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Que los eunucos bufen
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Libro electrónico195 páginas3 horas

Que los eunucos bufen

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Todo empezó hablando de libros. En el departamento de Once, un feriado muerto, con algunas cervezas adelante. Primero fue Arlt, a quien queremos tanto (entre nosotros es solo Roberto); estuvimos intercambiando ideas, releímos algunos párrafos y nos admiramos de su escritura vigorosa, fuerte, granítica. Después, en algún momento, la conversación giró sobre un cuento de Patrick Quentin, seudónimo con el que firmaban sus obras —escritas en conjunto— los ingleses Richard Webb y Hugh Wheeler.
Algunas cervezas más adelante, ya con la llegada de la noche, decidimos escribir juntos —como Wheeler y Webb— y prepotentemente, a como diera lugar —como Arlt—. Ya está bien de conversar sobre literatura: escribiremos. Y que los eunucos bufen.


Nuestras reglas son simples: la historia es una sola; nosotros, dos personas que escriben dos párrafos cada una cada dos días.
 

IdiomaEspañol
EditorialSergio Varela
Fecha de lanzamiento9 feb 2024
ISBN9798224214815
Que los eunucos bufen

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    Que los eunucos bufen - Sergio Varela

    El futuro es nuestro por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un «cross» a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y «que los eunucos bufen».

    El porvenir es triunfalmente nuestro.

    Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de dientes, frente a la «Underwood» que golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora, hora tras hora.

    Roberto Arlt,

    prólogo a Los lanzallamas (1931)

    Explicación

    Todo empezó hablando de libros. En el departamento de Once, un feriado muerto, con algunas cervezas adelante. Primero fue Arlt, a quien queremos tanto (entre nosotros es solo Roberto); estuvimos intercambiando ideas, releímos algunos párrafos y nos admiramos de su escritura vigorosa, fuerte, granítica. Después, en algún momento, la conversación giró sobre un cuento de Patrick Quentin, seudónimo con el que firmaban sus obras —escritas en conjunto— los ingleses Richard Webb y Hugh Wheeler.

    Algunas cervezas más adelante, ya con la llegada de la noche, decidimos escribir juntos —como Wheeler y Webb— y prepotentemente, a como diera lugar —como Arlt—. Ya está bien de conversar sobre literatura: escribiremos. Y que los eunucos bufen.

    Nuestras reglas son simples: la historia es una sola; nosotros, dos personas que escriben dos párrafos cada una cada dos días.

    Prólogos

    A lo largo de dos décadas, Sergio y yo hemos sido bajista y baterista, compañeros, amigos, breves enemigos y amigos otra vez. Hace más de diez años, además, decidimos escribir a dos manos. No sabíamos adónde nos llevaría el divertimento y pensamos en firmar con seudónimo. Para que la impostura fuese completa, yo elegí ser una mujer; robé una foto de internet y me llamé Julia S. Y me mandé, porque, con este tipo, yo voy a la guerra.

    El blog compartido, Que los eunucos bufen (http://queloseunucosbufen.blogspot.com), nació así. Durante cerca de una década —‍con algunas interrupciones, a veces largas‍—‍, como Subjuntivo y Julia S. sembramos historias que cuidamos día por medio. Hubo ocasiones en que nuestros cuidados no fueron los mejores y esas historias crecieron chuecas, en el mejor de los casos, o irremediablemente fallidas. Esas últimas siguen en el blog, donde vale todo, pero volaron de acá luego de una relectura minuciosa. Porque el blog es el demo, pero este libro es el disco.

    Nos quedaron veintiún relatos. Los hay de todo tipo, con varios registros, de diversos géneros. De todos nos enorgullecemos. Esperamos que sean disfrutables para alguien más, aparte de nosotros dos.

    Juan

    Los escritos más viejos que aún conservo son de 1993. En 2004, entreverado en lo que considero un momento infernal, me permití lo que llamaría mi primer atisbo literario. Juan fue una de las pocas personas en leerlo, y una de las pocas —hasta el día de hoy— en confiar en mi capacidad como escritor.

    Estoy dispuesto a [intentar] escribir cualquier cosa con [casi] cualquiera, porque llevo más de treinta años escribiendo todo tipo de cosas, pero con este muchacho es otra cosa. Han pasado más de diez años de aquella noche, y este es uno de mis proyectos más caros, una hermandad literaria que atesoro.

    No sé de qué hablamos esa noche (quienes me conocen saben que mi memoria es un fantasma), pero sé que hablamos de Roberto, que yo cité el prólogo a Los lanzallamas, y que decidimos hacer algo genial y que los eunucos bufen.

    Roberto escribió «para estimular a los principiantes en la vocación» y, sin dudas, lo logró. Ojalá sea igual para ustedes también, porque para ser escritor no alcanza con hablar de escribir: hay que escribir.

    Ojalá disfruten esto al leerlo tanto como nosotros al escribirlo.

    Abrazo,

    S.

    2012

    Ya vas a venir

    Iniciado por Subjuntivo, 15 de marzo de 2012

    «Ya vas a venir, turro, vas a ver...». Miraba el piso, las baldosas pasar. Era puro presente: del futuro, nada. La gente lo esquivaba al verlo taciturno y absorto en... el piso, supongamos. «Ya vas a venir», no cabía otra idea en su cabeza, más allá del pasar de las baldosas y el izquierda, derecha, izquierda, derecha de los zapatos gastados. La botamanga flameaba a cada estocada y la gente lo esquivaba, como si en un segundo pudieran comprender que no tenía un día como para que nadie se le estuviera interponiendo.

    «Ya vas a venir», pensaba. No sabía bien cómo, ni cuándo ni ninguno de esos detalles, pero cuando uno está en pleno proceso de elucubrar un plan tremendo, esas cosas no importan, son tonterías. «Ya vas a venir, y entonces...». Casi podía escuchar sus palabras en el silencio de su perturbada mente. Casi podía escuchar cualquier cosa que se propusiera, si vamos al caso. Izquierda, derecha, izquierda, «ya vas a venir, turro...».

    De repente, un empujón. La estación del subte vomitaba gente a la superficie, gente que se llevaba todo por delante; una estampida de animales hambrientos. Y él, en medio. Siempre en el medio de todo. Por un momento debió interrumpir sus pensamientos, su caminar frenético, y volver a la realidad. Izquierda, derecha, izquierda, derecha, alto.

    Se detuvo. Un hombre lo miraba inquisitivamente, clavaba en él sus ojos como abismos. Él creyó reconocer esa cara, cierta dureza en las facciones, pero no estaba seguro. Entonces se dio cuenta: ese hombre era él. Lo que miraba era su reflejo en la vidriera de una confitería. «Carajo», pensó.

    Miró ese espectro atónito un segundo y, al siguiente, recaló en que, por detrás de él, tras ese vidrio, un mozo blandía una bandeja cargada de agasajos y una pareja se miraba con cara de adoración. Nada que ver con la cara con la que se miraba él, alternando entre sus ojeras y sus pelos rebeldes y la escena de película de la confitería céntrica, que, después de todo, nada tenía que hacer ahí. Ni tampoco él, quizás...

    Volvió a mirarse. Y al verse comprendió todo, o quizá nada, pero suele —en estos casos— decirse que todo y, sin mover los ojos, miró alrededor, y pensó y se reconoció sin quererlo, pero comprendió que no era el él que esperaba ser, sino el él que era. Tuvo bronca y lástima de sí mismo, y enseguida lo recordó a él y, como una agónica letanía, volvió a pensar: «Ya vas a venir...».

    —Disculpe, amigo. ¿Tiene hora? —preguntó un viejo que le salió al paso al tiempo que, humilde, estrujaba en sus manos sarmentosas una gorra de franela descolorida.

    —No —respondió él sin dejar de caminar. Dos o tres pasos después, sin embargo, se detuvo y, torciendo la cara por sobre su hombro derecho, agregó—: Y usted no es mi amigo.

    Y era la pura verdad. En cualquier otro momento, probablemente no habría contestado así; y, de haberlo hecho, habría sentido enseguida el peso de la culpa. En este caso, sin embargo, no sintió nada más que desprecio. No solo el desprecio por quien impunemente lo tildaba de «amigo», sino también desprecio por sí mismo. Y es que, en efecto, ese señor no era su amigo. Y, para el caso, ningún otro señor lo era. O, al menos, él no sentía que nadie lo fuera.

    Había habido tiempos en que había tenido amigos, claro, había habido tiempos. Había habido de todo, pero ahora no. Amor había habido, incluso. Ahora no. Pero ya iba a venir, seguro. Seguro. Y entonces...

    La quinta de Castelar. Ahí había comenzado todo. No sabía cuántos años habían pasado, pero la imagen de Clara, en su vestido azul, lo envolvía vívidamente. También recordaba a Ernesto, tan compadrito, tan bravucón; a Graciela, despectiva y seria; a Guillermo, siempre en el centro de su propio sistema solar.

    Y el recuerdo volvía a él invariablemente del mismo modo, como una película vieja al revés: el fundido negro se iluminaba de a poco y dejaba ver la casona esa noche fatal, estática pese a la fiesta que había tenido lugar en sus entrañas, bruscamente inanimada, tal como él la vio por última vez mientras se alejaba por la calle de tierra. Una sola vez la miró. Después, nunca más. Y aunque muchas veces lograba detener el recuerdo en ese punto, esta vez le resultó imposible: la sucesión de imágenes continuó —siempre marcha atrás— en su cabeza. Apretó muy fuerte los ojos y le dolió la mandíbula, pero volvió a ver lo que no habría querido ver nunca.

    Vio como un espectador sus labios apretados a los de Clara, sus manos aferrándose a la cintura del vestido azul, sobre su cuello la mano derecha de ella y los tacos de las sandalias a tres centímetros del suelo. Sintió las respiraciones constreñidas, la violenta emoción intentando escapar, sintió casi, por un segundo, el perfume fresco y barato que ella había usado siempre. Tuvo náuseas. De repente, giraron las cámaras y las imágenes volaron desordenadas. Se sintió mareado, liviano, se sintió flotar.

    Cuando abrió los ojos vio un abanico de jetones mirando como si hubieran visto al mesías. En el medio, el cielo celestísimo y el sol radiante. El ruido del tráfico ahogaba los comentarios de los espectadores. Tardó unos segundos en comprender. Recordó que caminaba, izquierda, derecha, izquierda... Apretó el puño para cerciorarse de que el cuerpo respondía y entonces, cuando empezó a girar la cabeza para levantarse, la vio.

    —¡Clara! —gritó. Entre la gente, Clara lo miraba desencajada. A su lado, tomándola de la cintura, Guillermo. Tantos años después, una tupida barba cubría a medias la cicatriz de aquella antigua puñalada que no había bastado, aquella tarea que pensaba completar. Quiso gritar otra vez el nombre de Clara, quiso increpar a Guillermo, pero las palabras no le salieron y, en cambio, sintió el gusto de la sangre, de su sangre.

    —Está muerto —informó lacónicamente el hombre gris que, en cuclillas junto a él, palpaba la muñeca sin encontrarle el pulso.

    Soledad

    Iniciado por Subjuntivo, 9 de abril de 2012

    Volvió a mirarse al espejo. Se arregló el pañuelito sin ninguna necesidad. Volvió a mirar el botón iluminado para cerciorarse de que había marcado el número correcto. Piso 17, efectivamente. Se volvió a mirar al espejo para revisar el peinado. Estaba bien; la hebilla estaba medio torcida..., pero estaba bien. Miró los números rojos cambiar. Siete. Ocho. Se miró las puntas de los zapatos. Brillaban. Igualmente, habría preferido darles otra pasadita. Buscó en la cartera, con manos sudorosas, el celular. Lo puso en vibrador. Lo guardó. Respiró profundo. Se miró al espejo nuevamente y se acomodó el pañuelito. Miró las puertas cerradas.

    «Piso diecisiete», dijo la voz femenina y claramente europea de la grabación del ascensor. Se abrieron las puertas. Dio dos pasos y frenó, rígida y tensa. Respiró hondo. Exhaló. Y, al tiempo que empezaba a avanzar de nuevo, volvió a escuchar a la gallega: «Se cierran las puertas».

    «No hay vuelta que darle. Ya estás acá, Soledad», se dijo, buscando coraje. Trataba de ser valiente, pero la verdad es que tampoco le quedaba otra alternativa. Estaba jugada.

    De repente, el miedo. «¿Y si me voy? Si doy media vuelta ahora, ¿quién me va a decir algo? Nadie sabe que vine. Ni él sabe que estoy acá». El miedo, siempre.

    Había tenido miedo siempre, desde siempre, todo el tiempo. Eso sentía. Si cruzaba la calle, tenía miedo de no haber visto un auto; si salía de la casa, temía haber dejado prendida una hornalla. Tanteaba el bolsillo de la cartera dos veces por cuadra porque temía que, sin que se diera cuenta, le hubieran robado. Si tenía que comprar algo, ensayaba mentalmente antes de entrar al negocio, por miedo a no saber qué decir o a equivocarse. Al sacar la llave, empujaba siempre la puerta para comprobar que estaba cerrada porque temía haber cerrado mal. Llevaba siempre un tanto de papel higiénico enrollado en la cartera, por las dudas de que no hubiera, y siempre al levantarse, antes de tirar la cadena, miraba. Por las dudas.

    No había terminado de preguntarse nada, ni de dar el segundo paso, cuando se apagó la luz. Puteando en el más prístino de los silencios, rebuscó rápidamente con un barrido de la mirada el redondelito rojo. Lo vio a la distancia, sobre la izquierda. Se atolondró para alcanzarlo porque —obviamente— le tenía miedo a la oscuridad. Estaba con la mano estirada, a unos cincuenta centímetros del interruptor y, entonces, un movimiento violento, y una puerta que se abrió de par en par y el foco que apuntó directamente a su cara, entonces petrificada.

    Un hombre salía, pero, al toparse con ella, gritó y, asustado, cerró la puerta con violencia.

    Soledad no entendió qué había pasado, pero se sentía morir y los nervios le aflojaban las piernas. Encendió entonces la luz de un manotazo, se acomodó maquinalmente la hebilla en la cabeza y aflojó el pañuelo de su cuello, en un intento de franquear el paso al aire que le faltaba en los pulmones. Sentía latidos en las sienes y un sudor frío le corría por la piel; febrilmente, se lo secó con el dorso de la mano. Y entonces comprendió el horror de ese hombre. Su propia cara le era ajena, sus rasgos habían desaparecido.

    Aterrada por la sensación de no tener más que una superficie mucho más llana de lo deseable, comenzó a tocarse locamente con ambas manos, buscando nariz, ojos, párpados, cejas, incluso el lunar al lado de la comisura izquierda de la boca, que tenía —o había tenido— un tamaño mayor de lo que le habría gustado y que le había hecho temer que pudiera ser cancerígeno o alguna de esas cosas, porque siempre le decían que había que tener cuidado con los lunares. Ahora, hasta ese lunar parecía haber desaparecido. Se puso bizca en busca de la nariz, pero no la encontró.

    Con el corazón latiendo rápido y fuerte, las manos sudadas y temblorosas y las piernas por flaquear, atinó a pensar algo. Atolondrada, abrió la cartera y revolvió frenéticamente en busca del espejito. Entonces, la luz volvió a apagarse.

    Con otro manotazo al botón que brillaba cerca de su mano derecha, anaranjado y burlón en un mar de oscuridad, Soledad hizo la luz. En ese mismo movimiento, el espejito, junto con todo lo que su cartera contenía, fue a parar al suelo. Y se rompió.

    Llorando, ya fuera de sí, Soledad se agachó a juntar todo con ademanes torpes. Antes de que pudiera evitarlo, sintió que alguien, en cuclillas, se ponía a recoger cosas, sus cosas.

    «Es tremenda, la luz esta... No dura nada... Antes de que te des cuenta, se apaga. Es tremenda». La chica dijo esto mientras miraba las cosas que levantaba, despreocupadamente, en tanto que Soledad la veía entre lágrimas, sin terminar de comprender.

    Quiso hablar, contestar o, al menos, decir algo, cualquier cosa, pero no pudo. Durante el infinitamente corto tiempo que le tomó componerse, prepararse para hablar, la chica habló, pero nadie sabe qué dijo. Cuando Soledad, mirándola fijamente, estuvo a punto de pronunciar palabra (el llanto había amainado), la chica levantó la vista, la vio y, con total soltura, con una sonrisa amigable, cómplice, preguntó: «¿Qué te pasó en la cara...?».

    Soledad la miró pero no la vio, perdida como estaba en sus pensamientos. Ni siquiera la escuchaba hablar. «¿Cómo me pasó esto a mí?», se había preguntado miles de veces, antes aun de darse cuenta. «¿Cómo puede ser que sea tan precavida, tan prudente, que tenga todo bajo control siempre y que esta vez, por miedo o por quién sabe qué, haya tardado tanto en venir? Me acaba de pasar lo mismo que a mamá, y seguro que habría podido evitarlo viniendo a verlo antes, a tiempo, sin dar tantas vueltas».

    Como si hubiera escuchado esos pensamientos, la chica le dijo: «Qué tonta, ¿cómo no me di cuenta? Perdoná que te haya preguntado. Venís a ver al doctor Rey, ¿no?».

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