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Rojo planeta rojo
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Libro electrónico86 páginas49 minutos

Rojo planeta rojo

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Los cuentos de Rojo, planeta rojo, escritos por el uruguayo Manuel Arduino Pavón hablan de voces sin rostro y sin nombre, personajes genéricos, que a pesar de la despersonalización tienen mucho de quien los lee. Dislocados de cualquier tiempo y lugar, los protagonistas aparecen en diversas situaciones, en imágenes perfectamente recreadas que se han quedado en la memoria y que han reclamado ser contadas como fotografías instantáneas. El lector, motivado por la sorpresa y la inquietud que le genera lo sugerido, volverá a las paginas para encontrar nuevas formas de entender lo que ya ha leído. Estos cuentos se caracterizan por resaltar lo evidente, haciendo explícita la forma en la que el hombre del siglo XXI, definido por el discurso occidental, vive, se entiende y se relaciona con el mundo.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento25 feb 2012
ISBN9789588732336
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    Rojo planeta rojo - Manuel Arduino Pavón

    colección

    Historia de la sed

    Un antiguo sabio de Oriente dijo alguna vez que la sed es más importante que el agua.

    El agua se puede terminar.

    Todo se puede terminar.

    Pero la sed, no.

    Nadie sabe a ciencia cierta qué ocurriría si se terminara la sed.

    Puede que todo haya comenzado condimentando un plato de arroz.

    *

    El yugo

    Usaba el cinturón de castidad en la cabeza.

    Por los malos pensamientos.

    Cuando volvió el caballero de la guerra la encontró más bella.

    Había permanecido fiel.

    Se había ungido el yugo de la más completa abstinencia.

    Solo que tenía ideas raras.

    Solo hablaba del amor divino y sobre todo pasaba todo el día con la cabeza entre las piernas.

    *

    El César

    Cuando terminó la terrible batalla solo subsistió la sombra de un soldado.

    Impresionado por la desafiante visión, el César ordenó a los legionarios que enterraran a los muertos.

    La sombra del soldado enemigo se diluyó en el aire, pero el presagio no concluyó.

    A la noche, el César soñó con una presencia temible: un soldado de rostro furibundo que lo miraba a los ojos reclamando venganza.

    Como el sueño se repetía noche a noche, el César consultó a los hombres más sabios de las legiones.

    Coincidieron en la misma idea: le recomendaron empollar los huevos de una lechuza.

    Sorprendido, pero aterrorizado, el César acató la sugestiva insinuación.

    Cuando nacieron los pichones, el sueño del soldado enemigo se evaporó.

    El César tuvo la desafortunada idea de matar a las aves, pero una mano invisible frenó su brazo y su daga.

    El César comprendió.

    Evitó matar a los pichones, hizo que los transportaran a Roma para entronizarlos como aves providenciales en el templo de la Divina Madre de la Sabiduría.

    Pero, sin que él lo supiera, en el viaje a Roma las tiernas aves murieron de frío.

    Desde entonces y hasta el final de sus días, el César no volvió a soñar.

    Llegó a creer que aquel soldado le había matado todos sus sueños, uno a uno, antes de que surgieran en la mente.

    La historia insiste en que el César se vengó por todos sus muertos, pero no explica la razón.

    La historia consigna que mató a todos sus muertos, pero no habla de los sueños.

    Los sueños del César, libres del yugo de la mente del coloso, quizás hayan hecho la guerra y todas las guerras más allá de su rígido control.

    *

    Rojo planeta rojo

    Llegar al planeta rojo y descubrir inyectada en la superficie desolada una bandera soviética, puede ser una tragedia para una misión espacial proveniente de la primera potencia mundial.

    Eso fue exactamente lo que ocurrió y lo que hizo al comandante Sheppard exclamar:

    –¡Creo que hay algo en la atmósfera de este lugar que nos hace alucinar! ¿Qué ve allí adelante, teniente?

    –Veo una bandera.

    –¿Y qué más?

    –Lo veo a usted.

    –Creo que no soy una alucinación y por lo visto la bandera tampoco. ¿Por qué los rusos no comunicaron al mundo semejante hazaña?

    –De pronto los marcianos los arrojaron fuera de su planeta.

    –¿Ha visto algo con vida por allí, teniente?

    –Vi unos restos de algo semejante a un trompo.

    –¿Que yo sepa los rusos no son muy aficionados a los trompos? ¿Qué opina?

    –No vi la cuerda, comandante, es muy extraño.

    –Escuche bien lo que le voy a decir, teniente: de esto ni una palabra a la base.

    –¿Ni una palabra? ¿No cree que deberíamos reportar el hallazgo?

    –Diremos que avistamos restos de satélites o algo parecido y nada más.

    –¿Y por qué esa prevención, comandante?

    –No quiero que alguien diga que ahora les hacemos el cuento del planeta rojo, del planeta soviético, y que en realidad nunca llegamos allí. Que un día empezamos con la luna y que luego seguimos más lejos.

    –Entiendo...

    –Recoja la bandera y el trompo. Los arrojaremos en el espacio de regreso a casa.

    –¿Eso es todo?

    –No, por cierto. Hunda la bandera de la nación en el mismo sitio en que se encuentra la otra. La tradición es la tradición, no importa cuan lejos se encuentre uno de la dulce Alabama, de la prisión del condado o de

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