Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La Sombra de la Bestia
La Sombra de la Bestia
La Sombra de la Bestia
Libro electrónico371 páginas12 horas

La Sombra de la Bestia

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

El ministerio de Jesucristo está por concluir y la bestia se ha desatado ...
Lo que para algunos significa la salvación, para otros no será más que la condena al daño.

Al centurión Lucio Quinto Vero, se le ha comprendido capturar un revoltoso sedicioso de nombre Yeshua; junto a Leif Barden Rix, un enorme gladiador belga, y Clodia Grata Prócula, esposa de Poncio Pilatos, vivirán una brutal batalla en la que el demonio mismo apuesta contra Dios.

Un apasionante relato ganador de premios como el Ray Tico, Voz de Oro, entre otros.

Primera Edición Impresa 2011
Segunda Edición Impresa 2014
Segunda Edición Digital 2016

ZIMZO Ediciones

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 ago 2011
ISBN9781524283056
La Sombra de la Bestia

Relacionado con La Sombra de la Bestia

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para La Sombra de la Bestia

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La Sombra de la Bestia - Isaac Almeida Saavedra

    la sombra de la

    BESTIA

    Almeida Saavedra

    A mis padres, quienes me han amado desde antes de venir al mundo. A ustedes cuyos sacrificios me enseñaron que el camino decente es difícil, pero al final del día el único que vale la pena...

    A mis hermanos, porque con ustedes he compartido tantas alegrías y angustias a lo largo de los años, la vida no podría haberme dado mejores compañeros de cruzada.

    A mi amada esposa Diana, amiga... Cómplice.

    Scarlett, Sigfried... Espero que disfruten de esta historia cuando crezcan, los amo con todo mi corazón. Con afecto a Laura.

    A la pequeña Elisa, se te quiere.

    Gracias a ti que sostienes este libro entre tus manos, espero que disfrutes la lectura de esta trepidante historia, tanto como yo lo hice al escribirla.

    Almeida Saavedra

    ISAAC ALMEIDA SAAVEDRA es un actor y artista marcial Mexicano especializado en historia del Mediterráneo antiguo. Debuta en el mundo literario en el 2011 con la presente novela, siendo acreedor a diversos premios y menciones, entre los que se destacan: Premio Ray 2014 a la mejor novela histórica de autor  independientePremio Voz de Oro 2015Pergamino de Oro 2018, nominado al Premio Hayek Internacional y a las Palmas de Oro del Círculo Nacional de Periodistas. Bronce nacional en Karate Coreano y autor de cortometrajes deportivos como ExLuchador y Niña. Es productor, compositor y arreglista del proyecto musical Akna Zavi.   Actualmente radica en México, en donde da rienda suelta a su pasión por las artes y el deporte.

    DRAMATIS PERSONAE

    LUCIO QUINTO VERO: Salvaje centurión al frente de la décima legión, quien vive atormentado por los fantasmas de aquellos que han muerto por su espada. Llamado La bestia debido a su brutalidad en el campo de batalla, Lucio ha arrasado poblados enteros con el único afán de hallar a un tal Mesías para ejecutarlo. Cada día, la esperanza de redimir su alma destrozada se eclipsa más y más ante la sombra de un demonio incontrolable que crece en sus adentros.

    Leif Barden: Sin pasado ni futuro, el gigante belga vive un presente incierto al pasar de vagabundo a gladiador. Dotado de una fuerza bruta nunca vista, el imponente Leif sólo desea volver a casa y honrar la memoria de los suyos.

    Yeshua Bar Yosaf: Tekton (Constructor) galileo, Yeshua asegura ser hijo espiritual de Dios, mientras denuncia la decadencia de su pueblo, así como una doctrina basada en el amor e igualdad universal, motivo por el cual comienza a ser percibido como una amenaza contra Roma.

    Claudia Prócula: Hermosa y de noble cuna, fue forzada por su padre a casarse con el bestial Pilatos siendo apenas una niña para dar prestigio a éste hombre sin virtud.

    Pontius Pilatos: Pretor famoso por su crueldad, fue enviado a gobernar Judea, donde ávido de riqueza comienza a extorsionar a los jefes religiosos de Jerusalén. Su afán por agradar al emperador le ha llevado a obsesionarse con la idea de capturar al mítico Mesías, de quien hablaban los profetas de Israel, encomendando la tarea al centurión Lucio Quinto Vero.

    PRÓLOGO

    ROMA, ABRIL DEL 7 D.C.

    ¿Vale la pena vivir sin ti? Cuestionó a sus adentros un pequeño a sus escasos siete años No... no si tú no estás junto a mí. Lentamente, la pequeña mano del niño acariciaba los robustos dedos de un hombre cuyo cuerpo recostado en el suelo pétreo parecía sólo estar dormido. Ya no vas a despertar, ¿verdad? Dedujo el chico al ver la acuosa mancha carmesí que sutilmente se extendía sobre el suelo de aquella taberna.    

    –¡Por favor despierta papá!–. Suplicó el infante arrodillado a lado de su padre.    

    –¡Despierta!– Lloraba mientras otros hombres lo apartaban del cadáver. La madre siempre dijo que aquel era un hombre sin virtudes, y era cierto que a veces tomaba demasiado, pero era un hombre bueno. Era verdad que había robado un par de veces, pero eso no lo hacía del todo malo... A fin de cuentas él era su padre, y eso bastaba para que toda obra suya fuese buena a los ojos del pequeño Lucio Quinto Vero. ¿Quién lo mató? Escuchó que preguntaba un guardia pretoriano. No lo sé, ya era muy noche... Pero creo que fue un galo, o germano... éste muerto sabía mover la espada bien. Escuchó que  respondió el cantinero.

    –¡Oye niño!– Le dijo el pretoriano. –¿Tienes dinero para pagar la sepultura de tu padre?– El pequeño Lucio negó con la cabeza. –Ya, bueno... Tendremos que ponerlo en alguna parte.    

    –¡Arrójalo a la cloaca, era un ladrón!– Dijo el propietario de la taberna.    

    –Bien–. Secundó el pretoriano acorazado. –Alejen a ese niño–. Concluyó y sus hombres obedecieron en el acto. –¡No quiero, no quiero!– Gritaba mientras lo arrancaban del regazo de su padre inerte. –¡No, papito, papito, papito!– Lloró impotente cuando los forzudos guardias lo alejaron... Jamás volvió a mirarlo, nunca más volvió a sentir la caricia de sus manos.    

    –Tu padre vivió mal... Y así murió–. Le dijo uno de los guardias. No es cierto papito, yo sé que tú eres bueno. Se dijo Lucio Quinto Vero. Un día limpiaré tu nombre, te sentirás orgulloso de mí, papá. Se prometió a sí mismo, lo hizo cada día desde entonces... Lo hizo durante casi treinta años.

    QVINTO VERO

    CORDIS LEO

    (Corazón de león)

    "DIOSES, POR FAVOR ESCUCHEN mi plegaria...

    ...Cada día y cada noche sueño con sus rostros

    descompuestos por la rabia, su dolor no se puede describir...

    ...EL HEDOR DE LA SANGRE mezclada con las carnes putrefactas me resulta insoportable....

    ...Los eternos ecos de sus gritos me ensordecen. Quieren compartir conmigo su agonía, su dolor...

    ...Todo por mi culpa, mis pecados...

    ...Por las mil muertes que causé...

    ...Es increíble que el viento sople tan alegremente...

    ...No sabe lo que viene".

    Qumrán, campamento Zelota improvisado cerca de Kemett, a orillas del mar muerto, Abril del 33 DC.

    Aquella agonizante tarde de Abril, lucía hermoso el disco solar reflejado sobre la quietud del agua, tan grato como el silbar del viento, que cual susurro celestial, había recorrido aquellas tierras infernales desde el inicio de los tiempos. La suya nunca fue una vida fácil, mucho menos grata. El soldado suspiró llenando sus ojos de una melancolía indescriptible.    

    –Padre, madre, los honro–. Comenzó a decir. –Si hoy voy a morir, que sea con el orgullo y dignidad de un auténtico romano–. Sus ojos verdes se abrieron para contemplar los nubarrones, y también gozó el aroma de la tierra que comenzaba a humedecerse a causa de la llovizna. –¡Júpiter! Clamó justo al escuchar la belicosa voz de un trueno en las alturas. –Padre de los dioses, te pido perdón si en algo te he ofendido, te suplico que envíes a Minerva en auxilio de mis hombres, y que Marte vengador guíe sus espadas directo a los corazones enemigos. Hércules, príncipe del poder, sé que te complace el valor, por lo que imploro, me prestes tu fuerza para que sea invencible en el campo de batalla... Mitra, dame la victoria–. Una vez terminada la plegaria, el orgulloso centurión abrió los ojos, ahora con la muerte grabada en la mirada. Entonces, Lucio Quinto Vero, La bestia, se puso de pie enfundando el gladios, después se caló un amenazante yelmo negro de penacho pinto, y alejando las dudas de su mente, su corazón se llenó con el valor de siempre.

    LA DÉCIMA LEGIÓN.

    Una cohorte romana, seiscientos hombres escogidos de entre la infame X legión. Centenares de soldados varados en un territorio hostil al que no estaban acostumbrados; sedientos y asqueados no sólo por el sofocante calor veraniego que caía sobre ellos como las ardientes flechas de Apolo, sino también por la volátil situación de aquel lugar atestado de fanatismos religiosos. A pesar de ello, ninguno de aquellos hombres endurecidos por la vida se atrevía a desertar, porque desde siglos atrás, las legiones habían encarnado el poder de Roma. Todos eran veteranos de distintas guerras en incontables provincias y fronteras, la mayoría de ellos llevaban combatiendo al menos desde los catorce años, edad en la que ya se podía aspirar a ser uno de los legionarios de la más baja jerarquía, llamados hastati; quienes siempre morían primero en los campos de batalla. Aquellos que lograban salir avante, se convertirían en princeps, legionarios de eficacia probada, pero de entre ellos, con el paso de las guerras surgirían los triarios, las mejores máquinas de muerte conocidas por el hombre, y cuyas intervenciones solían ser decisivas.    

    Sin embargo en aquel inhóspito desierto galileo, la vida no se asemejaba en nada al extremo lujo de la capital imperial. En este sitio ningún legionario contaba con una reluciente coraza segmentada, tampoco había bellas capas rojas. Se trataba más bien de rudos soldados que portaban viejas cotas de malla perforadas y petos de cuero desgastado. Sus cascos cobrizos o cafés tenían un aspecto salvaje, cuyo óxido corroía las superficies aboyadas y manchadas por la sangre seca. Sus escudos astillados lucían bien comparados con las espadas desgastadas de hojas renegridas por la sangre, a causa de mil choques contra las carnes enemigas. Su crudo aspecto era completamente fiel a su mala fama. Los soldados más salvajes de la legión más indisciplinada y brutal del mediterráneo, solía decir Pontius Pilatos. Les llamaban los Hombres de hierro, y aquel día estaban a punto de hacer un nuevo alarde de pericia bélica para gloria de la madre Roma. A cincuenta pasos se erguía el enemigo bajo la figura de dos mil zelotas del desierto; aguerridos extremistas religiosos cuya fe les empujaba a luchar hasta la muerte, en nombre de la tierra que su dios les había heredado.    

    –¡Hijos de Roma!– Rugió una potente voz de rayo, cuyo eco se extendió a lo largo de la formación. –¡Me han acompañado a tantas guerras, han sufrido conmigo en cada lucha, hemos peleado en el corazón mismo del infierno, y aun así, Pilatos dice que somos un fracaso, que somos la vergüenza de Roma!– Dijo Quinto Vero mientras caminaba entre los soldados, quienes estallaron en protestas y abucheos. –¡Hermanos!– Gritó con todas sus fuerzas. –¡Ya estoy harto de esta provincia de mierda, quiero que volvamos a casa para reclamar la paz y las tierras que nos hemos ganado defendiendo a Roma! ¡Pero para hacerlo necesito atrapar a ese Mesías y ponerlo en una cruz bien alta, y a todos ellos con él!– Exclamó señalando con la punta de su espada a los zelotas. –¿Me ayudan? ¿Están conmigo?– El rugido de sus legionarios se elevó hasta el firmamento, la furia llenó sus corazones... Estaban deseosos de matar. Quinto frunció el ceño, y se paró a diez pasos al frente de la formación, revestido con una coraza negra, capa roja y un impresionante yelmo rematado con un penacho pinto. El centurión miró la tolvanera que levantaban las pisadas de sus adversarios mientras corrían hacia ellos, pero él era La bestia y no se asustaba fácilmente. Sus soldados habían triunfado sobre sármatas, galos, germanos, númidas, partos, roxolanos y espartanos, entonces, ¿qué reto podría ofrecer una banda de dos mil judíos indisciplinados?    

    –¡Legionarios!– Dijo orgulloso embrazando el escudo al mirar que los judíos se acercaban, y esbozando un sonrisa continuó. –¡Mátenlos a todos cuanto antes, hoy no quiero desvelarme!– Las carcajadas fueron breves, pues el enemigo se acercaba demasiado. –¡Testudoooo!– Gritó, y al instante los legionarios, como un solo cuerpo, juntaron sus escudos rectangulares a manera de escamas de pescado, tanto en la vanguardia como en la retaguardia, e incluso construyendo un techo impenetrable. Los enemigos nada consiguieron contra aquella poderosa formación que tiempo atrás había humillado a la famosa falange helénica, inventada por los griegos. Había que reconocerlo, valor era algo que a los judíos nunca les faltaba, ellos continuaban lanzando rocas, jabalinas... Entonces vino el terrible contraataque.    

    –¡Prima Pilum!– Imperó, y apenas dicho, cien jabalinas surcaron las alturas, precipitándose sobre los judíos que ya caían por decenas, pero éstos, dieron fuertes gritos y nuevamente se lanzaron al combate, brincando de cuando en cuando los cadáveres de los suyos, sólo para repetir la historia. –¡Secunda Pilum!– Vociferó la voz del centurión, y una nueva lluvia de lanzas comenzó a caer sobre el enemigo. Muchos fueron traspasados, y algunos más diestros que sorteaban la lluvia de muerte, se acercaban a la formación sólo para encontrarse con espadas que se clavaban de inmediato en sus gargantas. Los zelotas retrocedieron asustados; en menos de diez minutos murieron casi doscientos de los suyos... Jamás debieron desafiar a Roma.    

    –¿Arrojamos los Pilum de la tercera línea, Dómine? Cuestionó un soldado.    

    –No Casio, sin arqueros ni caballería, necesitaremos el mayor número de lanzas a la hora de flanquear como tenaza–. Respondió Quinto, y meditó unos segundos.    

    –¡Honderos!– Imperó al aire, y al instante los veloces proyectiles silbaron antes de incrustarse en los cráneos de sus adversarios, y así fue repetido en tres ocasiones más. Los judíos heridos o incapacitados eran demasiados, y los muertos ya sumaban unos cuatrocientos.    

    –Retroceden Dómine–. Dijo Casio, a quien el centurión ignoró.    

    –¡A los flancos!– Ordenó a los legionarios. –¡Ya cierren los flancos, malditos, muévanse rápido o yo mismo los mato! Doscientos de sus hombres se movieron; cien por cada flanco, rodeando al enemigo casi por completo a manera de tenaza.    

    –¡Vanguardia, avancen en formación sigma!– Y así lo hicieron, embrazando los largos escudos mientras desenvainaban sus temibles espadas de hoja doble, respaldando las acciones temerarias de un Lucio Quinto Vero negado a la derrota, a quien muchos soldados respetaban y casi veneraban como si fuese un dios sediento de victoria. Avanzaron al modo romano; despacio y en perfecta sincronía con los belicosos golpes de tambor... El metálico sonido que producían chocando las espadas contra los escudos mientras caminaban encorvados, anunciaba la carnicería inminente.    

    –¡Hijos míos, los dioses nos observan... Démosles algo digno de mirar!– Gritó el centurión, y un rugido espeluznante, como venido de otro mundo, resonó hasta el firmamento haciendo al enemigo vacilar, aún rodeados casi por completo, los zelotas continuaron luchando con un valor salvaje, pero pese a su bravura y clara superioridad numérica, no eran un ejército profesional, y fue esa desorganización la que facilitó las cosas a los legionarios, quienes se limitaban a avanzar en sincronía para apuñalar una y otra vez, siempre por un costado del escudo.

    –¡Relevos, que entren al combate los triarios!– Vociferó Quinto clavando la punta de su espada en la frente de un zelota. La orden fue bien acogida entre los exhaustos soldados de las primeras filas, quienes retrocediendo sin volver la espalda, dieron lugar a dos nuevas centurias de triarios. Apenas llegados al frente de la formación, los triarios comenzaron una matanza indescriptible. Brazos, piernas y cabezas comenzaron a tapizar el suelo que pisaban... Muchos judíos intentaron escapar, pero se encontraron con que era fácil resbalarse con la sangre acumulada aquella tarde; sangre que al mezclarse con la arena se tornaba en negruzcos lodazales. Era innegable que ya había romanos muertos, pero no llegaban a cincuenta, mientras que de los casi dos mil zelotas, apenas quedaban con vida unos quinientos. El valor no tardó en abandonar al enemigo y comenzó la desbandada, de tal modo que algunos pudieron escapar; aquellos que eran más veloces, el resto se encontró rodeado por los doscientos legionarios que el centurión mandó desde el inicio de la lucha, quienes reanudaron la masacre sin piedad.

    EL DUELO.

    –¡Esperen, esperen!– Gritó en latín un guerrero judío. –Yo desafío a muerte a ése que le dicen La bestia–. Propuso señalando a Quinto con la punta de su afilada cimitarra. Todo choque de armas se detuvo; como si de pronto las ansias de luchar se hubiesen esfumado en el éter de la nada, y tanto romanos como judíos, dirigieron sus miradas al citado centurión. –No puedes negarte romano, si lo haces es que no eres digno del respeto de tus hombres, significa que no mereces su lealtad y que...    

    Quinto alzó la punta de la espada haciendo que el judío callase. –¡No me niego, pero dime! ¿Qué demonios esperas ganar luchando contra mí, si ya están vencidos, prácticamente muertos?

    –En la guerra nada está escrito soldado, lo sabes bien... Siempre hay oportunidad de cambiar el peso de la balanza–. Explicó en un tono más relajado. –Si tú me vences en combate, te diré quién es el Mashiaha que tanto tiempo has buscado... Aceptando el destino que me aguardes, pero si con la bendición de Dios, yo te mato... Y escúchame bien, si te mato, tus hombres deberán dejarnos ir a todos.    

    –¿Con la bendición de Dios? ¿Cuál Dios? Si ustedes son unos ateos que reniegan de los dioses... En fin, acepto tu estúpida propuesta–. Respondió el romano quitándose el casco antes de pasarlo a manos de su amigo Casio. –Bebe algo, repara fuerzas porque te harán falta a la hora de enfrentarme, lucharemos en cinco minutos, sin cascos ni escudos, sólo hombre contra hombre–. Dicho esto, ambos se retiraron a sus respectivos bandos. El zelota comenzó a calentar los músculos después de lavar la sangre de su rostro, mientras uno de sus compañeros le acercaba un ánfora llena de vino.    

    –Los profetas te acompañan, Dios te dará la fuerza de Sansón para que ganes nuestra libertad y podamos seguir con la misión; esta es la voluntad divina haciendo justicia a través de tu mano.    

    –Entonces que David guíe mi espada directo a su garganta –. Concluyó el retador.

    –¿Estás demente?– Se atrevió a decir el Optio Casio, ayudante de centurión. –Prácticamente los tenemos acabados, si él llegara a...    

    –Ten cuidado soldado, ten mucho cuidado con la forma en que me hablas–. Le advirtió. –Podrías ganarte unos azotes... No estoy de humor como para andar con sutilezas... Para Pilatos no es más que un maldito capricho personal este asunto del Mesías, él ve una oportunidad de brillar a los ojos del emperador, yo sólo veo que siempre terminan muertos legionarios... Somos una legión que ha servido bien a Roma, hemos peleado y vencido toda clase de retos y enemigos... Me llena de rabia ver que mis hombres mueren por culpa de ese calvo depravado, pero si al pelear puedo evitar exponer a mis soldados... Casio, sabes que no dudaría nunca en cambiar mi lugar por el de uno de mis hombres–. Casio asintió mientras Quinto, sentado en una roca bebía lentamente el vino en un vaso de cobre.    

    Casio pasó cada segundo sumido en un silencio eterno mientras se esmeraba en sacar filo a la vieja espada de La bestia, y siempre que lo contemplaba con respeto antes de una lucha solía cuestionarse qué era lo que cruzaba en la mente de un guerrero como Quinto Vero; quien con el insuperable talento para asesinar, tuviese tan extraños remordimientos después de las victorias. Como siempre, habría querido resolver aquellos pensamientos, pero el sonido de murmullos lo devolvieron a la realidad. Sus ojos se clavaron en la figura de un alto, delgado, y moreno hombre cuyos brazos iban decorados con extraños tatuajes, quien durante unos segundos pareció elevar una plegaria a las alturas. Armado con una enorme cimitarra y una coraza de cuero con placas de hierro entre cosidas al estilo de los partos, el sujeto de imponente estampa caminó en silencio mirando al centurión... Ya era hora de morir.

    –Dómine, ya es hora–. Dijo Casio fracasando en ocultar un leve temblor en el tono de su voz.    

    –Si le tienes miedo a ese judío, no mereces servir en la legión –. Le dijo Quinto esbozando una sonrisa.

    –No es eso Dómine, es que hace unos días le hirieron el costado peleando en Capernaum, y éste esfuerzo podría reabrir los puntos.    

    –Y temes que me muera en pleno duelo... Si me matan no es asunto tuyo Casio, en todo caso deberías estar feliz, ya que si me muero tomarías mi lugar... Empieza a llover Casio, pronto oscurecerá, y yo dije que hoy no quería desvelarme–. Le palmeó el hombro bruscamente y se alejó en medio de las últimas luces de aquella tarde acompañada por la lluvia. Los adversarios caminaron hacia el centro de la formación y rápidamente, los legionarios improvisaron un muro cuadrado sosteniendo sus escudos.    –¡Judío, dime tu nombre!

    –¡Vete al infierno romano!

    –Ambos lo haremos, te lo aseguro, la cuestión es ver quién lo hace primero... Mira judío, este no es un asunto personal, así que antes de que te mate, me gustaría saber tu nombre–. Aclaró Quinto mientras terminaba de beber el vino.    

    –Este asunto se volvió personal desde hace más de un siglo... Cuando ustedes invadieron nuestras tierras–.

    Respondió el zelota.  

    –Si no mal recuerdo tus ancestros pidieron nuestra protección, después nos traicionaron, como yo lo veo es un asunto de justicia... Dime tu nombre.

    –Soy Bar–Izaja, el mejor guerrero de todo el campamento, ¿y tú?

    –Yo no tengo nombre–. Dijo, arrojando al suelo el vaso. –No sabes en que problema te has metido –. De pronto Bar–Izaja lanzó un mandoble que el centurión esquivó retrocediendo unos cuantos pasos dando inicio a la que prometía ser una épica batalla. El barullo de ambos bandos se elevaba tratando de callar las belicosas voces de los truenos. Quinto bloqueaba algunos golpes con la espada y la mayoría los eludía cabeceando o retrocediendo. Los prisioneros festejaron que su campeón hasta ahora llevaba la pelea, porque sabían que aquella era su única oportunidad de sobrevivir.    

    –Bar–Izaja ha tomado por sorpresa a ese romano presumido, el pobre centurión no logra coordinar ataque alguno–. Dijo un zelota justo en el instante en que el ensordecedor rugir del triunfo salió de las gargantas de los legionarios, quienes con un mutismo casi religioso habían esperado aquel instante sanguinario. De pronto, el tiempo dejó de correr volviendo al mundo lento; suspendido en el espacio entre un latido y otro. En un segundo, el judío levantaba la cimitarra con ambos brazos. Al siguiente, sus manos caían seguidas de sendos regueros carmesí. Con la velocidad de un rayo, Quinto se lanzó hacia adelante trazando un nuevo abanico con su espada, que terminó cortando la pantorrilla del zelota.

    QUMRÁN ARDE.

    –¡Aaaaaarrrrhhhh!– Gimió Izaja y su pierna se flexionó cayendo de rodillas. ¡Victoria, victoria! Gritaron los soldados, al ver al agónico judío sin manos retorciéndose en el lodazal. El viento recogió los alaridos vencedores mientras golpeaban sus espadas contra los escudos.    

    –Bar–Izaja, estás perdiendo mucha sangre, pronto morirás, por protocolo, todos tus hombres deben de ser crucificados, pero yo puedo salvarlos, al menos a unos cuantos, incluso puedo ver que te curen esas manos, claro, siempre que me digas donde está el Mesías.    

    –No lo sé, no lo sé, por Dios, no lo sé.

    El centurión lanzó un golpe seco incrustando el mango de su gladios en el rostro del zelota. No estoy jugando, se dijo a sí mismo. Bar–Izaja gimió con la nariz hecha pedazos, ahogándose en su propia sangre.    

    –Por última vez, ¿dónde está el Me...– Quinto no pudo terminar la frase porque sintió que una asquerosa mezcla de saliva y sangre le bañaba el rostro. –Bien, dije que no estaba de humor para bromear–Dijo limpiándose la cara, y dando media vuelta sentenció:

    –Sólo tenías que hablar judío, ahora tu dios escuchará los gritos de los tuyos... Casio, ya sabes lo que tienes que hacer.    

    –Deberían darnos bono extra por hacer este trabajo Dómine – Protestó el optio.

    –Cállate y haz lo que ordeno... Crucifícalos a todos–. Concluyó el centurión.

    Las luces mortecinas de la tarde caían vencidas lentamente, ante los encantos del astro de la noche. Algunos de los cansados veteranos se envolvieron en sus desgastadas capas rojas para protegerse del eterno viento, y la lluvia que no dejaba de lanzar el triste firmamento. Sin duda aquella noche los cielos lloraron cada muerte; vertiendo lágrimas amargas sobre los soldados, pero más aún, sobre las casi sesenta cruces erguidas a orillas del mar muerto.    

    –Está hecho Dómine, crucificamos a todos los que pudimos, pero la madera no alcanzó. ¿Qué hacemos con el resto?– Nada respondió el interpelado, quien acariciándose el mentón volvió la vista hacia donde aquellos judíos desdichados agonizaban colgados en las cruces. Con un enorme hastío, como si de pronto el peso incalculable de la historia presionara su existencia, Quinto caminó entre hileras de cruces, observando las docenas de cuerpos desnudos clavados en las más dolorosas posiciones imaginadas por el hombre. Cruces de todos los tamaños decorando una pequeña orilla de la playa; algunas de estas muy altas como para alcanzarlas estirando el brazo, y otras tan enanas que los glúteos de los condenados rozaban el suelo a pesar de tener las piernas imposiblemente flexionadas. Aquel paseo en medio de una vista tan macabra, hubiera sido demasiado para el corazón de un ser humano, pero el de Lucio Quinto Vero ya estaba acostumbrado a moverse entre aquellos bosques infernales, cuyos árboles dantescos daban como frutos hombres entregados a un suplicio interminable, en medio de agónicas plegarias.    

    "Debiste morir en el campo de batalla... Con honor". Dijo a sus adentros cuando vio a un joven zelota llorando en una cruz.    "Ese muchacho no debe tener más de catorce años... Dioses, apenas es más que un niño". Pensaba cuando vio al joven tratando de rezar entre delirios. Apartó la vista negando las ganas de llorar por la vergüenza, perdería el respeto de sus hombres, si estos descubriesen que su corazón albergaba tales sentimientos... Quizá hasta lo matarían después de amotinarse. Aún el más valiente de los hombres vive con miedo de sus propios hombres. Se dijo. Las guerras y los tiempos han cambiado, antes luchábamos por defender a la familia, pero ahora todo es muy confuso, ya nadie sabe qué está bien y qué está mal, quién tiene la razón y quién está equivocado... Los jóvenes pelean y mueren siguiendo a dioses que nunca verán, y nosotros, la supuesta luz del mundo, los crucificamos mientras perseguimos sombras en medio de la noche... Tal vez, todos estamos equivocados desde siempre, y quizá siempre lo estaremos   .

    –Dómine, no hay madera para hacer más cruces– Insistió Casio, devolviendo al presente los pensamientos del centurión. –Dómine, aún quedan muchos perros judíos sin crucificar, ¿Qué hacemos con...?    

    –Ejecútenlos–. Respondió Quinto sin mirar atrás. –

    Mátenlos, pero al modo romano, que mueran con honor.

    –Pero mi Señor, ellos no son romanos–. Replicó Casio.    Pero son guerreros admirables, dignos oponentes...

    Cumple mi mandato–. Concluyó solemne. Casio se tocó el pecho con el puño cerrado y se retiró sin más reproches. Ese Cneo Casio Longinus es un sujeto bastante testarudo, pero no hay hombre más leal en la legión. Pensaba el centurión cuando al pasar junto a un árbol usado como cruz, escuchó que le suplicaban en latín.

    –Má... Mátame... Te lo suplico–. Balbuceó Bar–Izaja, cuyas piernas habían sido clavadas tan inhumanamente flexionadas, que las plantas de los pies rozaban con las nalgas, pero lo más impresionante y cruel eran los clavos superiores, ya que al haber quedado manco tras la lucha contra Quinto, los legionarios habían decidido clavarlo al madero atravesándole los hombros.  –Por favor, por favor, ya mátame.

    –Si me dices lo que quiero oír.

    –B...Bar–rabash, por Dios, sólo mi hermano de... Armas Barrr... Abashss–. Lloró mientras las heces comenzaron a deslizarse por sus

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1