde, tan ancha, descubrió en el camino la huella de sus pies. Sería la de su bota. No; porque él acababa de sentir el contacto de su carne en la carne del camino. Y esa noche se quedarían sus pisadas, frescas de relente, bajo los cielos inmediatos y finos. ¡Cuántos años sin sentir el ahínco y marca de humanidad por el asfalto y las losas que se chafa o se pisan sin hollar!
Quizá estos aturdimientos probaban en Sigüenza el predominio de la calle. De seguro que él se creía ya en su ruralismo de antaño. Pero aun no debía serlo sino de presencia, de óptica y de tacto, porque la inquietud y el goce seguían refiriéndose a la ciudad, de la que traemos el brinco, el grito, la exaltación y la suavidad junciosa; resabio de entusiasmarse por