Un extraño en Goa
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versiones, agente infiltrado en la policía política portuguesa. Y se encuentra con que esa leyenda se ha hecho mayor. Sin embargo, es un personaje mucho más interesante. Un extraño
en Goa recorre la historia de una región donde la realidad y la magia caminan de la mano.
«El diablo nunca está lejos del paraíso», recuerda uno de los personajes. En esta novela —que es también una biografía del diablo— él puede estar en todas partes. ¿Qué une a un traficante de reliquias, a una hermosa y misteriosa historiadora del arte, especializada en la restauración de libros antiguos, y a un seductor hombre de negocios neopagano? ¿Y quién es Plácido Domingo?
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Un extraño en Goa - José Eduardo Agualusa
Un extraño en Goa
José Eduardo Agualusa
Traducción: Claudia Solans
Primera edición, noviembre de 2023
© de la obra, José Eduardo Agualusa, por acuerdo con la Agencia Literaria Mertin Inh. Nicole Witt e K., Fráncfort, Alemania
© de la edición, Quetzal Editores, 2013
© de la traducción, Claudia Solans
© de esta edición, Villa de Indianos
Editado por Villa de Indianos
Arroyomolinos, Madrid
https://www.villadeindianos.com
info@villadeindianos.com
Impreso en España por Kadmos
Diseño de la colección: True Grid SLU
Corrección: R. Rodríguez
Maquetación y diseño de la cubierta: Marcos M. Alonso para True Grid SLU
Imágenes de la cubierta: Caphira Lescante / BooblGum, (Adobe Stock)
ISBN: 978-84-126123-7-0
Reservados todos los derechos. Queda prohibida, sin el permiso escrito de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por la Ley de Propiedad Intelectual, la reproducción total o parcial del libro con independencia del medio o el procedimiento, sea este electrónico o mecánico (fotocopia, grabación u otros métodos). Ello incluye la reprografía y su incorporación a un sistema informático. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de la obra.
Este libro ha contado con el apoyo de DGLAB / Cultura y de Camões, IP – Portugal.
Conta-me que decidiu, há alguns
anos, visitar a família em Portugal.
Um dos funcionários, na fronteira,
estranhou que uma senhora de pele
tão clara, falando um português
primoroso, lhe apresentasse
um passaporte indiano:
—A senhora não é portuguesa?
Chorou:
—Sou portuguesa, sim, meu filho,
no coração sou portuguesa.
Mas obrigam-me a usar esta coisa.
A coisa era o passaporte.
Os funcionários, conta ela,
riram-se muito. Joaquim, o filho
mais novo, assiste à conversa.
É um sujeito alto, moreno,
de cabelo lustroso. Percebe-se,
ao contrário da mãe, que tem
sangue indiano. Ele, como
os quatro irmãos, nunca foi
a Portugal. Mas também se sente
português:
—Somos portugueses. Portugueses
da Índia. Não temos nada a ver
com esta gente.*
* Me cuenta que decidió, hace algunos / años, visitar a la familia en Portugal. / Uno de los empleados de la frontera / se sorprendió de que una señora de piel / tan clara, hablando un portugués / primoroso, le presentara / un pasaporte indio: / —¿La señora no es portuguesa? / Lloró: / —Soy portuguesa, sí, hijo mío, / en el corazón soy portuguesa. / Pero me obligan a usar esta cosa. / La cosa era el pasaporte. / Los empleados, cuenta ella, / se rieron mucho. Joaquín, el hijo / menor, presencia la conversación. / Es un sujeto alto, moreno, / de cabello lustroso. Se nota, / al contrario que la madre, que tiene / sangre india. Él, como / sus cuatro hermanos, nunca viajó / a Portugal. Pero también se siente / portugués. / —Somos portugueses. Portugueses / de la India. No tenemos nada que ver / con esa gente.
Para Verónica
Plácido Domingo contempla el Mandovi
¿Dónde comienza esto?
La corriente sin descanso.
El viajar de un viaje.
El otro viaje que no cesa.
Caetano Veloso
, El nombre de la ciudad
Los viajes son una metáfora, una réplica terrenal del único viaje que de verdad importa: el viaje interior. El viajero peregrino se dirige, más allá del último horizonte, hacia una meta que ya está presente en lo más íntimo de su ser, aunque aún siga oculta a su mirada. Se trata de descubrir esa meta, que equivale a descubrirse a sí mismo; no se trata de conocer al otro.
Javier Moro
, «Sedentarios que dan vueltas», Altaïr, invierno de 2000
1
Los grajos, allá fuera, riñen unos con otros. Arañan la noche en una áspera algarabía. Me giro en el colchón intentando encontrar un trozo fresco de sábana. Siento que soy cocinado al vapor como si fuera una legumbre. Salto de la cama y me siento en el alféizar de la ventana. Si fumara —nunca he fumado—, ahora sería el momento de encender un cigarrillo. Así, me quedo mirando la enorme higuera (Ficus benghalensis) del jardín, intentando seguir entre las sombras el combate de los grajos. No sopla el alivio de una brisa. La noche, sin embargo, girando sobre Panaji, inmensa y límpida, con su torrente de estrellas, me refresca el alma.
Pienso en esta frase y no me gusta. Es una noche de cristal, honda, transparente, y eso me produce realmente cierta sensación de frescura. Creo que lo que no me gusta en esa frase es la palabra alma. Alma me parece una palabra muy grande. Todo el mundo ha abusado de ella, poetas mediocres, filósofos, guerreros, conspiradores, pero, aun así, sigue siendo enorme. Borro el alma y mantengo las estrellas. En las grandes ciudades no es posible ver las estrellas.
Vuelvo al cuarto y enciendo el ordenador. La frase «¿Qué hago aquí?», título de una antología de textos de Bruce Chatwin, se desliza lentamente en el monitor. La uso desde hace mucho como protector de pantalla. En esta ciudad remota, a la una de la madrugada, parece una buena pregunta.
Una vez una joven periodista quiso saber por qué escribía. Los periodistas poco experimentados suelen preguntarles eso a quienes escriben para ganar tiempo mientras piensan en lo que van a preguntar a continuación. Hay quien asume, con aire trágico, que la literatura es un destino: «Escribo para no morir». Otros fingen despreciar el propio oficio: «Escribo porque no sé bailar». Finalmente, están aquellos, raros, que prefieren decir la verdad: «Escribo para gustarle a la gente», como el portugués José Riço Direitinho, o «Escribo porque no tengo los ojos verdes», como el brasileño Lúcio Cardoso. Podría haber respondido algo por el estilo, pero decidí pensar un poco, como si fuera una pregunta seria, y, para mi sorpresa, encontré un buen motivo: «Escribo porque quiero saber el final». Comienzo una historia y después sigo escribiendo porque tengo que saber cómo termina. Por eso también hice este viaje. Vine en busca de un personaje. Quiero saber cómo termina su historia.
2
«Hace algún tiempo que pretendo contar la historia de Plácido Domingo. Dudé en hacerlo antes porque ya existe Plácido Domingo, el tenor, pero nunca me conformé. Ciertos nombres deberían obedecerse, es decir, deberían implicar un destino».
Escribí hace algunos años un cuento que comenzaba así. Mucha gente me preguntó si la historia era verdadera. Suelo insinuar, cuando me hacen la misma pregunta a propósito de otras historias, que ya no sé dónde quedó la verdad, aunque recuerde perfectamente haberlo inventado todo de principio a fin. En aquel caso, hice lo contrario. «Tretas —mentí—, pura ficción». Dije esto porque quería encontrarlo. Inventé un nombre para él, o ni siquiera eso, le di el nombre de otro hombre.
En mi cuento, Plácido Domingo, un viejo de piel dorada, seco, de gestos demorados, el habla antigua y ceremoniosa de un caballero del siglo xix, vive en Corumbá, una pequeña ciudad en las márgenes del río Paraguay, junto a la frontera con Bolivia. A estas alturas, claro, yo ya sabía que Plácido Domingo se había escondido en Goa.
Lo imagino descender todas las tardes por la misma calle desierta. Lo veo sentarse en el café, junto a los muelles, frente a las anchas aguas del río. El dueño del café, un indio melancólico, lo saluda sin moverse:
—¡Buenas tardes, señor¹ Plácido!
El viejo responde inclinando levemente la cabeza. Con manos demoradas, desdobla el pañuelo y se limpia el sudor de la frente. El tiempo se enrosca a sus pies como un perro vagabundo. Plácido Domingo, mi personaje, esconde bajo el gran sol de Corumbá, bajo la mansedumbre de una rutina siempre igual, un antiguo secreto. En la ciudad nadie sabe de dónde vino. Llegó hace veinte años en un vapor cansado, alquiló un cuarto en el Hotel Paraíso y ahí se quedó. Una vez por semana, Plácido Domingo cruza la frontera y va hasta Puerto Suárez. Lo encontraron una vez revolviendo trastos viejos cubiertos de polvo en una sombría barraca de bugres² y eso bastó para que dijeran que se dedicaba a comprar y vender las famosas cabezas reducidas de los jíbaros. Se insinuaron incluso cosas peores. Sentado en su silla, Plácido Domingo espera a que el indio le traiga, como todas las tardes, el caldo de piraña. Se lleva despacio la cuchara a la boca y deja que el calor le dilate el pecho. Fortalecido, se abraza al bastón y se queda allí mirando el río, a la espera de que la noche se eche por completo, como una manta de estrellas, sobre las casas tristes, la inmensa planicie anegada, a esperar el griterío de los pájaros. Fue en aquel café, precisamente a esa hora, que yo lo encontré.
En cuanto lo vi, supe que era él. Había traído conmigo viejas fotografías. En una de ellas Plácido Domingo iba vestido de camuflaje y estudiaba un mapa. Era un hombre apuesto, alto y sólido, de bigote y perilla al estilo de la época —todos los hombres querían parecerse a Lenin—. En otra fotografía aparecía apoyado en un jeep, sonriendo, rodeado por jóvenes guerrilleros. Había también una imagen preciosa: Plácido Domingo, con una ametralladora en bandolera, al lado de Agostinho Neto y de Mário Pinto de Andrade. Coloqué las fotografías encima de la mesa:
—¿Comandante Maciel?
Iba a decir «presumo», pero me contuve. El viejo me miró sin sorpresa:
—Ha tardado mucho, joven.
He traído las fotografías conmigo. Las esparzo sobre la cama. Conozco de memoria cada una de ellas. De hecho, está esa imagen preciosa: Plácido Domingo, con una ametralladora en bandolera, al lado de Agostinho Neto y de Mário Pinto de Andrade. Continuemos:
Hace una semana yo estaba en Corumbá. Había viajado durante dos días en ómnibus, entre Río de Janeiro y Campo Grande. En Campo Grande entrevisté al poeta Manoel de Barros. Ya de camino a Corumbá, mientras el ómnibus seguía dando tumbos por un camino de tierra, tuve tiempo para releer mi colección de artículos sobre el comandante Maciel. Poca gente conocía su verdadero nombre: Plácido Afonso Domingo.
En 1962 era capitán del Ejército portugués. Ese año, en