Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Guirnaldas (bajo tierra)
Guirnaldas (bajo tierra)
Guirnaldas (bajo tierra)
Libro electrónico545 páginas9 horas

Guirnaldas (bajo tierra)

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

En tanto que edificio –metáfora trivial para cualquier novela– Guirnaldas (bajo tierra) atrae por su estructura: se plantea como un experimento narrativo fractal donde cada una de sus partes, a su vez, es una novela cuyas partes también podrían llegar a serlo… Ha sido, por otra parte, armada con el laberinto como símbolo guía, con la tragedia como arquetipo y con pluralidad de discursos y tiempos como material básico de construcción. Pero si el edificio se recorre sin más, ascendiendo al cabo hasta su azotea, la vista que resulta es un amplio panorama de la Costa Rica contemporánea: única pero globalizada, pequeña pero ya sin inocencia, tan libre y anárquica como condenada a sus propias trampas y cadenas.
"En esta historia podrían estar todas las historias de todas las clases sociales de todas las creencias de todas las edades de los habitantes de Costa Rica." 
Sergio Arroyo
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 nov 2019
ISBN9789930549988
Guirnaldas (bajo tierra)

Relacionado con Guirnaldas (bajo tierra)

Libros electrónicos relacionados

Ficción literaria para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Guirnaldas (bajo tierra)

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Guirnaldas (bajo tierra) - Rodolfo Arias

    Rodolfo Arias Formoso

    Guirnaldas

    (bajo tierra)

    Premio Nacional de Novela 2013

    Premio Academia Costarricense de la Lengua 2016

    Prólogo

    MARISOL GUTIÉRREZ ROJAS

    A mediados de 2013, Rodolfo Arias Formoso me honró con una invitación a presentar su nueva novela: Guirnaldas (bajo tierra), en compañía de la poetisa y narradora Arabella Salaverry, amiga de larga data. Era la primera edición de esta obra que aquí reedita la longeva y respetable Editorial Costa Rica. En una cálida noche de agosto de aquel año, reunidos en el museo Calderón Guardia, hice lectura del análisis que constituye la base del presente prólogo.

    Prologar un texto es tender un puente de palabras que provoquen intriga o interés por una historia que, como en este caso, se desarrollará a lo largo de casi quinientas páginas. Lograr esto, coincidiremos, no es fácil.

    Aún cuando se tenga el libro por voluntad propia y se conozca la obra de Rodolfo Arias y los merecidos reconocimientos a sus escritos, o bien sea porque domine la curiosidad por comprender el entramado subterráneo que lleva a un informático a escribir con soltura, suavidad y buen humor, solo la lectura de Guirnaldas (bajo tierra) sostendrá ese puente de palabras. Cuando suceda, vendrá el inefable diálogo lectura/escritura.

    Rodolfo Arias Formoso (1956) ha propiciado este ejercicio dialógico desde el año 1991, cuando la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) le publica su primera novela El Emperador Tertuliano y la Legión de los Superlimpios, reconocida con una Mención Honorífica en el certamen Valle Inclán, convocado por esa misma editorial, y reeditada múltiples veces en varios sellos nacionales, la última de ellas en la propia Editorial Costa Rica. Luego vendrán las novelas Vamos para Panamá (1996), Te llevaré en mis ojos (2007) y el cuentario La Madriguera (2010); estos dos últimos textos lo harán acreedor del Premio Nacional Aquileo J. Echeverría. Con Guirnaldas (bajo tierra) obtiene nuevamente el Premio Nacional Aquileo J. Echeverría y también el premio bienal de literatura de la Academia Costarricense de la Lengua 2016. En el año 2016 publica su segundo volumen de relatos, ingenioso y entretenido desde su título: Si te vino mea cuerdo.

    Caso aparte es el libro Retrato de Joaquín Gutiérrez (2002), generosa crónica sobre un hombre alto –como le llama Rodolfo, otro hombre alto–, que nos acerca a una de las figuras centrales de la literatura costarricense, gracias a las pasiones compartidas: el ajedrez, la política, los viajes y, por supuesto, la literatura.

    Prologar Guirnaldas (bajo tierra) me lleva, pues, de regreso a un texto que disfruté muchísimo, no solo por sus historias, sino también por el ingenioso entramado del relato.

    Al abrir el libro nos encontrarnos con un apartado de agradecimientos; luego iremos sabiendo que el objeto de este gesto son los propios personajes del relato: "Nada de esto habría podido ser sin la participación de la estimable señora Florita Villavieja de Silman, que contagió de gripe a Yéison Chavarría; de don Heriberto Piña, que se quebró la uña del pulgar cuando quiso sacar de unos jeans muy ajustados las llaves del carro; de Fel y de Jimmy, que se hicieron a la mar y le enviaron a doña Soledad Segura una santa cena-despertador-termómetro-calendario…".

    En el mismo sentido, si me correspondiera agradecer debería retroceder treinta años, más o menos, y mirar a un joven universitario alto, flaco y desgarbado, que formaba parte de un grupo que daba sus primeros pasos en las letras. Se solían reunir los lunes, y por amigos comunes sabía quién era y qué hacían en ese taller al que hoy debemos tantas obras importantes de nuestra literatura contemporánea. Pero, en todo caso, él no era mi amigo.

    La casualidad, años después, llevó a mis manos un libro suyo que leí de un tirón: Te llevaré en mis ojos, una novela a la que me referí al principio. La conmoción de esa lectura me hizo buscar a uno de esos amigos mutuos de la juventud para pedirle que concertara una reunión con Rodolfo. Y así fue: una noche de tantas nos conversamos varios vinos y por esas cosas de la vida una serie más de conexiones dieron paso a una ya duradera amistad.

    Como diría la profe Ile, personaje de la novela: En computación, como en geometría, todo está en dividir el problema en partes más simples, así que si bien esto claramente no es computación ni geometría, seguiré su consejo para hablar de la novela.

    Me referiré primero al título, luego a un personaje y, finalmente, a la enunciación, diría yo femenina, que marca la novela y también estas notas. Empezaré por el título: Un nombre breve, Guirnaldas, nos indica el primer paso del itinerario por ese territorio abierto donde nos vamos a adentrar.

    El sustantivo guirnaldas, en sus diferentes acepciones, sabemos que alude a un artefacto tejido, de lana o de flores, de hierbas o ramas, que puede ceñirse en la cabeza como una corona o engalanar muros, paredes o techos para una festividad. Pero lo relevante aquí es su sentido de tejido, de cosa formada al entrelazar varios elementos. En consecuencia, estamos ante la propuesta de un itinerario de lectura de elementos entrelazados, con prolongaciones finas y breves o vigorosas y extensas, pero que a fin de cuentas comparten en su intimidad aquello que les da sentido.

    Con estos datos podríamos pensar en una historia festiva o en una historia de personajes honorables, luminosos, de altura. Pero resulta que el título Guirnaldas viene acompañado de un paréntesis: (bajo tierra). Sabemos, también, que la función de los paréntesis es enmarcar y aislar una observación al margen del objeto principal del discurso. Entonces la expresión (bajo tierra) traslada nuestra mirada a algo subterráneo, a lo mejor ya no honorable sino ruin, ya no luminoso sino oscuro, ya no de altura sino inferior, quizá hasta subordinado y sometido.

    Al reflexionar sobre esto, se me ocurrió revisar nuevamente las acepciones de guirnalda y me percaté de que no había reparado en una, la cual justamente nos alerta, desde el territorio de la milicia, indicándonos que las guirnaldas también han sido consideradas como una especie de rosca untada con brea, que se arrojaba encendida desde las plazas para descubrir de noche a los enemigos.

    Decidí, luego de estos hallazgos, hacer el viaje por ese vasto e incierto territorio llamado sociedad, que dibuja la novela, con la cautela que este nuevo dato señala, y estar alerta.

    Lo primero fue entender, sobre todo transitando por los epígrafes, que en el apartado titulado Metáfora y en el otro llamado Agradecimientos –al que ya aludí– que se nos comunica más de lo que se nos dice, pero también, que no se nos dicen algunas cosas.

    Lo segundo fue comprender que Guirnaldas (bajo tierra) es un entramado de historias marcado por líneas y estaciones; líneas largas, extensas, que pasan por lugares, temporalidades y situaciones a altísima velocidad; otras, de una intensidad sublime o de una ternura puntual, donde cada personaje y cada situación son tejidos en una posición estratégica, con una razón de ser; no hay nada al azar, aunque así pudiera pensarse.

    Y lo tercero, percibir que estamos frente a un texto de mixtura. Mixtura de la vida y de la muerte, de lo aéreo y de lo subterráneo, de las causas y de los efectos, del yo y del nosotros. En buenas cuentas, dicotomías que dejan de serlo para convertirse en una articulación que expresa la combinación recíproca y dialógica, no yuxtapuesta, de los elementos, gracias a la cual se forman y dotan de sentido.

    Claras estaban entonces las reglas del juego, lo que me quedaba como lectora era ser capaz de conectar las líneas, ensamblar los significados, llenar los vacíos; en buenas cuentas, lanzarme al placer de una suerte de lecto-escritura.

    De esta forma llegué a un personaje en el cual quiero reparar. Es una mujer, un personaje femenino, y lo recalco porque puede ser femenino sin ser mujer, y también porque si quisiera pensar en un personaje para mí entrañable, ese sería un varón, el Pumilla o Brusly, cuando era niño.

    Pero quiero hablar de Génesis. Génesis, Genia o Geifi, conjunción de los dos nombres con que es conocida esta chiquilla llamada: Génesis Ifigenia. Esta denominación contiene en sí misma la pulsión que sostiene y transita por la novela. No voy a entrar en discusiones conceptuales sobre la pulsión, simplemente hablo de la pulsión entendida como algo dinámico, que impulsa la vida o la muerte.

    Reitero, el personaje al que me voy a referir se llama Génesis Ifigenia. Como sabemos, el sustantivo Génesis alude en su significado al nacimiento, a la creación, al origen, es decir, a la vida. Ifigenia, por su parte, siguiendo la mitología griega, nos recuerda a una niña dispuesta al sacrificio impuesto por Artemisa a su propio padre, el rey Agamenón, en razón de un acto indebido cometido por este. Aunque en algunas versiones de este mito se dice que Artemisa sustituyó en el último momento a Ifigenia por un animalito, y que luego la transportó a Táurica, donde la convirtió en su sacerdotisa. El punto es que estas versiones instalan la incertidumbre sobre el devenir de Ifigenia, sobre el perdón de vida o sobre su muerte, dato este que agradecería tuvieran presente.

    La Génesis Ifigenia de la novela es la expresión de vida que resulta de la pulsión del encuentro de Manuel con Karla Damaris y hace que él sea capaz de decirle a esta desconocida: vos tenés los ojos del color de mi niñez.

    Vos tenés los ojos del color de mi niñez es la puerta que se abre para que Eros, pletórica de vida, envuelva a Karla Damaris y a Manuel como un tornado hasta que el deseo irrigara el territorio donde ya estaban juntos.

    Pero el efecto de destrucción del tornado en el área afectada es tremendo. La lluvia, el granizo, los relámpagos, los rayos, la oscuridad, visten la pulsión de muerte. Manuel no conocerá a Génesis Ifigenia; Karla Damaris quedará atrapada en el punto de partida, el de fuga, el de llegada, que representa para ella Manuel, aunque todo en su vida fuera o pareciera normal; y Geifi se adentrará en la repetición de gestos inaugurados por otros, y en esa O que su boca dibuja siempre en momentos particulares se derrumba[rá] casi como flotando entre las luces de las ventanas, rótulos y faroles que se difuminan a su alrededor convertidas en niebla o en una frazada de colores, hasta caer en la loza de concreto que parece mecerse bajo su peso, así como lo hacía un piso de tablas en su niñez.

    Al igual que con la Ifigenia mitológica, de quien no tenemos la certeza de que Tánatos la llevara con él, con la Génesis Ifigenia de Guirnaldas preferimos pensar que ella, ‘mujer de raza fuerte’, como señala su significado, escapó de la aparente repetición de los destinos de su padre y de su madre.

    No es azar entonces que Sol y Luna se llame el supermercado donde acontecen los últimos hechos narrados en la novela. El astro sol, dominio masculino; la luna, dominio femenino, caracterizada por la periodicidad y la renovación, serán símbolo también de transformación y crecimiento.

    No es casualidad tampoco que esta suerte de clímax-desenlace ocurra diez minutos antes de ese pliegue entre la noche y el día, escenario natural del astro femenino, la luna, la que simboliza un lugar de mediación que la antigüedad consideraba la región fronteriza entre dos mundos: el pasaje de la vida a la muerte y de la muerte a la vida.

    Esta presencia de lo femenino nos lleva al último punto de esta lectura de Guirnaldas (bajo la tierra): la enunciación femenina que marca el texto y que está plasmada en diversos rasgos:

    La relevancia que adquiere lo cotidiano y lo vivencial en la narración: el tono coloquial, conversacional, con fuertes digresiones; muy propio de lo femenino, dicen quienes señalan que las mujeres somos capaces de hablar de veinte cosas a la vez y en largas tiradas para luego volver, como si nada, al hilo central de la conversación. Esto es lo que ocurre en la novela.

    La conciencia de lo que significa ser mujer –en mundo signado por el discurso patriarcal– pero también la reivindicación o reinvención –como suele decirse ahora– de las posibilidades de lo femenino. No es azar la construcción de personajes como doña Tere y Maribeth Caledonia, abuela y madre respectivamente de Brusly, o de Stephanie, Karla Damaris, las amistuchas, la profe Ile y Génesis, a lo mejor más telúricas frente las efímeras Alina, doña Rita Caamaño o Annette, que nos recuerdan esa escisión en dos que el patriarcado ha hecho de la imagen de la mujer, fracturando a la vez su relación con la sexualidad.

    La sexualidad y la sensualidad del cuerpo ocupan un lugar relevante en la novela, no solo en las historias donde los personajes femeninos, entrelazados como guirnaldas, nos recuerdan ahora a Lilith, ahora a Pandora, a Eva o a María, sino también en el lenguaje mismo. Al respecto, Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso dice lo siguiente: El lenguaje es una piel; yo froto mi lenguaje contra el otro. Es como si tuviera palabras a guisa de dedos o dedos en la punta de mis palabras. Mi lenguaje tiembla de deseo. La emoción proviene de un doble contacto; por una parte, toda actividad discursiva viene a realizar discretamente, de forma indirecta un significado único, que es Yo te deseo y lo libera, lo alimenta, lo ramifica, lo hace estallar (el lenguaje goza tocándose a sí mismo); por otra parte, envuelvo al otro en mis palabras, lo acaricio, lo mimo, converso acerca de estos mimos, me desvivo por hacer durar el comentario al que someto la relación (1996: 82).

    Guirnaldas (bajo tierra) posibilita ese goce del lenguaje, esa tensión entre plenitud y muerte, esa festividad de las guirnaldas, pero también esa probabilidad de encontrarnos con esas guirnaldas, especie de rosca untada de brea, capaces de succionarnos hacia el dolor y la nostalgia, hacia la nada, lo efímero, el fuego y la locura.

    Génesis dice que el amor es lo que sale de mezclar la vida con la muerte, y agrega: pero hay que batir muy duro. Si el lector no le teme a la vida, si no le teme a la muerte, entonces no temerá la lectura de Guirnaldas (bajo tierra). Pero, eso sí, recuerde que hay que batir muy duro.

    D’ailleurs, c’est toujours les autres qui meurent.

    Por cierto, los demás son siempre los que se mueren.

    Epitafio en la tumba de Marcel Duchamp,

    cementerio del Père Lachaise, París.

    Gracias quiero dar al divino laberinto de los efectos y de las causas.

    Jorge Luis Borges,

    Otro poema de los dones.

    Metáfora

    "En el siglo 10, durante el máximo esplendor del califato de Córdoba y bajo el reinado de Abderramán III, los Aliyat, maestros de ajedrez –por entonces llamado shatranj–, habían profundizado tanto la teoría de las aperturas que solían acordar una posición desde donde empezar el combate, en la que ya se hubieran hecho varias jugadas; esas posiciones, conocidas como tabiyas, mostraban la erudición de los practicantes.

    De esta época data, según ha mostrado el Doctor Felipe Neri del Corral y Huergo-Junquera, estudioso de la Universidad de Sevilla, la solución al antiguo problema de encontrar una ruta por el tablero que sería recorrida por un caballo de forma tal que no repetiría nunca un escaque y se pararía al cabo en todos y cada uno de los sesenta y cuatro.

    Un aspecto que mixtura lo bello y lo misterioso es, a no dudarlo, el hecho de que al tomar un lápiz y trazar la ruta mediante líneas rectas que unan los centros de las casillas por donde pasa el caballo, resulta al cabo una rosa, si se la mira con ensueño.

    Es la célebre rosa del caballo que K. Neville emplea hábilmente en su galardonada obra y que otros, menos proclives a lo primigenio y arcano, prefieren asimilar a las abstracciones de un Lamourelle o de un de Vreugt, e incluso a los diagramas que explican el trazado de las líneas del metro en una gran ciudad, y que asemejan guirnaldas entrelazadas bajo la tierra".

    Dimitru Radovici, El ajedrez y sus periplos, revista Entre Torres; Núm. 3, Vol. VI, Editorial Rivarola, Buenos Aires, 1966.

    Agradecimientos

    Nada de esto habría podido ser sin la participación de la estimable señora Florita Villavieja de Silman, que contagió de gripe a Yéison Chavarría; de don Heriberto Piña, que se quebró la uña del pulgar cuando quiso sacar de unos jeans muy ajustados las llaves del carro; de Fel y de Jimmy, que se hicieron a la mar y le enviaron a doña Soledad Segura una santa cena-despertador-termómetro-calendario; del piedrerillo que se robó esa cosa; de Lupercio Nepomuceno, biólogo retirado, natural de Torrelavega, pese a que no tenga relación con la historia; de Roger Moore, un pésimo actor a quien le fue dado interpretar al 007 y manejó un precioso Jaguar en Live and let die; de una mujer de nombre desconocido que viró cien metros al oeste de la municipalidad de Curridabat y provocó un pequeño choque; de Cristián Cortés, un talentoso dramaturgo ecuatoriano; de las boquitas fritas de Fausto Malavassi; de Níger Ugarte, que le puso una calcomanía a la parte de atrás de un pick up que él decoró; de Eugenio Li Chen, brillante profesor de lógica y matemática, que marcó el viejo número de un celular; de Marvin Figueroa, conocido como Chief, que le vendió unas empanadas al taxista Berny Murillo; de Glenn del Valle, que compró una pistola de más y tuvo que pedirle a un amigo que se la escondiera; de Isa, navegante de los siete mares del Hospital Psiquiátrico; de los enfermos y enfermeros de ese manicomio; de Greivin Trigueros, que le regaló un helicóptero a Greivin Josué, su hijo menor; de Kimberly Giselle Trigueros, que dejó olvidado un tubito de goma loca en la mesa del comedor; de Sutí, perverso y dañino como él solo; del Cachirulito, que tenía una llanta baja; de Nancy, una dealer del casino del hotel Fiesta Palace que echó el doble cero en la ruleta; de Kemlita, que a los ochos meses de edad le sacó un lapicero Parker a Brandon Castro de la bolsa de la camisa; del fanático que tiró un canuto en la cancha del estadio Pipilo Umaña de Moravia; de Clifford Hebden, favorecido con el hallazgo de un queso que flotaba en la Barra del Colorado; de Roger Penrose, el célebre matemático y físico inglés, que diseñó una teselación para el piso de una sala de exposiciones en el CENAT, Centro Nacional de Alta Tecnología; de Willy Ybarra, un drogadicto que intentó una fuga; de Choreco o Chumeco –de las dos formas le decían–, que le regaló una pastillita rosada a Carlanga, también llamado Carlinga; de Les Doyle, excombatiente del Ejército Republicano Irlandés; de Cheo Feliciano, que cantó como nadie un bolero llamado Amada Mía; de Alberto Sabater, AKA Beto Asaber, que alteró el código fuente de un programa; de un mapa de los parques nacionales de Costa Rica bajo el cual fue escondido un regalo dejado en un sitio demasiado inseguro para tales fines; de un taxista no identificado que pidió paso para poder doblar hacia la izquierda en el semáforo de la iglesia de Zapote; del Ing. Orlando Cersósimo, experto en terapia de birras; de la hija de don Nereo Briones, que decidió casarse en Cancún; de un Ford Mercury del tiempo de James Dean; de Turulator II, que sufría de una abulia químicamente pura; del que construyó el Motel Afrodita en lo que era un hermoso cafetal en San Juan de Dios de Desamparados; de los rastas que asaltaron a Albin White en una ferretería de Limón; de Edgar Allan Porras, que aceleró los trámites para la puesta en vigencia de un aumento en el precio de los combustibles; y de tantos otros que con ellos y detrás de ellos fueron y siguen siendo parte del juego.

    Línea verde 1: Barrio Córdoba

    El motor del helicóptero se había quedado sin potencia y el aparato caía irremisiblemente, torcido en su catástrofe, girando a lo loco. Su dueño, Greivin Josué Trigueros Hidalgo, tenía casi ocho años de edad y casi ocho meses de haber hecho la primera comunión. Y faltaban ocho minutos para las doce de un martes de mayo del ochenta y ocho, ahí en Barrio Córdoba, cuando él salió al jardín de su casa a jugar con el chunchito rojo, amarillo, verde y azul.

    No había ido a la escuela. Esa mañana, cuando la buseta del instituto pedagógico bilingüe Saint Barnaby tocó su bocina, Kimberly Giselle, la hermana mayor, la buena, seria y exitosa de la casa, tuvo que decirle al chofer que él no iría. Pretextó dolor de cabeza y tos, y los progenitores soltaron a dúo una queja trillada, tan caro ese colegio y ese bandido tan vago, tragando huevo revuelto con pan cuadrado y apurando el resto del café y yendo en carrera a lavarse los dientes. Al momento salieron para la oficina, ella como loca para una reunión, él cabizbajo como le sucedía de cuando en vez. El niño quedó al cuidado de Lisandra, la empleada nicaragüense.

    Ignoraba, el güila, que la gripe sí sería de las bravas, y que su remordimientillo se convertiría, a los días, en la pesadumbre de la enfermedad y en el hastío de tener que ponerse al día, copiando y copiando de los cuadernos de un compa. A lo mejor se contagió en el cumpleaños de Verónica, el sábado anterior. Hubo piñata y helados y queque y todo eso, y aun así él hubiera preferido quedarse en su casa jugando Mario. Verónica le caía mal por tarada, pero bajo ninguna circunstancia podía dejar de ir porque era la hija de la mejor enemiga de su mamá. Y ni modo, haga caso, bien peinadito, con jeans de marca. Había por todo lado gente con tos y mocos, y al tirarse en el molote de la piñata Greivin Josué sintió que le pringaron la cara.

    Pero bueno, la cuestión fue que apenas Greivin Trigueros y Giselle Hidalgo salieron a trabajar, y que Lisandra se fue con su silbido y su enfisema a lavar los trastos, el chamaco subió a su cuarto y cogió el helicóptero que su padre le había regalado la víspera. Lo había comprado por casualidad, en la Plaza de la Cultura. A Greivin le gustaba aflojar las piernas y bajaba siempre por las escaleras del edificio al término de la jornada, pero se encontró con el jefe en la puerta del ascensor, y este le quería explicar alguna cosa trascendental de esas que ocupan las mentes de los jefes. En una parada que hicieron varios pisos más abajo subió Randall Guillén, un compañero de otro departamento al que saludaba allá al pasar. Ya en el lobby, y tras despedirse ambos del jefe, Randall le palmeó el hombro y le dijo que lo acompañara un rato a caminar por el bulevar, donde caía una tarde bonita, con un sol que bajaba por los adoquines a paso de buey.

    Era un pretexto para seguir un rato a Marianelita, una cajera nueva que tenía como loco al otro. Quería saber si antes de coger el bus de San Antonio, allá por la Caja del Seguro, habría algún mozote que se le pegaría al angelito ese que iba como media cuadra delante de ellos, meneándose entre el uniforme de chaquetica y pantalón gris oscuro. Pero a la tal Marianelita no se le acercó nadie, y Greivin se aburrió de andar en esa carambada y en la Plaza de la Cultura le dijo a Randall que siguiera solo su indagación. Se detuvo a mirar a un vendedor de helicópteros plásticos que los tiraba y tiraba para arriba. Mire qué sistema tan chirote, dijo el tipo, rapidito está listo para alzar el vuelo, trescientos pesitos, patrón.

    Había que darle cuerda hasta que llegara al tope. Sin forzarla, mijito, porque se rompe, explicó más tarde el papá. Luego se pone en esta basecita, se mueve esta palanquita, y zas, se eleva varios metros. Fueron a probarlo al jardín pero ya era de noche y solo lo tiraron dos veces porque mamá Giselle reprimió presurosa. Ay Grevin cómo se te ocurre jugar afuera con el niño a estas horas, Greiviton está todo resfriado.

    En la ventana de la cocina se veía el reflejo de la escalera, y Lisandra corrió a atajarlo en cuanto se percató de que el niño iba para afuera a jugar con el cosereco. Usted no puede salir, su mamá me dio la orden. ¡Ay doña Lis, déjeme! ¡No me diga doña, ya le he dicho que en Nicaragua así se les dice a las de plata, y yo soy pobre! Bueno, está bien… pero déjeme ir… ¡solo un ratico, porfa! ¡No! ¡Que sí! ¡No, y no me moleste más, tengo mucho oficio!

    Lisandra le quitó el helicóptero, lo trepó encima de la refrigeradora, si lo coge se las ve conmigo, malcriado, y el niño subió llorando a su cuarto. Después estuvo dibujando monigotes, sopló la flauta sin ton ni son, jugó Mario un rato, le entró sueño. La empleada entre tanto limpió la cocina, barrió la casa, echó tortillas, puso frijoles, ralló un repollo. Notó y agradeció el silencio en la habitación del chavalo, mientras endulzaba un jarro de café. Lo que más la entretenía era planchar. Sí había un buen puñillo de ropa, pero poniéndole ganas terminaría como a las dos, cuando Kimberlita volviera del colegio. Con suerte le daba tiempo y podía salir antes de que lloviera. Allá se fue la mujer, al fondo, con su radiecillo. Cargó de agua la plancha, la tanteó, esperó a que el vapor saliera con fuerza, empezó con unos pantalones del patrón.

    Poco antes del mediodía el niño se despertó. Tenía hambre, pero eran más fuertes las ganas de jugar con el helicóptero. Oyó el resoplar de la plancha y el de la señora, que seguía con dos compases de retardo a Julio Jaramillo. Calladito calladito jaló un banquito, se trepó un tirito y cogió el chunchito. Contuvo un estornudo, salió al jardín. Lo hizo todo como su papá le había explicado. Desde atrás de la maceta de geranios el helicóptero se elevó, pasó sobre un arbolillo y cayó en la cochera. Lo hizo viajar ahora en el otro sentido y jubiloso corrió a juntarlo. Pero a la tercera vez, la fatídica tercera vez de todos los cuentos, el aparatico chocó contra la precinta de la cochera y cambió por completo de rumbo, yéndose hacia la verja.

    Esta era, como muchas en el barrio, alta hasta casi tres metros, y con un alambre de navaja coronándola. No es que se vea bonita, explicaba orgulloso Greivin Trigueros a los amigos, pero a como andan ahora las cosas, con tanto maleante. El niño pensó que el helicóptero chocaría en la verja y caería del lado de adentro, pero el bendito tomó algo de altura, quizá por la brisa, y se posó en el alambre de navaja. Greivin Josué miraba, estático. Fue uno de esos momentos que duran un instante pero que no acaban nunca. El juguete se balanceaba en el filo del alambre, y parecía que se quedaría allá arriba, enredado, pero otro capricho del viento lo empujó hacia fuera y cayó en la acera. Viento indeciso, veleidoso, de días en que la lluvia tiene ganas y se queda en eso. El niño sacó su bracito por entre los barrotes y lo tocó. Casi podía cogerlo, pero al porfiar más bien lo empujó fuera de su alcance.

    El Pumilla iba en ese momento pasando por la acera de enfrente. Llevaba una camisa tiesa por varias capas de sudor ya seco y por exceso de uso, color salmón desteñido, cuello de puntas vueltas, con un botón de menos y otro quebrado, de talla excedida, faldas afuera y mangas mal arrolladas, jeans destartalados, pelo revuelto, anteojos de sol encontrados en un poyo del Parque Central, barba de una semana y resaca de varias madrugadas. Era un tipo que con los años había terminado por ubicarse hábilmente a medio camino entre descuidado y dañino, entre vagabundo y chulo, entre irresponsable y antisocial. Tenía rudimento y maña para la fontanería, la electricidad y la soldadura, pero él se decía mecánico de precisión, ebanista y hasta experto en redes de computadoras. Gastaba lo que no tenía, vivía de a prestado, soñaba despierto y volvía a la realidad al dormir. Se llamaba José Luis Rodríguez, igual que el cantante y actor venezolano, de ahí el mote. Más joven hasta tuvo la ilusión de parecérsele, porque le favorecía un lunar a medio cachete, un bigote no tan ralo y un pelo negro bastante chuzo. Eso sí, en cuestión de estatura le hacía falta su buena cuarta para llegarle al Puma de verdad, y como ya había redondeado con creces una treintena muy maltratada por el mal comer y el mucho ingerir, pues se le había desatado una barriga de lo más antiestética, otra razón de calibre para que el apodo de Pumilla fuera más una cuestión de costumbre que algún tipo de elogio.

    El día anterior lo había llamado un amigo, el mentado Julio Zúñiga, dueño de unos viejos billares allá por donde quedaba el teatro Adela. Varios fluorescentes no encendían, el baño olía como no hay palabras, el congelador hacía un estruendo de las once mil. El Pumilla fue y arregló o trató de arreglar de algún modo los entuertos en cuestión y recibió parte de la paga en billetes y parte en cervezas. Salió bien socado, como él decía, pero no menos que el dueño de los billares. El otro manejó una panelita Morris que supo como un caballo viejo llegar hasta su ruinosa casa de solterón en la parte más cutre de Barrio Córdoba, y le dio posada.

    A media mañana el Pumilla, que se había enroscado en un catre, oyó a Julio alistándose. Quiso levantarse y salir con él, pero Julio le dijo quedate si querés, le echás llave a la puerta y la tirás por debajo. Es más, ajustámele la boya al excusado y revisámele los empaques a la ducha, estoy pagando un montón de agua. Después nos arreglamos. El resto de la mañana se le fue al Pumilla tratando de dejar el nido y de cumplir con los encargos, pero a duras penas logró chorrearse una taza de café y bajársela con un bollo de pan añejo. Eso le tranquilizó los bostezos y la migraña y allá al rato decidió salir. Tal vez buscaría una ferretería para comprar los empaques. Qué pereza. Tiró la llave bajo la puerta, la oyó deslizarse por el piso hasta dar con el rodapié.

    No estaba lejos de donde ahora vio el helicóptero de colores caído y al niño pidiéndoselo con un bracito que se estiraba entre la verja. Cruzó la calle, postergando por un momento el plan que se había hecho de caerle a doña Miriam, una vieja medio camote que tenía una sodita allá por la Tercera Compañía. Se moría por un casado con mano de piedra, un fresquito de cas. Se lo pido fiado, columbraba, sería el colmo que se me ponga rejega, yo le he hecho más de un favor, si es que con esa harinilla que me cayó ayer voy a ver si ajusto para pagar el cuarto.

    Un problema inesperado fue que el helicóptero no cupo por la verja, y que Greivin padre hubiera tenido la ocurrencia de pegarle las aspas con goma loca así que lo armó. Ya lo tenía listo, y se disponía a probarlo con el niño, cuando en eso vio sobre la mesa del comedor el tubito de pegamento. Lo había dejado ahí minutos atrás Kimberly Giselle, tras reparar una pulserita plástica que le había regalado un admirador en el cole. Entonces Greivin la vio, pensó que las aspas se soltarían rápido si solo quedaban insertadas a presión, y cuás, le echó bastante goma loca al asunto. Después, cual es menester en tales casos, se estuvo un buen rato arrancándose escamas con las uñas, hasta que Giselle lo socorrió con algodón y acetona.

    Si no hubiera sido por eso, el Pumilla, que era bien curioso, rápido se habría dado cuenta de que despegando las aspas era como darle un chonetazo a una lora, es decir como apear icacos, es decir comida de trompudo, devolverle el juguete al carajillo para seguir en pos de su almuerzo. Y no, imposible pasarlo entre los barrotes. De lado, para abajo, primero la cola, no había manera. Tirándolo para arriba tampoco servía, porque el aire lo frenaba y caía en media calle. Greivin Josué se angustiaba cada vez más. Espéreme, por favor, suplicó, mirando con recelo al tipo aquel tan feo y tan sucio. Se desapareció gritando doña Lis, doña Lis, venga por favor, aterrorizado de que al regreso el fulano se hubiera ido con el helicóptero.

    La empleada vino furiosa y en cámara lenta. Usted si que es, no me hizo caso, ahora a la que van a regañar es a mí. Se hacía repetir la ateperetada cantinela del chavalito, que la jalaba del delantal, murmuraba por mí que se le roben ese bendito helicóptero. Miró al rufián desde la puerta. Yo no tengo autorización para abrirle a nadie, espetó. Ábrale doña Lis, ábrale por favor, Papi se va a enojar si se da cuenta de lo que me pasó. Pero Lisandra no cedió un ápice, remachó que no, fue su culpa, por desobediente, y tengo demasiado trabajo. Se dio vuelta, como empujada por la estela de llanto del niño.

    Páseme la otra parte, dijo el Pumilla desde la acera. Pásemela y yo vuelo el helicóptero para adentro y después se la devuelvo. ¿Pero no me la va a robar?, gimió Greivin Josué. No, no, yo para qué quiero ese chereveco, dijo el tipo, que había encendido un cigarrillo. El güila se estremeció al ver esos dientes tan amarillos y recibir de frente el aliento tibio y pestífero, pero al cabo fue y trajo la basecita y se la entregó haciendo acopio de inocencia y de ojos redondos como pedrada en un charco.

    El Pumilla pareció muy entretenido con el reto, pero le llevó su rato hacer que el helicóptero volara por encima del alambre de navaja y cayera en el jardín. El vientico seguía confabulándose. Pudo, al cabo, devolvió la basecita, oyó el Dios se lo pague del chiquito, prosiguió su ruta. Llegó hasta la esquina, dobló a la izquierda y tramitó en dos toques la otra cuadra, que era muy corta. En el borde de la acera, y a punto de cruzar la calle, un pitazo lo sacó de sus cavilaciones. Era un Nissan Sentra color vino, bien cuidadito. El Pumilla se subió los lentes y descubrió al conductor, que le sonreía de oreja a oreja. ¡Eric Sánchez! exclamó jubiloso. ¡Sánchez Maroto, por más señas! respondió el otro, sacando la mano por la ventana. Cabrón… ¿qué me dice?, agregó. La misma mierda, así como me ves, hecho mierda, ¿y vos? Voy atrasadísimo para la oficina… vieras qué choque, de la iglesia de Zapote para acá, un pick up se volcó y se le fue encima a un carro, lo aplastó contra un poste…. Cabrón, Puma… tantos años. Sí hombre, Eric, un pichazo de tiempo, ¿hubo muertos? Ah, yo ni me fijé, di vuelta y me espanté, esas carajadas me asustan. Tenés razón, con la sangre mejor de larguito… yo ando buscando dónde almorzar, me estoy muriendo, anoche me lo eché.

    El diálogo se venía arremolinado, pero estaban estorbando, el uno mal orillado y el otro con las manos en el marco de la ventana del carro. Ya empezaban los pitazos y los malos modos; debido a la colisión bajaba por esa callecita de barrio una larga fila de vehículos. Vení, montate y te llevo, ofreció Eric. El Pumilla rodeó el carro y detuvo el tránsito con gestos más chistosos que tajantes. Volvían a mirarse a los ojos, como queriendo disolver la distancia tan añeja. Puta, qué casualidad, arrancó el Pumilla, si no fuera por un carajillo que me tuvo un gran rato entretenido con un bendito helicóptero, no te habría visto. ¿Cómo, qué es la cuestión?, se sorprendió Eric, concentrado en el volante. El Pumilla contó la historia, deteniéndose solo para recibir las risas del otro. Ay güevón, no has cambiado, dictaminó Eric. ¿Y para dónde la llevás? Aquí no más, le pensaba caer a una doña amiga mía que tiene una sodita, ella siempre me ha llevado ganas, me entendés, cuando me le asomo se pone buenísima y me alista una burra que no es jugando. Vamos, agregó volviéndose, te la presento. Eric agradeció con un gesto, reiteró que un cliente lo esperaba en la oficina, le pidió señas para dejarlo cerca.

    Pará, pará, dijo el Pumilla unas pocas cuadras más adelante, desde aquí es un brinquito. Antes de bajarse contempló un momento más al viejo amigo. Ropa buena, anillo de bodas, patillitas recortadas, aroma de loción comprada en aeropuerto. Cabrón, Eric, te va bien… ¿dónde estás doblando la concha? En ConecSys. Eric miró el reloj en el tablero del carro, tratando de disimular la mezcla de lástima y repugnancia. ¿Cómo?, el Pumilla retenía la mano en la palanca. Conectividad y Sistemas de Centroamérica, aclaró Eric, una empresa de redes eléctricas, alarmas, datos, teléfonos… de todo. ¿En serio? exclamó el Pumilla, ¿y desde cuándo estás ahí? Ah, ya tengo años, casi desde que me gradué. ¿Terminaste ingeniería? indagó el Pumilla, como entre alegre y dolorido, ignorando los gestos de impaciencia del amigo. Sí, eléctrica. ¿Y no dan trabajo ahí? El Pumilla giraba por fin la palanca, miraba fijo a los ojos de Eric. Pues no sé, tal vez, se escurrió este. Acabamos de ganar una licitación en Honduras, agregó mordiéndose los labios, en la de menos… ¡Puta, Eric, dame números, mano, puta…! ¿Tenés un lapicero? Pasámelo y me los apunto aquí mismo, en la palma de la mano. Eric, ¿sabés qué? ¡Me acabás de salvar la vida!

    Línea roja 1: Moravia centro

    Santiago José Matamoros Dávila fue primero conocido como Chago, o Chaguito, después como José cuando se quitó de encima lo de Santiago porque le parecía nombre de cura o de anciano, luego como Chepe y como Chepito, y finalmente como Pitoché, o mejor dicho Pito Ché, a instancias propias. Iba llegando a los quince y creía tener futuro como defensa derecho en la liga juvenil del Moravia Fútbol Club, una mañana de domingo, ventosa y gris, cuando el titular del puesto se tropezó en una especie de canuto de madera de esos que sirven para enrollar cordel. Había sido lanzado ahí varios domingos atrás por un aficionado borracho y furioso que no compartió el criterio del árbitro cuando castigó con un penal al equipo de casa. El carrete no había dado en el blanco ni había sido notado por nadie y además, al enterrarse con astucia entre la hierba, había evadido a los muchos jugadores que corrieron durante todo ese tiempo a su alrededor, e incluso a la máquina de don Ismael, el señor que venía los sábados y dejaba la cancha como un ajito. Pero con el talentoso Damián Jiménez, amigo de Chago, que aún era eso, Chago, fue distinto. El muchacho salió a recoger una bola perdida, de esas que vienen brincando como una gallinita de monte, de repente se paró encima del carrete, perdió el equilibrio y sufrió un esguince de tobillo.

    El entrenador se volvió autoritario hacia el fondo de la banca. Chago Matamoros, entra usted. Cuide al once, es rápido y le están dando mucho pase, no descuide su zona y verá como lo sigo alineando. Pito Ché, que aún no se llamaba así ni sabía que algún día sería conocido de ese modo, se acomodó bien las medias, llegándoselas hasta abajito de la rodilla, aspiró profundo y entró a la cancha. A los pocos minutos, tal y como había indicado don Tuco, el entrenador, hubo un pase de profundidad al once de los chusmas esos de la juvenil de Coronado. Chaguito tenía las piernas frescas y entre las costillas un anhelo apresado de lucirse ante todos, por eso corrió con fuerza y llegó de primero, anticipándose su buen par de metros al otro. Alzó cuello y mirada, vio a Cambronero, el bueno de Cambro, que estaba libre en el círculo central y que iniciaría de una vez el contragolpe, quiso darle un pase rasante, bien tiradito, cuando sintió que el once maldito de los pintas esos de Coronado se le barría salvaje, a lo mula, con la pierna bien levantada. El golpe fue tan terrible que a los pocos segundos perdió el conocimiento, pero ni siquiera eso fue suficiente para que alguna vez, en todo lo que le quedara de existencia, pudiera olvidar un instante el dolor que sintió cuando aquel taco dio de frente en su espinilla, y el terror que acompañó al estruendo de varillas quebradas que armaron tibia y peroné al colapsar, mientras él giraba la cabeza, bajaba la vista y se percataba de que la punta de su pie había llegado hasta el propio muslo.

    Hubo entonces un yeso desde el dedo gordo hasta la ingle, y muletas y noches en vela entrapadas de dolor. Al principio no podía pararse y se arrastraba como un cangrejo por toda la casa, a veces sentado en una patineta. El médico había prescrito seis semanas de tortura, es decir, de quietud y paciencia, pero enseguida empezó bajo la escayola una maldita picazón para la cual no había paliativo, porque ningún alambrito o pedazo de caña podían llegar hasta el sitio preciso donde la piel se sublevaba. A la tercera semana Chaguito lo anunció a sus amigos: voy a quitarme esta mierda. La noticia dio vuelta en redondo y mamá Etel prohibió tal ocurrencia. Le digo al doctor que se lo ponga dos meses más, sentenció, para que escarmiente. Pero un día ella salió, las mamás siempre terminan saliendo para alguna parte porque se desesperan de ser mamás, y entonces Chaguito fue hasta la cocina, cogió el cuchillo grande con sierra y se zafó las treinta libras de cárcel, inmaculadas al principio y ahora convertidas en mugroso revoltijo de nombres escritos a lápiz o lapicero, y dibujitos de culos y penes tachados con más risa y travesura que verdadero afán de ocultar la evidencia.

    Apareció una piel demasiado blanca y peluda, que por suerte se normalizó a los días. Y había, sí, alguna molestia al apoyar el pie. Mamá Etel lo agarró de las mechas y lo llevó al ortopedista, pero este no quiso apuntarse en la jugada horripilante que la doña había tramado y dijo que no, otro yeso no, vamos a ver cómo evoluciona, y es que usted, jovencito, ya anduvo moviendo la extremidad y entonces otra sujeción no va a tener el mismo efecto, no corra, no haga ejercicio, manténgase en reposo y cualquier cosa me llama, la secretaria le dará cita. Y bueno, la cosa evolucionó como quiso o como pudo porque el carambitas no se supo estar quieto y con los días el hueso a medio soldar se desplazó un poco y la pierna pues ni modo, quedó algo torcidilla. Con espanto Chaguito iría comprobando, conforme pasaran los meses, que sería para siempre un miembro más del ilustre club de los rencos.

    Un día se incapacitó don Adalberto Villalobos, el viejo profe de ciencias, conocido por los estudiantes como Alberto Villadalobos, o también Cuatrojos o Simplicio. Un apodo de los de siempre, verdad. Algo le dio en la garganta o en la nariz, en alguna parte, pues. Lo reemplazó un tipo joven, de abundantes colochos y más abundante aún mirada de soñador bajo las cejas espesas, con pantalones anchos y camiseta desteñida, que parecía un sabio de laboratorio y hablaba con voz profunda y como si de alguna forma no estuviera ahí. A Marieta, la más guapa de las compañeras de Chago, le fascinó. Fue con Amalia al baño minutos antes de empezar la clase y se atrevió a darle dos vueltas a la pretina de la falda. Así, con el ruedo que se subía su buen puño de centímetros arriba de la rodilla, se sentó estratégicamente donde el recién llegado no pudiera perderse nada. El tipo sí se fijó pero pareció que no se hubiera fijado, y siguió adelante con sus fórmulas y garabatos. En eso rodó hacia el pupitre de Chago un lápiz con un papelito pegado con cinta adhesiva. Iba dirigido a la Hormiga Atómica, un enanillo que se sentaba delante de él, pero se desvió a medio camino. Chago lo juntó y desenrolló el papel. Hormiga, vea la minifalda de Marieta, échese el rollo. El que había echado a rodar el lápiz le hacía caras a Chago, señalándole con el dedo que el destino era el compa de adelante. Pero Chago se hizo la rana y agachó la cabeza como si le doliera, mirando hacia el ladito. Entre las piernas de Marieta asomaba un triangulito blanco.

    Y así como el nuevo profe se desentendió, Marieta tampoco pareció percatarse de la majadería que asoló a Chago por el resto de la clase. No hizo más que estar bajando y bajando la cabeza, dejando caer un borrador o una regla, y por último volviéndose así, a lo descarado. En el tumulto de la salida ella desenroscó la pretina de su enagüita, normalizando la situación. Fue a buscar a Rudy, conocido como Mack, un grandulón de quinto año que era uno de sus tantos súbditos. Le sonrió mientras ladeaba la cabeza y le acariciaba un brazo. Mack vieras que Chago, el renco feo ese, no hizo más que estarme viendo en clase, se agachaba para verme, me entendés. Mack no se hizo repetir la petición. Tomó brío por el centro del pasillo y llegó hasta donde estaba Chago recostado a un poste, solitario y como medio metro y como medio quintal más pequeño que él. Dejá cabrón de andar de mirón, dice Marieta que la hiciste pasar una gran vergüenza, para que se te quite esa carajada te voy a cerrar cada ojo de un solo pichazo. Chago levantó la vista hasta la de Mack, sin sacarse las manos de las bolsas de los pantalones. Está bien, nos vemos a la salida en el árbol de mango que está del lado de allá de la cancha de fut, contestó, restregando las palabras, y se dio vuelta sin más.

    Yuplón fue el único que acompañó a Chago. Tratá de moverte rápido, saltá, esquivalo, y cuando se abra le volás duro. Chago no contestaba nada. Iba como siempre manos entre las bolsas, mirada baja, macizo como su papá, terco como su mamá y renco como la puta vida que le estaba tocando vivir. Pensaba en el primer bailecillo al que había ido después de quitarse el yeso. Antes de que el pedazo de mierda plátano mal parido ese de Coronado lo quebrara, Chaguito ya había aprendido salsa y merengue, y rap, que estaba de moda, to the left, chás chás, to the right, todo mundo sincronizado y luego vuelta entera, y de nuevo para atrás. Pusieron una cumbia, porque les hacía gracia bailarla tipo swing, a lo pachuco. Jugo de Piña, los Flamers. Chago sacó a bailar a Jenny, la pecosa, y al querer dar la primera vuelta sintió que su pierna se doblaba sola, tal vez por débil, o por el dolor o por quién sabe qué picha. Lo cierto es que se cayó y todos se rieron y se siguieron riendo y más y más cuando en su pantalón que era un cargo beige se vieron las nalgas rojas, muy rojas porque había caído sentado en un charquillo de sirope. Nadie, nunca, nada, desde entonces nada, ni un beso ni un aprete, nada porque todas las güilas se espantaban, así como hacen ellas, en grupo, tapándose la boca con la mano, riéndose, mirándolo de reojo. Eran las mismas estúpidas que ahora iban por la otra orilla de la cancha de futbol, mientras caía la tarde y el césped se veía más dorado que verde, para que él, Chago, y él también, Yuplón, al que le decían así porque sufría de horriblismo, vistos los enormes lunares frontales de los que salían pelos que él se cortaba y que entonces salían más negros y más rápido, para que ellos supieran de parte de quién estaría la fiesta: Marieta, que como la otra vez se había arrollado la pretina y caminaba con sus piernotas también doradas por el último cachito de la tarde, al ladito de Mack y de Amalita y de Rebeca, y de otros idiotas que andaban con ellos.

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1