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Nosotros, los de entonces
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Libro electrónico181 páginas3 horas

Nosotros, los de entonces

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El libro de Beatriz Pustilnik: Nosotros, los de entonces comienza con un abuelo poeta. El zeide le revela a su nieta que un poema no está solo en los olores de la tierra sino que se desdobla y puede que esté escrito en las estrellas. Tiene razón, un poema es una constelación. En este libro, como decía el zeide, las palabras poéticas son como las estrellas: "Siempre brillan, aunque esté nublado, se agazapan detrás de la bruma y titilan sin que las percibamos".
En la novela, la historia del país también se desdobla. Son los tiempos duros de represión y muerte en el país. En las calles de la ciudad, los Falcon silenciosos circulan cargados de amenaza y de muerte. Al mismo tiempo, una compañía teatral de jóvenes representa obras de teatro en las villas. El espacio teatral es un espacio de libertad.
Una contratapa siempre es mezquina. Pero esas dos escenas donde la historia se desdobla en: Nosotros, los de entonces confirman que una escritura poética, sin excluir el humor, puede contar una historia tremendamente real.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 mar 2024
ISBN9789873905834
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    Nosotros, los de entonces - Beatriz Pustilnik

    Prólogo

    Alberto Gerchunoff con su novela: Los gauchos judíos fundó un género y un territorio. Como todo territorio a lo largo del tiempo se fue poblando por muchas historias. No es poco para un pueblo fundado en la diáspora, encontrar una tierra y hacerla propia. Este libro: habla de esa tierra de sus colores, de sus olores de sus relieves, de lo que muestra y de lo que oculta.

    El libro de Beatriz Pustilnik: Nosotros, los de entonces, comienza con un abuelo poeta. El zeide le revela a su nieta que un poema no está solo en los olores de la tierra sino que se desdobla y puede esté escrito en las estrellas. Tiene razón, un poema es una constelación. En este libro, como decía el zeide, las palabras poéticas son como las estrellas: Siempre brillan, aunque esté nublado, se agazapan detrás de la bruma y titilan sin que las percibamos.

    En la novela, la historia del país también se desdobla. Son los tiempos duros de represión y muerte en el país. En las calles de la ciudad, los Falcon silenciosos circulan cargados de amenaza y de muerte.

    Al mismo tiempo, una compañía teatral de jóvenes representa obras de teatro en las villas. El espacio teatral es un espacio de libertad.

    Esas dos escenas donde la historia se desdobla en: Nosotros, los de entonces, confirman que una escritura poética, sin excluir el humor, puede contar una historia tremendamente real.

    Basta que el lector se pregunte qué sucedió con nosotroslos de entonces, una generación atravesada por la militancia y la lucha política, para que se encuentre con una bibliografía que llevaría una vida, tantas como las que se llevó.

    El libro de Beatriz Pustilnik fue finalista del premio Anagrama 2003 cuyo jurado estaba integrado por Enrique Vila-Matas, Jorge Herralde, Esther Tusquets, Juan Cueto, y Salvador Clotas. El ganador de ese año fue otro argentino: Alan Pauls con su novela: El pasado.

    El año pasado la editorial independiente Baltasara Editora recibió la obra en su Convocatoria Editorial 2019 Narrativa (Novela). La novela resultó elegida entre cuarenta finalistas de más de cien obras presentadas. Es de destacar que en las tres instancias de evaluación en las que se realiza el proceso de selección no se da a conocer la identidad del autor/ra ni sus antecedentes.

    Como lector curioso me hago esta otra pregunta ¿Por qué un libro que había llegado como finalista a unos de los premios más prestigiosos de lengua castellana quedó sin publicarse durante casi veinte años?

    No apelo a la biografía de la autora porque la biografía casi nunca aclara demasiado un misterio sino más bien que lo acrecienta.

    Los concursos literarios tienen la estructura de una novela de Agatha Christie. Pongamos: Los diez indiecitos. Van muriendo de a uno, al final solo queda el culpable. Con los concursos literarios suele pasar algo parecido, queda el ganador, pero qué sucedió con esos libros que llegaron hasta la instancia final, pero fueron uno de los indiecitos que quedaron en el camino.

    Ya tenemos una primera intriga. ¿Por qué la autora decidió no publicar más narrativa?

    Sabemos, se volcó a la dramaturgia. En la novela la protagonista escribe obras de teatro.

    Segunda posibilidad, ¿la autora se dedicó a una corrección infinita del libro hasta que alguien, el editor, se lo arrancó de las manos?

    Tercera posibilidad, ¿la dramaturgia se impuso como procedimiento para contar la historia, y la autora eligió ese género para escribir la novela?

    Opto por una solución más simple: Nosotros, los de entonces evoca ya desde su título un transcurrir del tiempo. ¿Cuándo, sus protagonistas comenzaron a ser, los de entonces, diez, veinte años, después? Los de entonces ¿necesitaban de ese tiempo?

    El plural, nosotros, nos convoca a los de ese tiempo. El entonces, si usamos la gramática de manera caprichosa puede ser adverbio de tiempo o conjunción. Creo que las dos opciones son posibles.

    La solución estilística de la corrección la juzgo escasa. La escritura del libro es la primera en desmentirlo.

    Todas estas conjeturas pueden ser válidas, como no serlo.

    Hay un momento en que el escritor toma una decisión.

    Voy a contar una historia que Graham Greene cuenta en su autobiografía. El escritor en su juventud se analizaba con un analista jungiano quien lo esperaba puntualmente.

    Cuando Graham llegaba a la consulta le daba un libro de contabilidad de doble entrada para que en una columna escribiera lo que había soñado, y en la otra columna, las asociaciones. El hombre, de vientre, parece voluminoso, tomaba su reloj de bolsillo y le decía: Tiene cinco minutos. El joven Greene escribía con el mismo suspenso que paraliza el corazón del lector en sus novelas.

    Así iban pasando los trabajos y los días. En una de esas ocasiones, declaró tímidamente a su analista: No soñé nada. Este le respondió: Invéntelo. Yo digo: ahí nació un escritor. Sin duda, un mito de ese nacimiento. Podría haber otros.

    Pero con la anécdota, quiero referirme a la decisión de un escritor.

    ¿Qué hizo que esta dramaturga con muchas obras escritas, representadas, y publicadas, haya decidido rescatar de sus propias manos, Nosotros, los de entonces?

    Buscar una causa de técnica literaria me parece pobre, tan pobre como una causa biográfica.

    Pero lo cierto es que de una decisión, quizás una audacia imprevista, impensada, vio a la luz esta novela, y que como las estrellas del zeide, forma parte de la constelación: dramaturgia-narrativa, y hoy aparezca este libro que esperaba agazapado, como las estrellas que titilan detrás de la bruma.

    Como dijimos, con su publicación algo de esa constelación se ha disipado. La decisión pertenece a la bruma. ¿Acaso no sucede que, cada tantos años, pueden ser muchos, se descubre una estrella?

    Queda el expediente más sencillo, preguntarle a la autora. Quizás, una pregunta inútil, porque posiblemente, ella sea la primera en ignorarlo.

    La última posibilidad, reside en que, en la lectura del libro, Nosotros, los de entonces, se vislumbre detrás de cada página la aproximación a este enigma.

    Como lector del libro, la vislumbré. Quizás, como dice W. Faulkner que, como hombre de campo, también miraba el cielo, observó el instante: ¿Que estrella cae sin que nadie la vea?.

    Luis Gusmán

    Nosotros, los de entonces

    A Jorge, Ana, Nati, Brenda, Camilo, Maxi, Pablo y Hernán

    A mis amigas y amigos

    A Luis Gusmán

    El campo del abuelo en el verano era todo el universo: el olor a tierra, a carne asada con cuero; el sol intenso del mediodía y el contacto fresco del agua del estanque donde nos zambullíamos. Después de la tormenta, nos gustaba salir a cabalgar, mi caballo era manso, el abuelo montaba el bayo, más mañoso. Yo en cambio subía a un animal cansado, lleno de mataduras, que pese a los esfuerzos no respondía a mi impaciencia. Yo quiero montar el bayo, le dije aquella tarde, y sin darle tiempo a nada, me trepé de un salto. El peón me siguió en el sulky, el abuelo en el zaino. Esa noche me mandaron a la cama sin postre, el zeide se acercó a mi catre y con un gesto me indicó que no hiciera ruido. Traía en el bolsillo una servilleta roja a cuadros anudada en los bordes, la abrió y vi tres pedazos de strudel; la miel de arriba se había pegado a la tela y le pasamos la lengua, uno de cada punta, después comí un bocado jugoso y me lamí los labios. Te voy a enseñar a montar y el bayo va a ser tuyo, me dijo en un susurro.

    El abuelo ya me había regalado dos ovejas, y en época de esquila, me enviaba el dinero de la venta de lana; lo guardaba en una lata de galletitas para no gastarlo. Casi todas las tardes, él se sentaba a mirar la caída del sol. Pasó sus últimos años en Buenos Aires, y como el médico le había prohibido viajar, se conformaba con salir al balcón, a instalarse entre la maraña de plantas y de pájaros; parecía un pájaro más, enjaulado, preso, lleno de energías; puteaba con estridencia y reía a carcajadas, como desafiando el tiempo y el encierro. Los fines de semana, hablábamos de mis antiguas vacaciones en Entre Ríos, de la siembra, de las flores de lino, y notaba en sus ojos un brillo triste, que él solía disimular con una broma, un insulto en ídish o un puñetazo sobre la mesa.

    Puedo oler su recuerdo de ajo y de cebolla sobre el mantel de hule, el aroma del pan fresco y redondo impregnado en aceite de girasol. Su imagen reaparece de pronto cuando veo llover en el campo u observo la caída de la tarde en un lugar abierto, y entre la nebulosa del pasado reluce una palangana vieja corroída por el tiempo, pero no por la memoria. Es la estampa nítida de un hombre que nunca había leído un poema pero que miraba el cielo con ojos de poeta. Esa es la Osa Mayor, es una constelación de estrellas, como vos, señalaba el abuelo. Después había que acostumbrarse a una pausa interminable, bastaba permanecer en silencio en medio del olor a tierra mojada y del ruido de los pájaros. Los días de tormenta corríamos a guarecernos bajo el techo de la galería para saborear las tortas fritas de la babe. La abuela daba vueltas en la cocina organizando una orgía de mates y sartenes.

    Me cobijo en el encierro seguro de mi casa, una casa que tiene en la parte trasera un pequeño retazo de cielo y un cuadrado de pasto con árboles y plantas. Allí crecieron mis hijos, inventaron sus juegos, desde esas baldosas partieron en misión secreta hormigas astronautas a la luna en cohetes improvisados de madera balsa. En un patio como éste mi madre me pidió que me fuera del país: no quiero que te maten, me dijo con tristeza, mientras la gente festejaba el mundial de fútbol alrededor del obelisco.

    Viajábamos en una camioneta desvencijada, llevábamos obras de teatro infantil a los barrios del Gran Buenos Aires, en bolsones de lona guardábamos el vestuario, y en cajas de cartón, azúcar, yerba, alfajores Jorgelín y caramelos Media hora. Después del espectáculo, desmantelábamos el escenario y compartíamos la merienda con los chicos. Jugábamos a las escondidas, a la maestra y a los cowboys. Al volver a casa, cubierta de barro, me metía bajo la ducha tibia: nada podía pasarme, me protegían los azulejos húmedos, la acción tan simple de girar las canillas para mezclar el agua fría y la caliente. Pregunta el padre de la Pety si saben algo, porque anoche no fue a dormir. Y una puntada en el estómago me avisó que no la volveríamos a ver. La Pety, con sus sandalias de cuero mal cosidas, su camisola de batik y los collares de madera, con su forma peculiar de agarrar la birome y las palabras incomprensibles que inventaba para nombrar objetos cotidianos. La Pety y su colección de estampitas, agujas y lapiceras compradas a los pibes de la calle.

    El abuelo de pronto dejó de moverse bajo la colcha bordó. Era mi primera muerte. No podía entender cómo todo lo que significaba para mí ese cuerpo, esa cara y esas manos rugosas podía acomodarse en un cajón, en un hoyo en la tierra o en un rezo.

    Se encontraron a las siete de la tarde en la esquina de Pueyrredón y Santa Fe, él compró pastillas de naranja, las que ella prefería, el clima era templado, así que prefirieron caminar hasta Sarmiento. La semana anterior habíamos decidido interrumpir las funciones hasta que mejorase la situación. Teníamos que devolver la llave del local donde ensayábamos; la Pety se ofreció a hacerlo, fue con un amigo. A las siete y media los esperaría el dueño. Lo supimos después: un Falcon verde los seguía a paso de hombre; ella sintió un temblor en las rodillas y miró a su acompañante de reojo, vio que estaba pálido y le apretó el brazo. El Falcon aumentó la velocidad y los pasó, entonces suspiraron. De pronto, el coche dio marcha atrás, frenó, salieron dos tipos enormes por las puertas traseras y los agarraron de los pelos.

    Después de unos días, temerosos, nos reunimos en casa de Cecilia. Nos sentamos en almohadones alrededor de una vela, Roberto empezó a leer Yo quiero ser llorando el hortelano de la tierra que ocupas y estercolas, compañero del alma tan temprano. Fue nuestra despedida. Marcó también el final del elenco.

    Mamá sollozaba y el tío leía algo en hebreo que le había indicado el rabino, papá miraba el suelo. Yo estaba extrañamente contenta de que lloviese, pensaba que el abuelo se levantaría de la tierra y saldría a cabalgar cuando amainara. Me había contado historias de caballos que revivían y se elevaban al cielo como ángeles. Así lo imaginaba con la colcha de brocado bordó como montura, flotando entre las nubes y los truenos. Mi hermana me tiró del brazo, ¿de qué te reís?, me preguntó.

    Roberto entró en el bar con el ceño fruncido: esos tipos que nos seguían están parados en la esquina y miran para adentro, dijo. Invitalos con una ginebra, se burló Cecilia. Me cago en tu idiotez, respondí dando un golpe sobre la mesa y volcando el submarino. Tito nos pidió calma: somos muchos, el lugar está lleno. ¿Qué nos pueden hacer? La nuca me sudaba y sentí ganas de hacer pis, pero el miedo me inmovilizaba. Me cago en la revolución, dije dando otro golpe. La compañera resultó una mantequita, me azuzó Cecilia. La sala me daba vueltas, me vi en el patio de casa, rodeada de muñecas dispuestas en fila frente a un pizarrón imaginario. Mamá me llamaba a tomar la leche. Tengo miedo, balbuceé. Los tipos ya se fueron, fue falsa alarma, dijo Tito. Cecilia se enroscaba un mechón de pelo en el dedo, la miré con odio. No quiero seguir con los ensayos. Roberto me acompañó hasta casa, en la puerta me apreté contra su pecho. No nos va a pasar nada, te lo prometo.

    A la abuela no le gustaba que jugase con los hijos de los peones. Los miraba con desprecio; a la hora del té me llamaba aparte y los dejaba pagando. Cholita tenía las plantas de los pies rugosas como suelas, se sacaba los abrojos sin ninguna expresión de dolor ni de molestia. Le regalé alpargatas y se rio, se burló de mí, de mi necesidad de caminar sobre algo que me separase del suelo. Las voy a usar cuando vaya p'al pueblo a comprar caramelos, me dijo con una sonrisa pícara. Cholita nunca iba al pueblo y sólo comía los caramelos que le traía mi zeide del Fondo Comunal: eran redondos, con forma de rodajas de naranja.

    Un domingo, llevé bolsas con ropa usada. El Tano me miró torcido. No somos del Ejército de Salvación, me dijo. Los pibes necesitan vestirse, le contesté. El Tano tiene razón, dijo Cecilia. Andá a hacer caridad a Burzaco. Miré para otro lado porque no pude contener las lágrimas. Tito hizo amague de tirar la bolsa por el camino. La Pety lo detuvo y le preguntó si estaba loco. A ver si se dejan de joder, gritó Roberto. La camioneta agarró una piedra y saltamos como muñecos.

    En el estudio trato de tener un ramo de flores frescas. Me deprime entrar y encontrarlas marchitas. La señora que se ocupa de la limpieza, a veces se olvida de tirarlas. Huelen a velorio. Los judíos no acostumbran a enviar flores a sus muertos, pero siempre algún despistado las manda igual.

    Al zeide lo velaron en su casa, de tanto en tanto llegaba una corona, la tía Elke abría la puerta, el empleado de la florería entraba sigiloso, las hojas verdes y puntiagudas rozaban los muebles y producían un susurro. A medida que las horas pasaban, el olor de los pétalos mezclados con el encierro y el humo enrarecían el

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